Revolución

«¿Hipotéticamente? Fácil: porque si uno no mata, nadie lo toma enserio. Es la única prueba de seriedad, lo único que cuenta.» La frase golpea. Irrumpe en la comodidad de la lectura entretenida. Le exige al lector que se tome enserio la tranquila seriedad con la que se dice. Podría leerse como una frase política, de protesta, con sustento si se tiene en cuenta que la dice el famoso nihilista Serguei Nechaev puesto como personaje por J.M. Coetzee en El maestro de Petersburgo. Aunque parece ir más lejos de esa comprensión, pues Dostoyevski, el personaje con el que dialoga el nihilista, no intenta hablarle de la importancia de la justicia, de que está justificando fácilmente un crimen con su idea, sino que le cuestiona por qué quiere ser tomado en serio, como si le preguntara: «¿sabes a dónde quieres llegar con esas ideas?, ¿estás poniendo a prueba a la policía, a la comunidad o a ti mismo?» Quiere entenderlo, saber si su acompañante sólo es un provocador, un justiciero radical o un egoísta que muestra constantemente su poder y constantemente quiere superar su alcance. Popularmente se concibe a Serguei como un personaje que buscaba la revolución de cualquier manera. Se podría pensar que contra la injusticia se vale todo; quiere enmendar la ley ilegalmente. ¿Quiere actuar por encima de la ley porque ese es el único modo de ser tomado en serio?, ¿considera que si la ley es puesta y ejecutada por hombres, él, al concebirse como un hombre no inferior a los demás, y en muchos sentidos superior, puede derrumbarla para cambiarla?, ¿se sentía indignado por el modo en el que eran tratados los rusos y quería hacer algo al respecto?, ¿creía que toda revolución necesariamente tiene que ser violenta para ser tomada en serio? Algo parece claro: Nechaev es alguien que hará cualquier cosa para conseguir lo que quiere.

Yaddir

El artificio de la mendacidad

El artificio de la mendacidad

 

Siete cuentos morales es una obra maestra. A través de sus páginas el lector puede descubrir una inusual reflexión sobre el arte literario y reconocer una sabia mirada sobre la acción humana. En el más reciente libro de John Maxwell Coetzee el lector podrá encontrar un artificio por el que se muestra el problema de la moral, artificio tan cuidadosamente construido que vuelca sobre sí mismo y reflexiona sobre la artificialidad: la autoridad moral de Elizabeth Costello cuestiona sobre la moralidad literaria; la autora que incomoda a sus lectores se lee a sí misma para incomodarse. El lector termina Siete cuentos morales maravillosamente incómodo.

         El último capítulo, intitulado “El matadero de cristal”, es el panóptico de la curiosidad que opera por seis lentes distintas y correspondientes. En lo narrativo, el capítulo nos vuelve a presentar a una anciana Elizabeth Costello, pero ahora señaladamente accesible por la mirada ajena y la sospecha sobre la mirada. El hijo de la novelista australiana recibe los cuadernos de notas de su madre “para ver qué se puede hacer con eso”, y el capítulo nos muestra la búsqueda de sentido entre las notas. O dicho por tercera vez: el capítulo expone la capacidad lectora del hijo, al tiempo que muestra la dificultad de la lectura cuando un gran escritor no ha ordenado lo leíble. ¿Cómo entender a la incómoda Elizabeth Costello desde una mirada ajena? ¿Acaso no es el mismo problema la comprensión de cualquier personaje literario? ¿O no es el problema mismo de la literatura? ¿O será el problema de la vida? El lector podrá pensar sobre la actividad lectora en el panóptico de la curiosidad reflejado en la presentación coetzeana de la incomprensión literaria del lector ficticio de la escritora ficticia.

         A lo largo del último capítulo, la curiosidad es presentada a partir de dos actividades: la lectura y la visión. En el primer apartado, el hijo lee el origen de una perturbadora idea de la madre: construir en el centro de la ciudad un matadero de cristal para mostrar a todos el horror de los rastros. El hijo sentencia sin titubear: no será posible, pues nadie quisiera ver un matadero y es antihigiénico. La escritora cree que ambos motivos son suficientes para llevarlo a cabo. El lector, en tanto, también lo sabe: comprende la precaución burguesa del hijo, tanto como la crítica de la madre. Ni el lector, ni la madre, ni el hijo hacen nada: la idea del matadero de cristal parece quedar sólo como un desagradable proyecto. La primera sección del capítulo aparenta inconclusión.

         En la segunda parte, el hijo lee entre las notas de la madre el relato de un sacrificio que ella presenció. La escritora vio a un joven moreno llevando en brazos a un cabrito blanco, camino al matadero. La escritora resalta el contraste cromático de la escena y la armonía sentimental entre la tranquilidad del cabrito y la seguridad del joven. La muerte, parece decir, es sólo un problema operativo. Tranquilo va el cabrito camino al matadero; seguro administra la vida el que tiene el poder. La escritora lo mira todo aterrada: un sacrificio arrebata su tranquilidad, la muerte disipa toda seguridad. El hijo lee a la madre: tranquilamente reconoce un problema moral, seguro está que el relato es sólo literatura. El lector, ¿lleva en brazos el libro, es conducido por otro, o espera profesional en el patíbulo?

