Nerón y Lisístrata

Entre planes para reformar al mundo conocido hasta entonces, y comedias representadas a la luz de un gran incendio, a Nerón se le escapaba la posibilidad de un buen gobierno.

¿Sería Lisístrata de Aristófanes alguna de sus obras predilectas? O quizá fue otra comedia la que lo movió a componer hirientes versos mientras su ciudad ardía sin tregua.

No sabemos lo que pasaba por la cabeza de este hombre que en Roma fue gobernante, posterior a un loco y otro que estuvo más o menos cuerdo.

Nerón, cual loco emperador sólo en la daga de su esclavo encontró consuelo una vez que vio que el teatro ardía realmente y no sólo por juego.

El emperador teatral fue amante de lo antiguo, de las comedias  en las que probablemente veía femeninas huelgas y otros inusuales movimientos, pero también lo era de lo moderno, como las ejecuciones sistemáticas que organizó para entretención de su pueblo.

Nerón desde el escenario se burlaba del pueblo entero quemándose y de las ejecuciones que en el poder lo sostuvieron, entre las víctimas estuvo su madre, a quien le debía el trono y quizá algo de respeto.

El emperador matricida, no contó con que su comedia levantaría a varios en su contra, que acabaría huyendo y señalando en su desvarío que junto con él moría un artista que jamás se tendría de nuevo.

¡Ay, en tantas cosas se equivocó Nerón!, que no se percataba de que su modo de estar en el mundo era parte de la condición humana, pues no es el único que insensible se burla del dolor mientras monta para sus gobernados un terrible drama.

Maigo.

Otredad

Lo doloroso de las burlas es que suelen ocurrir por defectos verdaderos. Y bien decía un sabio de lejanos tiempos que no hay encuentro más terrible que el que ocurre ante el espejo

Encontrarse consigo mismo no suele ser ni agradable ni placentero, pero cuando el espejo es la risa del otro, más doloroso es el encuentro.

Maigo

De risa loca y cascadas de llantos

Todos ríen y todos lloran. Nunca he conocido a una persona carente de afecciones. Por más que nos esforcemos, no podemos permanecer indiferentes al dolor y al placer. Algunos actores intentan ser ajenos a las características más humanas, pero nunca pueden deshumanizarse completamente. Observarlos sin desconfianza es imposible. La fuerza del dolor y de la alegría se remarcan si repasamos nuestro placer por los melodramas, obras de teatro y la literatura en general. Pese al placer que nos provocan en el alma las obras donde el actuar humano se ve en sus peculiaridades más interesantes, el placer por las representaciones cambia; cambiamos nosotros, pues cambian las escenas que nos hacen reír y llorar.

No soy un experto en tragedias griegas, ni mucho menos en comedias del reputado Aristófanes; tampoco soy un asiduo asistente a las obras de teatro; como la mayoría de las personas, me he educado viendo melodramas, telenovelas estelarizadas por irreales actores en situaciones casi irreales, casi tanto como he interpretado novelas. Por eso, si pregunto ¿por qué nos causan risa las situaciones incómodas, donde una caída, un accidente imprevisto que no provoca daños graves se desarrolla en todo su esplendor? No puedo ofrecer una gran respuesta, que muestre la diferencia entre un espectador de tragedias griegas en los tiempos de Sófocles y un fanáticos de telenovelas en los tiempos de Juan Osorio. Tal vez mi falta de experiencia literaria me impide percatarme de mi propio error. ¿Me excedo en perversidad al carcajearme por ver cómo una rata, tras ser pateada, va girando hasta golpear con toda su rateidad el rostro de una niña que no pudo esquivarla? Quizá no sea tan perverso, pues no me da risa el dolor de la mejilla que acarició el veloz y audaz roedor, sino lo inverosímil de la situación; el contraste entre lo que se espera que suceda un domingo de plaza y lo que pasó. ¿Cuántas veces un conejo gris va corriendo en medio de una plaza y una persona, para alejarla cuanto antes y ahorrarle el asco de verla a su acompañante, la patea cual balón de futbol? Tal vez me ría de eso, del pobre inocente que no previó que al disparar al primo incómodo de la ardilla inevitablemente golpearía incómodamente a una niña. Probablemente me ría del egoísmo del delantero mencionado. Aunque esto ya me suena a una exageración de risa loca. La mencionada escena no es como aquella en la que Marmeladova, en Crimen y Castigo, azota dos sartenes en plena calle, e insta a sus hijos a que la acompañen, como si estuvieran tocando música en un concierto, al enterarse de que ha muerto su esposo. Estoy seguro de que la escena de la rata voladora no involucra ninguna reflexión sobre lo risible como paliativo a nuestras desgracias, principalmente no creo que busque borrar nuestras distinciones entre lo cómico y lo trágico; esperaría que la situación descrita no tuviera una confusión de lo bueno y de lo malo.

