Daltonismo

Hace unos días venía de regreso a mi casa. Era cercano a las cinco de la tarde y el sol perdía su intensidad. Pese a ello, el calor continuaba sometiéndome. Recibí una llamada de un amigo mío para solicitar mi ayuda. Me preguntó mi ubicación y me pidió de favor que me reuniera con él. En alguna otra ocasión me encontraba en mi casa y también recibí una llamada suya. Me hablaba para pedirme que —sí, igualmente— fuera con él. Al haberlo hecho me explicó que necesitaba mis datos, nada que requiriera mucho esfuerzo. Inmediatamente su prima dio un paso al frente y me saludó cordialmente (como una vendedora, estrechando mi mano y sonriéndome). A continuación empezó a decirme que recién pertenecía a la liga juvenil de un partido, la cual también en ese período estaba retomando un rumbo perdido. Según ella, a diferencia de otros momentos, el partido ahora intentaba atender a la comunidad juvenil y buscaba su preocupación política. Con tal propósito me invitó a pertenecer a las filas de los adherentes, aquellos ciudadanos que tienen puesto un pie en la región blanquiazul. Asimismo añadió una advertencia: me comentó que muchos aceptaban por los eventos de convivencia (mismos que eran amenizados por una que otra copita). Yo soy universitario y no cedo tan fácil ante dichas tentaciones. Mi nivel de cultura me salva de esas vulgaridades. Podrán algunos jóvenes aceptar con eso, así como algunas señoras muy tontas son convencidas al obtener lavadoras o despensas. Pero yo fui distinto: a mí me tuvieron que persuadir con la posibilidad de becas. A pesar de que en los siguientes meses me contactaban para varios eventos, nunca respondí sus invitaciones (todavía menos después de que al mes recibí una llamada de extorsión hacia el titular de mi línea).

Me reuní con mi amigo y llegué a la reunión entre el candidato para presidente municipal y los vecinos de la zona. Se había realizado un pequeño montaje para la convivencia: el público sentado en sillas desplegables frente al escenario, el cual era una tarima que tenía al rostro del candidato como telón de fondo. Después de una modesta presentación musical (como entremés contrataron a un niño perdedor de un famoso concurso), aparecieron los candidatos para los cargos en disputa. Al frente el aspirante a diputado local nos preguntó si estábamos satisfechos con el actual gobierno municipal. La respuesta no fue sorprendente. Ya fuese por el detrimento propiciado en el municipio o por ser el enemigo nacional en común, todos expresaron su inconformidad. En los últimos tres años la ciudad se ha venido abajo (¿tres o seis años?). Entre la violencia desatada y el desfiguramiento del rostro urbano, tenemos evidencia para creer lo anterior. El hartazgo ciudadano de hoy es mucho mayor al de ayer. Para algunos era motivo de risa, para otros un motivo de enojo, la campaña del actual presidente. No se veía con buenos ojos el esfuerzo desmedido en su promoción. Todos torcían la mueca al ver la ciudad tapizada con su rostro o con escuchar una canción modificada con su nombre (casi nos destrozamos la mandíbula al enterarnos de su busto en la Rotonda de Hombres Ilustres de mi municipio). En actos públicos prometió el cambio para la ciudad y crítico severamente el débil desempeño de su predecesora (sí, la misma al frente del Bansefi y que tuvo el mismo desempeño como diputada federal). A través de eso consiguió el triunfo, y el municipio se le vino encima.

Con gestos casi maquinales y con tufo a óxido, los candidatos hacían que la audiencia prorrumpiera en aplausos y gritos. Resaltaban sus logros conseguidos en los propios mandatos y pedían una oportunidad para corregir los errores del pasado. Concluía su discurso reafirmándose como la alternancia. Yo me tallé los ojos y creí que me está volviendo daltónico.

Bocadillo de la plaza pública. El presidente Peña Nieto afirma que México se encuentra estigmatizado por la violencia y que la situación de seguridad es equiparable con cualquier país del mundo. En una habitual revisión del lenguaje, el gobernador Aristóteles Sandoval calificó los hechos del 1 de mayo ocurridos en la zona metropolitana como actos vandálicos y no como narcoterrorismo. Acerca del helicóptero derribado dijo que «ese fue otro escenario». Sean actos vandálicos o no, teniendo el país una mala fama o no, hayan asesinatos en Caracas o no, es innegable el problema que enfrentamos: aún nos aterrorizamos por el fuego.

