Encrucijada

Encrucijada

Algunas noches al salir del trabajo tengo la suerte de encontrarla. Siempre nos topamos en el vestíbulo del edificio en que laboro. Es un pasillo largo al que lo rodean, si así se le puede decir al nulo encubrimiento, unos grandes pasillos de cristal. Yo sé que ella se incomoda de mi vista, pero también advierto que busca mi compañía, o mejor, no mi compañía sino mi presencia al caminar. Le incomoda estar sola, y me elije para algún plan secreto, quizá rescatarme de algo siniestro. Seguramente soy el último en una lista larga de pretendientes de esta beldad. También soy el último en salir del edificio, y eso es muy provechoso para ella y sus ansias de andar.

Solos nos acompañamos en el camino que va a casa, he de decir a mí casa, pues en realidad nunca he podido ver hacía dónde se dirige una vez que nos separamos, sólo sé que se adentra en la noche esperando encontrar a alguien más con quien seguir su camino. Esto lo sé y jamás hemos cruzado palabra. En sus ojos, que son mis ojos, veo la sentencia: «la noche es muy fría y muy grande para entrar en ella sin compañía.»

Mientras caminamos sin hablar ya hemos recorrido tres cuadras desde el edificio en que trabajo. Pronto llegamos hasta aquella esquina a la que llaman de la luna. Es un pequeño páramo en medio de la ciudad donde jóvenes, casi niños, juegan algunas suertes con bicicletas. Todos ríen alegremente. De no ser por las risas nadie se atrevería a decir que estos personajes son la sombra del lugar. Parías que se solazan en bajezas vulgares, como tomar un poco de agua ardiente, cervezas, quizá marihuana. Pero su aspecto no es tan enviciado, todos visten de acuerdo a su estilo. Enguantados en ropas negras muy limpias y de fisonomía delgadísima cualquiera diría que son ángeles que teniendo frío han decidido prender el bote de basura. Ríen sin recato y no se avergüenzan, ¿por qué habrían de hacerlo? ¿No son más sinceros sus juegos?, sólo se mal ofende la costumbre civil. Cuando ella y yo pasamos al lado de estos bellos rufianes, tenemos que cambiar nuestro andar, ella pasa primero y yo la sigo con una cercanía más patente. Pero de golpe a nuestro acuerdo veo que ella posa sus ojos en la bebida de uno de estos niños canallas. Siento que se quiere quedar con ellos a reír en su compañía, pues su risa comienza tímida y trémula en el vaso, en los ojos, en el habla de estos vándalos. Yo sólo alcanzo a mirar de reojo cómo ella comienza a detenerse, pero ella que también me mira recupera la soledad que había perdido en esta esquina, y muy a mi pesar me sigue con gusto otra vez. Yo sé que se quería quedar. ¿Mi soledad la arrastró o fue su condena de alma solitaria? Me duele que no se quedara, pero ella pronto vuelve a reír melancólica a mí lado. Incluso siento que me toma del brazo y ríe conmigo, pero estamos tan lejos… ¿Qué soledad nos acerca, la suya, la mía o alguna establecida hace siglos?

Al ir avanzando nos encontramos ahora con el viento que me golpea de un modo suave en el pecho. A ella le ha revuelto el negro y espeso cabello que adorna su blanca piel, parece una niña en la playa, y por un momento la luz de sus ojos se apaga, pero no dura casi nada la penumbra de su ausencia. De un soplido aleja los mechones lánguidos de su cabello negro azulado y vuelve a brillar su ancha mirada.

Qué pronto hemos llegado a mi apartamento. Yo tengo que entrar y subir por las escaleras hasta el quinto piso. Miro por última vez cómo me mira entra. Al ir subiendo por las escaleras me asomo en cada una de las ventanas que dan a la calle y miro que ella va avanzando lento, casi a mi paso. Se aleja, pero sabe que la miro desde el último peldaño. Ella se va, yo cierro la puerta y pido porque otro (ojalá sea bueno) la acompañe hasta su casa. Ella me mira sobre el hombro y sensualmente me pide abandonar todo con ella y por ella,

Ojalá se hubiera quedado en su esquina. ¡Pobre bella Luna atrapada así en la ciudad queriendo liberar a los hombres!

