Por mi parte creo que, si dios les hubiera concedido a ellos elegir
entre llevar la vida entera que vieron llevar a Sócrates y morir,
por mucho hubieran preferido morir.
Jenofonte, Memorabilia, I.2.16.
(Si desea leer la primera y la segunda partes, puede hacer aquí lo primero y aquí lo segundo).
III. LA PARALÓGICA DE LA ACEDIA
Quienes desprecian la razón van pareciéndose a brutos o a fieras; pero también pueden volverse monstruos. Los primeros podrían admitir que la palabra es capaz de nombrar e incluso podrían conceder que nos puede acercar a los demás hombres, aunque clamarían que ambas cosas carecen de importancia porque se dan sometidas a nuestros caprichos en un mundo sin sentido. Los segundos, exaltados, sólo apreciarían los nombres de sus propios prejuicios y al resto lo desecharían con desdén totalitario. Pero los terceros son incluso peores. Ya sea que se entienda su merma del discurso público como un mal único en su género, o que se le vea sumado a los otros, su presencia supone que la palabra es falsedad, que el mundo es fuerza y la comunicación imposible. El suyo es el régimen de la crueldad.
Hablar sobre la naturaleza de un monstruo es difícil. Un monstruo no es lo mismo que un enfermo porque aquéste cayó de la salud: por inclinación natural desea recuperar la normalidad (pueda o no hacerlo). Por otro lado, el monstruo está en cierto sentido entre la enfermedad y la salud, en un estado que parecería serle normal aun en su desviación. Esta normalidad es, sin embargo, un simulacro. Para entenderla como tal hay que buscar luz en el bien del que el monstruo está alejado. Esta analogía ayuda a imaginar el sentido en el que el vicio es diferente de la incontinencia o de la adicción. Quien trate de entender la crueldad pensándola como adicción, incontinencia, o algo semejante, errará porque no alcanzará a ver que quien es cruel elige lo que hace. La crueldad es la intimidad del injusto. Semejante al monstruo, el cruel es indistinguible sin idea del bien, y del que está alejado es del bien común. El cruel es indolente frente las vidas de los demás. Por eso la crueldad sin indolencia nos sería incomprensible. Usamos ese nombre, indolencia, para una incapacidad de conmoverse frente al otro, pero ésta es distinta de la mera insensibilidad (un demente puede ser insensible) y también de la apatía (un niño puede ser apático). Somos capaces de notar cierta diferencia porque en la indolencia percibimos algo así como una falta de humanidad. Es un hueco expuesto, visible, en quien se place en la violencia porque su relación con el mundo se da negando la comunicación: no hay otros que para él sean próximos a sí mismo, no hay naturaleza que lo refleje, no hay quien pueda decirle quién es.
El discurso público para éste no es juego, tampoco es moda; más bien, para él el discurso público no existe. «Discurso público» es un ruido que hacen unos en su pretensión al poder. El que así vive, sometido al régimen de la crueldad, tiene un uso de la razón deforme. El uso que exhibimos normalmente viviendo con los otros en la expresión lógica, en este caso se vuelve un simulacro. La simulación suplanta al diálogo. Finge la apariencia de lo que tenemos de común cuando hablamos, de nuestros esfuerzos por darnos a entender, de los recursos viejos y novedosos a través de los que convivimos dando cuenta de lo que juzgamos importante. Y es que la lógica no es una disciplina de las fórmulas aprobadas por un comité de solemnes científicos para erigir decretos de validez; la lógica es la contemplación de la forma natural (con todo y sus peculiaridades lingüísticas) en la que el discurso humano comunica la verdad. Los razonamientos bien hechos se afirman (en quien los comprende) por expresar la verdad en lo dicho, y la observación de los modos y órdenes en los que eso sucede no pretende erigir un reglamento de arbitrariedades. A diferencia de este uso de la razón, el que hace el cruel no puede promover la convivencia en la palabra, pues niega que ésta sea algo más que ruidos aprendidos, anómalos y desordenados. Sin embargo, en su relación con los demás pretende utilizarlos por medio de esta fachada de razonamiento. Por eso el simulacro que éste hace de la razón es paralógica.