Señor Carmesí

La ciudad es una bestia

La ciudad es una bestia,
inhalando y exhalando
sus respiros de carbón,
sus bocados de aire limpio,
sus soplidos azufrosos,
y su aliento fresco y suave
por su centenar de bocas,
con la pausa del cansancio
y la ansiedad del pecador.
No termina y no termina
de moverse a todos lados
con un pulso a veces firme
como la tracción del suelo
por debajo de los montes
y cimientos de edificios,
con un pulso a veces frágil
como el vidrio de sus ojos,
que se miran entre sí.
La ciudad es una bestia,
atrapada en duermevelas
que desbordan de dulzura
por un rato tremuloso
y de espasmos deslumbrantes
que le evitan descansar,
arrancándole jadeos
en febriles simulacros
de profunda ensoñación.
No termina y no termina
de bullir su ronroneo,
atrapado entre los cerros
que pretenden contenerla,
como infortunada presa
de un caudal mucho más grande
que las buenas intenciones
con que ataron sus maderos
los sedientos del lugar.
La ciudad es una bestia
de infinitos parpadeos
y difusas percepciones,
de miríadas de miembros
que no llegan a tentar,
confundiéndose en su alcance
y anudándose entre ellos,
sosteniendo sin saberlo
densidades impensables
en los puntos más pequeños,
siempre hundiéndose una parte
mientras otra se levanta,
siempre arena movediza
de sí misma, pero fija,
aferrándose de algo
sin saberlo y sin pensar.
No termina y no termina
por más lejos que se mire,
por más tiempo que se quede
viendo uno al horizonte
esperando que se encuentre
pronto el borde de esta cosa
que respira y que palpita,
y que brama como enferma
por correrle mucha sangre,
por tener la sangre sucia,
por crecer más de la cuenta y
por dejar que se estrangule
ella misma con sus manos,
tan lejanas que hace tiempo
ya no reconoce suyas,
por correrle poca sangre
en sus entrañas, mucha fuera,
escurriéndole la cara.
Y por eso no se encuentra
la ciudad, que es una bestia,
ni a sí misma ni a ninguna,
ni se escucha, ensordecida
por sus gritos clamorosos,
y se pliega sobre el suelo
con la faz obscurecida
esperando sin saberlo,
olvidando lo aprendido,
con la lengua hormigueando
la parálisis babeante
que acompaña a la locura.
Enfebrece así la bestia
que es ciudad barbarizada,
que aparenta a veces calma
pero dentro se cuartea,
seca, estéril y anodina,
esperando sin saberlo
que la envuelva la esperanza
con que pueda conocerse
y ver de nuevo sus facciones,
o que muy pronto la pasme
una muerte fría, helada,
que termine este bochorno
sudoroso y vergonzoso,
que no acaba y no termina
y no termina y no termina.

El Muelle

“El valor de los hombres de antaño es una medida injusta para nuestros tiempos –pensaba el marinero–, tanto como esperar de la refulgente ciudad que muestre por las noches las estrellas como se miran en alta mar”. Desde su ventana el rugido mortuorio de las dolidas lenguas marinas se escuchaba claro y grave. Algo en ese sonsonete hacía resurgir en su mente la voz de su abuelo, pronosticando remordimientos en esos tiempos en los que había aún razones para arrepentirse. Veía en su memoria la espuma tragada por las arenas de costas cafés que raspaban los pies como lija y no devolvían ni disculpas. Se miraban casi con tanta vida como los reflejos allá afuera, ahora. “Ahora”, dijo entre jadeos, intentando enfocar. Un bote azul de madera añejada por sus viajes comerciales entre ciudades rivales golpeaba en su insipiente vaivén los palos del muellecillo decoroso que resistía un día más aún éste y muchos otros suaves embates, como un anciano comprensivo que deja que el infante dé de golpes en sus piernas con sus manos lácteas. Blandos golpes para tan severas vigas. Los puertos que habían sido saqueados por piratas y defendidos por héroes corsarios desplegaban estandartes nobilísimos, arrebataban suspiros y se regodeaban de augusta compostura; éste no. Este sitio en la bahía se había construido ahora que todo estaba descubierto, ahora que de las obras de los hombres sólo se esperaba que soportaran el paso de unos cuantos soles sin quejarse de más.