         La tercera parte presenta al hijo leyendo un fragmento que su madre escribió sobre Heidegger. En primera instancia, resalta que al hijo le interesa el fragmento por mera curiosidad, pues reconoce no haber leído a Heidegger, ha oído que es muy complicado y quisiera ver qué podría decir su madre sobre él. El asunto se complica cuando la Costello reflexiona sobre el amor de Heidegger, cuando considera que su amorío con Hannah Arendt es la exhibición suficiente de la incorrección de su pensamiento. Para Costello, la imagen del profesor exultante en la cama con su alumna es prueba suficiente de la reducción del mundo: la mundanidad se reduce al instante extático. La escritora produjo una imagen para juzgar lo que leyó, pero la imagen surgió incompleta. El hijo lee la imagen incompleta de la madre, no imagina razones para la incompletitud; lo razonable es suponer que se trata de un boceto que cualquier día podría ser terminado. La mundanidad de Costello se produce literariamente, la del hijo moralmente. El lector, ¿ve más allá de la imagen de Costello, o imagina las razones del juicio del hijo? ¿Acaso es por el lector que la imagen, el relato y la lectura no se completan?

         La cuarta parte presenta la lectura del hijo a una página del diario de la novelista. Ahí, la australiana relata su asistencia a una conferencia en que el especialista narró a detalle un experimento cartesiano con un conejo. Perturbada, la Costello apuró su salida de la conferencia y en el vestíbulo del auditorio se hincó a pedir perdón y clemencia por el maltrato animal; en su alma permeaban perturbadores versos de Blake. El hijo concluye la lectura del relato y anota en alguna de las hojas que se ha comprobado científicamente que en las condiciones del experimento cartesiano, el conejo no experimenta sufrimiento. Nuevamente contrastan los involucrados. La Costello se niega a presenciar la conferencia-matadero y produce literariamente su mundanidad: la poesía de Blake abre el camino a la plegaria que el placer sexual cerró a Heidegger, espectador del matadero. El hijo, espectador de la ebullición de los placeres de Arendt y Heidegger, confirma seguro ‒y con aval científico‒ los límites de su mundo: la información se administra con la confianza imperturbable ante lo incompleto, i.e. progresivamente; el progreso nos da razones para ocultar el matadero. ¿Y el lector? Hay lectores que creen que el Juicio Final nunca estará cerca; los mataderos, por higiene, no están en el centro de la ciudad.

         La quinta parte presenta al hijo leyendo la nota más extensa del paquete, que es una reseña inconclusa sobre los animales y el modo en que el hombre se relaciona con ellos. En el texto, Costello se sorprende por el argumento del libro. La empatía, dice el libro, es una producción humana que podría datarse a finales del siglo XVIII, tras la instauración del subjetivismo moderno. Siendo así, nuestra consideración empática del dolor animal no asegura la comprensión del sufriente, sino que confirma la construcción por la que operamos nuestra conceptualización del dolor ajeno. Obviamente, leer una idea semejante hace que la escritora vea cuestionada su mundanidad literaria. ¿Acaso no es el escritor quien produce un artificio para operar las subjetividades? ¿Conoce el novelista a los sujetos que crea? ¿Cervantes podría ser empático con Alonso, Flaubert con Emma o Mann con Hans? ¿Y qué de Coetzee con Costello pensando sobre esto? ¿Y el lector? ¿Leer es ser operado por el artificio literario para operar las subjetividades dispuestas por el productor del artificio? ¿Acaso para ser lector se requiere que un gran novelista produzca en nosotros su artificio? ¿Podemos leer algo no ordenado por un gran autor? ¿El lector es una producción humana? Costello aprende en el libro que la salida al abismo de la producción moderna se encuentra en la angelología de Santo Tomás de Aquino, quien podía comprender la superioridad del hombre sobre las bestias por la inteligencia, tanto como la inferioridad de la intelección humana respecto a la inteligencia angélica. La jerarquía bestia<hombre<ángel no se funda en ningún principio empático, ni en producción alguna, sino en la comprensión de lo real y el reconocimiento de la propia labor especulativa. Costello reconoce ahí una lección de modestia. Coetzee no nos dice lo que de ello piensa el hijo. ¿Lo sabe el lector, o al leer esto no sabe ya ni en qué piensa?

         El último apartado del último capítulo es el único donde el hijo no aparece leyendo, sino solamente conversando telefónicamente con su madre. Ella comenta dos cosas. Primero, que algo le pasa, pues padece olvidos y ya no puede completar sus escritos. Ella explica al hijo que eso es natural: siendo material el cerebro habrá un desgaste inevitable. Explicación suficiente para el hijo; ingenioso artificio por el que la escritora oculta el asunto principal y cambia de tema. Segundo, que vio por televisión un documental sobre la administración industrial de los pollos. La televisión opera como el matadero de cristal, aunque no al centro de la ciudad, sino de la casa; es un matadero que ya no perturba, sino que confirma la seguridad del progreso y su moralidad. Costello, en cambio, con su mundanidad literaria construye el artificio por el que se podría volver a la plegaria. Costello, la perturbadora, escribe para que imaginemos las otras mentes. El artificio literario podría mostrarnos la crueldad del cristalino matadero que se nos ha vuelto la moral. Una obra maestra como Siete cuentos morales es el camino por el que Coetzee nos ayuda a pensar el artificio de la mendacidad. Nada más.

