«Si los niños gobernaran al mundo
en lugar de guerra ordenaran jugar»
—Chabelo
La culpa es de Televisa rezan por ahí miles en un salmo sin final. Lo escriben y lo reescriben en esas páginas interminables, no las de la historia, esas son reescribibles según convenga a la fuerza del gobernante. No, lo teclean una y otra vez en las páginas del internet que no tienen ni principio ni fin así como el que una vez se llamó cosmos. Uno puede llegar a Tuiter y publicar su grito de genuina indignación (infundada por intereses de otros igual de perdidos) o puede escribir en ciento cuarenta caracteres una oposición a este movimiento que de ser serio lo pensarían dos veces antes de apresurase tanto en alcanzar su fin, que no es otro que el que acecha desde el futuro a todos y cada uno de los hombres.
Sí, parte de esta letanía responsorial culpa a la televisión, y yo me voy a unir, solo que en otro sentido, uno más fijo que señala a un solo culpable: Chabelo. Este personaje educó a la “Generación Equivocada” — no, yo no los nombré así, pero he visto un montón de fotos donde se llaman así mismos de esta manera, con mucho orgullo dicen “se metieron con la Generación Equivocada” (¿quiénes se metieron? Bueno, puede ser televisa, puede ser el presidente, puede ser incluso la policía o el vecino, eso es lo de menos, no importa quién sea el enemigo, en todos los casos se mantiene una constante equivocada), sin darse cuenta de lo atinado de su apodo. Yo solo le pido a la historia y a los historiadores que todavía no se titulan, que estos cuates pasen a la eternidad con este nombre, por zonzos — y les enseñó que era mejor gozar como niños que sufrir como adultos. Y no, no es que Chabelo sea un genio que haya inventado la modernidad y su eterna alabanza al dios de la pubertad, no, simplemente fue el conductor — sin saberlo — de tan terrible y nueva tradición contemporánea. Si no conocen la canción que sirve de epíteto a la presente entrada, les recomendaría que la leyeran y se imaginaran la voz del intérprete antes mencionado, esto con la finalidad de evitarles el disgusto de la empalagosa tonada y varias horas de repetírsela con tedio en la gramola de su alma como yo llevo haciéndolo un buen rato.
La revolución es un término muy bonito, levanta los ánimos y embellece las causas más viles, con el mismo maquillaje que utilizan los honores para disfrazar la sangre en el rostro de los soldados; se adorna (cada que les da por Tuitear meses enteros), desas flores de primavera que tanto anhelan los Mexicanos por su tradición francesa. En un mundo donde el valor se demuestra simulando acciones, y no acciones virtuosas, mucho menos de acciones heroicas, porque de serlo así, muchos nos amputaríamos las piernas o las manos para terminar como los héroes (vivos) de cualquier guerra, evitándonos ésta y llenándonos de honores en el Teletón; ¿qué se puede esperar de la Justicia, sino que sea la pobre, representada como un monigote estirable y moldeable al antojo de un montón de adolescentes de cuarenta años o más? Tal vez en otra ocasión aborde con más profundidad esto del valor y la simulación, espero que por lo mientras baste con señalar que la valentía y los hombres más caros al pueblo son aquellos que corretean una pelota (no importa si es de fútbol o de básquetbol o de tenis, el chiste es corretearla). Si el valor está en la simulación, en el juego, ¿por qué no hacer una representación controlada de otras cosas más peligrosas? Una representación de la guerra ya existe en videojuegos, por ejemplo, una representación de la política también ya existe en escueluchas donde juegan a educar al pueblo mexicano, una representación de la revolución, bueno, ahí está Reforma o el Zócalo capitalino en días de marcha. El problema es que nos malacostumbramos (no estoy seguro de que sea preferible de la otra manera) a la simulación, a apartarnos de la fiereza de la naturaleza y a vivir bajo un montón de reglas inventadas, de órdenes absurdos de poder y de convivencia. Por órdenes absurdos estoy pensando en cosas como que es más hombre quien gana más dinero a quien tiene la valentía de buscar el Bien o la Verdad aunque muera de hambre o no tenga un peso, por ejemplo. El problema es, creo yo, que bajo una simulación de lo que sea, es muy fácil no distinguir los límites, así como los niños que comienzan jugando a las “luchitas” y terminan efectivamente luchando y encabronados, así mismo se diluyen los acontecimientos del día a día dejándonos perdidos en una ilusión sin manera de dejar de jugar.
