Sin compasión

Vivimos en un mundo cada vez más distante de la compasión, quizá porque el encierro no se limita a lo que tenemos entre los cuatro muros en los que vemos cómo pasó la primavera y cómo es que ahora pasa el verano.

Muchos se quejan del aburrimiento de estar encerrados, otros se quejan de no poder salir de casa para ser seres productivos y provechosos para la sociedad y sus hogares.

Otros más buscan áreas de oportunidad para con el lenguaje solucionar serios problemas, y otros se hunden en el dolor de perder seres queridos mientras escuchan que esa pérdida es culpa de los que se fueron, por no haber hecho caso.

Entre dolores y juicios apresurados, entre risas por el dolor ajeno y acusaciones de que la gente no muere sino que la están matando, parece que vamos de noticia en noticia, sin parpadear y sin que se pueda decir algo.

Vamos con prisa de números de muertos a explosiones, de dolores a alegrías; de escenas conmovedoras, que nos dicen que somos mejores porque sentimos dolor con una musiquita medio patética; a insensibilidad con el llanto de aquellos que están cerca de nosotros.

Mientras muchos se quejan del encierro y de la convivencia con las personas por las que se supone que salen de casa, mientras que muchos se retuercen de dolor al ver que ya no verán más a los seres que aman, nos cerramos la puerta a la compasión y al cuidado del otro.

Porque ahora parece que nada pasa, que nada duele y que todo se soluciona con palabras, discursos y alegatos que enfilan la atención hacia las cosas buenas. Hoy todo se arregla simplemente diciendo que somos buenos y que a los malos les pasan cosas malas.

Vivimos sin compasión y pero aún con recelo, quizá porque nos alimentamos de palabras y discursos que nos hacen ver como seres buenos y que ocultan a nuestros ojos lo que somos mediante alabanzas.

Quizá porque ya no creemos que hay algo que sea bueno o que pueda ser emulado por ser digno de alabanza, oímos palabras para continuar con la vida y morimos en silencio.

Maigo

Plaza de la soledad

Denostamos a quien no creemos suficientemente honesto. Se lo atribuimos más a la hipocresía que a otras razones. Creyendo en cuclillas en la bondad de la verdad, aborrecemos cualquier velación de ella. La vemos con recelo y elucubramos desconfiados en lo que puede ocultar. Apreciamos la honestidad, pese a ser espinosa o amarga. Es un mérito instantáneo e inmediato. Coloquialmente decimos que la verdad siempre es buena, aunque sea cruda y dolorosa. La realidad no es agradable y muchas veces nuestras mentiras nos protegen de ella. De ahí que, en cierto sentido, afirmemos la verdad como liberadora. Quitarse la venda para no vivir engañados. Será cierto que la verdad amedrenta, pero resulta peor vivir encadenado a la ignorancia. Es necesaria la develación, por muy realista que termine siendo.

Desde esta perspectiva, Plaza de la Soledad hace eso. El documental de Maya Goded retrata fiel y honestamente la vida de algunas prostitutas de la Merced. No aspira al éxito comercial o la aprobación multitudinaria. Quiere realmente mostrar lo que sucede ahí. Prefiere abstenerse de filtros y sólo grabar. No se reserva en observar relatos estremecedores, por muy incómodos que sean. Violaciones, abandonos, decepciones se entremezclan para conformar una narración conmovedora. La cámara es discreta, casi siempre quien graba pasa desapercibido. Incluso hace sentir al espectador como un visitante de la plaza o un intruso en la alcoba. Tenemos la ilusión de conversar frente a frente. Cumple la cinta como retrato de  la mujer en la sociedad mexicana; en todas sus dimensiones, con sus desavenencias y fortalezas. Tal vez sirva como un recordatorio de la desatención por las mujeres que ejercen un oficio riesgoso. O la desatención a personas que precariamente pasan la vejez. La mujer olvidada, menoscabada por el abuso varonil o el statu quo, vuelve a ser protagonista.

Pero no es solamente eso. Lo anterior es una repercusión quizás accidental. La película, en efecto, es desafiante, pero no sólo porque enfrente al toro del machismo. No aspira tampoco a ser un reclamo social. El paneo a las habitaciones atiborradas no busca propiciar el disgusto. Lo último que intenta hacer es exhibir la precariedad, a pesar que muchos espectadores observen eso (algunos incluso deseándolo en secreto). Maya Goded no se propone despertar el morbo. La ventana abierta a la Plaza es un replanteamiento. La pobreza, la enfermedad, la vejez, el desamor, no son causas de reclamo; el espectador altivo puede nublarse con la lástima. La cámara no encomia o enjuicia. Su sobriedad es virtud. Ellas mismas, en la variedad de sus historias, demuestran que la crudeza no siempre es lo que parece. Detrás de esa realidad sucia y escabrosa, hay más para escarbar. Ellas lo intuyen; constantemente, entre las escenas duras y dolorosas, observamos que prenden su veladora, rezan, sonríen ante los cumplidos, bromean pícaramente, amparan a los desfavorecidos y se aman. El documental retrata a almas solitarias, incluso desahuciadas, que todavía tienen algo que decir. Maya Goded no descendió al infierno burgués para extraerlas.