Námaste Heptákis

 

Escenas del terruño. 1. El sábado pasado, el presidente declaró que ya no se pertenece pues es del Pueblo. El doctor Lorenzo Meyer escribió el pasado domingo que el presidente es comparable a Hércules. El culiatornillado Porfirio Muñoz Ledo declaró el lunes que el presidente es un iluminado. El martes, José Blanco celebró que tenemos un presidente en servicio de los humanos, primero de los pobres. Y así… 2. Ante los familiares de los normalistas de Ayotzinapa, el presidente pontificó: la verdad es revolucionaria, la mentira es reaccionaria y del diablo. 3. Saldo de la primera semana: tres periodistas perdieron su espacio en radio (Eduardo Ruiz-Healy, Carlos Loret de Mola y Ana Francisca Vega). ¿Cuándo será la marcha sobre Reforma para denunciar la censura? Ah, claro, la indignación es selectiva y vivimos nuevos tiempos. 4. Christopher Domínguez Michael ha escrito la mejor crítica sobre la posible designación del nuevo director del Fondo de Cultura Económica.

Coletilla. José Antonio Aguilar Rivera da cuenta de un milagro académico: tesis de maestría de un político mexicano que creció milagrosamente y fue publicada como libro con elogios y bendiciones por la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Usted, compatriota, financió un plagio.

El artificio de la perfidia

El artificio de la perfidia

 

Siete cuentos morales es una obra maestra. El sexto de sus capítulos, intitulado “Mentiras”, exhibe en la acción y la palabra el problema de la integridad. Integridad problemática en la acción humana. Integridad problemática en las palabras de los hombres. Problema de la integridad desde la forma misma del capítulo. Coetzee integra perfectamente la imposibilidad de la integridad exhibiendo el artificio de la perfidia.

         “Mentiras” se compone de tres partes. La sección central es un diálogo, los flancos son cartas. Los personajes del diálogo son Elizabeth Costello y su hijo. El remitente de las cartas es el hijo de la novelista australiana y el destinatario es la esposa del hijo. El diálogo es el tema de ambas cartas. El diálogo alimenta las cartas; por las cartas entendemos el diálogo. La comprensión integral del capítulo depende de lo silenciado en las tres secciones. Si hay integridad, silenciar debe ser posible.

         La primera carta nos informa que el hijo visitó a la afamada escritora en su choza española tras una caída que deterioró la salud de la anciana. Por el hijo sabemos del estado de salud de la Costello, de la genuina intención de su visita y de su disposición ante la madre y la esposa. Respecto a la madre, el hijo ha de operar tácticamente para plantearle la necesidad de internarse en una institución en que administren su vejez; el hijo sabe que para salvar la integridad de su madre necesita mentirle. Respecto a su esposa, el hijo ha de presentar la gravedad de la situación de su madre, al tiempo que ha de disimular lo central de la situación. ¿Por qué disimular ante la esposa? Quien coincide con el hijo y la esposa en la necesidad de administrar la vida no reconoce con facilidad el segundo disimulo: acepta la táctica ante la Costello, pero le desconcierta la táctica ante la esposa. ¿Por qué? Lo que el hijo oculta a la esposa es la presencia de los gatos en la choza española. El hijo le miente a su esposa y cubre su mentira con una referencia que, según espera, ocultará la omisión: pregunta si acaso Penélope no tenía una cama similar a la de Elizabeth Costello. La esposa de Odiseo espera en la castidad; Costello pasa sus días alejada de sus libros. En la carta, los gatos son sustituidos por los libros; la erudición suplanta a las ideas: Costello ya no puede tejer y destejer. Y la esposa, aficionada a la erudición filosófica, verá con buenos ojos la castidad intelectual a la que Costello se ha visto obligada. Para el moralista, la privación de la locura por las ideas preserva la integridad. El moralista es un realista que reconviene a los idealistas a una casta integridad. Odiseo siempre será inmoral.

         La parte dramática del capítulo presenta dos momentos en que la estrategia del hijo llega a su límite, ambos relacionados con la muerte de Costello. En el primer momento, en la preparación de la propuesta para administrar la vida, el hijo pide a la madre considerar qué hubiese pasado si tras su caída no hubiera recibido atención médica. Para el hijo, la situación límite es la falta de previsión; para la madre, la situación límite es la muerte. La incapacidad para prevenir es situación límite de quien confía en su propio poder. La muerte, por su parte, es límite no por la ausencia de poder, sino de vida. ¿En verdad podemos administrar la vida? El segundo momento, tras presentar la propuesta, se da como respuesta a los argumentos del hijo contra la terquedad de la madre. El hijo quiere presentar la gravedad de la situación de la madre, pero sin mencionar la muerte. La madre ataja: quiere la verdad sin rodeos. La muerte nunca es la verdad sin rodeos. Sólo para el realista la muerte es mera muerte. Quien cuida las ideas sabe que la muerte ataja a los hombres y que por ello el cuidado se describe con el rodeo de la preparación para la muerte. El hijo, como el realista, como el moralista, desespera por el absurdo de la madre. La perfidia es desesperación de la integridad.

         En la segunda carta, la perfidia se evita con la promesa de la integridad. El hijo escribe nuevamente a su esposa. Le cuenta la discusión con su madre, le comunica su exasperación, su sorpresa ante la verdad sin rodeos. En la carta leemos lo que el hijo no se atrevió a decir a su madre. En la carta leemos la súplica del hijo para que la esposa se comprometa con él: en su momento, allá en el futuro, no se mentirán y se dirán la verdad sin rodeos. La integridad será garante de la promesa. La promesa del realista disipa el terror de la soledad. La integridad produce la apariencia de que nunca más será posible la mentira. La integridad produce la apariencia de una comunidad segura. La comunidad del realista, perfectamente moral, es segura, pues es el triunfo de la administración en un mundo sin ideas. ¿Para qué vivir enamorado poniendo en riesgo la integridad? A veces la moral se presenta como un triunfo sobre la perfidia. A veces la peor perfidia es la integridad.