Javel

Silencio privado

Silencio privado

 

Una vez más tenemos frente a nosotros el mismo problema y una vez más le vamos a dar la vuelta. Cierto, no es correcto que un periodista –mucho menos siete- sea asesinado. Cierto, la respuesta de los administradores es insuficiente y se anticipa ineficaz. Y también es cierto que los periodistas son sólo un gremio y que no parece justo un trato privilegiado a un segmento de la población cuando en este territorio de guerra y muerte sólo nos iguala el bautismo de las balas y el olvido de las fosas. Pero no por ello es cierto que el responsable de los asesinatos sea el “narcoestado”. Ni es cierto que el presidente Peña sea el culpable de la muerte de los periodistas. Ni mucho menos es cierto que cambiando el modelo económico, o con “honestidad valiente”, o con mejores leyes, los periodistas ya no serán asesinados. Ninguna respuesta gubernamental tendrá éxito donde no hay Estado, así como ninguna reforma moral será posible donde no hay comunidad. En el régimen de la escasez el crimen es el único modelo económico; aunque puede pertenecer a la iniciativa privada –modelo estadounidense-, puede ser estatalizado –modelo del socialismo del siglo XXI-, o puede ser un régimen mixto –modelo Revolucionario Institucional-. Nuestro exterminio será inevitable; nuestra supervivencia caínica. El problema, insisto, es que no hay comunidad y sin ella ningún fratricidio puede ser legalmente sancionado. Donde la ley es imposible sólo salva el aniquilamiento.

         Podría suponerse entonces que el asunto de los periodistas asesinados se subordina al problema general de la ausencia de comunidad, que el asesinato de un periodista sólo es un pretexto más para hablar nuevamente de lo mismo de siempre. Pero no es así del todo. Creer solamente eso es errar el punto y dar nuevamente la espalda a lo importante. Afirmaré lo que para muchos es una clara exageración: sólo se necesitan periodistas en la sociedad democrática. O dicho de otro modo: para que una sociedad se mantenga democrática cuando su número de miembros excede el límite natural de la vecindad es necesario el periodismo, pues sólo por su mediación es posible lo que –en una frase insuperable- Daniel Cosío Villegas expresó como ideal: hacer pública la vida pública. Cuando el periodismo torna en militancia ideológica, o en publicidad corporativa, o en propaganda oficial, no forma comunidad, sino que la debilita y la falsifica. Y la reacción del gremio periodístico ante el asesinato de un colega puede ser lo mismo formadora de comunidad, que destructora de ella. Usar el asesinato para avanzar la agenda del intolerante opositor eterno, culpar al presidente de todos los asesinatos, o esparcir el rumor de la censura omnipresente, no es en modo alguno construcción de comunidad, sino posicionamiento público de una convicción privada, posibilitación de la resolución sectaria, grilla antipolítica. Los periodistas no actúan necesariamente con miras en la política.

         ¿Qué hacer? Propongo –raro en mí- tres acciones. Primero, no olvidar lo que nos enseñó 2011. El Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad visibilizó a las víctimas y las puso al centro de la vida pública; en tanto el poeta Javier Sicilia nos mostró que es posible demandar justicia con gravedad y sin rencor. ¿Qué lugar ocupan ahora las víctimas en los medios? ¿A qué periodista le siguen preocupando esos casos del infierno personal, frente al aquelarre seductor de un gobernadojete corrupto? La estrategia mediática de la administración de Peña Nieto fue desviar la mirada de las víctimas; casi todos los medios la siguieron y ahora nos sorprende nuevamente el terror. Las historias de las víctimas se acumulan y ya hasta olvidamos cómo contarlas. Segundo, cambiar el uso de las tecnologías: lo importante políticamente no es la publicidad del medio, sino la información comprobada –no importa la primicia, Carlos; no importa el escándalo, Carmen; no importa el ánimo del presidente, Pascal-. Ninguna víctima será hashtag; retuitear a Epigmenio cada día 26 no localizará a los 43; la historia de ninguna víctima se gasta en un tuit. Y tercero, olvidémonos de la desmemoria. El demócrata se informa más allá de la tendencia. Para hacer público lo público, se necesita claridad privada. El demócrata debe estar atento y lúcido entre el boletín oficial y el trascendido, entre la candidez de la propaganda y la malicia de las fake news, entre la convicción militante y el escepticismo ácrata. Y si para el demócrata nada tienen que hacer las víctimas en lo público, nada tendrán que hacer los periodistas en la patria. La demagogia siempre triunfa en privado.