De qué nos reímos no sólo expresa nuestra inteligencia, como dicen por ahí, sino que expresa y aclara nuestra noción del bien y del mal, de lo correcto y de lo incorrecto. De qué y cómo nos reímos prefigura cómo y de qué nos lamentamos. Comedia y tragedia muestran lo que nos importa en la vida; exhiben lo importante de la vida.

Yaddir

La vida como grulla

La vida como grulla

 

I was down and out
He looked at me to be the eyes of age
As he spoke right out

 

Es una opinión extendida que la unidad del arte poético posibilita la reunión de la comedia y la tragedia en las grandes obras. Y siempre es una opinión debatible cuáles sean esas grandes obras, o bajo qué definición ha de juzgarse aquello en que puede reconocerse la pretendida reunión. Si se toman simplonamente, por ejemplo, las definiciones aristotélicas de tragedia y comedia, pronto podría decirse que en cada obra se confirma la reunión, o que cualquier cosa es literatura. Y en diciéndolo pierde plenamente su sentido aquello de donde nace la opinión extendida. ¿A fin de qué sostener la reunión de lo distinto cuando tan arduo empeño exige la precisión de la diferencia, la claridad de la definición?

         Rondo por estos asuntos en el intento de explicarme una novela reciente, su éxito relativo y su dificultad particular. Ando rondando en torno de Esperando a Mister Bojangles de Olivier Bourdeaut.

         La primera novela de Bourdeaut ha sido recibida por el público relativamente bien. Sin ser un fenómeno mediático, ha logrado agradar a un público amplio. Sin ser la nueva gran novela, ha gustado a la crítica. Y mucho más interesante, sin ser una lectura sencilla, ha sido leída con demasiada facilidad. Así, por ejemplo, la mayoría de las reseñas falla al captar la unidad de la obra, ciñéndose inexplicablemente a las primeras páginas. O bien, perfila desarticuladamente el carácter de los personajes, simplificándolos, estatizándolos. O, finalmente, reducen la novela a un calificativo tan ridículo como sospechoso; ni el surrealismo es mero absurdo, ni toda excentricidad es exagerada.

         La novela se divide en tres partes. La primera es la jocosa descripción de una familia, su génesis y sus costumbres. La segunda va más allá del círculo familiar: junto con los profesionales aparece el ámbito público, la vitalidad aparece excesiva frente al orden del Estado, la diferencia torna anomalía, la disidencia aparece como sintomática enfermedad. Hacia la tercera parte el hogar es ya imposible, la vitalidad pasado y la soledad futuro. Las risas de la primera parte contrastan con la resignación y el desconcierto de la tercera. La comedia privada termina en tragedia interna cuando el Estado pone orden, cuando los profesionales determinan la moral pública. Tan sólo por la visión general de sus partes, Esperando a Mister Bojangles es una novela política.

         El título de la novela evoca una canción popular que encuentra su expresión más bella en la interpretación de Nina Simone. El personaje que baila en la canción es la visita esperada en los festivos bailes de los personajes de la novela. Mientras el baile y la música iluminan una celda de prisión en la versión original, aquí la vida ―ya luminosa por sí misma― quisiera no perder la luz ―preservar el constante amanecer― mientras se baila. La música del entrañable anciano de Mr. Bojangles añora el mundo externo. La música que espera la llegada del anciano en Esperando a Mister Bojangles quisiera conservar el mundo interno. La vieja canción nos conmueve porque nos da esperanza de un futuro promisorio. La nueva novela nos perturba porque anuncia que la alegría en que brota la esperanza siempre está al acecho de la destrucción. Olivier Bourdeaut alerta sobre la tristeza que nos inundará cuando sigamos esperando al viejo Bojangles en una nueva celda: la moral.