 

Námaste Heptákis

 

Escenas del terruño. 1. ¡Ah, los profes! Dicen los señores del Observatorio Filosófico de México, en carta publicada ayer en La Jornada, que la estrategia contra la inseguridad se ha de complementar con la enseñanza de la filosofía. Así, junto a la militarización, se ha de enseñar filosofía desde preescolar hasta la vejez escolarizada. Según los profes, la filosofía combate la inseguridad, la corrupción, la ignorancia y la enajenación. Obvio, el anuncio se acompaña de una carta dirigida al nuevo sátrapa: los profes quieren chamba. 2. Pues sí, se modificó la ley para que Paco Ignacio Taibo II pueda dirigir el Fondo de Cultura Económica. Las fuerzas progres se dieron cuenta que la ley era discriminatoria. Curioso: la ley se propuso originalmente por las fuerzas progresistas que, tras el exilio español, quisieron garantizar que los altos puestos quedaran en manos nacionales. Qué curioso, cuando lo progresista fue bloquear a los maestros españoles nacionalizados mexicanos se promulgó una ley discriminatoria; cuando lo progresista es promover a un español nacionalizado mexicano, se modificó la ley. Pura vacilada, pues. 3. Gabriel Zaid explica los problemas del programa editorial que planea el nuevo régimen.

Coletilla. Fernando García Ramírez ha visto el futuro.

El artificio de la indignidad

El artificio de la indignidad

 

Siete cuentos morales es una obra maestra. El quinto de sus capítulos se intitula «La anciana y los gatos», y narra los tres días de visita del hijo de Elizabeth Costello a la choza española en que fue a vivir la novelista australiana. La choza se encuentra en un pueblo de la meseta castellana, pueblo pequeño y pobre; la choza es pequeña y pobre. Costello vive de manera pequeña y pobre. La novelista come alubias, alimenta gatos salvajes y cuida a un hombre diagnosticado con un mal mental y acusado de exhibicionismo. Para el visitante, el juicio es claro y la condición evidente: la Costello vive indignamente. ¿Acaso el lector podría diferir del juicio del visitante? Precisamente, en ello se encuentra la maestría de John Maxwell Coetzee.

         «La anciana y los gatos» recuerda deliberadamente a «El perro», primer capítulo de Siete cuentos morales. En el capítulo quinto vuelven a aparecer los animales, preocupación central de Costello y tema del primer capítulo. Los capítulos primero y quinto presentan a los animales en correspondencia: el primer capítulo presenta al animal encerrado en casa, ladrando hacia la calle; el capítulo quinto presenta al animal dentro de casa, huyendo de la calle. El capítulo primero va de lo externo a lo interno; el quinto se desenvuelve plenamente en el interior. La exterioridad del capítulo primero es el discurso interno de la dignidad moderna. La exterioridad del quinto capítulo sólo puede ser sospechada como el entramado normativo y reglamentario de la dignidad moderna. La interioridad del primer capítulo es la alegoría coetzeana del alma humana; el capítulo quinto es una vuelta a la alegoría. En ambos capítulos el alma humana es una casa habitada por animales que perturban el entorno, un anciano sentado a la mesa y una anciana que toma la voz por todos. Difieren, evidentemente, en que no es lo mismo un perro que varios gatos salvajes, o un anciano frente a un tazón que un anciano frente a recortes de periódico, ni la anciana carente de ánimo es semejante a la siempre perturbadora Elizabeth Costello. En «El perro», el paso de la exterioridad a la interioridad se opera por la presencia de San Agustín; en «La anciana y los gatos» la diferencia entre interioridad y exterioridad se exhibe por la presencia de Juan Pablo II. En el primer capítulo por San Agustín se muestra que el erotismo distorsiona la dignidad; en el capítulo quinto por Juan Pablo II se muestra que la dignidad desfigura la piedad. En la alegoría del alma del capítulo cinco el lector podría reconocer el principal obstáculo para encontrar la relación entre piedad y erotismo: la dignidad.