 

Námaste Heptákis

 

Escenas del terruño. 1. El abogado de los padres de los normalistas desaparecidos de Ayotzinapa presentó un panorama de la trayectoria del caso. Los padres retiraron su plantón afuera de las oficinas de la PGR tras llegar a un acuerdo para atender las cuatro líneas de investigación señaladas por el GIEI. 2. «Lo que agoniza puede pervivir en una larga crisis donde lo primero será ignorar la disfuncionalidad, la inoperancia» dice Roberto Zamarripa. 3. La alianza entre Rayito de Esperanza y la Maestra se sella sobre una sabrosa historia de la que Raymundo Riva Palacio muestra algunas escenas: la incompatibilidad entre Elba y Videgaray, la alianza entre Miranda Nava y la CNTE, o la cercanía de los salinistas al morenaje. 4. El pasado miércoles, la profa Delfina, candidata de Morena al EdoMex, calificó de fascistas a los opositores venezolanos. Nadie se llame a sorpresa, que no es la primera vez que la gente de Morena defiende la dictadura de Maduro. Hay quien vive la pesadilla ajena como sueño propio. 5. ¿Cuál es el papel de las iglesias en la elección del Estado de México? Lo responde Bernardo Barranco. 6. Y por último, la historia de un traficante de influencias que se nos casa.

Coletilla. El pasado lunes 15 de mayo de 2017 dejó de transmitirse, tras sesenta años continuos de radiodifusión, el que probablemente sea el programa radiofónico más transmitido en México: La tremenda corte. Las madrugadas ya no serán las mismas para los que nacimos viejos.

La sangre de la política

La sangre de la política

La libertad de expresión se aplaude, y también se sufre, en la tolerancia. Se sufre en más de un sentido evidente: la contradicción y la pugna de opiniones, que no son diálogo ni conversación por el sólo hecho de estar formadas en la palabra. Se dice que parte de esa libertad debe ser la posibilidad de insultarnos. No sólo el escarnio de opiniones de rostro general, sino también la ignorancia del otro pueden vestirse con la individualidad. Más allá de la paradoja evidente de la tolerancia, debe ser claro que nuestros pudores, nuestros amores y obsesiones están implicadas a la hora de relacionarnos en la palabra, aunque dicha relación sea fallida o, mejor dicho precisamente porque las más de las veces lo es. Nos gusta reírnos de las cortesías que guardaba la gente de años atrás. En la supuesta preocupación que tenemos por opinar, se oculta también la ferocidad que hay hacia la palabra de los diferentes. Llega eso al grado de sentir que hay un destino, una salida pragmática, ante la cual la palabra tiene que ser sirvienta fiel. Esa es una paradoja de la democracia que, curiosamente, es la misma que la puede sacar adelante y mantenerla; es la paradoja que permite pensarnos en las pugnas, en el escarnio, en la palabra pacata, para reconocer la verdad en lo democrático, no para denostarlo únicamente. La paradoja política de la tolerancia no puede desanimar a un demócrata, porque sabe que la palabra nunca será todopoderosa.

Esto implica que la bajeza, la incivilidad, la parquedad de los escenarios políticos presentes siempre permiten pensar acerca de la tiranía y su injusticia. En la bajeza podemos revelar dialécticamente la manera en que nuestras inclinaciones se ven sin vergüenza vociferadas en el insulto, notando nuestra tensión por no poder sentirnos ajenos a la causa política que defendemos. La incivilidad no sólo se muestra en la farsa del patriotismo, sino incluso en la educación que existe en la indiferencia. No nos damos cuenta, pero silenciosamente la existencia de un perfil virtual en donde se proyecta la imagen del escenario social, como supuesta extensión de la convivencia, no nos ha hecho civilizados. Creo de hecho que tiende a la incivilidad. La parquedad de nuestra comprensión se refleja en la imposición de la necesidad, obviando el terrible conflicto que implica introducir y pensar lo que la necesidad es para la política. La práctica requiere de una sabiduría en donde la univocidad no es garantía de la verdad. Nunca hay univocidad en la práctica, en realidad. No es imposible aspirar a la civilidad, al saber y al carácter. La política se caracteriza por haber hecho generales las tres cosas, y también por hacerlas equivocadamente exclusivas. Por eso la democracia puede ser más que el sueño romántico o el espanto de los monarcas, superando la mera posibilidad de pensarla como un eterno dilema entre ambas partes.

