Discursantes

De tanto hablar, nos hemos quedado sin oídos.

Maigo

Winter is Coming

Busco calor en esa imagen de vídeo
 — Soda Estéreo

 

Lo primero que pensé fue en escribir una entrada sobre la última temporada de Game of Thrones.

Para todos aquellos emocionados por el estreno del día de hoy, creo que sería una grata entrega. Sin embargo, no sé si haya alguien interesado en este tipo de artículos dentro de las personas que me leen.

A final de cuentas esta noche habrán muchos que lo van a ver gratis; ya que el servicio de paga tiene fama de descomponerse a la mera hora.

De cualquier manera, planeo escribir una entrada al menos, acerca de lo que pienso de Game of Thrones si me lo hacen saber a través de sus comentarios. Si esto llega a suceder, será hasta que termine la última temporada, para dejarlos disfrutarla.

Se trata de compartir

Para hacer un pequeño cambio, se me ocurrió en esta ocasión compartir. ¿Y por qué no hablar sobre programas de televisión exitosos?

A lo mejor les parece un poco raro, pero más de uno habla sobre el mañanero de su presidente. Sabemos, y si no, al menos podemos imaginar, el alcance que logra. Su transmisión es algo que aparece varias veces al día. Y la verdad es que no es tan interesante.

No sé de qué modo hacer una convocatoria a nuestros lectores a que compartamos gustos. ¿Quieren hablar de libros? ¿De presidentes? ¿Por qué no de comida? A fin de cuentas se trata de compartir, de conocernos, aunque sea de una manera superficial.

¿O no se han cansado de que la comunicación ahora sea solo de una vía?

Me comentaba en una entrevista que le realicé a un escritor mejicano que tuitear es como contar chistes por la radio. Y creo que en parte tiene razón. Lanzamos nuestros pensamientos, aunque sean comprimidos, a un mar de información a ahogarse. Sí, se comparte, pero, ¿a quién se comparte? ¿Por qué se comparte? ¿Buscamos un sueldo de likes? ¿Buscamos que alguien nos siga el cuento?

La verdad no sabemos bien lo que buscamos, se trata de compartir, parece que es lo único que sabemos.

Información que cura

El conocimiento es poder, lo escuché hasta el hartazgo durante dos décadas. Y debo confesar que me lo creí. Pareciera que conociendo, se nos abren un montón de puertas (a más conocimiento y a más insatisfacción).

Tenemos un ciberespacio repleto de información. Vamos a suponer que es posible el conocimiento de lo que está escrito allí. Y que además, el que lo escribió, no tuvo inconveniente alguno para conocerlo. ¿Y ahora qué?

Me voy a devorar todos los blogs médicos, todos los resúmenes de libros de moda y todas las narrativas de los escritores nóveles. ¿Para qué? ¿Por qué deseamos ser tan poderosos? Pero sobre todo, ¿tendremos el poder de qué?

Estaba leyendo a un chino que se jactaba de leer trescientos libros al año. Situación que me parece fantástica y loable. Y a final de cuentas un acto estéril.

Maldigo a Lolita Ayala y todas sus mentiras. La información por sí sola no cura ni el aburrimiento. Podemos tener toda la información del mundo, y al mismo tiempo toda la impotencia por haber.

Quiero llamar la atención a que esta nueva manera que tenemos de comunicarnos, es una fría oscura y despiadada. No hay calor humano, no importa lo bien hecho que esté el chiste. Reírse solo no sabe igual que reírse en grupo.

¿De qué nos va a curar la información cuando lo que queremos no es leer más memes, sino escuchar, provocar y seguir la risa con el amigo?

La información tiene sus desventajas

¿Se saben el chiste del Vampiro fronterizo? Como voy a suponer que sí, no se los voy a contar.

¿Cómo voy a compartir una emoción cuando ya no causa admiración de quien la escucha? ¡Qué vergüenza mostrar mi ignorancia y volver a presentar información ya sabida!

No se trata de lanzarle información al otro a la cara, se trata de generar una experiencia humana. De mirar sus ojos iluminar su semblante. De apreciarlo confundido hasta que la sorpresa aparece y lo saca del estupor a carcajadas. Se trata de agarrarse la panza y llorar acompañado.

Para ello, es necesario un huequito qué rellenar. El que todo lo sabe, no tiene posibilidad de sorprenderse, y por lo mismo no tiene posibilidad de compartir. ¿Por qué? Porque ya no le queda espacio para comprenderse en el otro.

