El show de Harvey

“Empezamos la serie con un reportero que ha intentado denunciar estos asuntos delicados de los que nadie ha querido hablar en el ambiente; cae el gran personaje del espectáculo y tenemos montañas de público, acrecentadas por la prensa y casi todos los programas que te puedas imaginar, incluso las cadenas de noticias internacionales”, dijo el escritor del show al productor. “Suena impactante la idea, pero ¿quién querrá caer?”, respondió el afamado productor. “Los grandes movimientos siempre deben tener grandes mártires”, contestó el escritor. “Ya veo. Yo sería el protagonista”, espetó para sí el empresario. “Sería totalmente tu serie, Harvey” zanjó el creativo.

Harvey había trabajado durante décadas con grandes directores, guionistas, actores, bailarines, artistas reconocidos por la crítica más exigente y que, además, sabían producir dinero. Sus premios eran tantos como el dinero que tenía. Pero siempre hubo algo de falsedad en todo ello; el mundo del celuloide estaba demasiado lejano de la realidad, y esa era su realidad, vivir a costa de la fantasía. Quiso hacerse un personaje, uno del cual nadie dejara de reaccionar ante él. “Ya no estamos en tiempos de héroes”, se decía, “los villanos arrepentidos o los incomprensiblemente malvados son los personajes que la gente quiere ver”. Recordaba cómo había comenzado a volverse una persona detestable, cómo disfrutaba el silencio de aquellas a quienes había perjudicado, así como el de sus amigos que se habían vuelto sus cómplices; su poder, su influencia era demasiada. Con todo, no se sentía, ya no digamos a gusto, sino pleno. Había hecho lo que había querido; había ganado lo que cualquiera en la industria quería; ahora tenía que ser un personaje que ninguno de sus directores y escritores habían podido darle hasta ese momento. Nunca pudo concretar el proyecto de llevar a la pantalla personajes auténticamente shakesperianos, goethianos y dostoyevskianos, para un devoto del teatro y la literatura, eso era un crimen. Él sería ese personaje, aquel poderoso que por su descontrol, por el mal que no quiso contener, se cae, es linchado, se quiere arrepentir, pero quizá no pueda hacerlo. “¿Me arrepentiré porque quiero hacerlo o porque así lo dicta el guion?” se preguntó justo antes de tomar su celular y marcarle a su escritor.

“Tienes razón, no sólo es original tu proyecto, nadie podrá mantenerse callado ante lo que desencadene”, señaló sonriendo el productor. “Sabía que sabrías apreciarlo” manifestó orgulloso el guionista. “Pese a que tengamos bien ideadas las primeras dos temporadas, ¿has planeado qué tanto se extenderá?, ¿has pensado en el final?”, cuestionó mientras caminaba el protagonista. “Esas son buenas preguntas. La gente decidirá el número de temporadas”, respondió. “¿Eso quiere decir que tendremos que cambiar de protagonista? Por supuesto. Podemos incluso mezclar los protagonistas con las actrices secundarias”, planeaba el empresario. “Será un éxito. Al público siempre le gusta participar en las hogueras. ¿Le llamo o le llamas al reportero? Conseguí su número con ‘el seductor’”, dijo emocionado el planificador. “Llámale. Quizá reconozca mi voz. No nos conviene que sea consciente de su papel”.

Yaddir

Temblores espirituales

El cuento El terremoto de Chile, de Heinrich von Kleist, destaca la irracionalidad que puede ocasionar un magno y destructivo evento. Los terremotos no tienen una causa clara; para la gente en la que se ubica el cuento, el año 1647, la única causa posible es la ira de Dios (tal vez el fin de los tiempos, un aviso o algo que escapa a nuestra comprensión). Nosotros, mal acostumbrados a buscar causas precisas para cualquier acontecimiento, nos parecería irracional ver la causa en la inescrutable ira de Dios, pero no podemos dar una razón que nos satisfaga, pues queremos saber exactamente por qué tiembla en determinado lugar, determinado día y a determinada hora, pues la retórica de la ciencia nos ha hecho creer en una sublime capacidad de predicción que han alcanzado los científicos. El cuento se centra en la historia de Doña Josefa, una bella y noble joven, y Jerónimo, un preceptor que se enamora de ésta; dado que el padre de la dama es un señor que, al parecer, no quiere ver manchada su reputación corre al pretor y ordena que su hija se vuelva monja. Pero ella y él tienen contacto carnal en pleno convento. Él va a la cárcel. Ella será quemada en la hoguera, aunque antes le quitan al hijo que tuvo con él. El día en el que se iba a ejecutar la sentencia, la tierra se sacude.