         No se trata de que Esperando a Mister Bojangles sea una novela inmoral, o un gajo romántico-revolucionario desprendido desde alguna trinchera. Sino que muestra que la vitalidad se agota cuando es imposible mentir. O para decirlo mejor: la alegría suspira cuando es imposible mentir bien. O para decirlo más correctamente: la vida pierde su sentido cuando la mentira sólo es un asunto moral. “Cuando la realidad sea aburrida y triste” ―se aconseja en la novela― “invéntese usted una buena historia y cuéntemela. Con lo bien que miente sería una pena no aprovecharlo”. Mas cuando sólo reina la moral, toda mentira es triste, la literatura vana y la tragedia clara. Viviremos una comedia mala.

 

Námaste Heptákis

Escenas del terruño. El lunes siguiente se cumplen 41 meses de la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa. No hay novedades en la investigación del caso. ¿Las habrá antes de la elección?

Coletilla. En una síntesis perfecta de nuestros tiempos, Jorge F. Hernández señala el hartazgo provocado por el ruido de la política y avizora la necesidad de buscar un horizonte lejano en que sea posible reconocer nuevamente lo importante.

Risas en la oscuridad

Risas en la oscuridad

De la comedia se dice ser espejo magno de la costumbre y la verdad sobre el hombre. Que sus alturas requieren de una mirada de mayor perspicacia que la que necesita el espíritu trágico. Es difícil explicar sensata y claramente esa observación. Lo cierto es una cosa: siempre se asocia la comedia con lo risible, por oposición visible a lo trágico, en donde todo es grave. Pero eso es apenas la periferia del problema, porque aunque lo cómico esté basado en lo risible y lo ridículo, habrá que distinguir entre la profundidad y lo llano en lo risible. Porque hay simplezas que esconden más de lo que parecen ostentar, y gracias ciertamente comunes que viven del género más sencillo del humor.

En un episodio del Quijote, Sancho Panza comete algo que a más de un lector puede mover a esa risa sencilla, que revela algo básico. En medio de la noche, sujetando la cabalgadura de su amo, el estómago lo traiciona y defeca justo al lado del más famoso caballero andante. La respuesta de don Quijote no es la risa, por verse tan cerca del acto desagradable, confirmado por obra de sus narices, considerándolo indignante en tanto ello descubre un descuido en la relación propia de amo y señor, no ya de cualquier relación. El inesperado suceso hace estallar la risa a quien no ha reparado ni en las razones de Don Quijote, sobre todo porque tal hecho desagradable no nos ocurre a nosotros; lo vemos como terceros.

Lo risible, que se alimenta de lo fortuito, brota siempre tanto del hecho como de la consideración del espectador. Pero no puede caer en simple subjetivismo. La carcajada que estalla aquí muestra algo sobre el espectador para lo que la escena misma fue hecha, cuidadosamente hecha. La melancolía y solemnidad del caballero junto a la rusticidad de una simple necesidad. Quizá la escena no provocaría lo mismo sin Don Quijote ahí. ¿Por qué es risible que la distancia que se debe guardar movido por un respeto haya sido rota por una urgencia así? ¿Consiste lo cómico sólo en que algo despierte risa así?