Paralogismo, hablando en general, es el nombre que la tradición lógica le ha dado a los discursos que aprovechan su parecido con los buenos razonamientos para invitar a la afirmación, aunque lo que digan sea falso. Aristóteles distinguió esta clase de engaño de las ilusiones provocadas por la abundancia de significados en las palabras que usamos, y juntos, forman lo que por dos mil años ha sido la base de listas y discusiones y distinciones sobre falacias. No toda paralógica, sin embargo, tiene las mismas causas. Vista como fenómeno de la comunicación y sus peculiaridades políticas, puede provenir del error, de la ignorancia, del mal hábito o de otras muchas cosas; pero en la que surge de la crueldad y que amenaza al discurso público es esencial la negación de la posibilidad de comunicarnos. Ésta es suplantada por la fuerza. Va más allá del intento de engañar que realiza quien preferiría no entrar en argumentaciones en serio: éste, también condenable en su propia medida, por lo menos en su evasión asume la posibilidad de la verdad en la palabra; pero no es ésta la paralógica del cruel. Es notorio en los foros públicos, virtuales y reales, cuánto se usan figuras engañosas que tienen solamente la pinta de argumentos, pero en ellos cunde la descalificación de la posibilidad de razonar. En la enemistad que se hace manifiesta en esas ocasiones está obrando algo más allá de la ignorancia sobre el orden de la argumentación o la falta de hábito en discusiones serias. No se trata de deslices que se resolverían con señalarlos. Imagine, lector, si de decirle a un militante de algún partido político en un foro «oye, este argumento tuyo es una petición de principio», podría esperarse la respuesta «¡vaya!, no me había dado cuenta. Gracias. Buscaré un modo bien fundamentado de exponer mi postura», y atáquese de risa. Pensar que lo que falta es llevar unas buenas clases de lógica y aprenderse unas tablas de falacias es ingenuidad. Que no se sabe discutir bien se ve con mucha facilidad; que en general nos hace falta esforzarnos por ejercitar la claridad en la expresión y por aprender a escuchar a los demás es también muy obvio. Pero un programa de adiestramiento técnico en argumentación sería un despropósito. Las personas, sin ninguna educación técnica, naturalmente nos esforzamos por comunicarnos bien. Por eso la paralógica que cunde en nuestra vida pública es en cierto sentido monstruosa.
El cruel está en guerra contra todo, y nadie que esté en guerra contra todo puede ser amigo de sí mismo. Su paralógica viene de una ingratitud profunda, una tristeza que niega lo mejor que tenemos. Viene de esa deformidad del discurso que vuelve ilegible la vida. En la falta de reconocimiento se ahoga toda reflexión, las personas y la naturaleza dejan de existir como vida y toda existencia se confunde con un medio para una finalidad egoísta que termina por rechazarse a sí misma. La crueldad ciega frente a todo lo otro, reduce al hombre a nada sino él mismo, obscurece todo lo sagrado. Y aun en él mismo, lo que se encuentra es causa de desprecio, pues se asume que no puede acercar a la verdad. Esto lo dijo muy bien Javier Sicilia en La ilegibilidad del mundo. Allí, el poeta acusa que cuando se pierde la posibilidad de comprender el mundo como signo, tecnificándose la vitalidad humana en un afán de someterlo todo bajo su control, es casi imposible practicar el bien. El mal del alma de quien así pierde el celo por el bien se llama acedia. Esta palabra nos viene del griego antiguo con la a- privativa y kḗdos que significaba cuidado, preocupación o cariño. Su uso en las conversaciones desde el cristianismo primitivo lo enfocó en el descuido de los bienes espirituales, semejante a la pereza en apariencia, con la diferencia de que la acedia no es una debilidad frente a las dificultades sino un desánimo frente a la bondad del