La inhabitada justicia

La inhabitada justicia

No es nada extraño escuchar que el olvido es fruto de la reiteración. Pero una técnica socorrida en la mnemotecnia más limitada es, precisamente, la repetición. Se repite uno hasta el cansancio para no dejar pasar lo importante; se habitúa uno a la casa y la calle en que se vive porque moramos en ellas. El edificio cartesiano, por ejemplo, ya no parece novedoso: los instruidos saben que la ciencia y la abstracción geométrica son compañeras por necesidad, aunque sería un absurdo pensar que por ello lo conocemos a la perfección. El tiempo tiene un sello indeleble en nuestra alma que difumina su capacidad para mantener lo pasajero. Pero también es cierto que la costumbre conspira con el recuerdo para no dejar pasar aquello que nos agobia de manera cercana. Del dolor uno prefiere no acordarse: ser demasiado optimistas nos obliga a veces a creer que los malos tragos terminan cuando se empieza a refrescar la garganta, siendo la amargura una propiedad de las cosas y no sólo una impresión personal. No es fácil tomarse en serio eso de que la memoria y la atención a la situación política o social florezcan con ráfagas de memes y con la sola abundancia de medios de difusión. No sé si pueda imaginarse un futuro en que la conversación cotidiana pudiera abrirse un poco más a eso que se desea callar, porque no puede creerse que el dolor ajeno producido por la desolación de la fuerza simplemente no figure ante los ojos. Uno se descubre absurdo cuando nota que espera ver la muerte ante sí en cada esquina para palpar la aridez abismal de la sangre que hoy nos inunda; la desolación nos encuentra en el laberinto de la barbarie.

La guerra ha acrecentado, ha arraigado el olvido. No olvidamos las muertes ni las consecuencias de la impunidad, sino la necesidad de la justicia. No fue justo convertir a todos los muertos en la guerra en presuntos criminales: si la justicia requiere de un juicio para ser operada, eso se debe a la condición misma de la acción. Sancho Panza no conocía bien la naturaleza de aquella que le reclamaba la injusticia de no recibir dinero de un hombre con el que se había refocilado hasta que se le ocurrió un modo práctico de revelarla: intentó quitarle aquello que reclamaba para saber qué clase de indignación albergaba, después de haberla dejado ir muy confiada de haber sido pagada como quería. No fue justo haber intentado forzar a un movimiento pacífico que tenía la intención de mostrarnos la oscuridad en que se habían sumido las víctimas a declinar por un partido político de manera pública: lo intentó el hoy Presidente electo con el Movimiento de Sicilia hace seis años. No era justo porque el Movimiento no podía obedecer a los intereses de un grupo de poder, pero ahí se veía ya el interés de la ambición por responder justamente a quienes estaban cansados de ser olvidados. Ni qué decir sobre la vuelta del PRI. Y menos justo será creer en que la pacificación es algo inevitable, en que es necesario un proyecto de nación antes que la justicia misma, que mantiene a la comunidad política.

¿A quién corresponden estas injusticias y errores? ¿Para qué recordarlos y señalarlos cuando los vientos parecen soplar por fin hacia otro lado? Pareciera que la justicia es obra sólo de quien tiene el poder para decidir sobre la dirección de la comunidad. Pero la democracia, si bien no otorga a cualquiera el poder de juzgar, espera, dado que se basa en una elección general, que lo público no sólo nos dé materia para murmurar, sino para opinar sobre lo que se puede elegir en común. El Estado eligió la guerra, pero el ciudadano puede consentir o no, aunque eso difícilmente influya en su compañero de trabajo, por no hablar del Sr. Presidente de la República. Eso ya es un aire que las dictaduras y los totalitarismos no tienen ni por asomo. Por algo será. Más allá del debate sobre lo que ha de hacerse con el crimen y la impunidad, subsiste algo sospechoso en la aclamación popular del “nuevo” régimen: ¿por qué es tan seductora la relación entre el futuro, el Presidente y su proyecto como para estar dispuestos a creer que seremos más justos poniéndonos todos en el mismo coro, en vez de tener oído para las voces que exhalan el tremebundo dolor que forma también parte de nuestra fisonomía? Parecía inútil, pero el Movimiento por la Paz hizo algo más atinado al poner esa voz en el centro de la emergencia del país, y también fue un movimiento pacífico, aunque no tan mediático ni tan encuestado como el triunfo presidencial. Si a la violencia tenemos que acostumbrarnos para seguir con el trajín cotidiano, es necesario también saber la consecuencia más grave de ver nuestra vida hundida en tal pasmo. Pero para el disfraz de revolucionario siempre sirven más las soluciones ruidosas y totales, cercanas a la excusa de las carencias humanas naturales cuando se ven resquebrajadas por su ínsita podredumbre: al fin y al cabo el Presidente es humano y seguro no podrá contra toda la corrupción heredada. Puede ponerse en duda siempre la calidad humana, más tratándose de asuntos políticos. Evidentemente, eso no sólo aplica para los burócratas del futuro.

