Consumo a la Medida

Hay quienes dicen que un servicio de entretenimiento por internet, como Netflix, es el futuro de la televisión. Bien podría ser así, y aunque no haya modo de saberlo por seguro, parece probable que una forma semejante sea la predominante en el modo en el que se vaya a dar el entretenimiento televisado. La primera y más obvia ventaja que tiene sobre la televisión común y corriente (por cable o antena, digamos) es que ahora uno puede elegir de entre una copiosa colección de material lo que prefiera ver a la hora que más le convenga; y puede hacerlo regresando, pausando, subtitulando a voluntad y sin anuncios comerciales.

La segunda comodidad que ofrece es más interesante: la personalización de la programación, cosa que se ha vuelto posible por el constante monitoreo de cada movimiento de cada uno de sus clientes. Recién se puso a la disposición de sus usuarios una serie que fue producida originalmente para Netflix, no hecha aparte y contratada por ellos, sino directamente para ser vista con este servicio. El plan con el que la configuraron podría ser la envidia de los sastres, porque se sirvieron de una base de datos que recogía estadísticas relevantes sobre lo que la mayoría prefería usando su servicio, luego sólo notaron qué actor solía ser más visto, las películas de cuál director, qué tipo de programa (serie, película, telenovela o qué), y todas esas cosas, y después de imaginar cómo sería su monstruo de Frankenstein perfecto hecho de cada una de estas cosas, hicieron el mejor esfuerzo por unirlas. Contrataron, pues, a tal director, a tal actor, hicieron su serie de intriga política y fue un éxito instantáneo.

En realidad, este plan no es nuevo en el fondo, porque los estudios de rating y cosas por el estilo tienen exactamente el mismo objetivo y han existido por mucho tiempo. Lo que tiene de novedoso es el grado de especialización que le da a los productores de entretenimiento, acrecentando muchísimo qué tanta confianza se puede tener en que se le entregará satisfactoriamente a un cliente un producto de su agrado, manteniéndolo el tiempo que sea esperando más y más. Y además, como cada quien elige qué ver cuándo, no es necesario que la compañía de entretenimiento elija priorizar sus horarios para que la mayoría de los clientes se vea satisfecha, sacrificando a la minoría; sino que se puede enfocar en cada sector que determine de sus usuarios y, en teoría, satisfacerlos a todos a la vez.

Ya veremos qué ocurre con este cambio en el modo en el que nos entretenemos; pero una cosa me parece cierta: aunque nos puedan dar lo que deseamos, la mayoría de las veces no sabemos qué necesitamos (de lo contrario todos viviríamos felices sin nada más que aprender). Se puede decir que nuestros deseos son signos de lo que mejor nos parece, porque es común apreciar lo deseable para nosotros como lo bueno; y como espectadores de estos programas, nos gustan los protagonistas y sus acciones y nos disgustan sus obstáculos de manera que todo el tiempo vivimos nuestros deseos. Con eso nos vamos habituando a ellos, o acrecentándolos, o hasta cambiándolos. Menospreciar el poder de las obras dramáticas (de las cuáles mayormente se compone la televisión), sean de baja o de alta calidad, es tan peligroso como ser el bebedor que cree que no se puede emborrachar. Quizás más, porque suele ocurrir que quien se acostumbra a ver cierto tipo de acciones se acostumbra también a esas acciones, muchas veces sin quererlo así. El hecho de que sea tan pobre y nefasta la programación de televisión abierta en nuestro país es un indicador de la poca preocupación por esto (pues casi nadie piensa que la televisión lo cambie en lo más mínimo), y ahora que el entretenimiento parece propenso a aumentar esta condición de darle a cada quién lo que pide, es probable que el panorama se vuelva más aciago. Es más, habrá quizás que añadirle al problema que los extremos de la comodidad suelen traer consigo: la propensión al capricho y la indisciplina. Los productores nos tomarán la medida sin que nos demos cuenta y luego nos despacharán agradándonos cuanto quieran (y cuanto queremos). No parece mala idea que tengamos el máximo cuidado con esto, para que estemos bien pendientes de nosotros y de lo que nos ocurre mientras se hace habitual la sensación de que podemos tener lo que más queremos en el instante en que se nos ocurra que lo queremos, sin problema alguno.