La desesperación cunde a la misma velocidad con la que caen las construcciones. Jerónimo escapa y busca todo el día a su amada Josefa; ella hace lo mismo, aunque logra encontrar y salvar a su hijo; al fin se encuentran. Son felices porque creen que el temblor ha destruido el odio que la sociedad tenía hacia ellos; son felices porque ya no son los chivos expiatorios de los pecados de Santiago. Pero la felicidad termina cuando después de un sermón dado por un Dominico, quien condena el pecado cometido por los amantes, así como señala en ello la causa del terremoto, son vilipendiados y vapuleados nuevamente por la comunidad. Ambos son asesinados por la confundida e iracunda turba. El tumulto se controla cuando un hombre estrella en la pared del convento dominico a un hijo que pensaban era el de ellos. Lo que parecía ser la construcción de una nueva sociedad, de una nueva manera de pensar la relación con los demás, regresa a la manera incorrecta de pensar la religión, a los vicios y pecados de siempre. Se encuentra una causa donde no hay causa; un pecado no puede significar la destrucción de una sociedad, pues en caso contrario el mundo estaría destruido; tampoco un pecado cura otro pecado, el asesinato de tres personas no borra el pecado de dos personas a quienes ni siquiera se les da la oportunidad de arrepentirse. Ante lo que no podemos comprender, no conviene actuar de manera absurda, pues resulta riesgoso.

Yaddir

Testigo del fin

Testigo del fin

“El Apocalipsis ya ha comenzado, pero nuestras ideas sobre la violencia nos impiden verlo”; así podría reunir en una sola idea el complejo descubrimiento teórico de René Girard [1923-2015] en torno a la actual situación humana. Y al mismo tiempo así podría mostrar que el ámbito en que se desenvolvió el pensamiento de Girard es transgresor de los campos académicos, heterodoxo en los métodos de investigación teórica y, sobre todo, profundamente comprometido con la verdad sobre el hombre: la compleja verdad de lo humano que sólo puede encontrarse en todo lo humano. Por ello, para referirse a René Girard son insuficientes los calificativos de antropólogo, psicólogo, filósofo o teólogo: leyó a Dostoievski con la misma profundidad con la que examinó la anorexia y meditó el Evangelio con el mismo cuidado que recorrió los límites del deseo. A Girard nada humano le fue ajeno porque aprendió a reconocer el origen de nuestra humanidad enajenada: el mal.

El camino a la meditación sobre el mal tuvo sus primeros pasos en una observación antropológica: los mitos esenciales y fundantes de las comunidades primitivas son medios de contención de la violencia. Tebas se funda en el parricidio liberador de la opresión esfíngica; Roma en la compensación de la orfandad mediante la hominización de lo salvaje; Israel en el sacrificio de los primogénitos prefigurado en Isaac y confirmado en Egipto. La violencia se contiene mediante el rito religioso y la religión –en cuanto mito fundador de un Estado- garantiza la civilidad. Para Girard, la violencia rebasa al Estado cuando el mito religioso ha fracasado. La violencia cierra los ciclos culturales; la religión les da vida. La política es mitológica por necesidad; su cientifización es la cancelación misma de la política. En la religión, la política tiene su fundamento y su expresión plena.

Sin embargo, como buen psicólogo, René Girard penetró en el mito religioso fundante de la civilización para identificar el elemento que da vida al propio mito: el deseo mimético. Los hombres imitan por naturaleza y la imitación mueve al deseo. Así, Edipo imita al rey que no reconoce como padre, y en ello funda su desgracia. Los hijos de la loba se exterminan por imitación, y en ello fundan el ser romano. Isaac sobrevive sólo por la exclusión de Ismael, y en ello funda su carácter electo. Los hombres desean lo que imitan e imitan lo que desean. Las relaciones humanas se fundan en el deseo mimético y es la realización del deseo mimético lo que nos conduce a la violencia, pues el deseo mimético sólo se satisface plenamente por el exterminio del otro, por la aspiración a la originalidad, por la cancelación de la distancia entre el deseante y lo deseado. El deseo mimético funda los mitos religiosos para evitar el exterminio. Girard no es Hobbes, por lo que el deseo mimético no es afán de poder o reconocimiento, sino realización de lo humano. Lo mejor entre los hombres comparte origen con lo peor de ellos: el deseo mimético. Imitamos al amigo por deseo mimético; por deseo mimético deseamos exterminar al enemigo. La diferencia entre el amigo y el enemigo es la del deseante y el deseado; no preguntemos si la amistad tiene un mito fundante, que quizá no hay amigo que pueda aquilatar la respuesta. Lo humano se realiza tanto en la violencia como en su contención; tan humana es la guerra como la paz; sólo el hombre puede ser inhumano. Y sin embargo, no hay mito que contenga siempre la violencia, así como es imposible política alguna para lograr la paz perpetua.

