Pan y sangre

Un torrente de palabras y facundia ha sido de muchos la muerte
y ha habido quien se pierde
confiado de la fuerza de sus admirables brazos.

El interés público está, si no en otra cosa, en el discurso. Si sí en otra cosa, está predominante y vistosamente en el discurso. El interés público late en la conversación, descansa en el intercambio. Va y viene entre los dichos de las opiniones convidadas en privado y las expuestas en público. Las mentes que dialogan en una sociedad son la sociedad, fundamentalmente por el hecho de que dialogan. Esto es lo mismo que decir que la reunión de gente en una sociedad política es diferente del agregado de cuerpos, aunque estén muchos muy juntos (como en las horas pico del transporte público), por la palabra: en ella se luce el bien común. No ha habido ni parece que pueda haber otra cosa igual por la que las personas podamos vivir juntas como lo hacemos (por lo menos, como lo intentamos). Lo que más nos importa se descubre hablando, o así es como se comparte descubierto. No hay amistades que se den por la sola contigüidad, lo mismo que no hay política por ósmosis. En el discurso público, por eso, está el interés público.

Aún así, veo que se le deja mangonear como si fuera poca cosa. La administración del Estado (tan lejos de gobernar que ni cuenta se da de lo lejos que está el «gobierno» de este título que ella sola se pone) tiene intereses asentados en el poder: en su adquisición, en su ejercicio, en su conservación y en su expansión. Y esto ni es sorpresa ni es prerrogativa del actual régimen ni nada parecido: ha sido así desde tiempos sin cuenta y en todas partes. (Ni siquiera he mencionado de qué país estoy hablando por más que seguramente lo has supuesto ya, lector). Que la administración esté preocupada por el negocio del poder significa que difícilmente coincidirá su interés con el interés público. Las más de las veces, se tratará de alcanzar la ambición privada mientras se simula su trascendencia para la sociedad; no por pura maldad, sino porque es más fácil perseguirla de este modo (y muy difícil es mostrar por qué estas persecuciones son en realidad más perjudiciales que benéficas para todos los involucrados). Hay, además, más que un solo funcionario o grupo de ellos, de modo que no es apropiado reducirlos a una figura única de poder. Eso añade aun más importancia al diálogo social, porque en el discurso público debe fomentarse alguna alerta, alguna precaución: hay que ser cuidadosos con lo que se dice para evitar que la mentira sofoque la palabra compartida. Insisto, veo que se le deja mangonear. Y no es poca cosa. En nuestro discurso está la convivencia. Pero esta semana uno es el escándalo y a la siguiente la noticia es otro. Algunos se lanzan a la nueva polémica como palomas al pan, otros ya huelen la siguiente como los tiburones la sangre. En unos meses, ni recuento hay ya de lo hablado y sólo queda una confusión, una desagradable sensación cruda de haber estado muy comprometido… quién sabe ya con qué. Podrán ser muy enriquecedores, interesantes, reveladores, lo que sea, los temas con que la administración riega la airada plaza, y no hay duda de que podrá hablarse seriamente de ellos; pero es insensato suponer que no es parte importante del ejercicio del poder esa selección de asuntos con su consecuente polarización; es una barbaridad delegar la responsabilidad de la palabra en común a los proyectos privados (¡y ajenos, además!); es peligroso no hacer consciencia sobre la diferencia entre lo relevante y lo trivial; es imprudente, por último, abrevar en esas aguas sin por lo menos hacer consciencia de la posibilidad por las preguntas: «¿es esto lo que de verdad nos interesa? ¿Por qué?».

