Encrucijada
Algunas noches al salir del trabajo tengo la suerte de encontrarla. Siempre nos topamos en el vestíbulo del edificio en que laboro. Es un pasillo largo al que lo rodean, si así se le puede decir al nulo encubrimiento, unos grandes pasillos de cristal. Yo sé que ella se incomoda de mi vista, pero también advierto que busca mi compañía, o mejor, no mi compañía sino mi presencia al caminar. Le incomoda estar sola, y me elije para algún plan secreto, quizá rescatarme de algo siniestro. Seguramente soy el último en una lista larga de pretendientes de esta beldad. También soy el último en salir del edificio, y eso es muy provechoso para ella y sus ansias de andar.
Solos nos acompañamos en el camino que va a casa, he de decir a mí casa, pues en realidad nunca he podido ver hacía dónde se dirige una vez que nos separamos, sólo sé que se adentra en la noche esperando encontrar a alguien más con quien seguir su camino. Esto lo sé y jamás hemos cruzado palabra. En sus ojos, que son mis ojos, veo la sentencia: «la noche es muy fría y muy grande para entrar en ella sin compañía.»
Mientras caminamos sin hablar ya hemos recorrido tres cuadras desde el edificio en que trabajo. Pronto llegamos hasta aquella esquina a la que llaman de la luna. Es un pequeño páramo en medio de la ciudad donde jóvenes, casi niños, juegan algunas suertes con bicicletas. Todos ríen alegremente. De no ser por las risas nadie se atrevería a decir que estos personajes son la sombra del lugar. Parías que se solazan en bajezas vulgares, como tomar un poco de agua ardiente, cervezas, quizá marihuana. Pero su aspecto no es tan enviciado, todos visten de acuerdo a su estilo. Enguantados en ropas negras muy limpias y de fisonomía delgadísima cualquiera diría que son ángeles que teniendo frío han decidido prender el bote de basura. Ríen sin recato y no se avergüenzan, ¿por qué habrían de hacerlo? ¿No son más sinceros sus juegos?, sólo se mal ofende la costumbre civil. Cuando ella y yo pasamos al lado de estos bellos rufianes, tenemos que cambiar nuestro andar, ella pasa primero y yo la sigo con una cercanía más patente. Pero de golpe a nuestro acuerdo veo que ella posa sus ojos en la bebida de uno de estos niños canallas. Siento que se quiere quedar con ellos a reír en su compañía, pues su risa comienza tímida y trémula en el vaso, en los ojos, en el habla de estos vándalos. Yo sólo alcanzo a mirar de reojo cómo ella comienza a detenerse, pero ella que también me mira recupera la soledad que había perdido en esta esquina, y muy a mi pesar me sigue con gusto otra vez. Yo sé que se quería quedar. ¿Mi soledad la arrastró o fue su condena de alma solitaria? Me duele que no se quedara, pero ella pronto vuelve a reír melancólica a mí lado. Incluso siento que me toma del brazo y ríe conmigo, pero estamos tan lejos… ¿Qué soledad nos acerca, la suya, la mía o alguna establecida hace siglos?
Al ir avanzando nos encontramos ahora con el viento que me golpea de un modo suave en el pecho. A ella le ha revuelto el negro y espeso cabello que adorna su blanca piel, parece una niña en la playa, y por un momento la luz de sus ojos se apaga, pero no dura casi nada la penumbra de su ausencia. De un soplido aleja los mechones lánguidos de su cabello negro azulado y vuelve a brillar su ancha mirada.
Qué pronto hemos llegado a mi apartamento. Yo tengo que entrar y subir por las escaleras hasta el quinto piso. Miro por última vez cómo me mira entra. Al ir subiendo por las escaleras me asomo en cada una de las ventanas que dan a la calle y miro que ella va avanzando lento, casi a mi paso. Se aleja, pero sabe que la miro desde el último peldaño. Ella se va, yo cierro la puerta y pido porque otro (ojalá sea bueno) la acompañe hasta su casa. Ella me mira sobre el hombro y sensualmente me pide abandonar todo con ella y por ella,
Ojalá se hubiera quedado en su esquina. ¡Pobre bella Luna atrapada así en la ciudad queriendo liberar a los hombres!
Javel