A partir de la relación entre el deseo mimético como fundamento del mito religioso y el mito religioso como contención de la violencia, el filósofo René Girard explica la socialización de la violencia: el chivo expiatorio. El mito religioso es funcional para una comunidad en la medida en que puede encontrar su unidad en el rito sacrificial de algún miembro de la comunidad en quien se pueden concentrar los deseos miméticos. La violencia comunitaria se explica por contagio mimético del deseo. El modo en que esto opera nos es de sobra conocido y pan de cada día en los linchamientos mediáticos: situamos a una persona como evidentemente despreciable y por ello blanco predilecto de nuestro odio, de manera que sea perfectamente válido, legal y justificable su exterminio. Así, erigir un chivo expiatorio nos permite legalizar el mito y hacer de la comunidad un organismo político. Entre los amigos, el chivo expiatorio es la superposición del mito fundante de la amistad: cuando los amigos no pueden exterminarse, exterminan a un tercero para fundar legalmente su amistad; más que ser amigos por sí mismos, lo son respecto a algo más; reconocer el término de una amistad es imposible hasta no justificarla por un chivo expiatorio. El pueblo de Tebas reconoce en Edipo el origen de los males, y el exterminio de su progenie marca el paso a la legalidad del gobierno tebano. Los hijos de la loba encuentran en los sabinos su paso a la legalidad sustituyendo el fratricidio por la guerra de conquista. De modo semejante, el desprestigio de Esaú justifica la legalidad de Jacob. Los mitos religiosos simbolizan el sacrificio original por el que las comunidades justifican su poder y el sacrificio se origina en el contagio del deseo mimético que lleva a ejercer violencia sobre el chivo expiatorio. La violencia, así, se recubre de mito y ley; sólo la decadencia de la ley o el mito hace crecer a la violencia. Contener la violencia desmedida exige del sacrificio violentamente desmedido del chivo expiatorio. En nuestros tiempos de gran violencia, sólo un gran sacrificio podría contenerla. Si fuera el único camino, sólo la violencia nos salvaría de la violencia: el mayor peligro como salvación.

En el Evangelio, el teólogo René Girard reconoció los límites de la explicación nihilista: la única superación de la violencia ritual contra el chivo expiatorio está en el Dios que se entrega a sí mismo para sacrificarse por todos. Sólo podemos comprender la necesidad de superar la violencia mediante el perdón cuando comenzamos a ver la inevitable presencia del mal. Edipo es ciego al mal porque sólo ve el destino desde sus cuencas vacías. Los romanos son sordos al mal porque su rumor lo silencia la marcha de su ejército poderoso. El ciego Jacob bendice a sus hijos, lo perdona todo, pero demasiado tarde. De igual modo, la amistad que no torna en sacrificio de uno mismo es mito caduco, violencia futura. La amistad genuina es la del perdón cristiano; el amigo perfecto necesita de la conversión. La amistad no puede sobrevivir en el mundo moderno. El Evangelio, según Girard, nos pone de frente a la presencia del mal. Reconocer la presencia del mal es reconocer el final de los tiempos: cuando la violencia incontenible ya no tiene ningún mito justificador, cuando la violencia ha rebasado todo y ya no hay chivo expiatorio posible, cuando vivimos el mayor peligro, podemos reconocer que el Apocalipsis ha comenzado y que vivimos el fin de los tiempos. Estamos ante la disyuntiva sobre si el fin de los tiempos, el mayor peligro, la destrucción, es la salvación nihilista o la cristiana. Vivimos en plena tragedia; lo importante es saber si al menos es la tragedia cristiana. El Jesús de Girard es el amanecer tras el esparagmos del dios de Nietzsche; y apenas comenzamos a adorar a la piedra…

Námaste Heptákis

Que quepa duda. En comparación con las cifras anteriores, que comenté aquí hace años, la encuesta nacional de lectura registra un aumento en el promedio de libros que los mexicanos leen a diario. Igual que en la encuesta anterior, la mayor parte de los lectores se ubica en edad escolar. Cabe la duda: ¿el aumento es real o mera consecuencia del bono demográfico que tiene a la mayoría de la población nacional en la edad escolar?

Escenas del terruño. En torno al caso de los estudiantes desparecidos desde hace trece meses hay tres elementos dignos de mencionar. En primer lugar, la aportación periodística de Carlos Marín a lo largo de la semana en Milenio, donde se señala la posibilidad de infiltración del narcotráfico en la Normal Rural de Ayotzinapa a partir de un audio presentado en dicho medio. En segundo lugar, el regreso a los medios de Jesús Murillo Karam, quien en entrevista con Pascal Beltrán del Río para Excélsior ha señalado que de ningún modo los resultados de la investigación oficial sobre el caso son concluyentes: ¿entonces por qué sí hay detenidos, exprocurador? Por último, hay que considerar que la versión pública de la investigación de la PGR reserva los datos personales y la información delicada, no así el informe del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes. Tras el reconocimiento oficial al informe de GIEI y su integración al expediente oficial, ¿no podría esperarse que los defensores de los detenidos aleguen violación al debido proceso? No nos sorprenda si los detenidos por la desaparición de los estudiantes son liberados de acuerdo a la ley. El caso no debe ser olvidado.

Coletilla. En los ochentas, Gabriel Zaid argumentó –en un ya legendario trabajo- que la radicalidad política aumentaba con los ingresos; una actualización de dicha observación puede leerse en el trabajo de José Merino que ha dado a conocer Animal Político.