         La choza castellana de Elizabeth Costello es una imagen del alma. Es choza porque fue construida para el tiempo de una vida, sin intención de sobrevivir monumental en los tiempos futuros; el alma humana es una cosa pequeña y pobre. Es castellana porque el español es la lengua con la que Coetzee habla de las ideas (por ello en La infancia de Jesús [2013] David y Simón llegan a una tierra desconocida en que se habla español; por ello, el español aparece en la danza de los números de Los días de Jesús en la escuela [2016]; el español es la lengua del platonismo coetzeano). La choza castellana es el lugar en que Elizabeth Costello cuida de los gatos salvajes y de Pablo. Los gatos salvajes, se entera el lector, adquirieron su condición por la indolencia de los habitantes del pueblo. La actitud de los hombres hacia los gatos ha sido tal que los animales ven en los hombres a sus enemigos, por lo que les temen. La Costello, viendo la situación, decidió cuidar de los gatos, pues su cuidado es el cuidado de la vida, el cuidado del alma. Al hijo, como al hombre del pueblo, como al hombre moderno, le parece insensata la actitud de Costello: cuidar a los gatos la pone en hostilidad hacia sus vecinos. Mejor sería, supone el hijo, poner una solución al problema de los gatos: castrarlos y cuidarlos hasta que naturalmente dejen de ser un problema. Lo sensato sería, supone el hijo, administrar la vida. La administración de la vida, empero, no es el cuidado del alma. La administración de la vida no puede ser erótica, no podría ver en el gato un símbolo erótico (que quedó inmortalizado, por cierto, en El gato de Juan García Ponce). Afirma Costello: “Me estoy preparando para el próximo movimiento. El último. Me estoy acostumbrando a vivir en compañía de seres cuyo modo de ser es diferente del mío, más diferente de lo que el intelecto humano podrá comprender jamás”. Cuidar el alma, cuidar la vida, es una preparación para la muerte. Los gatos salvajes son las ideas que permiten el pensamiento al alma humana (cf. Platón, Fedón, 61b-62e). Los gatos son las ideas, por ello no tienen rostro, no tienen carácter. El hombre que supone solucionar las ideas es un hombre que espera demasiado. La vida no es una opción, por ello su solución no es práctica; la vida es dón, apertura a la teoría.

         Pablo, el hombre al que junto a los gatos cuida Costello, es un misterio tanto para el hijo como para el lector. No es misterio para los hombres del pueblo: es un enfermo mental y un criminal sexual. De hecho, cuando el hijo lo ve sentado a la mesa viendo recortes de periódico supone que mira fotos de mujeres desnudas. Pablo, en cambio, le muestra que ve fotos de Juan Pablo II. Ante el misterio, el hijo razona: ¿acaso no sabe que el papa polaco murió? Si la superioridad del juicio moral no es suficiente para acotar el misterio, el hombre moderno busca la superioridad de la información que confunde con conocimiento. Precisamente dicha superioridad es la que contrasta con la preparación para la muerte de Elizabeth Costello: no importa de lo que uno se ha informado, sino de lo que uno ha visto por sí mismo (véase, si no, la primera palabra de Fedón). El ignorante Pablo es un ser muy distinto al hombre moderno: no conoce la actualidad del mundo, no valora la moralidad de los hombres, solo pasa su día en la admiración de Juan Pablo II. El moralista y conocedor tendrá abundantes recursos para desdeñar a Juan Pablo II; el sencillo Pablo no tiene recursos, sólo puede tener devoción por un hombre santo. ¿Por qué lo cuida Elizabeth Costello? Cuidar del hombre devoto es un asentimiento, como hacer caso al llamado de un sueño. Costello asiente a la vida cuidando a Pablo, al hombre marcado por la escasez del mundo moderno. Para el moderno lo pequeño y pobre no es erótico, sino algo escaso que merece solución. Para el moderno la vida no puede ser erótica. La Costello, quien va acostumbrándose a vivir entre ideas, ve que su vida, el final de su vida, sería distinto si acaso tuviese la devoción de Pablo. La indignidad que la Ilustración denuncia en los hombres de fe y que la Modernidad acusa en las ideas delata el artificio por el que nos es imposible ver la relación entre piedad y erotismo.

         El capítulo quinto termina con la partida del visitante. El hijo no se explica la actitud de la madre, la juzga insensata e indigna. A juicio del hijo, Elizabeth Costello se ha aislado del mundo y ha estropeado la posibilidad de vivir feliz el final de su vida. En su obra maestra, John Maxwell Coetzee nos muestra que el hombre moderno no puede comprender la aparente soledad de quien es feliz en el amor. Siete cuentos morales nos recuerda que un cierto modo de vida es incompatible con nuestras soluciones. Ni un libro salva al mundo, ni a la literatura, quizá ni siquiera a las ideas.

Námaste Heptákis

 

Coletiila. “No se trata de devaluación, sino de un deslizamiento” dijo ya saben quien. Al rato no nos extrañe si se presume responsable del timón pero ajeno a la tormenta.

El artificio de la seguridad

El artificio de la seguridad

 

Siete cuentos morales es una obra maestra. El capítulo central es una representación notable del arte de narrar y del problema del arte de narrar. Mediante el capítulo central, John Maxwell Coetzee esboza la dificultad en la recepción de su obra y apunta a la oportunidad actual del arte literario. La obra maestra guarda en su centro el secreto de la maestría.

         El título del capítulo central de Siete cuentos morales puede entenderse de varias maneras. Por un lado, como decide la traducción castellana, es la historia de “una mujer que envejece”. Aunque bien podría tratarse de un suceso presentado “como una mujer envejece”. O bien, por otro lado, puede ser el relato que descubre sentencioso que “así envejece una mujer”. Aparentemente se trata de un solo hecho y tres posibles interpretaciones. Aparentemente un narrador podría presentar la historia de una mujer que envejece, así como un poeta podría formar una alegoría como una mujer envejece, o un escritor podría señalar como ejemplo idóneo que así envejece una mujer. Pero engaña la simplicidad de las apariencias: ¿vale contar una historia si no es ejemplar?, ¿alguna ejemplaridad humana nos es accesible sin narración? Y la vejez, ¿puede ser un simple hecho? ¿Acaso para nuestros contemporáneos la vejez no es siempre una interpretación? En su narración central, Coetzee muestra el artificio desde el que interpretamos la vejez y por la alegoría que es Elizabeth Costello nos permite reconocer ―quizá por primera vez― la proximidad de la inoportunidad necesaria. En nuestra vejez, la literatura ya no será oportuna: seremos como los últimos hombres, pero sin necesidad de inventar la felicidad. Nuestra vejez será un lúgubre parpadeo.