Creo que, en este caso, en esa mezcla que el pasaje sostiene entre la solemnidad y la simpleza por uno y otro lado está la clave. El ridículo surge así. Cuando la risa se esfuma, el regaño que da Don Quijote a Sancho es sentido como un acicate por habernos burlado de él, o como algo que le agrega leña a la hoguera de la hilaridad. Porque el respeto que le falta a Sancho, quien no ve inconveniente en liberar su deseo a oscuras y en un lugar remoto (como manda incluso la guía rústica de la necesidad), es muestra de algo muy humano. En ese espectáculo, si el ridículo persiste, lo hace junto a la seriedad. Porque quien sólo encuentra motivos para risa en el enojo de Don Quijote ha notado lo extravagante de su empresa. Pero, curiosamente, todo en él es extravagancia. Incluso su bien hablar es extravagancia, o eso le parece a todo quien lo escucha, mientras vaga en la incertidumbre por no atinar sobre su cordura o locura.

No pára todo en el atrevimiento de Sancho. Porque si él se sujetaba a su amo, era por temor y por deseo de impedir que desafiara a la suerte en medio de la noche, atreviéndose a afrentar lo desconocido. Junto a la lealtad y la precaución se nos presenta esa falta en la desigualdad pertinente. Esa mezcla es algo para lo que la tragedia no está facultada. La lealtad y la astucia pueden ser aún en quien no entiende de esas diferencias en la honra, para quien no puede retener el estómago. La honorabilidad de Don Quijote vive con la picardía de su siervo. Quien ve la falta de Sancho entiende que lo que funda la desigualdad en el trato; pero quien se ríe de ambos también puede verla, resultándole ridícula tal diferencia. El espejo de la costumbre y la naturaleza está en saber mezclar esa simplicidad y gravedad con que nos topamos siempre que hablamos de tales desigualdades. Quien exagera en el honor, fácilmente recurrirá a la tragedia: el drama de las almas aristócratas que se topan con la cruel fortuna; quien sólo ríe, burlado será por la discreción, impidiéndose el pensamiento de las diferencias virtuosas. Por ello las burlas a Don Quijote pueden ir mezcladas siempre de astucia y discreción, pero no necesariamente de buena voluntad.