Anciano el bote, y mucho más anciano el puerto, los miraba por su ventana el marinero, el más vetusto de los tres. Sus blandos pensamientos cosquilleaban como la sangre regresando a la arteria que la extrañaba, y luego calmos se sumían en los muros rosados de la alcaldía para perderse de nuevo. Ese edificio brotaba del muelle con un espasmo del paisaje y entristecía los grises cielos del Verano con su techo alicaído y su chimenea de latón ennegrecido, tosiente. “El color de la rosa no va bien con el mar”, había pensado el marinero los últimos días, mirando recostado en su lecho. ¿Qué había hecho con su mando, qué hombres había mejorado, qué tesoros había descubierto, qué trazas malignas había segado? El lento tronar del bote jalaba de las amarras del último barco que lo vio surcar mar abierto con los brazos descansados y la voz sin alarma o entusiasmo. El pequeño velero sollozaba también con el recital del viento. Las voces del puerto poco a poco se perdían hundidas en el fugaz atardecer que ilumina de un anaranjado floral todas las cosas del mundo sólo un instante. Ya había pasado.

El marinero lloró esa última noche al no ver más su velero, ni su bote, ni los sólidos maderos. ¿Dónde están cuando nada los alumbra? Su faz se redujo a una mueca que nadie pudo ver, porque pese a todos sus esfuerzos, él sabía en el fondo de su blanda alma que nunca había hecho nada por sobreponerse a la terrible fuerza del mar.

El Gobierno de la Soledad

¿Qué es la justicia en una sociedad en la que cualquier bien del prójimo es desconfiable y cualquier tipo de vida admisible, siempre que se aleje de mí? ¿Cómo puede sentir simpatía un corazón alejado de los otros que los atrae sólo por su placer y los rechaza con desprecio en cuanto se siente saciado? Si se ha olvidado la posibilidad de entregarse amando a alguien y de renegar de la malencarada convicción de que uno mismo es lo único que verdaderamente importa, ¿cuál es la causa para continuar pensando en las acciones humanas, para continuar haciendo política, para seguir ensayando mejores modos de vivir y buscando nuevas maneras de mantener la paz? No parece que haya mucho sentido en esforzarse demasiado (y la reflexión sobre asuntos así siempre es una ardua labor) por buscar la felicidad entre los otros: aceptar de una vez que estamos solos debería de hacernos mucho más bien que seguir tentándonos con la ilusión de que existe en este mercado la posibilidad de mejorar las condiciones sociales; una que permite vivir en la legitimidad procurada por vigilantes de la justicia civil, y que asegura la vida cómoda un tiempo más largo. ¡Vemos de sobra que no se puede, que malgastamos nuestro tiempo queriendo a la vez ser egoístas aceptados y pacíficos ciudadanos bien portados! En esta perspectiva con la que vivimos, la simpatía es más obstáculo para mi persecución de mi felicidad que otra cosa, y mis amistades también porque propician que olvide que a los hombres los necesitamos como herramientas, y nada más. Es ridículo seguir queriendo engarzar a la fuerza este materialismo salvaje (pero científico), y la esperanza del progreso de los buenos sentimientos morales de los hombres. ¿Para qué queremos esas cosas, si en el fondo somos obligados a admitir que estamos solos? Ni la una ni la otra habrían de importarnos. Si somos en el fondo únicos y nuestras vidas son solamente el más hábil escape a la muerte: ¿para qué pensamos siquiera en las razones para escapar? Lo mejor para cada quién es que sea su propio tirano, alejado de todo, y sin gobierno de nada más que de su soledad.

El País Robado

Estoy casi seguro de que poquísimos (si acaso algunos) en este país piensan que el poder no es capaz de corromper a un hombre. La mayoría más bien piensa que se necesitaría una clase extraordinaria de persona para soportar los encantos del poder sin ceder a su peor y más baja clase; que buenas familias y honestas relaciones se han corroído como hierro a la intemperie en cantidades incontables; y que todo eso es de lo más natural. ¿No es sintomático del estado del país que no pongamos en duda ni siquiera un poco esta constancia malhadada del poder?

