La música para el profano

«Pero en tu alma de verdad, poeta,
sean puro cristal risas y lágrimas;
sea tu corazón arca de amores,
vaso florido, sombra perfumada».

‒Antonio Machado.

La música lleva mucho tiempo ya de no ser entendida como ‹sacra y profana›. No sólo eso, cada vez es menos común quien pueda expresarla como ‹culta y popular› sin ser tenido por pedante. No es de sorprender, pues somos generaciones profanas. Dos son las imágenes que me parecen encarnar la palabra «profano». Una es el exterior del templo rodeado por los tesoros que le fueron saqueados; la otra es la del lego, especialmente si es al que le falta tanto aprendizaje cuanto ganas de aprender. De este lado están los ignorantes, siempre listos a correr con mínima provocación a donde indique el experto y, una vez allá, al por éste señalado revestirlo de adulaciones o embestirlo hasta quebrarlo; del otro lado tal experto, el erudito, quien con vena antropológica de la más alta filantropía organiza excavaciones al interior de tumbas antiguas y templos antes venerados, de los que extrae todo el oro y, espléndido en su ánimo de divulgar, lo pone en circulación como moneda. «¡A dar en tierra con los cantos sacros!: antes proclamaban inspirar el entusiasmo ante el misterio, hoy aburren». «¡A dar en tierra con la música culta!: lejos de hacer eco de las grandezas posibles del ánimo humano, prodiga el mensaje de un odioso clasismo que desdeña temas simples, penas corrientes y deseos pedestres». Ambas son profesiones de profanidad. Hoy, como un niño al que sus padres distraen con juguetes, dulces y aparatos coloridos para que deje de atosigarlos en su aburrimiento; así escuchamos nosotros nuestra música.

Esta profanidad es «no estar abierto al mundo», escuché alguna vez. Sin dar por un buen tiempo con la fuente de algo tan serio, de esta idea solamente me hacía de una imagen vaga. Pensaba yo en un individuo con aquellas cerrazones del testarudo que jamás aceptará nada sino lo que él crea que se le ocurrió a él solito. Una obstinación tal, esta cerrazón al mundo, que no le dejara probar su gusto de otras expresiones, su deleite con sonatas u óperas por ejemplo, o su posible sorpresa ante una obra sinfónica o una pieza tradicional del oriente. «De lejos habrá decidido lo que le digusta sin siquiera conocerle», decía de éste. Pero no caía yo en cuenta de que esta imagen no es menos profana que el terco al que acusa. El error fue concebir al que está abierto al mundo como un individuo bien dispuesto a dejarse mover por lo que está afuera. Probar si a uno le gusta Beethoven tiene lo mismo de sagrado que bailar quebradita por primera vez; o dicho de otro modo, cultos hay que oyen lo mismo a Bach, a Prokofiev o a Iannis Xenakis. Y la razón es que un individuo siempre está cerrado, esté o no bien dispuesto a meter lo exterior. Está cerrado precisamente por ser individuo, o «sujeto individido» si se prefiere. El que se concibe individuo se piensa completo, cree que nada puede dársele que no sea él mismo en cuanto se haga de ello. El que se concibe individuo sólo puede verse a sí mismo en la música que escucha, y por eso, la música no puede ser nada más que materia de gusto: el gusto es la potestad únicamente individual. Es precisamente el individuo el que oye a Bach desde fuera, sea lego o erudito, creyendo como lo hace que todos estamos afuera de todos los demás. El lego dirá que «ese tipo de música» no es lo suyo, mientras que el erudito explicará que Bach creía en un dios cuya perfección alababa la música que él imperfectamente componía. Y que digan estas cosas no es de sorprender, pues somos generaciones profanas.