 

Tacitus

Con esperanza democrática

Con esperanza democrática

La palabra ciudadano no debe usarse para los habitantes de una ciudad, porque la ciudad no debe ser entendida como una concentración poblacional ordenada geográficamente. Ciudadano debe ser siempre un término político. Los términos políticos no deben pulirse profesionalmente. La política es para más de uno, o de unos cuantos. De esas diferencias parten las bases de los distintos regímenes. La democracia no está asegurada por plebiscitos, porque el carácter predominante de la democracia no puede radicar en elegir al candidato de un grupo. Así no existe la representación. La demagogia es un peligro latente para lo democrático, pero no es democrático. Puede existir la oligarquía en medio de las elecciones, aunque las mismas elecciones den una pizca de libertad a la deliberación política de la dialéctica en la opinión. Parte del peligro demagógico son las falsas esperanzas como producto. La ilusión de que la democracia reside en una urgencia práctica. Hasta en lo urgente hay matices a pensar.

Ese es territorio del silencio. La urgencia parece ciega. Como si ella exigiera una prudencia que no podemos tener si queremos “apegarnos a los hechos”, eligiendo lo más adecuado como solución inmediata, para pensar después en lo mejor. ¿Qué sucede con la libertad para la prudencia? ¿Nace de una decisión que puede ser imprudente? ¿Nace de la esperanza en lo inevitablemente irrefutable? Esas preguntas deben abrir para nosotros el horizonte en el que debemos navegar si nos interrogamos sobre nuestro potencial ciudadano. No nos es claro si el carácter para vivir democráticamente es algo que podamos decidir en connivencia con el régimen, en perpetua transformación de él o en comunicación con el otro. ¿Hay educación para ser un ciudadano? La pregunta deviene crucial para el habitante de un Estado inoperante, para una situación de una comunidad erosionada, roída, muerta, ignominiosa. Llama a superar el prejuicio eugenésico desde el que el gobierno no democrático está acostumbrado a operar, e incita al posible ciudadano a pensar el poder más allá de la fuerza, obligándolo a pensar en sí mismo como posiblemente libre. Lo lleva a preguntarse si el ser ciudadano va más allá de ejercer una moral privada, lo cual es hacer la cuestión de la virtud algo local en un sentido primario, ordinario quizás, pero no por ello menos importante. La corrupción es, desde ahí, una falla institucional que, democráticamente, no puede ser ya parte de la vieja lógica que el mismo poder instauró para nosotros, que dice que la opresión es el obstáculo para la libertad.