Parece que la educación que llevamos nos inclina a aceptar la corrupción como un fenómeno tan natural que podría acoplarse con el rocío y la neblina matutina o con la tormenta de relámpagos, y nadie tendría buenas razones para negar la relación. Y no sólo vemos con una insensibilidad atroz la corrupción de las personas con las que vivimos, sino que la asociación con ellas también nos parece de lo más regular: el cuate ése que checa el medidor de agua le pidió dinero al vecino para medirle menos, o el de adelante de la fila pagó por su calcomanía doble cero, o ese profesor salió de un pleito de acoso sexual con ayuda de sus contactos; y los saludamos, pasamos al lado suyo, hacemos negocio con ellos, o nosotros mismos somos ellos. Esta misma semana un sujeto me ofreció diplomas y títulos falsificados en el centro de la ciudad como si me ofreciera chicles, y se hubiera visto ridículo que me mostrara insultado. Estamos tan cansados de la violencia y la deshonestidad que la hemos aceptado con una resobada indignación que poco a poco se vuelve más bien conformismo. ¡Ahora hasta nos gustaría volver a ser “el país del no pasa nada”! Encuentro eso tristísimo. Según el sentimiento popular la vida nos ha enseñado que el mundo quita tanto que más vale estar al pendiente de cuándo puede uno mismo quitar para su provecho. ¿Y nos cuestionamos si esto es cierto? Por supuesto que no. Por eso, si uno de estos días entran a alguna página que anuncie la muerte violenta y espantosa de algún sicario del narcotráfico o de algún político corrupto (hemos aceptado que estas fórmulas son redundantes), verán que la mayoría de los comentarios tiene el tono de: “qué bueno, se lo merecía por desgraciado.”

¿Eso somos nosotros? ¿Somos los que se alegran de la muerte sanguinaria? ¿Somos los encadenados que no hacen daño por temor a las consecuencias? Cuando me han preguntado si amo mi país o no (especialmente la gente mayor en Septiembre), he pensado muchas veces con tristeza que podría decir que sí, pero que queda muy poco bueno de él, como si lo vil fuera ajeno y se estuviera introduciendo como enfermedad al pueblo que alguna vez fue sano; pero ahora me he preguntado si no es mi país el corrupto, si no es que nos han educado hacia la dureza del mundo con una barbarie que no podría amarse jamás sin ser uno un salvaje, y si no es el caso que los extranjeros somos los pocos que preferirían mil veces perdonar a alegrarse en el fondo del corazón del asesinato de un desconocido. Si un puerto es asaltado por piratas que usurpan sus casas, sus huertos, esclavizan a sus hombres y asesinan a sus gobernantes, ¿quién diría que ése sigue siendo el mismo puerto, aunque los asaltantes conservaran el nombre? ¿No es más sensible suponer que sus modos y acciones son más el pueblo que el nombre y el sitio en el que habitan? Si los nuevos dueños del lugar son sólo diez y sus esclavos trescientos, tres mil, o trescientos miles de millones, da lo mismo: la mayoría sin poder no hace a la ciudad más de lo que innumerables rectas pueden hacer un círculo. Y si quienes tienen poder para gobernar a miles son más la ciudad que los que no pueden más que acceder o quejarse amargamente en sus casas hasta que algo malo les pasa a ellos, ¿no estamos en la misma situación, más o menos? Y más espantoso si según nuestros modos el poder y su abuso son inseparables. Antes que ser mexicanos asediados por los corruptos más me parece que somos despatriados asediados por México.

La Primera Sinfonía

Frío es el mundo de las bestias

que no pueden reconfortar su corazón

con el calor de una bella melodía.

Al-Fahayut

Por A. Cortés:

Cualquier dios que haya inventado la música debe de haber tenido un profundo amor por el orden y un aprecio bien medido de todos los sonidos. Debe de haber sido de oídos muy finos, de muy entrenada voz y profundos pulmones. Debe haber platicado muchísimo y con casi todos los otros dioses, y debe haber encontrado en las diferencias de los timbres enorme inspiración. “Una sola vocal, debió pensar, una sola debe bastar para mi designio: sólo debo mantenerla”. Seguramente entrenó por eones los diversos modos en que las resonancias de su garganta podían quedarse sonando. Cuando por primera vez entonó, estaba ya tan sólo a un paso de moldear el viento para transformarlo, de un translúcido flujo calmo, en un carruaje divino.