Es muy fácil jugar, solo hace falta establecer un objetivo y llegar a él sin importar los medios, claro, hay que establecer las reglas, pero a la hora de jugar no importan mucho ya que sabemos que son reglas de un juego. ¿A qué voy con esto? Sencillo, es muy padre y muy emocionante aventarse de un avión para demostrar el valor que dormita durante las horas de oficina debajo de nuestro pecho. Total, el avión no se va a caer, no va a chocar, ni el paracaídas va a atorarse y nos va a dejar aterrizar de mala manera, no, todo está controlado en el juego del salto con paracaídas. ¿Por qué no lo estaría en las manifestaciones? Claro, ahí están las fotos del colectivo carriola, ahí están las de los policías sonrientes que patean estudiantes, que agarran como si fueran piñatas a viejitos que huyen sonrientes también con sus nietos en brazos, y de maricones que avientan bombas Molotov y se avergüenzan de ello, porque rompen las reglas del juego. La revolución se ha convertido en un deporte extremo, en un juego absurdo del cual puede participar cualquier persona sin importar la edad. Sale más barato y más rápido ir al zócalo y escupirle en la cara a un policía (total, si nos mata, el gobierno o la sociedad al igual que el paracaídas nos protegerá, ¿verdad?); que pagar un montón de dinero para brincar de un paracaídas, o bucear con tiburones, o adentrarse en cuevas inexploradas. En la Revolución, podemos tomarnos selfies, cantar, bailar y desarrollar nuestra creatividad poética y manual, haciendo sentencias bien profundas y mordaces cuyas implicaciones no comprendemos ni nos interesa comprender (como que la Revolución enamora) o hacemos piñatas y les prendemos fuego. La revolución es un juego donde todos son bienvenidos, no importa si no tienes manos o rostro, al contrario, entre más descarnado estés, tienes un papel más principal.
Estamos acostumbrados a simular la vida, tal vez por culpa de la ciudad misma y su intento de reconfigurar el día a día en la naturaleza, tal vez porque fuimos maleducados como hombres modernos y somos irresponsables y maricones, tal vez porque nos gusta culpar al otro, sin importar lo absurdo de este señalamiento, no importa si es El Rey Cirilo de Inglaterra, o Chabelo, o Televisa, siempre vamos a simular que hay un malhechor al que le debemos nuestro odio (aunque sea por dos minutos), por que si no, no hay juego, ¿verdad? Bueno, para poder señalar en cosas “serias” al mahechor, hace falta tenerlo por escrito, tal vez para que no se nos olviden las reglas, o para que no se nos olvide que no es otra cosa que una simulación lo que estamos haciendo. Los contratos nos ahorran horas de culpar gente al azar, y nos sumergen en un mundo aún más ficticio en donde la palabra vale algo. Tal vez hasta nos reconforte esta idea (la de tener control de nuestra vida a través de contratos), tal vez hasta nos tenga entretenidos mucho tiempo buscando culpables o buscando compañeros de juego que acepten los mismos contratos que nosotros y terminemos por fundar pequeñas ciudades dentro de otras más grandes, tal vez vivamos así, sin acordarnos de un contrato que nunca firmamos y que a una velocidad siempre constante llega a su fin.
En la guerra no hay contratos, en la guerra se lleva la acción hasta las últimas consecuencias, al igual que en el matrimonio, aquél original que rezaba que duraría hasta que la muerte los separe. Tal vez por eso ninguno es deseable ahora, uno puede preguntarle a cualquier niño gringo si desearía la paz mundial y dirá que sí. Con los niños mexicanos no funciona tanto así, por suerte no están adoctrinados a tal grado, pero ya no falta mucho para que esto pase. Tanto la guerra como el matrimonio ahora son contratos, contratos con fecha de vencimiento porque todo es un juego, todo es una simulación porque no somos completamente hombres o mujeres como para comprometernos con la vida, con las cosas que hacemos tal como las hacemos, mucho menos a llevarlas a las últimas consecuencias. ¡Cuánto le hubiera gustado a Edipo que al terminar su fatídico “contrato” su mal terminara allí, que no hubiera un montón de sentimientos e impotencia que movieran sus manos y le quitaran del rostro sus inútiles ojos! En la vida real, en la que tratamos de evitarnos a través de leyes y reglas que simulan un mundo que no es, por más que juguemos a que podemos hacerlo, no hay manera de escapar al Destino.
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