Regalo del Cielo

Su señor le respondió: siervo malo y perezoso,
sabías que yo cosecho donde no sembré y recojo donde no esparcí;
debías, pues, haber entregado mi dinero a los banqueros,
y así, al volver yo, habría cobrado lo mío con los intereses.

Mateo, 25, 14 – 30

Hoy conocí a uno de los tipos más raros que he visto jamás. El señor Gustavo Tavares ha de tener unos 50 años, poco más o menos, y está completamente convencido de la existencia de Dios por una de las razones menos recurridas. En mi experiencia (seguramente muy corta), hay muchos creyentes de Dios porque están seguros de sus bendiciones y otros muchos desprovistos de fe que, por mala fortuna, han sobrellevado tragedias que los han convencido de la imposibilidad de una voluntad superior que los maltrate tanto. Este hombre, sin embargo, es de los poquitos que combinan la ferviente fe con la mala suerte: está convencido de que Dios lo mira en el Cielo porque le demostró que se decepcionó. Qué profundo parece el problema, ¿no? ¡Pues no!: Dios se decepcionó de Gustavo Tavares, cuenta él, porque no se compró en la tienda lo que Él quería, hace como treinta años.

Resulta que un día caminaba el joven Gustavo por la calle y en el suelo se encontró nada menos que $10.50, dos monedas de cinco pesos y la otra de cincuenta centavos. “¡El Cielo me lo ha mandado!”, pensó sobre su reluciente dinero, y lo tomó. Considerando lo que se compraría continuó la marcha, calculando en cuánto se cifraba cada uno de sus antojos. La gran coincidencia de ese día tiene varios pasos, y el segundo (después de las tres monedas halladas (o perdidas, depende de la perspectiva)) sólo se comprende sabiendo que todos los Lunes como aquél el camión que vendía los garrafones de agua llegaba a casa de Gustavo a eso de las 15:00; pero solamente ese día por alguna causa oculta, llegó mucho más temprano, como a las 12:00, dice el maltrecho señor Tavares. Mientras el hombre de los garrafones se encontraba con una casa sola sin nadie respondiendo al timbre, Gustavo marchaba hacia la tienda -que, dicho de paso, era espantosamente cara-. Se había decidido por fin por unas frituras que costaban eso, diez cincuenta, cuando en su camino se le cruzó la nueva y recién estrenada máquina expendedora de comida chatarra que le hacía competencia a los carérrimos tenderos (este es el tercer paso de la coincidencia), y, en sus propias palabras: “la tentación venció”. Se compró las mismas frituras que le hubieran salido en sus tres monedas gastando sólo ocho pesos. Y eso le ahorró unos buenos cinco o siete minutos, suficientes para encontrarse al del agua en su camión cuando subía por la calle sintiéndose derrotado y sin haber vendido su garrafón.

“¡Qué buena suerte!”, pensó Gustavo Tavares, pues según cuenta confundió en ese momento los designios de Dios, y supuso que la máquina expendedora le había permitido perfectamente coincidir además con el que le vendería su garrafón de agua aunque hubiera estado atípicamente tan temprano. Regresaron juntos a su casa él y el camión con la fresca agua. Y ésa fue su perdición. Compró los galones, y al cargar la pesadísima damajuana de plástico para bajarla ya en la comodidad de su hogar, se torció la espalda y cayó rodando por las escaleras y rompió su pierna y se amoló la vida, y por eso camina mal siempre y no puede cargar nada. ¿Qué tan probable era que le pasara eso? Su razonamiento entonces es éste: “Si no me encontraba el dinero, llegaba a tiempo para comprarme mi garrafón y caerme. Dios quiso salvarme. Si me encontraba el dinero y me iba a gastarlo entero, por tardarme no me compraba el agua ni me caía; pero lo hice todo mal.” Ahora, me contaba, entiende que “por algo” le había dado Dios $10.50, ni más ni menos, para comprarse sus frituras. Y que su castigo por querer guardarse un poquito fue esa tremenda caída, suma prueba de Su existencia. No sé si es suficiente o no para creer en Dios; es más, no estoy siquiera seguro de si la iglesia admitiría algo así como prueba de que existe, pues según yo no es ésa la enseñanza de la Parábola de los Talentos en el Evangelio de San Mateo, pero tampoco sé mucho de esas cosas, en realidad. Así que mejor que cada quién juzgue, pues ésa es la historia del maltrecho Gustavo Tavares.