Al despertar, Ricardo pasaba del sueño a la pesadilla, al menos así le gustaba decirse para soltar una auténtica carcajada antes de salir al mundo. Nunca le había gustado leer los diarios, pero los leía, pese a que siempre dijeran lo mismo, por temor a ser mandado a las charlas de Convivencia Armónica. Después de bañarse y untarse los ungüentos de todos los días, le tomaba la indispensable foto a su feliz desayuno, el cual consistía en algún tipo de cereal y un jugo para acompañarlo. “Si ya sé que a las mismas mil personas les va a gustar la foto de lo que como, ¿por qué debo hacer lo mismo todos los días? Mejor sería mandar las mismas 15 fotos de los 15 platillos durante ese lapso de tiempo. ¿Quién notaría la diferencia?” Se decía quejumbroso. De no ser por el gruñido de su estómago, fingiría comer para que su día tuviera algo diferente. El segundo momento del día que le causaba cierto placer era verse al espejo, no por vanidad, sino porque quería buscar algo distinto; casi lo encontraba, pero los mismos rasgos lo detenían una y otra vez.
La pesadilla comenzaba a enardecer con el concierto de amables saludos a todos los compañeros del trabajo; a ninguno había que preferir, todos con todos debían contagiar cortesía. A todos debía mirarse directamente a la cara en el momento del saludo por 5 segundos. Aunque era extraño encontrar diferencias entre las personas. Inclusive las edades no se diferenciaban, o al menos eso parecía, más de 7 años. ¿Qué pasaba con aquellas personas mayores? Era una pregunta que Ricardo se había hecho cada que llegaban los nuevos. Pero nunca se había atrevido a manifestarla. Mejor prefería ser parte del concierto de palmas extendidas. Nadie llegaba molesto, nadie llegaba radiante. La molestia era inaceptable, si se le disimulaba, a la persona que la padecía se le recomendaba asistir a las charlas; si no se le disimulaba, el trabajador que rompía con la armonía laboral era transferido. El ser demasiado feliz podía verse como presunción, y como a nadie le gustan los presuntuosos, éstos eran inmediatamente cambiados de ambiente.
El trabajo y la mayor parte de la convivencia que hacían los trabajadores, sin ninguna excepción, consistían en apretar botones dentro de una oficina cubierta de un blanco inmaculado. En un tablero de 60 teclas se apretaba un botón distinto cada segundo. No era nada difícil, pues el botón que se encendía era el que debía apretarse, así nadie se retrasaba, nadie fallaba; no cabía la posibilidad de los errores. Cada 6400 tecleos había un receso de 15 minutos. El cual debía aprovecharse para registrar los estados de ánimo que los trabajadores habían percibido en los compañeros mediante el mismo teclado. Nuevamente las teclas se encendían cada que aparecían los parecidos rostros de los demás. En el teclado se encendían dos teclas con cada cara distinta: una roja y una verde. La verde, la más desgastada, significaba aprobación, la roja lo contrario. A nadie le gustaba criticar, pero para vivir en un ambiente armónico, se debía encaminar la conducta a los demás.
Luego de dos recesos 18, el cual era el nombre verdadero de Ricardo (a él le había gustado esa palabra una vez que la oyó y por eso así se auto nombró), comía algún tipo de carne con verduras y bebía un litro de agua; también en ese momento debía canjear su foto por mil likes. Podría decirse que el receso casi le gustaba, pues el momento de la salida, el cuarto receso, se acercaba. ¿Para qué servía el trabajo que realizaba? En algún momento pensó que quizá cada botón le hiciera cómoda la vida a alguna persona en otro lugar. Aunque eso reducía el número de personas con las que debía hablar durante dos horas después del trabajo; todos los días hablaba con alguien diferente. Lo más seguro es que nunca lo supiera, si hasta el tiempo en el que nadie trabajaba lo tenían cuidadosamente planificado. Pero esperaba que algún día eso cambiara.
Luego de las dos horas diarias en las que fingía interés por una persona que no conocía y que no lo conocía, hacía la penúltima tarea del día: las poses indicadas en una pantalla que se ubicada en la pared de su sala. Las reglas del cuerpo eran una serie de poses que se debían realizar durante una hora y que permitían extender, así como fortalecer, los diversos músculos del cuerpo. Esa hora no era desagradable. Había cierta sensación satisfactoria, semejante a los encuentros anuales; casi se sentía con poder.
La cena llegaba y con ella la última foto y los últimos likes. La cena era lo más sencillo del día: un vaso con algún líquido salido de una pared del techo, donde salían los líquidos que ingería, y de un color alegre. Al final del día debía ver nuevamente las amigables noticias. En qué momento se apagaba la pared de su dormitorio, no lo sabía. Sólo se sentía feliz cuando volvía a soñar que las personas eran diferentes.
Yaddir