El tono es una cosa simple: un sonido que se mantiene siendo el mismo por un tiempo. Las ropas rasgadas y los golpes en el suelo difícilmente pueden entonarse, porque los sonidos que de allí se desprenden son, o muy cortos, o muy irregulares. Ellos no se mecen uniformemente. El tono se mantiene como cuando uno sopla a la boquilla de una botella con la misma intensidad. Seguramente antes no existían esas cosas ni era el sonido como lo conocemos hoy, ni había más que un solo tono uniforme y constante. No debe haber sido otra cosa en la que se fijara este dios que en el tono primigenio, probablemente calmo y dulce hecho por una flauta, o quizá marcado y rasposo de su propio pecho. “Mantener un sonido es un poder noble y alto, se dijeron los demás dioses, has hecho de esta ocurrencia tuya un prodigio”. Pero el dios sólo quería entonar porque tenía en mente algo aún más augusto. El secreto de la música está allende lo trivial del soplo a solas, sólo hacía falta encontrar exactamente dónde.

Me imagino a este dios de gran ímpetu, considerando largo rato qué era necesario para lograr su propósito: hacer que la belleza pudiera ser escuchada. Un buen día, escuchando la caída del agua en un río se dio cuenta de que no podría lograrlo sin pagar un alto precio. Levantándose, caminó cabizbajo por largo rato hasta que se topó con algún otro dios. “No puedo hacerlo, hacer del sonido una de las cosas bellas es demasiado peligroso”. “¿A qué te refieres?, le preguntó el otro dios, ¿que no habías ya creado con tus suaves manos un modo hacer el sonido permanente? Nada hay que haya yo escuchado que sea bello además de esto”. “No, contestó el otro, un solo sonido no basta para hacer que la belleza pueda escucharse. Si hemos de encontrar la belleza en el sonido, necesitamos crear más tonos, combinarlos y mezclarlos en orden”. Esto debió ser muy extraño para el otro, pero su común amor por la conversación y su deseo de placerse en la belleza logró convencer al dios de la música de que hiciera el esfuerzo y depusiera el temor. “¡Venga, entonces, la harmonía! Gocémonos en las sinfonías que nunca antes habían sido compuestas, y también en las que nunca ningún hombre atinará componer”, dijo al fin. Hizo que de un tono se extendieran varios, como si crecieran de un tronco cientos de ramas separadas por espacios en los que siempre pueden crecer más ramas. En la justa combinación podría desplegarse exactamente la belleza del orden al oído. Nos regaló la variedad del sonido para que en ella pudiera hacer audible la belleza como espejo del alma que la había concebido.

Entonces hizo que el tono se amplificara, que se extendiera en variedades altas y bajas, en gravedad y agudeza (levedad sería más apropiado) suficiente para que la combinación fuera posible. Después de ello ninguno de los dioses dejó de escuchar atentamente las combinaciones de sonidos en el viento. Esta multiplicación, sin embargo, estuvo confinada desde el principio a legarle grandes males a los oídos de hombres y dioses: no había modo de hacer que los tonos pudieran ordenarse bellamente de una manera, sin hacer con ello que hubiera otras infinitas de ordenarlos mal. No hay límite al número de tonos entre uno y otro, y el dios sabía bien que ésa era la consecuencia de ampliar lo que era posible sonar. Porque sólo de acuerdo al bello orden del dios, la multitud se halla bien estando junta, pero ésta puede combinarse además de todas las otras maneras. Por eso es tanto menos la música entre las cosas que suenan, y también tantos más los hombres que, aún siendo lo que naturalmente pueden ser, viven en el desorden.

LA FAMILIA – Cuarta Parte: La Amistad y la Familiaridad

Por A. Cortés:

Cansado de que nadie lo comprendiera, Ánfer compró a un típico vendedor un boleto para el último viaje de su vida. Pasaría mucho tiempo antes de que pudiera arreglar todos sus pendientes e irse para siempre, olvidándose de todo y de todos; pero ya se había convencido de que era lo mejor en lo que podía gastar su fortuna. Y era lógico que el viaje costara tanto: al fin, después de una búsqueda exhaustiva que había tardado 436 meses, los ingenieros, astrónomos y arqueólogos reales habían encontrado escondida en una canastita en la cima de la colina más alta del mundo, a La Felicidad. Sin dilatarse habían renegado los escépticos. Mas no era una felicidad, como había pasado años antes con el fracaso del Valle del Gusto; ya lo habían confirmado los expertos tras un examen cronomatográfico, definitivamente era “La” Felicidad. ¡Pero claro que vendieron inmediatamente un viaje doble hacia la colina! Y hubieran vendido cientos más, si no hubiera sido porque ningún tren soportaría el sinuoso trayecto sin destartalarse en segundos; ninguno, más que el X88HG-32Q 3000. Ánfer sólo había oído rumores sobre esta máquina maravillante de la mecánica moderna. Había sido tan cara de construir, que era única, y sólo había alcanzado para ponerle dos asientos.

Así pasaron muchos meses.

Un auto viejo pero cuidado y reparado varias veces, se estacionó en un angosto cajón dibujado, a cuyos lados nadie se había detenido aún. Era muy temprano. Sehal bajó del coche y, ajustando su sombrero a su reacia cabeza, dejaba ver que sufría la talla y media que le faltaba. Lo había vendido todo, menos su ropa vieja y el coche abandonado de sus difuntos padres, para comprar el segundo pase para el viaje. Ánfer, a quien a lo lejos ese tipo le pareció muy extraño y chistoso, tosió disimulando una risa maliciosa mientras caminaba hacia el mismo punto. Se sentía nervioso por su próxima travesía, y no podía esperar más. Como estaba estipulado, puntualmente, Sehal y Ánfer llegaron a la Estación Extraordinaria de Trenes Extraordinarios del Centro a las 4:36.

Cuando estuvieron uno frente al otro, hicieron al mismo tiempo un ruido que tal vez fue un saludo. Pasó un ratito antes de que ninguno hiciera nada más. Luego Sehal habló en voz ronca, que revelaba que no hacía mucho tiempo que había triunfado su despertador: “Me dijeron que ya habría salido el sol a esta hora; bueno, yo no conozco por aquí”. Ánfer apenas volteó a verlo, se veía más bien ansioso por el viaje, volteando a revisar toda minucia del boleto: que si estaba bien escrito su nombre, que si había visto bien la hora, que si sí era un boleto de la EETEC y no de la EETEP… “Pero bueno, no importa mucho el sol allá a donde vamos” se respondió a sí mismo Sehal; su voz adormilada prometía suavizarse, tal vez cuando fuera más tarde.

Cuatro minutos después, un hombre gordo de bigote grueso y anchas manos se les acercó. “Bienvenidos, señores. Me place que se hayan convencido de hacer este viaje tan extraordinario, que sólo nosotros, la EETEC, ofrecemos. En siete segundos llegará aquí el tren Equis Ochenta y Ocho Hache Ge Guión Treinta y Dos Cu Tres Mil, (en eso llegó el tren) que los llevará en un trayecto directo a La Felicidad. Tomen en cuenta que la colina más alta del mundo es tan alta y está tan lejos, que el viaje más veloz tomará unos varios… pues mucho tiempo. Ningún maquinista puede acompañarlos, pero este tren se maneja solo; y con mucha pericia, ya verán. Cada quién tendrá un pequeño cuartito, y todos los víveres que puedan necesitar los encontrarán en saquitos etiquetados con el nombre de su alimento. Es todo. Pasen por aquí para abordar, denme sus boletos”. El hombre de uniforme cortó en dos partes cada rectangulito de cartón, y después de dejarlos sentados uno al lado del otro, se fue.

Ánfer miraba fascinado cada pequeño detalle del tren, mientras Sehal veía cómo le hacía para acomodarse de la mejor manera en su apretado asiento. Después de un silbido que se quedó muy por debajo de la espectacularidad de la ocasión, el tren arrancó solo con una velocidad que lo hacía parecer vuelo. Ese día fue el primero en el que se vieron Ánfer y Sehal. Pasaron así muchos.