La palabra tiene en ella misma algo que parece a veces una maldición para intentar comprenderla. En su etimología lleva algo que todos llevamos (pocos se preguntan la razón) a la máxima oscuridad de llamarle pueblo. Y así también se duda poco cuando se habla de la voluntad del pueblo. El silogismo parece fácil. El mismo Hobbes nos dio la imaginación para pensarnos políticamente modernos, aunque la imagen ya no sirva en el mismo sentido que él propuso: el estado, el gobierno debe operar conforme a la voluntad de más de una persona, porque es imposible llamar gobierno a las decisiones que tomamos para nosotros únicamente. Pero es oscuro lo que el pueblo sea. Si son sólo los pobres, queda el problema de por qué debe gobernar la voluntad de un sector de la población (suponiendo que exista una voluntad para todos ellos, lo cual es falaz), definida sólo a partir de un criterio económico, y no necesariamente político. Dirán lo que quieran acerca de los abusos históricos de los ricos, pero, otra vez, no puede decirse que ese no sea un abuso mismo de la historia. ¿No es la democracia, en todo caso, la que debe mostrar que el carácter social o económico no es lo relevante a la hora de elegir a quienes tomarán las decisiones? ¿No es esa ya una decisión al respecto del destino próximo que se desea para sí mismo y para su propia tierra? No termina por ser una evidencia que la injusticia, la ignominia sean peligros que se corren en hace de la democracia un concepto derivado de manera tan sencilla de la relación que hay entre la ciudadanía y los representantes de ella. Tenemos una democracia incipiente porque confundimos la esperanza con la imposición de una dialéctica oscura, halagadora en su penumbra, que nace y brota de nuestra desesperación, o que presenta nuestra confusión y prejuicios como desesperación irrefrenable.

Si bien fácilmente puede confirmarse que el carácter económico o social no define la elección, debe todavía preguntarse en qué reside lo que todo mundo llama liderazgo en el mundo que abre la democracia para nuestras relaciones. ¿Cómo interpretar lo democrático sin usar esas otras palabras oscuras como el carisma, la presencia? Debe hacerlo quien desee distinguir la calidad política, que tiende a la virtud, de la simpatía. No es un análisis meramente psicológico al estilo moderno, sino que debe ser una reflexión en torno a la retórica y su manera de acercarnos o desviarnos de la verdad. No basta con decir que el liderazgo es natural. Hay que entender en qué consiste su naturalidad y cómo ello es sólo una cualidad política que a veces se estanca sin la verdad de su lado. Por eso la pregunta moderna en torno a la política no puede ser ¿cuál es el mejor régimen posible para el hombre, ser político por naturaleza?, pues se argumenta que lo mejor es un invento de quien no conoce bien al hombre. La pregunta por el mejor régimen es algo que le urge a toda democracia, pues sin esa guía nunca podremos indagar sobre nosotros mismos, logrando algo de autarquía. Tal vez el error esté en creer que el poder ciudadano consiste en verdad en la expresión de fuerzas que se conjugan: el camino del diálogo requiere que los acuerdos puedan darse como razón, facultad que hace al hombre ser racional y político al mismo tiempo. Por eso la palabra no puede agotarse en una democracia. La injusticia alcanza también a quienes no ejercen directamente el poder político. Esa es la trampa en la que todos caemos. Hasta los líderes.

Tacitus

 

Las cenizas de Roma

Las cenizas de Roma

 

La verdadera liberalidad,

en resumen, consiste en ser capaz

 de imaginarse al enemigo.

G. K. Chesterton

 

Dirán que soy adicto a repetir, pero me gusta pensar que la civilidad no es sólo un ilusión de deficientes mentales o de débiles anticuados en medio de un porvenir bastante misterioso, pero dadivoso. Más allá de ese paraíso que nos imaginamos con aires de superioridad en el que todos saben con qué cubierto comer, o en el que todos dan de lo suyo sin segundos pensamientos, o en donde todos pueden cederle el asiento a un anciano, creo que la calidad de civil es algo por lo que sí se debe luchar, pero de modo tan discreto y elegante que no parezca una guerra de voluntades.

Hay una manera segura de condenarse: flotar en un barco fantasma, en el que cada quien es el capitán, que rema con sus propias extremidades fabricadas de la madera que más le agrade a cada uno. Así podemos vernos cuando plañimos sobre un nombre que es difícil comprender ahora: el de la ciudad. Por más que queramos esconderlo, hay una gloria que ya no merecemos, pero que se antoja como necesaria: la de ser un ciudadano.