  •  Poseer información no te hace más humano, ni más sabio, ni más inteligente, ni más feliz.
  •  Lanzar palabras a un espacio sordo ahogado en ruido y desinterés, no hace más que alejar.
  •  Creer que tenemos demasiada tecnología, minimiza la maravilla de mirar agujeros negros a la distancia (en caso de que eso sea posible).

La información nos llena de soberbia y egoísmo. Algo muy similar al poder, aunque el poderoso, sabe que si se pasa de soberbio, no durará mucho con poder. El informado ignora que lo ignora, porque cree que sabe.

¿Cuánta información es suficiente?

Este mundo se distingue de los pasados por su hedonismo insaciable. De por sí ya es difícil controlar los placeres mundanos. Pero, ¿qué me dicen de los intelectuales? Tenemos imágenes bellas y realizadas con maestría al alcance de nuestros pulgares.

Podemos escuchar cuanta música se nos antoje, leer a quien queramos, y revolcar nuestra alma en cuantas teorías científicas (y pseudo científicas) podamos toparnos en alguna páginas web.

¿Cómo encontrar el punto medio en un mundo donde el infinito es la normalidad?

Si el chino del que les hablaba más arriba, lee trescientos libros al año, ¿eso nos habla de que es muy inteligente o muy poderoso? O solo señala su desmesura y debilidad ante los placeres.

Lo mismo para el que saliva esperando la nueva temporada de su serie favorita, o los estrenos del cine. ¿Cómo saber cuánto es suficiente? Aunque el Pan Bimbo diga que nunca lo es, quiero pensar que debe haber un modo de saberlo.

No sé si sea preferible. Pero hay sabios que pasan toda su vida leyendo La Biblia, o Las Metamorfosis, o a Shakespeare, o a Homero. Ellos son prueba de que no necesitamos dos mil podcasts al día, o leer trescientos libros al año.

Pero con sinceridad digo que no sé si aquellos sean mesurados o estamos tratando con otro tipo de exceso. No necesitamos mil entradas de Facebook, ni leer ochocientos tuits al día.

Lo que necesitamos es la satisfacción de sentirnos acompañados en nuestros pensares. Y eso, se logra con mucho menos de lo que tenemos.

Si entablamos diálogos, no es para informar al otro, como lo hizo Gepetto con su hijo de mentiritas. Dialogamos para engendrar amistad, para crear un tobogán en el que Eros pueda divertirse y devolvernos una sonrisa sincera.

El diálogo es un puente entre animales político-mimético-racionales que les permite acompañarse en la incertidumbre de esta condición humana a la que estamos atados, y que siempre nos tiene a la deriva.

Quiero sentirme humano

Yo sé que pido demasiado y que estoy buscándole peras al olmo. Encontrar humanidad a través de lo frío de una página de blog, parece imposible.

Es por eso que esta entrada sería sobre el Juego de Tronos. Su fama es tal, que puede despertar emoción genuina dentro de sus seguidores; y por ende, el impulso de comulgar con el resto de la humanidad, aunque sea en el placer.

No es que me guste Game of Thrones, es que desde hace mucho tiempo, me he estado quedando sin algo qué decir.

Esperranto

Venía yo bien contentito con un paquete de un par de tortas y una gringa colgando de mis manos dentro de una bolsa. cuando me di cuenta que un perro potencialmente hogareño me seguía hambriento. No supe qué hacer al respecto, soy yo de esas extrañas personas que creen firmemente que los animales no entienden, que no son muy inteligentes y que si en ese momento yo hubiera caído muerto a la mitad de la calle, el perrito bonito que me seguía con cara de lástima esperando que yo compartiera mi comida, hubiera preferido devorarme a mí, que a mis tortas. Sin embargo, heme aquí, escribiendo un poco en contra de lo que creo, haciendo un breve exploración a una idea un tanto loca y disparatada, porque lo chido de hoy, la once entre los chavos es ser de mente abierta, y yo soy bien chido. ¿Y si los animales sí entienden? Tranquilos, queridos lectores, no estoy deschabetándome tanto todavía, solo se me ocurrió que por más que yo le hablara al perro mendigo, por más que me esforzara por fintarlo con que le aventaba un trozo de torta allá muy lejos o amenazaba con golpearlo con una coca de 600ml, éste no cedía ni poquito en su persistencia de ir detrás de mis tortas. Mi tesis es sencilla, y capaz de ser comprobada inmediatamente como a la ciencia moderna le gusta. Es más, su base es completamente empírica y experimental. Se pueden reproducir los resultados. Yo sé que ya se estarán preguntando en sus curiosas cabecillas cuál es esta manera de comunicarnos con los animales que me ha hecho dudar de una de mis más arraigadas creencias. La respuesta es muy sencilla, siendo los animales en general (y los perros los que están más a la mano para nosotros los del Distrito Federal) se me ocurrió hablarles en el mismo idioma en el que la naturaleza se comunica con nosotros, y ah, ah, no. no. no, que no les brillen los ojitos, por supuesto que no estoy Galileando y no estoy hablando de las matemáticas. No, hay un idioma mucho más natural, primitivo y efectivo del que todos participamos, no importa si eres una abeja, o un canario, un halcón o un cuyo, un cerdo o una mujer. Este lenguaje universalmente conocido que trasciende las barreras especiales, las barreras raciales y las barreras intelectuales, es algo llamado comúnmente por el mexicano moderno como “putazos”.

