Una dignidad cómoda

Una sociedad que se piensa a sí misma como el resultado de la voluntad de los ciudadanos, es en realidad un grupo de individuos que confía plenamente en el poder de la razón. La razón da leyes que son buenas para todos, porque éstas emanan del abandono que hace cada individuo de sus propios intereses en aras de un bien mayor, así pues, las leyes son positivas y determinan lo que será juzgado como justo o como injusto; justo será lo que permita la ley e injusto lo contrario.

En el seno de una sociedad conformada por leyes puestas por ella misma el legislador juega un papel fundamental, pues éste es quien tiene la visión necesaria para reunir en unas cuantas formulas los deseos y necesidades de todos aquellos que voluntariamente eligen vivir en la sociedad, pero que no tienen el alcance suficiente para comprender ciertas cosas. La importancia del legislador en este medio abre la puerta a los totalitarismos más absurdos, y a las esperanzas más ilusas también.

Por una parte, es posible esperar que el legislador que dice ver lo que es mejor para todos, en realidad se equivoque, o que más bien juzgue como bueno para todos lo que sólo es bueno para él, en tanto que lo bueno para él no está prohibido por la ley, la cual en tanto que positiva es modificable al antojo de los poderosos.

Pero por la otra, la confianza plena en el legislador, supone que aquellos que confían en él esperan que éste tanga una mirada omniabarcante, sin que ello implique renunciar a ser hombre, es decir, se espera del legislador que sea al mismo tiempo dios y hombre, para ser más claros, dios omnipresente y hombre que confía en la razón y en la eficacia de las instituciones que le permiten ser omnipresente.

Las dificultades a las que debe enfrentarse una sociedad así, no se hacen esperar, la ley positiva es cambiante y su fundamento desaparece con facilidad de nuestra vista, esa desaparición nos conduce a perdernos en los bosques y más aún entre las hojas que nos impiden ver que estamos entre los bosques de modo que en poco tiempo ya ni siquiera somos capaces de reconocer que estamos perdidos.

Si corremos con suerte, una ráfaga de viento nos quita a las hojas de los ojos, si aprovechamos esa suerte, procuramos ver lo más posible ante lo que se presenta como algo novedoso, aunque no necesariamente lo sea, si no permitimos que el escándalo que hacen las hojas al moverse sea fatuo, pronto nos daremos cuenta de que uno de los grandes problemas que hay respecto a la posibilidad de juzgar alguna acción, es que ya no sabemos qué es lo bueno ni que es lo malo, nos limitamos a hablar de actividades legales e ilegales sin ver qué tan justas o injustas sean éstas, sin pensar en la bondad o en la maldad que encierran y sin ver con detalle las consecuencias de estos actos.

En poco tiempo los vientos que mueven las hojas se calma, y en poco tiempo dejamos de indignarnos ante lo que vemos y juzgamos como injusto apelando a lo legal. Y esto no es porque la dignidad herida con el ruido de las hojas sea falsa, más bien es porque queda oculta al grado de qué ya no sólo olvidamos lo que es bueno o lo que es justo, también olvidamos lo que es digno porque queda oculto bajo la comodidad de la sombras.

 Maigo

El silencio en el desierto

Por lo regular pensamos en el desierto como un sitio terrible: árido, frío durante las noches, excesivamente caluroso en las horas en las que más resplandece el sol y extremadamente seco. Quienes estamos acostumbrados a las comodidades que proporciona una buena sombra, y un árbol cercano del que podemos obtener cuanto fruto nos apetezca, no tenemos imagen más aterradora que la de un desierto creciente y capaz de hacernos perder entre sus inmensidades todo aquello que nos proporciona alguna seguridad.

Pero, no todo en esta vida son las sombras frescas y las aguas, a veces cristalinas y a veces cenagosas, que las alimentan. El desierto también tiene una peculiar belleza, posee una hermosura que pocos saben apreciar pues hay quien en el silencio del desierto siente la necesidad de ver hacia el cielo y de escuchar su propio silencio, tal como ocurriera con muchos anacoretas y santos; en su aridez ve su incapacidad para crear la vida que muchos pretenden poseer como sucede con quien se percata de los límites de su sapiencia;  y en los extremos de calor y frío, hay quien ve un reflejo claro de los movimientos que padece el alma, la cual entre amaneceres y ocasos se reconoce como un ser necesitado y ansioso por recibir una fuente de agua viva que no sólo apague su sed, sino que también cambie su vida.

Si dejáramos de temer tanto al desierto quizá prestaríamos más atención al desolador silencio que nos acompaña y nos perderíamos menos entre el ruido con el que fingimos estar escoltados.