mejor camino posible, que incidentalmente es difícil. Por decirlo de otro modo, es al mismo tiempo una falta de cuidado y una falta de dignidad para percibir los bienes que merecen cuidado. Este tipo de descuido indolente caracteriza al cruel. La paralógica que resulta de la acedia se nota en el uso desdeñoso de la razón como si fuera uno más de los innumerables artículos irracionales del ejercicio del poder. La crueldad, este disfrute perverso por el dolor ajeno, se vuelve contra el cruel al transformarse en un dolor que odia todo el mundo. La vida se hace agria, los días se vuelven tortuosos, largos como si el Sol se ralentizara en su curso o se detuviera por entero. Otro que reflexionó sobre la acedia fue Santo Tomás. Su observación es que la acedia es cierta tristeza que impide al hombre alegrarse por su propio bien. Lo ataca una parálisis por la que no obra bien, y por supuesto, en el bien obrar está incluido el bien hablar. Volviendo a los discursos públicos, la paralógica de la acedia permea no nada más los dislates más inanes que despliegan nuestras figuras públicas cuando abren la boca, sino todos los simulacros de comunicación que provienen de despreciar aquello en nosotros que nos permite entendernos con los demás y convivir con ellos: se ve en debates erísticos, discusiones construidas sobre el insulto, falta de imaginación para compadecer, absurdos que ostentan seriedad y, visiblemente, en las manifestaciones descuidadas que confunden gobierno con administración y amistad con buen negocio. Estos son modos que vuelven al mundo ilegible y también indecible. Un monstruo como éste todo lo mira monstruoso. Es ésta una degeneración de lo mejor que somos al volvernos incapaces de reconocerlo. Así la paralógica de la acedia obscurece el significado del mundo y nos encierra en el peor laberinto imaginable: uno individual, en el que la única constante es la crueldad, donde no hay comprensión posible ni esperanza de auxilio, y donde la amistad no sólo es inasequible, sino que nos convence de que nunca ha existido.
Que la crueldad sea la intimidad del injusto no quiere decir que su ser esté oculto o que su experiencia sea irracional, inexpresable o misteriosa; como tampoco debe entenderse su enajenación de los demás hombres como una separación ontológica. Considérense en Metafísica de la expresión de Eduardo Nicol, §23: «Pero [el logos] no puede cumplir su cometido, que es pensar y hablar de todos los géneros, sino manteniendo su interioridad respecto del ser: afirmando en cada uno de sus actos el principio universal de la comunidad del ser. Para lo cual es preciso que retenga el atributo de la expresividad», §31: «La fórmula que expresa desde antiguo la condición moral del ser humano, nihil humanum a me alienum [sic], no contiene ninguna norma o directiva, ni se resume en ella una virtud o un ideal. Lo que expresa es una solidaridad metafísica». También véase esta reflexión. (Para el interesado en la cita latina que hace Nicol, se trata de homo sum, humani nihil a me alienum puto (soy hombre, nada humano me es ajeno) dicha por Cremes en el Heautontimorumenos de Terencio. Se puede leer una versión facsimilar bilingüe, latín-castellano, traducida por Pedro Simón Abril en 1577 aquí).
Ahora bien, hay que pensar el sentido en el que la interioridad, el «lugar desde el que nos contamos historias», del injusto, es diálogo consigo mismo. Si hay vida interior tan sólo en tanto haya introspección, y ésta es la semilla del diálogo, ¿podría ser ése otro camino para explorar la deformación psicológica en la que consiste la crueldad y que conduce a la paralógica de la acedia?
Kant tiene su propia y muy complicada comprensión de lo que es un paralogismo (Kant, «Libro segundo de la dialéctica trascendental, Capítulo I – Paralogismos de la razón pura» en Crítica de la razón pura). Aquí no me refiero a ella.