Tacitus

Exageración y apología

La exageración es lo peor juzgado que hay entre los modos que tenemos de hablar. Desafortunadamente, estamos tan mal acostumbrados todos en el ejercicio de nuestra atención, en el cuidado que merecen los demás, que no nos fijamos en qué son las palabras de las personas con las que hablamos. Tomamos todo como nos da la gana y poco nos interesa si en algún punto hubo algún viso provechoso, o incluso una broma que quisiera mostrar algo de verdad sobre lo ridículo de nuestras costumbres. Nos pasa de largo todo sobre lo feísimo que tienen muchos de los rasgos de nuestra vida común y corriente, porque queremos a la fuerza violentar a la exageración y declararla lo mismo que la mentira. Nos ofendemos bien fácil y todavía con más facilidad andamos mentándole la madre a todo lo que se nos pone en frente; pero no aceptamos nunca estar diciendo nada de valor, si no lo encuadramos en la ceremoniosa presentación de la oficialidad. Es el pusilánime el más tranquilo de que nada sobresalte su sosiego de bruto medio dormido. Es él quien más se contenta de que nada más que la dura ciencia y los documentos de institutos reconocidos digan algo que pueda considerarse ‹digno›. Pero son dignos también el ruego encarnado, la reprobación vehemente, la burla acertadísima. La exageración es una exaltación, es énfasis. Es habla tan natural para el hombre como cantar. ¿Apoco cantar lo inventaron en algún pueblo milenario sobradamente sabio donde la tecnología de piedra y palo les permitió dar con esta apabullante invención del ingenio? ¡Claro que no! El canto y la exageración, cuanto el cuento y la mirada, comunican desde que hay quien se comunica. La exageración ayuda a resaltar en la vida cotidiana lo que tiene ella misma de extraordinario, y que de tanto pasar y pasarnos por encima ya se nos volvió ordinario. La exageración le da brillo a cosas que se volvieron opacas, o a veces al revés, a lo transparente lo obscurece para que nos demos con ello de frente. Lo vemos en las exclamaciones de las anécdotas, en las frases imposibles pero frecuentísimas y en los remedos que hacemos de los presonajes más denostables de nuestra vida pública. Cuando uno imita gestos y los exagera, apunta. El aspaviento muestra. Uno señala y casi grita con la imagen presentada. El que mira bien y ríe o se sorprende se da cuenta de qué es lo que la exageración quiere asentar, pero el que imita tiene que hacer el gesto más hondo, el manotazo más largo, para dar a percatar bien de qué es de lo que nos estamos burlando, o qué es esto importante con lo que uno debe darse de frente de una vez. Hay algo allí que es digno de ser visto, pero que dejamos pasar por no ponerle la atención que se merece. Si nos brincara en frente, entonces lo notaríamos. Las narizotas, dientes gigantescos y las cejas abundantes en los cartones de periódicos no hacen otra cosa que esto. Los rasgos remarcados, las situaciones hinchadas, o los discursos perversamente cínicos hacen otro tanto. Eso hacen los chistes que subrayan lo idiota que es uno, lo malvado que es otro, lo desagradables que son ambos. A veces uno mismo es eso con lo que se debe enfrentar al brotarle algo suyo en la exageración. Pero aún así, estos días estamos a la defensa contra la exageración todo el tiempo, como si fuera a hacernos daño como sociedad decir algo de más sobre éstos o de menos sobre aquellos. Queremos tenerlo todo bien medidito porque si no, no portamos la santa corrección de nuestro Laico Estado Soberano Democrático Tolerante e Incluyente. El sentido del humor no es una disposición para la diversión y la fiesta; es bien distinto, una condición en la rutina. ¿A dónde se nos va el sentido del humor? Horrorosa suerte de los que ya sólo pueden reírse de la sorpresa que causan las leperadas, porque ya no miran nada más que el pasmo cuando les sacan un susto. Esta moda sólo acusa seriedad en una cosa y al resto nombra mentira sin valor, donde apretuja al insulto, al denuesto, a la reprobación, etcétera. Esta moda, de llamar a todo con nombres falsos que duelen poquito y de hacer declaraciones que mejor no dicen nada, y de no exagerar nunca para que todo en el mundo del discurso sea tan plano como la perspectiva de nuestra política, no hace más que secar la expresión. Nos seca y debilita. Nos agolpa el pensamiento. Por más liberales que nos queramos sentir, si perdemos toda capacidad para subir el volumen de lo que vale decirse, para llamar la atención sobre nuestros prejuicios –los horrorosos tanto como los brutos–, para delatar con fulgor lo que importa recordar, y para desternillarnos por las estupideces más profundas –dignas de asombro y descrédito– de las que somos capaces en este país preñado de portentos de la ineptitud humana; si perdemos eso, más nos valdría ser bueyes de ojos reflejantes y mente inconmovible; ¡o peor!, más nos valdría ser piedras perdidas, para el valor que tendrá entonces la vida como capitalistas liberales y progresistas.

La vida trágica de Midas

«Aunque puede ser difícil de creer, la respuesta se encuentra en una vieja leyenda:
la leyenda del rey Midas y el sabio sátiro Sileno, fiel acompañante de Dionisos».

Nietzsche, El nacimiento de la tragedia

Después de días en el bosque, los hombres del rey por fin le trajeron noticias del camino hacia la casa del eremita, una criatura innaturalmente anciana que, según se decía, desde tiempos sin cuento vivía allí escondida. Por supuesto, el monarca fue a verlo apenas amaneció el siguiente día. Los recibió el muy viejo, con la sencillez del que ha perdido toda paciencia para las charadas de la etiqueta. El rey, preocupado tanto que había olvidado hasta el gusto por el alimento y por el tacto del viento, con la cabeza nublada por graves pensamientos, no demoró tampoco en fórmulas de cortesía para hacer la pregunta: «dime, eremita, ¿qué es lo mejor, lo más preferible de todo?». El ermitaño se rió de él y respondió entonces: «ay, pobre hombre, hijo de hombres y del sol. Lo que tú preguntas para mí es imposible decírtelo, pero lo contrario fácilmente te lo contestaré, aunque no necesitarías escucharlo de mí. Lo segundo peor para ti y los tuyos es ya inevitable, a saber, haber escuchado al Sileno. Pero lo peor de todo, si quieres saberlo, es una vez habiéndolo escuchado, haberle creído».