A las generaciones profanas nada maravilla. La maravilla está en el umbral de la apertura a la que las palabras que malentendí se referían. Si imaginamos un templo, lo más probable es que pensemos en un edificio suntuoso de altos y sólidos muros; nos es difícil evocar un templo sin paredes. La idea del templo cerrado con nosotros fuera, su interior lleno de reliquias, íconos y tesoros enjoyados guardados en solemne silencio, delata nuestra atrofia. El que tiene al templo por sagrado sabe que su sitio en la tierra es un símbolo, y que el templo está siempre abierto. Ése es el que está abierto al mundo y a la maravilla. La música en particular y la poesía en general pueden aún tocarnos en esta profundidad misteriosa, si acaso rara vez, aunque por legos o por eruditos seamos ineptos para hablar de ello. No por poco ha despertado las más extrañas descripciones: Josef Pieper, por ejemplo, habla de «una guía hacia el bien por cuya gracia nuestro anhelo existencial interior encuentra realización»; John White refiere a una sabiduría «más profunda que el conocimiento, una que habla sobre otra clase de inmortalidad»; Kurt Riezler menciona la «vida, y no una que ocurre tan sólo en algunos lugares de un mundo sin vida, movimiento vivo, el contrapunto del ser y el devenir en una sola canción»; Antonio Machado escribe «Y en toda el alma hay una sola fiesta, tú lo sabrás, Amor, sombra florida»; y Platón sugiere en voz de Sócrates un alma que debe cuidarse siempre de no profanarse en las aguas del río del olvido. La obsesión profana del individuo olvida el mundo como una clase de Narciso. Por otra parte, el que está abierto al mundo es quien no es solamente él mismo. Obviamente esto causa ora estupor, ora asombro, ora terror. Esto maravilla. A diferencia del profano, quien tiene al templo por sagrado sabe que sus tesoros no pueden saquearse. El que saquea una tumba primero ha de profanarla: no puede robar la maravilla, tan sólo hurtar el oro y fundirlo para venderlo luego en el mercado negro. Para él un ícono no simboliza nada, por las mismas razones por las que en la música no hay ningún peligro y en su banalidad no puede sospechar ningún barato autoengaño. ¿Cómo podría tocarlo la canción más allá del cosquilleo de su humor? ¿Cómo podría ser conmovido por la verdad de la poesía?

Permítame el lector evocar una imagen más. Alcibíades fue acusado de mutilar las imágenes de Hermes en Atenas. Esta denuncia fue escandalosa y severa; tanto, que terminó con una condena de muerte a la que el acusado escapó. El que entienda que este cargo fue por daño a propiedad ajena no entiende nada. El que explique, sintiéndose más aguzado que aquél, que los atenienses tenían la creencia de que les acaecería mala suerte por culpa de las transgresiones del aristócrata, entiende lo mismo. Alcibíades no encontró a su verdugo en Atenas. Murió en el exilio, cremado por el fuego de la casa en llamas de la que escapaba cuando fue atravesado por flechas enemigas. ¡Qué imagen del profano! El encierro en el exilio contra la apertura del templo. Uno está confinado a los muros de lo que siempre es extranjero, el otro tiene en todo el mundo su casa. Para el individuo la «vida interior» significa una verdad personal, un secreto que nadie puede ver, incomunicable. Para él el alma está cerrada y no tiene nada más que ella y sus fantasmas. Para él, lo más sagrado que puede haber es siempre invento suyo. Si el mundo está afuera, no lo sabe más que por los ecos que éste hace en las paredes de su celda. Sócrates, a quien tanto se culpó de la perversión de Alcibíades, habló una vez del alma humana proponiendo que dentro del hombre que se mira hay un monstruo de numerosas cabezas pegado a un león pegado a un hombre. ¿Y no tendrá este hombre también dentro un monstruo y un león y un hombre? Esta alma, si bien es tan sólo «un modelo de palabras que más fácilmente que la arcilla se modelan», tiene dentro de sí una multitud de almas. Está abierta porque no es solamente ella, es el mundo, por decirlo así («el alma es, en cierto modo, todas las cosas»). El mismo Sócrates dijo a Alcibíades que nuestro rostro se refleja en la mirada del otro. Para Alcibíades, el profano, esto no es sino obviedad superficial. El profano no acepta la verdad de la totalidad, por eso mutila las imágenes. Lo mismo mutila su música: sus diferencias no son sino distinciones de género, rupturas que obedecen a la variedad del gusto. La música podrá entibiarnos o hacernos arder, podrá todo lo que está en medio y tal vez más, mientras estemos encerrados; pero sin tenerla por sagrada nunca podremos maravillarnos, «vueltos ya de espaldas a la vida», nunca escucharemos en ella algo que nos sugiera que nosotros no somos solamente nosotros.