A menos que concedamos la voz a una metafísica en la que ser hombre tenga sentido en comunidad, seguiremos engañándonos al respecto de la posibilidad de armonizar esa tempestad que osamos llamar individualidad y diferencia. Esos conceptos parecen hacer una sola cosa evidente: nuestra propia imposibilidad para notar las diferencias, sin ahogarnos en nuestro propio vaso de agua. Para que no todo resulte en el caos con el aroma a la derrota, o para entender y subsanar las aporías de los que llamamos optimistas o pesimistas, admiradores ambos del sí mismos, se requiere admitir una cosa que nos cuesta mucho: que siempre, ante todo, es necesario tener una comprensión articulada de lo que nos sucede como hombres, es decir, que, en la ciudad, el instrumento máximo de la civilidad es la razón o, como los antiguos sabios solían llamarle, el logos.

Nada pierde su lugar natural sólo porque el hombre lo desee, pues jamás será tan poderoso. Aunque parezca sobrevenir la oscuridad, hace falta siempre la luz para distinguirse de ella. Puede que ya no aceptemos que la discusión valga la pena, pero entonces, en ese caso, estamos yendo en sentido contrario de la meta que nos grita toda aspiración al bien. Es necesaria la lucha de opiniones porque sólo así el hombre logra lo que está dentro de él: vivir bien. Es necesario que la civilidad no sea sólo el maquillaje de la buena costumbre, sino que sea, ante todo, valor en la palabra. Si la ley parece estar rebasada, no podemos quejarnos al respecto, porque dejamos de creer en la ley y en su justificación. Si lloramos al anochecer, sentados en los tilos de la desesperación, escondemos nuestra secreta complicidad en la incapacidad para recobrarnos del fuego que nosotros hemos ocasionado. Las fantasías de pequeño tirano (desde donde sea que vengan), sean en el nombre de la cultura, de la educación o de la economía, son parte de la estupefacción para entender las realidad ajenas, necesarias en la vida política. En el momento en que decimos que la verdad en la ciudad es una ficción, hacemos un retrato de nuestra situación exagerada: mostramos nuestra desfachatez.

 

 

Tacitus

La ciudad es una bestia

La ciudad es una bestia,
inhalando y exhalando
sus respiros de carbón,
sus bocados de aire limpio,
sus soplidos azufrosos,
y su aliento fresco y suave
por su centenar de bocas,
con la pausa del cansancio
y la ansiedad del pecador.
No termina y no termina
de moverse a todos lados
con un pulso a veces firme
como la tracción del suelo
por debajo de los montes
y cimientos de edificios,
con un pulso a veces frágil
como el vidrio de sus ojos,
que se miran entre sí.
La ciudad es una bestia,
atrapada en duermevelas
que desbordan de dulzura
por un rato tremuloso
y de espasmos deslumbrantes
que le evitan descansar,
arrancándole jadeos
en febriles simulacros
de profunda ensoñación.
No termina y no termina
de bullir su ronroneo,
atrapado entre los cerros
que pretenden contenerla,
como infortunada presa
de un caudal mucho más grande
que las buenas intenciones
con que ataron sus maderos
los sedientos del lugar.
La ciudad es una bestia
de infinitos parpadeos
y difusas percepciones,
de miríadas de miembros
que no llegan a tentar,
confundiéndose en su alcance
y anudándose entre ellos,
sosteniendo sin saberlo
densidades impensables
en los puntos más pequeños,
siempre hundiéndose una parte
mientras otra se levanta,
siempre arena movediza
de sí misma, pero fija,
aferrándose de algo
sin saberlo y sin pensar.
No termina y no termina
por más lejos que se mire,
por más tiempo que se quede
viendo uno al horizonte
esperando que se encuentre
pronto el borde de esta cosa
que respira y que palpita,
y que brama como enferma
por correrle mucha sangre,
por tener la sangre sucia,
por crecer más de la cuenta y
por dejar que se estrangule
ella misma con sus manos,
tan lejanas que hace tiempo
ya no reconoce suyas,
por correrle poca sangre
en sus entrañas, mucha fuera,
escurriéndole la cara.
Y por eso no se encuentra
la ciudad, que es una bestia,
ni a sí misma ni a ninguna,
ni se escucha, ensordecida
por sus gritos clamorosos,
y se pliega sobre el suelo
con la faz obscurecida
esperando sin saberlo,
olvidando lo aprendido,
con la lengua hormigueando
la parálisis babeante
que acompaña a la locura.
Enfebrece así la bestia
que es ciudad barbarizada,
que aparenta a veces calma
pero dentro se cuartea,
seca, estéril y anodina,
esperando sin saberlo
que la envuelva la esperanza
con que pueda conocerse
y ver de nuevo sus facciones,
o que muy pronto la pasme
una muerte fría, helada,
que termine este bochorno
sudoroso y vergonzoso,
que no acaba y no termina
y no termina y no termina.

