Embustero

¿Qué adelantas sabiendo mi nombre? –le espeté–, cada noche tengo uno distinto; fue por eso que decidió llamarme “Bonita”. Lo nuestro duró lo que duran dos peces de hielo en un whisky on the rocks. En vez de fingir que nos sobraban los motivos, nos dijimos “Adiós, ojalá que volvamos a vernos” y, desde el balcón, lo vi perderse en el trajín de la Gran Vía. Lo malo no es que huyera, peor es que se fuera robándome además el corazón. El verano acabó, el otoño duró lo que tarda en llegar el invierno; la vida siguió, como siguen las cosas que no tienen mucho sentido, y sin embargo lo seguía queriendo.

Yo no quería un amor civilizado, lo que yo quería era que ese corazón cobarde muriese por mí. Por eso le busqué un adjetivo, inspirado y posesivo, que le arañase el corazón y luego arrojé mi mensaje, que se lo llevó de equipaje una botella al mar de su incomprensión. Mientras esperaba respuesta, cada noche me daban las diez y las once, y las doce y la una, y las dos y las tres… Para matar el tiempo, algunas veces solía recostar mi cabeza en el hombro de la luna y le hablaba de esa amante inoportuna que se llama Soledad. Otras tantas, dejaba la puerta de mi habitación abierta por si acaso se le ocurría regresar. Al final, me di cuenta de que no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió.

Hay quien dice que fui yo la primera en olvidar, pero una vez me contó un amigo en común que lo vio, precisamente, donde habita el olvido, el cual –decía– no le sentaba tan mal. Él, que tanto había besado, que tanto me había enseñado, sabía mejor que yo que hasta los huesos sólo calan los besos que no han dado los labios del pecado. Entonces, siguiendo la voz del instinto, me salía a buscar un amante discreto que se atreviera a perderme el respeto; sin embargo, cuando dormía sin él, con él soñaba. Tanto lo quería que me fui envenenando de besos y así tardé en aprender a olvidarlo 19 días y 500 noches.

Ya llovió desde aquel chaparrón hasta hoy que, en la estación del metro, choqué con una persona que yo conocía muy bien y la miré. Seguía siendo tan cobarde que sólo podía ser él, el que me había robado el mes de abril. Me dijo “Hola” y yo pensé: “Este pez ya no muere por tu boca: en tus redes no me atraparás como a un ratón”, pero más rápido cae un hablador que un pirata cojo y febriles, como la carta de amor de un preso, estábamos él y yo. Sí, besarlo es desatar un huracán, pero en Macondo comprendí que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver. Que no me pida ahora que muera por él; lo que queda de mí se subasta al mejor postor. Verán ustedes, mi manera de comprometerme fue darme a la fuga. Tal vez mañana a mi ventana llame otro príncipe azul.

Hiro postal