Olvido

El olvido de tu voz y de tus ojos compasivos es lo que me ha perdido en el sendero del pecado

 

Maigo

Hermandad

El llanto de tus ojos propicia angustia en mi alma, la ausencia de tu voz me agüita el corazón, el sudor de tu frente me mueve y amilana. Mis egoísmos se pierden cuando veo tu dolor, quisiera calmarlo y veo que no puedo hacer nada, sólo puedo tomar tu mano y acompañarte en tu dolor, mi impotencia y tu sufrimiento en algún sentido nos hermanan, porque sin sentir siento y sin sufrir sufro y porque tu alegría me alegra y tu salud me devuelve la mía.

 

Maigo

Diaria indiferencia

La tristeza se apodera de mi alma cada mañana cuando leo el diario: desgracia tras desgracia, balazo tras balazo, la indiferencia se apodera de mí, e indolente veo los cielos cada vez más contaminados. Ya no extraño las estrellas, que en las noches veía antaño, si el cielo está nuboso sólo me quejo, o peor aún ni lo noto. Ya no veo la grandeza en los árboles abrigada, ya no hay árboles o arbustos, sólo objetos que estorban la mirada, ya no hay amaneceres rosas sólo edificios que se iluminan a veces naturalmente a veces sólo en parte y dependiendo de quienes los habitan.

El pesar de la tristeza me ensordece y hace daño, cada vez veo menos gente, sólo encuentro nombres vacíos en los diarios, y a veces ni siquiera eso, veo números y estadísticas que no me dicen nada que no me dejan ver las vidas que se van entre los tiros y que se extinguen a mi lado.

La culpa no es el diario, pues sólo muestra lo que hay, es culpa de la lectora que no sabe ir más allá, que indolente pasa los ojos por las tragedias que le van a presentar, que cada vez necesita más ayuda para una tragedia mirar. Somos ciegos al dolor y a lo que causa pesar, en especial cuando lo creemos lejano a nosotros y no vemos que lo llevamos tan dentro que ya no lo sabemos identificar.

Parecemos anquilosados y resueltos a no mirar el dolor que siente el otro cuando lo vamos a ignorar. La respuesta a este mal no consiste en dejar a un lado la lectura de los diarios, que sólo nos traen lo que pasa día a día a veces sin reflexionar. Los malos no son los diarios, sino los miles lectores descuidados que no vemos que somos nosotros los malvados por no detenernos a pensar que el dolor que otros sienten a nosotros nos traspasa como los clavos de Cristo al corazón de María algún día habrían de traspasar.

Maigo.

Inundación

Cuando se tienen las manos manchadas de sangre, la lluvia no alcanza a lavarlas, los ríos no pueden limpiarlas, y rojos se tornan por la muerte de los recién nacidos. La tierra se mancha y el aire se cubre con su rojo olor, el hedor de la muerte se respira por doquier y el aire que era limpio adquiere otro color. La sangre lo llena todo tras años de guerra, injusticia e indignidad, el calor nos recuerda a cada instante que bajo la tierra se han sembrado semillas que piden distintas cosas, unas quieren paz y otras desde las profundidades piden venganza con los gritos desesperados que se emiten desde las entrañas del olvido.

Se pide la lluvia, rogando por la vida de hombres y animales que van dejando sus restos en el desierto, y el cielo se apiada mandando agua suficiente para vivir, y otra tanta para lavar la mancha que tiene cubiertos a los hombres. Por desgracia esa mancha es tan grande y profunda que debe caer el agua contenida en todos los cielos, de modo que la sangre deje el lugar que ha ocupado y se lo ceda a la compasión que no es lástima y a la esperanza que no es vana ilusión.

Ojalá que con toda el agua que trae la inundación se vayan las iniquidades que nos impiden ir en el arca con Noé.

Maigo.

¿QUÉ LÁSTIMA?

No rechaces al hombre afligido que

te suplica ni vuelvas la cara al

necesitado; no des motivo a nadie

para que te maldiga, pues si te

maldice en la amargura de su alma

su Creador lo escuchará.

Sir. 4, 4-6.

Por lo regular, la virtud que se contrapone a la avaricia es la caridad, y esta contraposición está fundada en que tal virtud se muestra a los ojos del observador mediante la capacidad para compartir que se dice tiene el caritativo, mientras que la avaricia se aprecia en la incapacidad del avaro para deshacerse hasta de aquellos bienes que le son inútiles y estorbosos.

Pero como la avaricia no sólo consiste en guardar bienes, sino en la actitud y en la razón por la cual estos son acumulados, yo me atrevería a pensar que es más bien la compasión la actitud contraria a este pecado capital y no la caridad. Antes de continuar con mi osadía, conviene que me detenga unos instantes a reflexionar ¿qué es eso a lo que llamamos compasión?, ¿será la compasión lo mismo que la lástima?, y para ver si ésta es o no contraria a la avaricia resulta pertinente preguntar si el avaro es incapaz de sentir compasión.