Es una propuesta seria, fíjense: los putazos se los dan perros con perros, gatos con perros, lagartijas con osos polares, y mujeres con iguanas. No hay distinción alguna en esta práctica universal tan favorita de la Natureleza. ¿Su perro no se quiere bajar de la cama? No le hable, póngale unos putazos. ¿Los gatos callejeros no lo dejan dormir con sus melodías de apareamiento? La solución son putazos, ¿su esposa no deja de quejarse? Bueno, podrá darse cuenta que este es el idioma naturalmente universal, aunque hace algunos ayeres un montón de maricones hayan pactado que no se practique tanto entre humanos- En fin, lamentablemente este pacto no lo pudieron firmar los animalitos de la naturaleza por un par de razones, la primera es que no tienen dedo pulgar (esa bendición del hombre comunista) y la segunda es que no entienden del lenguaje verbal. En los incontables experimentos que he tenido, puedo garantizar que el animal no entenderá, sin embargo, usted logrará el objetivo deseado al someterlo. Ésta es una práctica que ha sido puesta a prueba desde tiempos lejanísimos, y podemos constatar por testimonios de los más fuertes, que funciona al 100% entre seres completamente racionales, es decir seres humanos (especifico porque seguro brincará algún animalista de esos que huelen a chito, y dirá que los seres humanos que le pegan a un animal no son racionales, pero, déjenlos, pobrecitos). La Naturaleza es sabia y siempre se ha podido comunicar con nosotros por este medio que trasciende las palabras y que casi siempre está enfocado en mostrarnos con lujo de detalle nuestra finitud. No daré más vueltas al asunto, sabemos que la Guerra es la madre de todas las cosas y por lo mismo el único idioma universal, pude haberlo dicho así en una sola línea, pero quise disfrutar aunque fuera un poquito, la ilusión que trae consigo la palabra que se queda corta y no logra acercar, vincular a toda forma de vida de una manera tan uniforme y tan eficaz, como el idioma de los putazos.

Miradas

 En este mundo hay muchos ojos que ven a distintas partes, y cada par de ojos revela una mirada única y al mismo tiempo legible. Hay miradas alegres, y hay otras que matan, las hay curiosas, diáfanas, ocultas, profundas y misteriosas, de todos los tipos y de todos los gustos. También hay miradas poderosas: algunas pierden al otro al invitarlo a lo que no debería hacer, y otras más le salvan al atraerlo hacia lo que resulta bueno por distintos motivos. La mirada es única, como único es cada ser humano, pero al mismo tiempo es comunicativa y nos permite sentir con el otro lo que guarda en su alma. La primera cualidad de la mirada nos puede conducir a pensar que cada cabeza es un mundo, que lo reflejado en ella nunca se podrá repetir en nada ni en nadie, pero nada está más lejos de la verdad que esta descuidada observación sobre la mirada, pues la segunda cualidad de ésta nos muestra que podemos decir mucho y hacernos entender aún más con lo que dejan ver los ojos más allá de lo que simplemente se hace presente al insensible lente de una cámara. La mirada es única e irrepetible, y mi experiencia observando miradas me lo indica todo el tiempo; sin embargo esa unidad propia al individuo que mira no nos impide que podamos ver lo mismo, cuando el caso lo amerita, como en lo tocante a la distinción entro lo malo y lo bueno. Así, decir que cada cabeza es un mundo para justificar la presencia en él de algunas miradas torcidas es aceptar que nuestros ojos y nuestra presencia son incapaces de decir algo al otro, porque captamos luz con los ojos sin detenernos a mirar.