Del problema de la unidad

Del problema de la unidad

La multitud no hace verdad. A veces, compartir con fervor un acuerdo inexistente (cuando no hay razón convincente, sino enardecimiento de la indignación) puede ser únicamente el origen de una fuerza ciega. La unidad no es consenso universal, porque la variedad de opiniones vertidas en un mismo molde no nos asegura que dicho molde sea fabrique con apego al fin más prudente. Hablar así siempre parece digno de sospecha: quien desprecia a la multitud se siente entronizado en alguna cumbre soberbia del saber. La unidad verdadera es el acuerdo en lo justo, y por eso mismo es rara. Cuando la unidad no nos parece una fila mantenida por un sentimiento incuestionable, la pensamos como la asunción de un mismo dogma: o tripa o escuela. Misma dialéctica que critican los teóricos políticos que desean ver la realidad siempre a través de las exigencias de sus propias confesiones. Comparten ese predicamento que bien observaba Chesterton con respecto a los políticos e intelectuales modernos: el cambio siempre será bajo los términos que la buena voluntad del dogma lo marque. No puede dejar de haber creencia de superioridad, pero manejan la retórica de la igualdad y la unidad sin preocuparles lo problemática que es la ceguera congénita al alma humana que no sufre de los esfuerzos por conocerse. En pocas palabras, los acuerdos multitudinarios pueden ser injustos o arbitrarios, pero supongo que eso poco importa ya frente a los tiempos de cambiar o morir. ¿Cuándo existe mareo ante el fétido olor de la nave, lo mejor será ceder el timón a la mejor lisonja, o pensar la raíz de los problemas políticos en el terreno que se abre entre nuestros deseos y los de aquellos que nos rodean? Quizá la pregunta suponga que tenemos la opción de elegir, con lo que se pecaría de optimismo; no obstante, sería más ingenuo pensar que la elección individual implica un cambio universal de voluntades.

La justicia de un régimen no puede sobrevivir sin ley, pero no es la ley lo justo. Si así fuera, nadie tendría ni la menor idea de lo que experimenta y siente cuando ve que un daño ha sido resarcido de algún modo. La ley procura una vida pública dirigida de acuerdo a razones prácticas, quizá falibles, pero preferibles siempre, naturalmente, antes que la barbarie. Resulta más práctico el regirse por leyes no sólo porque dictan lo que se ha de hacer en cada caso, sino porque facilitan que los agravios, siempre inevitables, sean resarcidos de algún modo: se da o se busca dar a alguien lo que le es propio. Por eso las leyes más justas son aquellas que prohíjan mejores ciudadanos, parecidos a un buen hombre porque está más cerca de la buena vida que un infractor constante, ese que nunca mide el problema del desorden en sus deseos. Aquí recobra toda su sensatez que ostentaba la doctrina antigua en torno a las leyes humanas y su relación con la ley natural: todos desean algo, y la manera más práctica de conseguirlo no es precisamente utilizando a otros, sino buscando el mejor orden posible. El egoísmo del hombre no era el problema medular de esa doctrina, sino el conflicto que el alma humana lleva en esta vida en que la observancia de lo bueno siempre posee grados que se revelan en el modo en que el individuo entra en contacto con otros. Lo central del organismo político es aquello que lo une naturalmente, no aquello que nos identifica como especie biológica. En realidad, para aquélla doctrina, lo que nos distingue biológicamente también se manifiesta en la persecución de fines en común.

¿Será que siempre es demasiado tarde para la justicia? La ley podrá cambiar de acuerdo a las ideologías en boga, pero no por ello llegará en sus fluctuaciones a ser justa por sí misma. Tampoco será justo apegarse a toda resolución legal que emane de esa ideología. Hay diferencia entre la integridad y la probidad, y el apoyo moral. En éste último adjetivo habría que reparar bastante, hoy más que nunca. Este mundo procaz y rebelde a nuestros designios apolíneos se ufana en empeorar su condición, dice el moralista en su empeño. Lo malo es que pedir una moral consensuada por el poder es casi un absurdo, digno de risa estridente. Sospecho que a pocos les espanta por el acuerdo implícito con el prócer: él lisonjea y nosotros acatamos. Pero la moral es algo visible en los actos, y en su concordancia con el buen discurso que los alimenta. Lo demás son sólo fábulas que alimentan la leña del autoengaño. Dirán que en política es mejor no hablar de moral, pero eso casi siempre esconde una posición moral que se prefiere no discutir para no embrollar el entendimiento. ¿O no será posición moral eso de decirse realista y no pedir peras al olmo, haciendo de la política y de lo público un fango en el que es imposible pasar sin embarrarse? Hay que mirar como eso se ha reiterado con tal de mantener el apoyo popular de tantos políticos, que la cuenta podría cesar en un mareo infinito. Más realista, insisto, sería notar cómo la salud del cuerpo político no se acerca a la mejor constitución sin lo justo. Lo malo es que se confunda la moral con la mentira necesaria. La verdadera unidad proviene del deseo de lo justo, que da coherencia a la política, como ciencia que es de lo más conveniente.

 

Tacitus

La celebración de la indecencia

Lo decente es lo plausible, y en ese sentido es lo que se puede y merece ser dicho y mostrado en la plaza pública, en donde todos los miembros de la comunidad pueden no sólo apreciarlo sino hasta emularlo en tanto que es digno de honores por ser conveniente a la vida en común.