         La estructura del capítulo cuarto contrasta la seguridad de las partes compensadas con el vértigo de la ausencia de centro. O para fingir claridad: las cuatro partes del relato se agrupan en dos pares de mitades. Desde una perspectiva, partes primera y cuarta corresponden a la conversación entre la Costello y su hijo, en tanto segunda y tercera presentan las actividades de Costello al visitar a su hija. O bien, desde otra perspectiva, partes uno y dos como meditación contrapuesta sobre las palabras, y partes tres y cuatro como contraposición meditada sobre la acción precavida. ¿Qué da unidad al todo? Lo no escrito, lo ausente: el misterio sobre lo que Elizabeth Costello, la mujer que envejece, realmente quiere. El misterio de Costello, su lugar en nuestro mundo, es la alegoría coetzeana sobre la oportunidad de la literatura en nuestro tiempo. La seguridad es el artificio por el que queremos forzar la permanencia de Costello, de la literatura, de nuestros viejos.

         Los hijos de la historia, como los hijos de nuestro tiempo, quieren prever el futuro de su madre, asegurarlo. Ante la mujer que envejece quieren disponer de sus medios para evitar complicaciones, sesgar la enfermedad y civilizar la muerte. Que no es correcto que una anciana viva sola, pues algo podría pasarle y debe haber alguien para ayudar… ayudarle a ponerse en manos del especialista que haga digna su muerte. Que no es correcto que una anciana muera sola y lejos de su familia, pues para eso están los hijos, para acompañarla en el último trance… acompañarla y decidir por ella, disponer ordenadamente de los despojos. La muerte, piensan los hijos, no debe imponer el desorden. Sabemos demasiado sobre la vida, suponen, como para no entender qué hacer con la muerte. Biologizada la vejez, la muerte es un momento más de los movimientos que constituyen el fenómeno vital. La muerte digna, deberían concluir, es la aniquilación ordenada, la solución final al problema de la vida: pase usted, tome un número, le registraremos una cita, no vaya a ser que su muerte provoque un desastre en nuestra apretada agenda… El progreso hace a la vejez administrable; la seguridad es la ilusión de nuestra capacidad para planear la muerte.

         Elizabeth Costello promete a sus hijos que considerará sus propuestas de administración de la vejez, pero les advierte que, como supondrían con facilidad, no es probable que las acepte. Costello sabe que su convicción, el lugar en que se fundan sus decisiones, es vieja, anticuada. Costello experimenta su vejez como el reconocimiento de la inoportunidad de sus palabras. Costello es vieja porque cree en las palabras. La juventud de nuestro mundo ha de renunciar al logos; la seguridad que buscamos no es discutible, sino razón de fuerza mayor. La seguridad es el consuelo de quien renunció al amor y a las palabras, de quien ya es solo solitario, de quien ya solo puede renunciar a la vida. La seguridad es un consuelo que parece razonable.

         En la primera conversación con el hijo, la novelista señala preocupada que en nuestros tiempos ya no cuidamos las palabras, que hablamos indolentemente, desaliñando las palabras y deformando nuestras almas. En la parte siguiente, Costello señala preocupada a su hija que en nuestros tiempos no apreciamos el silencio, que no le damos oportunidad y saturamos nuestros momentos con plática insustancial y frívola, habladuría de almas deformes e ideologías anodinas. La parte siguiente del relato es posterior a la ausencia, al silencioso centro coetzeano. Ahí la novelista confía a sus hijos que está escribiendo cuentos y les refiere uno. A juicio de ellos, el relato está incompleto pues no resuelve nada, ni muestra con seguridad lo que va a pasar. La escritora ironiza: por eso no pide opinión previa de sus creaciones. Los hijos afirman que frente al mundo, ellos están del lado de Costello; los hijos no sólo quieren cuidarla, sino que creen que su juicio podría orientar el vetusto arte de su madre hacia lo que ahora es un buen relato. La oportunidad única de la literatura en el futuro será la seguridad normada por los despreciadores del silencio y los vilipendiadores de la palabra. En la parte final del capítulo, madre e hijo conversando, queda claro que la comprensión es imposible: nuestro mundo ya no es hospitalario para Costello. ¿Acaso lo es para la literatura?

         El capítulo central de Siete cuentos morales concluye con la apreciación del hijo sobre lo insensato de su madre y la confirmación de lo correcto del afán moderno de seguridad. John Maxwell Coetzee no se hace ilusiones: ni un libro salva al mundo, ni su obra maestra asegurará el futuro a la literatura. Porque Coetzee escribe, la Costello sigue siendo misterio. ¿Cuánto tiempo más alguien podrá recordarnos el misterio?

Námaste Heptákis

 

Escenas del terruño. ¿Quién organizó la consulta ciudadana? ¿Dónde está el registro de los funcionarios de casilla? ¿A quién dieron sus datos los mexicanos? ¿Y quién protegerá esos datos? El viejo PRI pedía copias de la credencial para votar. La Cuarta Transformación digitalizó las viejas prácticas.

Coletilla. Ya es bastante con la invención de que el día de muertos tiene raíces prehispánicas, pues en realidad fue un intento paganizante del gobierno de Lázaro Cárdenas (véase la investigación que ha desarrollado Elsa Malvido). Ahora, las televisoras nos salen con que el desfile de catrinas por el día de muertos es una gran tradición. ¿Ya se olvidó que el desfile fue inventado para una película hace tres años?