 Maigo

¿Damos nombres?

A. Cortés

¿Da voces el ruiseñor mejor que el silbante
cuando se conoce la alegría de sus notas,
o la nostalgia cadente en su andar?

La obscuridad tiene algún parentesco con el silencio. ¿Cómo rompe un hombre el silencio si no con la voz? De cualquier otra forma, lo rompen también la bestia o el trueno. Una voz, y más sumadas, van contrastando al mundo mientras distinguen y relacionan sus partes, pues a cada una se le da nombre y se habla de ella. Se dicen las cosas, se dice lo que son y cómo son las cosas, se miente sobre ellas, y todo eso se despliega como instancia de un sitio en el que estamos. Por más actividad volcánica o cataclismo ruidoso que se quiera, un mundo con hombres en silencio sería un mundo callado.

Al no quedarse callado, el hombre mira las cosas mientras habla de ellas. Es como si una cosa se viera mejor mientras más claramente se sabe qué cosa es, y como si al verse mejor, se pudiera también hablar mejor de ello. Debemos admitir que hay cosas que conocemos y que hay cosas que conocemos mejor que otras (1). No es ajena a nosotros la situación: llega un amigo y habla sobre su profesión, una distinta a la nuestra; en tal caso se diría que somos locos si se nos hiciera extraño que él conociera mejor que nosotros de lo que habla, pues él lo ha estudiado. Sin meditar los pormenores, estudiamos diciendo y pensando en nombres, en cosas con nombres y en sus relaciones. Por ejemplo, queremos conocer qué cosa es ésa que vemos flotar en el mar. “Un barco”, nos dice alguien. Vemos entonces un barco con los ojos, y lo imaginamos de alguna misteriosa manera en el intelecto, si no lo tenemos frente; al nombrarlo, la imagen se aviva, y lo va haciendo más mientras más sabemos sobre el barco. Al conocer sus partes, el mástil, las velas, la popa y la proa, sus funciones y sus procedencias, tendemos a decir que vemos con más claridad aquello que se ha nombrado ‘barco’. Bien podría llamarse ‘pilichuela’, y nada de ésto habría cambiado (excepto el gusto por pronunciarlo, venido muy a menos al decir ‘pilichuela’). Por eso al nombrarlo lo llamamos, porque lo que se aviva en nosotros parece que viene a nosotros. Se llama a algo diciendo su nombre.

Viendo desde allí, no parece coincidencia que ‘llamar’ se diga de las dos maneras: para nombrar algo, y para darle voz a algo y hacerlo venir. “Ve y llama a tu papá” es una frase que a nadie lleva a bautizar a nadie. Como tampoco nadie entiende “me llamo Cortés” como si el loco diciéndola soliera exhortarse a gritos para encontrarse a sí mismo. Así, cuando se quiere hablar claro, se llama a las cosas por su nombre.

De cualquier modo que nombremos al hecho de dar voz, ya sea llamar, mencionar, decir, afirmar o clamar, no son sólo los sonidos del hombre, como si fueran el análogo humano al ladrar del perro o al ulular del búho. En una oración hay más que sólo el movimiento del aire que propician las cuerdas vocales. Si no fuera así, no habría diferencias que nos son evidentes entre las maneras en que decimos comunicarnos con la voz, no habría cómo distinguir un gesto amable de uno grosero, o cómo entender la diferencia entre una pregunta y una afirmación. En ese talante es notorio que decir cosas como que “dos es a cuatro como cuatro es a ocho” constituyen la enunciación de una proporción que no se encuentra en el sonido de dicha enunciación, sino en alguna otra cosa. Es decir, en una oración matemática como la anterior, la proporción no está en el viento movido por la lengua, ni en la tinta en el papel, o en la pantalla coloreada de la computadora.