Por el contrario lo indecente, es lo que carece de decoro y, en ese sentido, carece  de la dignidad que corresponde a lo que debe ser honrado y dicho, es lo que debe mantenerse oculto por temor a horrorizar y dañar con ello a la vida de la comunidad entera, aunque los villanos y malvados lo ocultan más por temor a recibir algún castigo.

Una persona honrada, es una persona decente, es decir, es aquella que realiza actos que contribuyen al bienestar de la comunidad justa porque así le corresponde hacerlo, hace lo conveniente conforme a lo que la comunidad acepta como tal porque su aceptación de los actos corresponden con lo que es justo.

Cuando la comunidad a la que pertenece el hombre decente es una comunidad justa, lo decente será lo que se ajuste a la legalidad fundada en la justicia, pero en el seno de una comunidad injusta, en lugar de decencia y decoro se aprecia la desvergüenza y el cinismo para hacer lo más injusto sin recibir castigo por ello.

En una comunidad injusta, lo indecoroso no escandaliza y lo que apela a lo decente es mal visto y hasta juzgado como lo propio de quienes por falta de poder no logran imponerse al que es abiertamente indecente.

En una comunidad indecente es posible apelar a los buenos sentimientos, aunque esa apelación sirva para continuar haciendo lo que no sería decoroso en el seno de una comunidad justa. En una comunidad indecente lo que importa no es el decoro sino el poder para hacer que lo indecente parezca probo y que lo incorrecto sea buscar lo decoroso.

Un buen Tirano tiene que ser indecente, porque sólo así consigue que los indecentes de la comunidad injusta le apoyen y defiendan aún a pesar de los decentes, el poder del Tirano se apoya en el deseo que por la indecencia tiene el injusto que aspira a algún día convertirse en un cínico, capaz de hacer legal lo indecente y de mostrar como propio de ardidos lo que alguna vez fue legal.

Maigo

 

 

Berrinches a petición

Se supone que el surgimiento de una emergencia puede suponer el incumplimiento de una regla, porque lo que emerge sale de lo cotidiano y nos obliga a prestar atención en lo emergido y a veces hace que peligre lo que sustenta nuestra existencia. Pero no todo lo que emerge de las profundidades es peligroso, la planta medicinal que brota de la tierra puede curar males, y  en exceso también causarlos, por lo que la emergencia debe ser reflexionada antes que atendida.

La naturaleza propia de la emergencia es la de mostrar lo que ya existía desde antes, pero que no tenía suficiente fuerza como para llamar nuestra atención, emergen las plantas y los seres vivos, y emergen las líneas causales y las leyes de la física cuando se presentan choques entre partículas, también emerge la pregunta por el sentido de la vida cuando ésta parece extinguirse.

A veces la emergencia supone urgencia, ya que no es posible mantenerse impasible ante lo que se muestra y causa cierta sorpresa, pero es necesario notar que no todo lo que emerge debe ser atendido de inmediato y justifica la negación de una ley que mantiene en orden a la vida misma.

El problema principal con las emergencias es que en muchas ocasiones las confundimos con urgencias que deben ser personalmente atendidas, y al acostumbrarnos a ellas todo se convierte en emergencia, pues tan emergente es la vida que se extingue como la cancelación del servicio de internet, y todo lo que incomoda se convierte en urgencia y aparenta justificar la cancelación de la ley.

La cancelación de la ley sólo es urgente cuando emerge un peligro que implica la extinción de la comunidad que vive gracias a ella, así como el cambio de hábitos son necesarios cuando continuar con los mismos supone la extinción de la vida.

Cuando en una comunidad alguien ve como emergencia cualquier ocurrencia y exige la cancelación de la ley por cualquier motivo, ese alguien se convierte en tirano.

El tirano ve como emergencia cualquier cosa que pasa por su mente, lo que se le va ocurriendo emerge desde su interior, eso es natural en cualquier persona que se acostumbre a discurrir por la vida, la ocurrencia a veces surge y sale como algo que no está dentro de lo acostumbrado, pero la emergencia del tirano siempre tiene carácter de urgente y al ser urgente supone la ruptura de la ley como algo perfectamente válido.

Uno de los más grandes problemas que supone pensar a toda emergencia como urgencia es que en caso de que resulte innecesaria la ruptura de una regla lo que se puede esperar es que el tirano indispuesto contra la ley haga un berrinche que muestre como urgente lo que simplemente es emergente en el trascurso de sus más desordenados pensamientos.

Así del tirano lo que podemos esperar es berrinches que obliguen a la comunidad a aceptar como urgencia lo que es simple ocurrencia.