La Tiranía Universal

En esta misma semana leí dos ideas que, combinadas, me parecieron hacer un aterrador prospecto. La primera es que con la comprensión moderna que tenemos de la política somos incapaces de diagnosticar correctamente cuáles gobiernos son tiránicos. La segunda, que nuestra historia social progresa acercándose cada vez más al estado homogéneo y universal.

Resta corroborar qué tan verdaderas son; sin embargo, algo tienen de alarmante en su sola propuesta. Que seamos incapaces de concebir correctamente la tiranía en nuestros gobiernos no sólo quiere decir que imprevistamente pueden dominarnos, cosa que de por sí parece terrible, sino también que puede atraernos sin que conozcamos las consecuencias plenas de acercarnos a tales regímenes. Es decir, pueden controlar partes de nuestra vida en las que nos pasa desapercibido que estamos sometidos a su fuerza tiránica. Para empezar, la tiranía no reconoce la ley más allá de la que ella misma imponga según su criterio o capricho. En el caso poco probable de un tirano con muy buen juicio, se substituirá la ley por buenas decisiones a las que en cada caso le indicará su prudencia; pero es ingenuo esperar algo así. El menoscabo de la ley puede ocurrir aún teniéndola escrita, pues el constante desapego a una forma de legislar se puede dar por corrupción y por interpretación arbitraria de los códigos. Si el juez tiene el poder de actuar a capricho haciendo de cada nuevo caso una novedosa manera de acatar la ley, o de plano se le pasa por alto cuando “conviene” a quien la debe procurar, ésta es lo mismo escrita en una constitución que inválida y olvidada. Es decir, cuando cada decisión del gobernante es una nueva medida de la justicia, ésta desaparece. La tiranía es injusta por definición. En segundo lugar, la tiranía no se ocupa nunca de procurar el bien común. Los motivos del tirano pueden ser grandísimamente diversos, pero finalmente condicionan su régimen para sostenerse en ejercicios que no pretenden hacer vivir bien a quienes domina.

Si esta forma básica de concebir la tiranía es aceptable, por estas razones podríamos imaginar de dónde brota la miopía ante el surgimiento y mantenimiento de tales regímenes: tendría nuestra ciencia política que haber desdeñado la importancia de la ley en la comunidad, o que haberse desafanado de buscar el bien común, o ambas cosas al mismo tiempo. Por el motivo que sea, es un hecho que las democracias modelo de hoy confían en una felicidad que sólo podría darse con la libertad de que cada quién encuentre su propio modo de vivir de acuerdo a sus propias concepciones de bien. Ni la ley tendría más fundamento que una muy generalizada visión de los requisitos mínimos para garantizar esta búsqueda (los derechos humanos), ni sería posible que ningún estado propusiera un plan completo basado en algún bien que considerara el bien común.

La segunda idea puede desprenderse en cierto grado del bosquejo anterior. El esfuerzo moderno por progresar descansa en la confianza de que es posible, con mayor o menor éxito, consolidar regímenes tolerantes que mantengan sus propias costumbres mientras que estiman las de los foráneos con el mismo valor. Así, la libertad que se pretende no es un bien en sí mismo, sino un estado ideal en el que cada quién podría –tratando a todos los hombres por igual–, elegir qué será su propia felicidad. El bien ya no puede ser común, cada quién elige el suyo. Es evidente por qué este anhelo se inclina por un estado homogéneo (al mismo tiempo que hace de cada vida una separada del resto mucho más que en la comunidad de las viejas ciudades). Mientras más éxito se tenga en esparcir esta convicción, menos será necesario que se mantengan los límites con respecto a otros regímenes. Tarde o temprano, si todo siguiera este curso, todos los modernos vivirían bajo el mismo régimen de las mismas consideraciones: no habría ni costumbres ni tradiciones ni nada que hiciera de los grupos de los hombres algo sectario, nada que pudiera erigirse como comunidad aislada del resto de la humanidad equitativa. Así la que era tolerancia de país con país se convierte en una de hombre con hombre hasta que las fronteras sean las personas mismas.