Por eso la ciudadanía no puede ejercerse en plebiscitos, porque no ha de ser confundida con la voluntad popular. Si la ciudadanía democrática se ejerce por medio de la voluntad popular, ¿cómo distinguir entre un plebiscito y la simpatía de los habitantes de un reino por el monarca? Aunque en una no se requiera el plebiscito, no podría existir sin algo que podríamos llamar con la misma facilidad voluntad popular de mantenerse viviendo así. No creamos, por ello, que la comunidad política está hecha por el consentimiento de sus habitantes, porque ese difícilmente podrá existir en ese sentido abstracto que lo marca una palabra como voluntad popular. Lo importante de una decisión en consenso y crítica constante es que haya ya algo común en lo que los ciudadanos hayan discrepado o asentido, en que su palabra valga para ellos como para los otros. La prudencia y todas las virtudes pueden ser admiradas en una democracia (aunque no sea el caso siempre y en todo momento) por eso mismo. Sin algo que las muestre, sin la práctica, sin la dimensión deliberativa, lógica, retórica y política de la vida en común, ellas no podrían tener siquiera un nombre. Puede que con el pragmatismo del que tanto nos quejamos, pero que adoptamos a veces (enfermedad inseparable de la política) y que ejercemos al momento de reducir la praxis democrática al voto, estemos siendo un poco injustos. No será un homicidio o un crimen mayor, pero sí algo que las víctimas de un crimen, por ejemplo, no merecen: que se les ignore por la sensación de lo providencial, o que nos creamos la historia de que la esperanza nace de la desesperación, lo cual es un absurdo.

Aunque un buen ciudadano no sea lo mismo que un buen hombre, eso no quiere decir que la naturaleza ciudadana de un hombre se resuelve en la caballerosidad de sus costumbres y pensamientos. Ser ciudadano tampoco se puede reducir al aspecto moderno de las ambiciones personales, o de la virtud como inteligencia práctica para el poder. Por eso el voto debe ser más que el respaldo de un líder político. Puede que los regímenes totalitarios obligue a sus ciudadanos a la injusticia; por ello mismo, lo que hace ciudadanía no debe ser únicamente el respeto a los decretos. La naturaleza de la ley es, más que una coerción, cierta racionalidad, cierta medida justa de las acciones que permiten siempre mantenerla en lo mejor para el individuo y para lo común. Un buen hombre coincidirá en sus actos con la ley, porque sabe lo que es justo. Un buen ciudadano no puede dejar que su decisión no sea conveniente para la comunidad. Democráticamente, esa dimensión de su bondad no puede ser totalitaria. Sabe que la crítica es necesaria para afrontar la degeneración de la justicia en el régimen: ve de frente la virulencia de la demagogia.

 

Tacitus

El Gobierno de la Soledad

¿Qué es la justicia en una sociedad en la que cualquier bien del prójimo es desconfiable y cualquier tipo de vida admisible, siempre que se aleje de mí? ¿Cómo puede sentir simpatía un corazón alejado de los otros que los atrae sólo por su placer y los rechaza con desprecio en cuanto se siente saciado? Si se ha olvidado la posibilidad de entregarse amando a alguien y de renegar de la malencarada convicción de que uno mismo es lo único que verdaderamente importa, ¿cuál es la causa para continuar pensando en las acciones humanas, para continuar haciendo política, para seguir ensayando mejores modos de vivir y buscando nuevas maneras de mantener la paz? No parece que haya mucho sentido en esforzarse demasiado (y la reflexión sobre asuntos así siempre es una ardua labor) por buscar la felicidad entre los otros: aceptar de una vez que estamos solos debería de hacernos mucho más bien que seguir tentándonos con la ilusión de que existe en este mercado la posibilidad de mejorar las condiciones sociales; una que permite vivir en la legitimidad procurada por vigilantes de la justicia civil, y que asegura la vida cómoda un tiempo más largo. ¡Vemos de sobra que no se puede, que malgastamos nuestro tiempo queriendo a la vez ser egoístas aceptados y pacíficos ciudadanos bien portados! En esta perspectiva con la que vivimos, la simpatía es más obstáculo para mi persecución de mi felicidad que otra cosa, y mis amistades también porque propician que olvide que a los hombres los necesitamos como herramientas, y nada más. Es ridículo seguir queriendo engarzar a la fuerza este materialismo salvaje (pero científico), y la esperanza del progreso de los buenos sentimientos morales de los hombres. ¿Para qué queremos esas cosas, si en el fondo somos obligados a admitir que estamos solos? Ni la una ni la otra habrían de importarnos. Si somos en el fondo únicos y nuestras vidas son solamente el más hábil escape a la muerte: ¿para qué pensamos siquiera en las razones para escapar? Lo mejor para cada quién es que sea su propio tirano, alejado de todo, y sin gobierno de nada más que de su soledad.