Desconfiaron primero de la comodidad de la compañía; después de todo, ninguno de los dos había tenido que verle la cara a una misma persona con mucha frecuencia; mucho menos diario. Pero al poco tiempo se dieron cuenta de que no era tan desagradable su situación, y de que con la voz de uno o de otro podían pasar el tiempo sin hartarse más de lo que se hartaba cada uno en su ciudad. Una mañana, mientras Sehal veía salir el Sol, maravillado preguntó a Ánfer: “¿No te parece que el color de las nubes está cambiando mientras más nos acercamos a la colina más alta del mundo?”, “Yo pienso que cambia mientras más nos acercamos al desayuno, más bien”. Y así por mucho tiempo sus conversaciones versaron sobre La Felicidad: estuvieron hablando sobre la forma que tendría, sobre su tamaño y su color; hablaron también de cómo iban a repartírsela, y de que si no podía partirse, qué días la tendría cada quién.

Después de unos meses, otros muchos temas comenzaron a aparecerse de a poco en las conversaciones. Hablaron de sus pasados, de sus proyectos. Contaron anécdotas graciosas, y se incomodaron mutuamente con pláticas pesadas. Y no mucho tiempo después empezaron a inventar juegos de destreza para divertirse. Inventaban cuentos y turnándose el otro desbarataba el del uno, metiendo nuevos personajes y giros en la historia; escribían e intentaban memorizar palabra por palabra el texto del otro; aprendieron a cantar en armonía y repasaban sus tonadas preferidas; ambos conversaban a veces hasta muy noche y se olvidaban del tema inicial.

Muchos años estuvieron notando leves cambios en el paisaje: nueva vegetación, nuevas flores, a veces montes nuevos a lo lejos. Un día, por fin el tren topó con una inclinación: habían llegado a las faldas de la colina más alta del mundo. Emocionadísimos, esperaron a que el tren se dispusiera automáticamente para comenzar el ascenso veloz hacia La Felicidad. “Apenas lleguemos, me tenderé en el suelo a dormir quieto, dijo Sehal, no recuerdo ya cómo se siente la tierra inmóvil”. Ánfer sonrió diciendo “eso si todavía puedes dormir sin el arrullo del ajetreo motorizado”. Justo cuando los dos iban a ir a sus cuartos a cambiar sus ropas informales por algo digno del momento, un rechinido los pasmó. Luego otro, y una pequeña bocanada de humo abrió un igualmente pequeño boquete en la reluciente lámina del tren. El motor, cansado, dio sus últimos jalones a las bandas, que reventó como si les tuviera tirria, y al final el sorprendente X88HG-32Q 3000 chilló como un metálico animal enfermo, y se detuvo con todo y su escándalo.

“¡¿Qué?!”, gritaron al unísono Ánfer y Sehal. La colina más alta del mundo era incaminable, su inclinación era tan ridículamente pronunciada que hasta parecía que se les vendría encima como una pared desbalanceada. Después de que pasaron el primer silencio amargo que cayó sobre de ellos, decidieron salir a ver las fallas. Ninguno tenía ni la más mínima idea de cómo reparar el tren. Vieron hacia arriba como si fueran a facilitar el camino de la colina con sólo quererlo.  “Bueno, dijo Ánfer, iré a ver si se nota un pueblito a lo lejos, y te aviso para que vayamos a buscar quién nos ayude”. “Mejor vamos los dos, como ya está haciéndose noche será más fácil encontrarlo si ambos buscamos”.

Caminaron por la noche hasta cansarse, pero disfrutaron mucho del suelo firme bajo sus pies. Por muchas noches vagaron lejos de la colina, platicando gustosos. La olvidaron. Se olvidaron al tiempo del tren, y siguieron caminando juntos, aprendiendo más del Cielo silencioso de lo que habían podido dentro del rugido de la máquina. Se olvidaron del camino de vuelta. Se olvidaron de su viaje. Una de esas noches, Ánfer pudo ver por primera vez la magnitud de cada estrella; Sehal miró de pronto la maravilla en sus ojos colgados del profundo azul obscuro de la noche alumbrada por la Luna, y le dijo entonces: “Oye, y dime, ¿cómo te llamas?”. Éste bajó la vista queriendo notar el temple del hombre chistoso que alguna vez había visto con su sombrero apretado a su grande cabeza, y se rió “supongo que no importa, si hasta ahora se me había olvidado decírtelo”. También riendo, “Ya te pondré un apodo”, dijo Sehal, y en cuanto la luz de la madrugada pareció alumbrar un pueblo a lo lejos, y el viento matutino trajo lejanas conversaciones, puso su mano en el hombro de su amigo.