El entusiasmo del concierto

Te concedemos, pues, lo más bello: que enalteces a Homero no por ser un experto,
sino por estar poseído por un dios.

La guitarra siguió sonando mucho tiempo más, pero él seguía escuchando los ecos de ese momento recién pasado aún moviéndolo como si los compases se hubieran vuelto circulares y nada fuera a cambiar nunca más. Miró a los demás de la audiencia y todos estaban tan pasmados como él. Eso le parecía, por lo menos. Las bebidas estaban quietas en las mesas, desatendidas, y los cigarros se consumían en los ceniceros o en los dedos. Se preguntó si cada uno de los que escuchaba esta hechizante música estaba viviendo esta clase de burbuja de tiempo que él experimentaba, pero no había modo de saberlo sólo mirando sus rostros. Todos en silencio, escuchando, embelesados. La luz se había vuelto puro accidente. Siguió observando la cadencia en su interior. Ya había escuchado estas mismas palabras antes, la misma canción; pero nunca había sido de este modo tan peculiar. No parecía haber motivo, pero sonaba todo mejor que en las otras ocasiones, todo en su lugar. Todo era apropiado. No era la sorpresiva presencia, ni tampoco la cercanía al cantor, ni el envolvente volumen; esto sólo ayudaba a que se diera cuenta de la maravillante interpretación, pero no era la fuente de la maravilla. Era tal vez que ni el instrumento, ni la textura de la voz, ni las imágenes gigantescas, ni el paso justo del pulso tenían sentido solos. Se habían encontrado como si siempre hubieran estado esperando ser descubiertos en este modo, ansiando combinarse. Es más, ansiando confundirse. La suavidad de esta mezcla sólo era posible olvidando que era una mezcla. La voz y los tensos rasguidos de las cuerdas se habían convertido en la misma cosa, y no podía ser coincidencia. La audiencia había sido embrujada con el curioso olvido de que cada sonido es uno por sí mismo, y abrasada a la vez por el candor de una memoria que no solamente retiene sino que espera y se complace mirando lo que ya estaba completo: anticipando cada nota en su exacto lugar, cada palabra con la convicción exacta. «Esta pieza debe escucharse así», pensó.

Terminó el encanto por fin. Los presentes aplaudieron casi despalmándose y se levantaron de sus asientos los pocos que aún permanecían sentados. Como cede poco a poco la lluvia al terminarse, el ruido espantoso de los vítores cesó. Después de que todos los demás partían ya del recital, él se acercó al músico, absorto en sus pensamientos. No podía ser que cada detalle hubiera simplemente ‘ocurrido’, que los cambios perfectos se dieran solos mientras que lo que debía mantenerse permaneciera por sí mismo. Ésta era evidencia del inmenso y prodigioso arte del compositor. Tenía que conocer el secreto de esta canción, así que le preguntó a su autor. Estaba entusiasmado y emocionado. Preguntó todo lo que se le venía a la cabeza, pero cuestión tras cuestión se frustró más y más. No podía creerlo, pero sobre lo más importante, sobre las claves sospechadas que habían hecho esta pieza maestra, sobre la grandeza que había ocurrido allí y de la que todos eran testigos, el músico no le pudo decir absolutamente nada.