Llamar está evidentemente diferenciado con respecto a gemir o a gruñir, o a otros del estilo, aunque sea posible que un silbido o un grito particular funjan como llamado (en tal caso, la expresión trasciende el valor únicamente fonético, por haberle otorgado un carácter de signo reconocible por aquel que es llamado). Llamar incluye la idea de dar en la voz el nombre, o de hacer por medio de la voz que lo nombrado venga a quien lo invoca. Y ésto se hace de muchas maneras, como cuando se llama a gritos, que se clama. Es interesante este caso peculiar: clamar en nuestros días tiene este tinte escandaloso que supera la intensidad del simple llamar, y dice el DRAE (2) que equivale a exigir, a dar voces lastimosas o quejumbrosas y a decir palabras con vehemencia, como si fuera esta clase de llamar, pero muy fuerte o muy intenso. En realidad están ambas íntimamente emparentadas, pues ‘clamar’ es madre de ‘llamar’ e hija del latín ‘clamare’. Pero ‘clamare’ -que es anterior a ‘llamar’- porta un sentido en que sí pesa la fuerza de la voz, en que se trata de un llamado intenso. La sonoridad del grito (piénsese en el re-clamo) se encuentra aún en la médula de nuestra llamativa palabra, aunque no necesariamente de manera agresiva o altanera. En el habla cotidiana solemos usar más el ‘llamar’ que otros derivados latinos como ‘invocar’, ‘solicitar’, ‘apelar’, o demás que son en todo caso menos estrepitosos. Es como si en español llamáramos a las cosas a gritos. En realidad es una cosa mucho más cercana a dar voz, a hacer algo acercarse mediante la pronunciación de su nombre.

El nombre, por todo ello, es evidencia de que se reconocen las cosas en el mundo, y a uno mismo como quien, aun distando de ellas, puede acercarlas con su voz. Ello es suficiente maravilla para quien se percate de que el vínculo entre la mención y lo mentado permanece visible, pero inexplicado. ¿Cómo hacemos para poder nombrar, si las cosas están distantes? Por la dificultad del problema se llega hasta el extremo de no admitir lo que es visible: razonan unos que, dado que es inexplicable el lazo, no existe; pero tal conclusión es aun más evidentemente falsa, nada hay que necesariamente ligue el que yo no pueda explicar algo y el que ese algo exista (aparte de que con no haberlo podido explicar uno, no se prueba que no se puede explicar en absoluto o exponer de algún modo). Es como si yo, al no entender a Einstein, pretendiera escribir un tratado indiscutible sobre por qué mi ineptitud explica, tanto la ausencia del tejido espacio-tiempo, como la incongruencia de la relatividad general. En este caso es lo mismo, hay algo evidente, y si podemos o no explicarlo, será cuestión de nuestro esfuerzo y de la naturaleza de lo que se pretende explicar, no de si es o no es. El hombre habla, da voz, dialoga, comunica. El hombre expresa y eso es evidente. Sólo basta con ver a un niño hablar para darse cuenta de que lo que hace se diferencia cualitativamente de los ladridos y del ulular de los árboles al viento.

Que la palabra comunica, parece evidente a quien sea que esté leyendo ahora. Por lo menos, parece diáfano para mí que no hay razón para leer si se duda de que la palabra es más que letras y sonidos. Sin embargo, la maravilla que provocan evidencias como ésta se apaga fácilmente sin más diálogo que le siga la corriente a la pregunta. Hay pregunta si aquello que nos maravilló seriamente nos mueve hacia sí. ¿Será que aún hoy importa de alguna manera darse cuenta de las evidencias que nos maravillan? ¿Aún importa que preguntemos qué cosa tiene la voz del hombre, corriente y mágica que dice al mundo? Tal vez valga la pena que cualquiera intente responder aquésto, aun cuando no pretenda descubrir qué cosa es la palabra. Tal vez. Cuanto más grande sea el deseo de responder, tanto más grande será el diálogo a que se dedicará el hombre.

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(1) ¿Por qué no decirse que se conoce ‘más’, en lugar de ‘mejor’? Con decir ‘mejor’, me propongo hacer saltar a la luz que al conocer es importante no sólo cuánto se conoce, sino también de qué modo; por ejemplo, por lo frecuente conoce más personas quien trabaja en el mercado que un estudiante de psicología, pero nada hay por necesidad que impida que en este mismo caso, el último conozca mejor a las personas que el primero. En cuanto a la claridad que se tiene sobre lo nombrado, la tiene más el que mejor conoce que el que conoce más.

(2) Cfr. entrada de diccionario “clamar” en el DRAE, ed. 22. Omití la segunda acepción que equipara “clamar” y “llamar” porque en ella se especifica que se trata de una voz anticuada, y mi pretensión precisamente es mostrar la separación actual de ambas palabras.