Cuando escuchamos el término compasión, difícilmente podemos separarlo de la idea de lástima, hasta en el diccionario aparece definida la compasión mediante ésta, si consultamos un diccionario podemos ver que compasión es un sentimiento de conmiseración y lástima que se tiene hacia quienes sufren penalidades o desgracias[1]; de modo que podríamos pensar que comprenderemos lo que es la compasión si vemos primero lo que es la lástima, yendo nuevamente al diccionario encontramos que lástima implica además de sentir dolor por el otro, una cosa que causa disgusto, aunque sea ligero[2].

Así pues, si relacionáramos las ideas que tenemos hasta ahora respecto a la compasión y la lástima, resultaría claro que la lástima no sólo sería sentir dolor por lo que le pasa al otro, sino también sentir disgusto, el cual bien podría trasladarse de ser un disgusto por aquello que el otro está viviendo a un disgusto ocasionado por la presencia del otro al cual se le ayuda con tal que salga pronto de la vista.

Si la compasión, incluye en sí misma la posibilidad de sentir disgusto por la presencia de otro, debido a que éste ha caído en desgracia, entonces difícilmente podría pensarse en ésta como en una virtud, la cual por ser un hábito que tiende hacia el bien del individuo y de la comunidad genera muchos otros hábitos benéficos para los mismos, es decir, si la compasión conlleva a la lástima, entonces lo único que puede esperar una comunidad compasiva es el resentimiento de aquellos que han sido vistos con desagrado, resentimiento que conduce necesariamente a la disolución de la comunidad.

Quizá ayude a depurar la idea de compasión el ver el origen del término, compasión proviene del latín  compassio, el cual traduce al término griego sympatheia, de dónde viene la palabra simpatía, muy contraria al disgusto que se oculta tras el término lástima; la sympatheia es un movimiento del alma, mediante el cual somos capaces de sentir junto con el otro sus alegrías o sus dolores, de modo que aquel que siente junto con el otro tiene la sensibilidad suficiente como para comprender aquello por lo que el otro está pasando, comprensión que le permite ayudarlo cuando es el caso. De lo anterior se desprende que la compasión es la capacidad de padecer con el otro, es decir, de sentir dolor por aquello que al otro le pasa sin por ello sentir desagrado con la presencia de éste, ese dolor al ser tan vívido, comprendido, mueve al hombre compasivo a ayudar a quien se encuentra en desgracia.

Una vez que ha quedado aclarado lo que es la compasión, enfocaré mi atención en ver si ésta es efectivamente, o no, contraria a la avaricia, y si puede ser tan contraria como para ser colocada como la virtud mediante la cual el avaro puede curar su alma del padecimiento que es vivir con la angustia de no tener con qué vivir al día siguiente.

Comenzaré esta reflexión en torno a la relación entre la avaricia y la compasión preguntando al avaro si éste es capaz de sentir compasión, pensando en que éste podría llegar al extremo de privarse de todo, en caso de poder, con tal de no carecer de ese todo el día de mañana, parece más bien que el avaro se caracteriza por su indolencia, pues no es capaz ni de sentir la necesidad de atenderse a sí mismo, de modo que menos se puede esperar de él que atienda a la comunidad y a lo que los miembros de ésta necesitan.

El avaro, comienza siendo avaro consigo mismo, es decir, cierra sus ojos y sus oídos a sus propios dolores y pesares, por lo que resulta absurdo pensar en que éste pueda salir de su ensimismamiento para atender a lo que otros sientan, así pues es incapaz de sentir alegrías y tristezas o de compartir las de los demás, mucho más alejado está de comprender a quienes lo rodean.

Como la compasión exige la capacidad de sentir, primero lo que hay en la propia alma, y después lo que hay en la de los demás, para que así se de la comprensión que ésta exige, entonces resulta claro que el avaro no es capaz de compadecerse con los demás, quizá lo más que pueda ofrecer sea lástima, pues bien puede ser el caso que el avaro se decida a compartir una pequeña parte de sus bienes para deshacerse de la molesta presencia de quien ha caído en desgracia -quizá por falta de precaución y su incapacidad para ahorrar- podría pensar el avaro.

Así pues la única forma en la cual el avaro puede curarse de tal indolencia, es abriendo los ojos ante lo que él mismo necesita, y de lo cual se priva con tal de acumular, de modo que pueda sentir junto con los otros tanto las alegrías como las desgracias, sentimiento que lo puede conducir a compartir lo que tiene y a integrarse a la comunidad de la que lo aleja su avidez por la riqueza.

No está por demás señalar que la compasión sólo puede presentarse entre amigos, es decir, entre seres que se conocen, pues sin el conocimiento que el amigo tiene del otro la comprensión de lo que siente el otro resulta imimaginable, no es posible comprender bien a quien es desconocido. Este carácter comunitario de la compasión, nos puede llevar a concluir que si bien es imposible una comunidad conformada por avaros, una comunidad conformada por hombres compasivos, no sólo es posible, también es deseable, pues no hay mejor comunidad que la que se puede formar con los amigos.

Maigoalida de la Luz Gómez Torres.


[1] Cfr. La entrada del DRAE para compasión.

[2] Cfr. La entrada del DRAE para lástima.