El artificio de la autoestima

El artificio de la autoestima

 

Siete cuentos morales es una obra maestra. El tercero de sus capítulos se intitula “Vanidad” y puede ser un reflejo en que se reconozca la vanidad lectora. John Maxwell Coetzee construye en “Vanidad” un apacible espejo de agua en que pueden reconocerse distintos rostros. La piedra que rebota, la amenaza de tormenta y la sequía son los horizontes de la imagen, los modos en que la autoestima moderna se reconocerá vanidosa.

         La historia narrada en el tercer capítulo es sencilla: una familia se reúne en torno a la madre para celebrar su cumpleaños 65. Al ser recibidos, los hijos, los nietos y la nuera se encuentran con que, por primera vez, la madre se ha arreglado el peinado, teñido el cabello y maquillado el rostro. Los niños no pueden fingir el desconcierto; los adultos intentan varias formas de fingimiento. El lector no sabe cómo termina la celebración, pero el autor nos deja con al menos tres posibilidades de pensar más allá del cuento (¿o tres posibilidades de fingimiento?).

         La segunda mitad de la historia se centra en la diferencia entre el hijo y la nuera sobre la nueva actitud de la madre. Él, acostumbrado a lo estrafalario de su madre, se extraña por el cambio y se apega a fingir la normalidad de no notarlo. Ella, que no suele considerar tolerables las ocurrencias de la suegra, sentencia segura la catástrofe que seguirá al cambio. La suegra ha modificado su aspecto porque quisiera ser vista con deseo nuevamente. Ante la vejez, cabe amarse a sí mismo, cuidarse y arreglarse para ser amado por otro. La autoestima es el refugio de quien queriendo amar cosecha soledad. Es claro, piensa la nuera, que la mujer mayor resultará lastimada; es clara la amenaza de tormenta. Sin la suposición de la autoestima, todos coincidiríamos con el veredicto de la nuera. La autoestima es el modo en que nos ocultamos la superficialidad de nuestro erotismo. El moderno que no sabe amar ha de quererse mucho para no desesperar. La autoestima parece una confianza impermeable.

         La nuera, sin embargo, perturba la tranquilidad de la autoestima. La nuera es una piedra que rebota. ¿Quién es? Es una académica profesional, lectora de libros de filosofía, se llama Norma y es la nuera de la novelista Elizabeth Costello. No es accidental que Coetzee nos muestre la falsedad de la autoestima por medio de las palabras de un personaje que se define a sí mismo como intelectual. De hecho, considerando intelectualmente la autoestima, Norma tiene razón y la Costello ignora por insensata la proximidad de la tormenta. Mas la autoestima no se encuentra únicamente en la suegra: la intelectual cree conocer perfectamente el problema de Costello, se cree capaz de definirla y caracterizarla, cree que puede denunciar la autoestima ajena y que la propia pase desapercibida. ¿No es eso lo que también le pasa al lector de Coetzee que entiende el juicio de Norma y cree entender la superficialidad del erotismo moderno? Norma compara a Elizabeth con un personaje de Chejov. El lector culto es capaz de terminar la historia, que el autor deja deliberadamente incompleta, siguiendo la indicación chejoviana. Cierto, los personajes de Chejov suelen comportarse como Norma juzga el comportamiento de su suegra. Cierto, el lector de La dama del perrito podría tener en la mano la cartografía de Elizabeth Costello. Pero también es cierto que la suegra sabe que su nuera no la entiende, que no puede entenderla. Entre la académica y la novelista, aprendimos en la sección central de Elizabeth Costello, hay una diferencia importante sobre el pensamiento de René Descartes. Cartesiamente, Norma y Elizabeth son incomunicables. Asumir al otro como un personaje definido es posible por la autoestima intelectual de quien supone que nunca nos conocemos. El cartesianismo hace de eros un impulso y de la mímesis pasividad. La autoestima arroja al lago una piedra para medir las ondulaciones del mundo. Los otros, inaccesibles e incomprensibles, son caracterizaciones del propio impulso. La autoestima es el principio de la identidad.

         No por nada el problema de la identidad torna evidente en el tercer capítulo de Siete cuentos morales, pues es el primero donde aparece claramente Elizabeth Costello; aparición que en “Vanidad” queda innombrada y que será permanente el resto del libro. ¿Quién es Elizabeth Costello? ¿Por qué aparece? ¿Qué busca la estrafalaria novelista australiana? Enigma hasta el baconiano final de Elizabeth Costello; pregunta irresuelta en Hombre lento; titilar de una personalidad poderosa en Siete cuentos morales. El lector, desconcertado, podría simplemente admitir que conoce y reconoce a Costello, o bien que la novelista es claramente un misterio; cualquiera de ambas disposiciones nos abandona a la sequía. La suspensión del juicio sobre Elizabeth Costello también nos desampara. Definir o dejar indefinido al personaje coetzeano será producto de nuestra autoestima: nos asumimos lectores que ya saben lo que sabe Coetzee. La vanidad del lector, su autoestima, le impide reconocer la sabiduría del autor. El buen lector ha de evitar el fingimiento ante la extrañeza por la nueva imagen de Costello. La sabiduría del autor nos hace deseable la mirada a la novelista. Si John Maxwell Coetzee es sabio, el lector encontrará en “Vanidad” la oportunidad de cuestionarse sus expectativas sobre el amor. “Vanidad” nos cuestiona sobre quién, cuándo y cómo amar; sobre cómo podríamos aspirar a ser amados; sobre la caracterización del resignado a la soledad. La siempre incómoda Elizabeth Costello irrumpe para enfrentarnos al amor y a la soledad. Coetzee logra exhibir a la autoestima como el ensalmo por el que ya no nos perturban ni la soledad ni el amor. Quizá la autoestima sea el espejo de nuestra vanidad.