Maigo

 

Aspirantes

Hay tantos aspirantes a puestos públicos hoy día, tantos pensando en encuestas y Sigue leyendo «Aspirantes»

Palabras en azul

Palabras en azul

Permítanme divagar un momento sobre el habla, no en su generalidad, sino como manifestaciones tanto de la expresividad del hombre, así como de su deseo por entender y ligarse a este mundo y a los otros hombres que le hacen caso cuando habla y que él también atiende. Hablar y por ello mismo entender e indagar, vienen a ser de las particularidades más notorias del ser humano: ahí tenemos al zoon logon; a Dios que le da a Adán la facultad de nombrar; a Prometeo robando el fuego de la casa de Atenea para entregarlo a los hombres; y a Chesterton diciendo que los hombres nos distinguimos de los animales porque cuando ellos comen no hablan. No hay momento en la historia del hombre que no haya sido envuelto y atravesado por el habla cotidiana. Desde que el hombre es hombre, se reúne para escuchar y hablar acerca del mundo en que se encuentra y de cómo se entiende él mismo como participe de la realidad en que habita.

Los diálogos que sostuvieron los grandes genios de la historia son la muestra patente de que se desea entender el mundo y explicarlo a los demás, es decir, que amamos compartir el conocimiento, transmitirlo. Seguramente los primero cavernícolas se preocuparon las primeras veces al ver que la luna ya no regresaba, que aquella mujer blanca se ocultaba de ellos, y temerosos de perder a su compañera decidieron darle nombre para llamarla cada vez que ésta se iba. Hoy día las palabras han perdido mucho de esa fuerza. Parecen tan evidentes y tan poco importantes que su desgaste es cada vez más pueril o en su defecto, más económico. Pero hubo momentos de gran arrojo, y aún los hay, en que las palabras nos llevaban hacia una intimación con la verdad del mundo y con la belleza del actuar que sobrepasaban nuestra experiencia diaria, consiguiendo por ello mismo no sólo la fama, sino también la gran estima del entendimiento universal, por acercarnos a la gran verdad del mundo. Las palabras, que el hombre hable, parece que es la expresión del gran deseo por ganar la verdad de la vida, del mundo, del hombre, de Dios, del amor.

Siempre que el hombre desea conocer algo del mundo comienza su hablar. Todo empieza como pregunta y después como afirmación que deberá ser puesta a prueba bajo diferentes miradas. La afirmación regresará con la forma de nuevas preguntas. Volver a preguntarse, desde otro ángulo, bajo la influencia de otro autor o invadido por otras emociones es parte de la travesía humana. Sólo así la pregunta no se acaba, sólo así el hombre sigue hablando, es decir, sigue siendo hombre en tanto amante (cazador y adorador) de la verdad que reconoce aún se le escapa. ¿Y por qué habría de escaparse siempre? ¿No podemos llegar a saberlo todo? ¿Acaso inventamos nuestra esencia de seres amantes por miedo al sinsentido? Creo que nuestra propia condición de mortales e imperfectos nos limita, pero al mismo tiempo nos arroja para romper con nuestra propia naturaleza e intentar decir algo, después de todo, los amantes siempre son transgresores del orden. Por eso mismo, abogar por la labor del investigador, científico, filósofo, poeta, jurista, político, es en todo un acto de amor y de justicia para con la humanidad misma. La palabra es la muestra no sólo de la evolución, entendida ésta como la perfección continúa de quien busca el bien, y no sólo como la adaptación en un mundo caótico, del hombre, sino el rastro que han dejado los hombres para su propio bien. Si pensamos en la palabra como el resultado de accidentes neurológicos, lo que tendremos es el juego del equilibrista, de aquel saltimbanqui triste que se balancea entre no ser animal, pero que se cuida de no ser ángel, por miedo a caer en la profundidad de la mentira sobre la que él mismo se elevó. El anarquismo evolucionista no nos ayuda a contemplar la verdadera naturaleza del hombre, pues ésta cancela de tajo la decisión, la libertad de decidir es inherente al darwinismo. Tendríamos que aceptar que, se diera cuanta o no Darwin de este aspecto, los hombres habrían seguido su curso natural en la sobrevivencia. Pero al hombre la palabra lo reúne para deliberar sobre la buena vida, es decir, para convivir y no sólo coexistir.