Aristóteles, Refutaciones sofísticas, especialmente 165b 23-168a 1. Los siete paralogismos que expone son el del accidente por substancia, la generalización indebida, la conclusión irrelevante, la petición de principio, la afirmación del consecuente, la falsa causa y la doble pregunta.
Dice brillantemente San Agustín que «pena justísima del pecado es que cada quien pierda el don del cual no ha querido usar bien […], y que el que no quiso obrar bien cuando podía, pierda el poder de hacerlo cuando quiera», en De libre albedrío, III, 18, §52; y en Confesiones, I, §18, exclama contra la ridiculez del que odia al ser ofendido «como si cualquier enemigo pudiera hacer más daño que el odio que tiene contra él, como si pudiera herir más profundamente aquél a quien persigue, que la herida que en su corazón causa la enemistad». Y también, en La ciudad de Dios, XIV, §2: «¿Quién tiene la enemistad en otro lugar que su alma?». Considérense también los argumentos en Platón, Las leyes, 626b-628e; República, 351a-353e; Gorgias, la discusión entre Sócrates y Polo (especialmente 468b-480e); Aristóteles, Ética nicomaquea, 1129b-1130a.
Nicol, Metafísica de la expresión, §30: «La novedad consiste en usar la ciencia, que es la suprema racionalidad, como instrumento de posesión interesada. […] En la intimidad, lo que predomina es la extrañeza, y hasta el provecho queda empañado por un vago sentimiento de nostalgia; pues la naturaleza se ha perdido en los mismos frutos que obtenemos de ella, y al explotarla nos perdemos a nosotros mismos. Para existir, necesitamos de ella como morada, más que como almacén de materias primas».
También se llama en español acidia y acedía. Santo Tomás (Suma teológica, Libro II, parte segunda, q. 35, artículo 1, en línea aquí) hace el chiste de equipararla en su acción al ácido sobre las cosas que corroe y que quedan frías tras la reacción endotérmica que provoca el agente agrio, así como se enfría el alma paralizada por una tristeza que impide la buena obra. Suele llamársele «el Demonio de Mediodía» a partir de las reflexiones de Evagrio Póntico en el Tratado práctico, §12 , disponible en inglés y griego aquí. (¿Incluiría el chiste de Santo Tomás la cercanía del nombre de Evagrio con el agente agrio? El parecido en latín no es tan vistoso como en español, así que probablemente se trate sólo de una afortunada coincidencia (acer con Evagrius, el primero proveniente del griego ákros, puntiagudo, y el segundo de eu- ágrios, buen salvaje)). Námaste Heptákis hizo una reflexión sobre el demonio de mediodía y su manifestación en nuestras democracias, llamándolo desidia. Pienso que acedia es un nombre que le va mejor, sin embargo. Comparado con acidia, tiene mayor parecido con su origen etimológico akēdía (ἀκηδία), y con acedía, mejor sonido. En cuanto a desidia, ésta viene del latín desidere, nombre de la acción de dejar un asiento, un sitio o un puesto y, por extensión, de la denotación de pereza (e incluso cobardía) que viene con el abandono de las responsabilidades. La cercanía al significado de la acedia es notable; no obstante, la diferencia del énfasis es capital: lo importante en el nombre desidia es el abandono, en acedia es la falta que impide el cuidado.
Suma teológica, Libro II, parte segunda, q. 35. La tristeza por el bien del otro, mal análogo a la acedia, es la envidia. Ambos son propios de quien desprecia los bienes divinos. Por ello, dice él, son vicios que no consisten en un desvío de la humildad, sino que provienen de la ingratitud. Al preguntarse si se trata la acedia de un pecado que destruye la vida espiritual derivada de la caridad, responde que sí, pero no en quien lo padece tan sólo sensualmente (y a su pesar), pues «la consumación del pecado está en el consentimiento de la razón» (artículo 3).
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