El peligro de ambas posibilidades debería ya ser obvio, pero me siento obligado a decir un poco de él. Primero, la tiranía puede ser disfrazada de proyecto democrático, y segundo, la homogeneidad universal del estado puede ser el perfecto disfraz. Para quien es perseguido por el tirano, siempre ha habido una posibilidad (aunque sea extremadamente escueta) de alejarse u ocultarse de algún modo. Siempre se ha podido confiar en el contraste que el gobierno autoritario puede hacer con la gente de otras partes que vive vidas muy distintas. Esta distinción ayuda además a estimular el pensamiento sobre la justicia o injusticia de los regímenes. Es benéfica para el pensamiento político. Sin embargo, a una tiranía extendida a toda la humanidad, perfectamente disfrazada del único régimen posible aceptado públicamente, no hay escape. Y si fuera una mentira la felicidad que ofrece la modernidad en este estado libre, sería lo peor haber perdido todas las alternativas para formar de alguna manera aún una verdadera comunidad, pues equivaldría a condenarnos a una vida en la que ninguna felicidad es posible.

El Muelle

“El valor de los hombres de antaño es una medida injusta para nuestros tiempos –pensaba el marinero–, tanto como esperar de la refulgente ciudad que muestre por las noches las estrellas como se miran en alta mar”. Desde su ventana el rugido mortuorio de las dolidas lenguas marinas se escuchaba claro y grave. Algo en ese sonsonete hacía resurgir en su mente la voz de su abuelo, pronosticando remordimientos en esos tiempos en los que había aún razones para arrepentirse. Veía en su memoria la espuma tragada por las arenas de costas cafés que raspaban los pies como lija y no devolvían ni disculpas. Se miraban casi con tanta vida como los reflejos allá afuera, ahora. “Ahora”, dijo entre jadeos, intentando enfocar. Un bote azul de madera añejada por sus viajes comerciales entre ciudades rivales golpeaba en su insipiente vaivén los palos del muellecillo decoroso que resistía un día más aún éste y muchos otros suaves embates, como un anciano comprensivo que deja que el infante dé de golpes en sus piernas con sus manos lácteas. Blandos golpes para tan severas vigas. Los puertos que habían sido saqueados por piratas y defendidos por héroes corsarios desplegaban estandartes nobilísimos, arrebataban suspiros y se regodeaban de augusta compostura; éste no. Este sitio en la bahía se había construido ahora que todo estaba descubierto, ahora que de las obras de los hombres sólo se esperaba que soportaran el paso de unos cuantos soles sin quejarse de más.

Anciano el bote, y mucho más anciano el puerto, los miraba por su ventana el marinero, el más vetusto de los tres. Sus blandos pensamientos cosquilleaban como la sangre regresando a la arteria que la extrañaba, y luego calmos se sumían en los muros rosados de la alcaldía para perderse de nuevo. Ese edificio brotaba del muelle con un espasmo del paisaje y entristecía los grises cielos del Verano con su techo alicaído y su chimenea de latón ennegrecido, tosiente. “El color de la rosa no va bien con el mar”, había pensado el marinero los últimos días, mirando recostado en su lecho. ¿Qué había hecho con su mando, qué hombres había mejorado, qué tesoros había descubierto, qué trazas malignas había segado? El lento tronar del bote jalaba de las amarras del último barco que lo vio surcar mar abierto con los brazos descansados y la voz sin alarma o entusiasmo. El pequeño velero sollozaba también con el recital del viento. Las voces del puerto poco a poco se perdían hundidas en el fugaz atardecer que ilumina de un anaranjado floral todas las cosas del mundo sólo un instante. Ya había pasado.

El marinero lloró esa última noche al no ver más su velero, ni su bote, ni los sólidos maderos. ¿Dónde están cuando nada los alumbra? Su faz se redujo a una mueca que nadie pudo ver, porque pese a todos sus esfuerzos, él sabía en el fondo de su blanda alma que nunca había hecho nada por sobreponerse a la terrible fuerza del mar.