Hace un momento señalé como momentos de dialogo los sostenidos por genios. Pero no sólo ellos dicen y argumentan, también el hombre común desde la cotidianidad se puede elevar, o mejor dicho, desde la contemplación pasiva de la naturaleza diaria, puede descubrir aquellas perlas que no había visto, ni pronunciado. El hombre común también puede embriagarse y tener sed de ellas. Pero ha de tener cuidado de no beber palabras vanas que lo dejen vacío. Toda palabra ha de tener una piel tersa y debajo una membrana jugosa. De lo contrario tendremos sed de vacío y nos preguntaremos ¿por qué nos dejan en visto? ¿Por qué ya no nos reúne la palabra? Quizá porque no decimos nada, ¿cómo respondemos a un ok, a un ja ja ja? Quizá las palomitas en azul duelen porque sabemos que algo se ha enfriado: el hombre con wattsap es la ridiculización del hombre, un desesperado a quien le aterra el silencio porque no ve diferencia entre habla y parloteo; entre apuesta por la verdad y bullicio efímero. A nosotros nos hablan de amor y parpadeamos, pero esto ya no importa, siempre y cuando haya alguien escribiendo…

Javel

Para seguir gastando: El presidente Peña pide que reconozcamos los logros de su gobierno, y que de no hacerlo traicionamos a la verdad, o al menos eso dijo en el CI aniversario de la constitución. Alguien habría de explicarle a nuestro presidente que la verdad puede tener como apoyo a la administración, es decir a la cuantificación de resultados, pero que la verdad en tanto tal, y más que nada la justicia, no se cuantifica, no se puede ser 15 o 75% más justo. Eso nos enceguece, pues la parte se vuelve el todo.

Nos queda México

Nos queda México

Sí. Sí molesta. Es una canallada. En la catástrofe, no sólo el pillaje, sino la burla. Pero ahora más que nunca las acciones de Graco Ramírez nos dejan ver qué entienden nuestros políticos por política: hay que comprar la pobreza, mantenerla, los clientes están ahí. Con el derrumbe de la capital, también terminó de desmoronarse la máscara del político guapo, del político tierno. La corrupción nos derruyó. El cinismo nos hiere más que la imagen de la gran ciudad en ruinas, porque ése nos impide sardónicamente recomenzar. Afortunadamente nos queda el presente.

No. La pobreza, lo mismo que la catástrofe sísmica, no es negocio. Esto lo entienden muy bien los hombres, jóvenes y mujeres que desconfiando abiertamente del sistema administrativo, tomaron la ciudad en sus manos. La pobreza, lo mismo que la catástrofe, son oportunidades de recrear el ejercicio de la comunidad, tanto como el de la justicia. Es la oportunidad de ir deshaciendo todo rastro de inhumanidad, ahora que el gran movimiento nos sacudió pétreos rencores, miedos, desconfianzas. Estos hombres y mujeres que aparecieron en estos días de gran vulnerabilidad a sostener con sus manos la ciudad, han dejado ya en nuestras memorias gestos que indudablemente moverán a nuestros ánimos en futuras ocasiones –y ojalá en la cotidianeidad– a actuar mejor, con la calidez de saber que es por el otro. La vida –ahora sabemos en México– es la oportunidad de ayudarnos.

Pero así como vemos que estos momentos despiertan el ánimo fraterno, y que las acciones bondadosas de esos héroes nos educan, así mismo pasa con la cara de la impúdica corrupción. Casos hay ya varios entre los particulares, como quienes robaron las tarjetas de ahorro de una joven fallecida en los escombros para comprar ropa en tiendas de marca, o como los jóvenes que secuestran pipas en Iztapalapa o en Nezahualcóyotl. El buen ejemplo siempre tendrá en frente la tentación de la villanía. Por eso hay que poner atención a estos jóvenes que han dado un paso diferente en pos de México, pues catastrófico sería que se envilecieran en el modelo vetusto de la corrupción, si detectamos esto, habrá que ayudarlos, como ellos lo han hecho hoy con nosotros.

Si los políticos quieren hacer negocio de la crueldad, del cinismo y de la corrupción, nosotros hay que hacer monopolio de la bondad, de la justicia y de la responsabilidad cívica, aunque nos quedemos fuera del sistema político que ellos representan… aunque fundemos un mejor México.

Javel

Para seguir gastando: Ahora que sabemos la eficacia de los perros para rastrear a personas desaparecidas, y de toda la tecnología que tenemos en nuestras manos para detectar vida o cuerpos, así como celulares ya estén prendidos o no. ¿No podríamos implementar todo esto en el cateo de casas de seguridad, en los casos de secuestro y trata?