Námaste Heptákis

 

Coletilla. Son tres las referencias a Descartes en la obra de Chejov, dos en narrativa, una en drama. Curioso lector, ¿aceptarías el reto de identificarlas?

El artificio de la integridad

El artificio de la integridad

 

Siete cuentos morales es una obra maestra. El segundo capítulo se intitula “Una historia”; así de impreciso, así de indeterminado. Una primera lectura no disminuye la imprecisión; la aumenta. La historia parece carente de inicio y fin, ni siquiera puede reconocerse un “nudo”. Cuando mucho parece que casi se acerca a un problema moral. O mejor dicho, “Una historia” nos presenta la latencia de un problema moral en el discurso interno de la protagonista. Ella es un ama de casa, con siete o diez años de casada, que engaña a su marido una o dos veces por semana y que se complace en la perfección de su situación: puede ser feliz teniendo un matrimonio, viviendo una aventura y no sintiendo culpa. No, ella no es una mujer liberada del estigma patriarcal. No, ella no vilipendia el matrimonio y su lugar eminente en el desarrollo personal. No, ella ni siquiera buscó el amorío en un arrebato de deseo o en el incendio de una pasión. Ella ve todo muy claramente: tiene un amante y un matrimonio, dos hombres que la desean y ella está dispuesta a que el amorío sobreviva lo posible y que el matrimonio se conserve hasta que la muerte los separe. La claridad dispensa la culpa.

         ¿Quién podría culparla? Evidentemente el lector, quien sin duda querría una historia completa. Evidentemente, también, al inculparla llevaríamos la historia más allá de la presentación del autor, supondríamos conocer a la acusada mejor de lo que historia nos permite conocerla, resolveríamos la vacilación de lo escrito. La claridad nos engañaría… quizá sin que el lector sienta culpa.

         Coetzee, empero, no deja al lector en el desamparo. El relato “Una historia” está tejido finamente con el cuento “La consumación del amor” de Robert Musil. Miremos el tejido. Una semejanza importante: en ambas historias la infidelidad parece beneficiar al matrimonio. Una diferencia central: la mujer de Musil experimenta estéticamente su entorno, pues posee una sensibilidad privilegiada; la mujer de Coetzee está ensimismada, que nada vea en el mundo le permite suponer que el mundo no la verá a ella. El amor como experiencia estética y el amor como ensimismamiento es la diferencia desde la que podemos pensar “Una historia”. La mujer de Musil, quizá sin culpa, se sabe vejada, sabe de la perversión de su gusto. La mujer de Coetzee, inmune a la culpa, carece de imaginación para el amor. Musil crea un personaje en que es posible el arrepentimiento; Coetzee crea un personaje que ha inventado la integridad.

         El cuento de Robert Musil es rico en sonidos y experiencias sonoras, por lo que cualquier transgresión rompe claramente el equilibrio armónico. Nunca presenta Musil la transgresión amorosa; el lector la adivina al escuchar la respiración agitada. El cuento de John Maxwell Coetzee, en contraste, sólo deja escuchar una voz y por la voz de la protagonista nos llega casi toda la historia. Al inicio del cuento, la voz de la protagonista impide escuchar el sonido del agua, su voz lo inunda todo; el lector reconoce en el soliloquio ensimismado la urgencia de controlarlo todo. La fragilidad del personaje musiliano exhibe la perversión del personaje coetzeano. En “Una historia”, la moral es refugio de los hombres perversos.

         El párrafo central del cuento de Coetzee es el único momento creativo de la protagonista. Ella imagina que si su amante fuese un pintor, ella posaría gustosa para propiciar un cuadro intitulado “Desnudo con máscara”. Ella, se dice a sí misma, no es una inmoral que por todos lados se jactaría de su aventura. Ella, se convence, es una mujer íntegra que protegerá su moral con la claridad de su pensamiento. Con toda claridad, separará su matrimonio y su amorío, su persona de su familia, su cuerpo de su amor… La integridad, piensa ella, es el principio moral por el que aquilatamos el placer. Coetzee consigue exhibir el modo en que la integridad se nos vuelve máscara.

         “Una historia” es el capítulo de Siete cuentos morales que debe leer el hombre experto en engañarse a sí mismo. En “Una historia”, los expertos del autoengaño reconocerán por qué a la negación de sí mismos oponen tanta moralidad. Esos hombres que ―a sabiendas de que se mienten a sí mismos― atesoran sus ratos de honestidad pública presumiendo su moralidad al aceptar que “no deberían ser así”, podrían reconocer ―al menos― que junto al amor quizá también han perdido la posibilidad del arrepentimiento.

Námaste Heptákis

 

Coletilla. Una vez más la guerrilla intelectual intenta enlodar el prestigio del poeta. Ángel Gilberto Adame aclara: Octavio Paz inició en 1967 su trámite de jubilación, por lo que su renuncia en 1968 fue verdadera. Claro, la propaganda seguirá diciendo que nuestro poeta mintió.