Vida en común
Quien diga que el chisme es vulgar tiene la razón sólo a medias. No le podemos negar la vulgaridad de fluir con vida, de voz a voz; no hay gacetas para los chismes de los que no son famosos. Si por vulgar, en cambio, queremos decir que es bajo, incurrimos en error. El chisme es un privilegio, el privilegio en donde lo privado revela sus fronteras con lo público. Es un privilegio del que goza el que es rodeado por chismosos y por la gente sobre quien se chismea, la distinción que otorga pertenecer y vivir en cierto lugar, el conocer alguien que se entere de los actos humanos, secretos y despreocupados, y de saber a quiénes se refiere.
Nuestro interés endeble por lo público tiene repercusiones en el modo de dirigirnos en privado. El chisme nos incomoda cuando nos decimos muy libres. Libres del prejuicio, del sometimiento al escrutinio de los ojos acechantes bajo la luz de las relaciones humanas. Pero no podemos explicar, curiosamente, la extraña complacencia que siempre acompaña a la información recibida sobre los errores o tropiezos de algún conocido. Nos vemos hipócritas ante el desprecio de lo vulgar. Esa sensación extraña, creo, proviene de la farsa del tipo de libertad que nos imaginamos: bien o mal, siempre escondemos un juicio sobre lo que escuchamos y vemos.
Las conversaciones al calor del chisme tienen razón de ser, nunca son frívolas. El combustible de su fuego es ese interés por el semejante que generan el conocimiento, la cercanía y la lejanía. Ese intercambio es el ejercicio más desafiante y excitante que ofrece lo privado para las observaciones éticas. Cuando lo hacemos frívolo, laceramos nuestra posibilidad de comunicarnos públicamente, evadimos el fin del lenguaje. Las infidelidades, los fracasos, las faenas son las historias que nos interesan porque tratan de esos hechos que nos muestran. Nos quitan la venda de pensar en la falacia de los amigos virtuales y las consolaciones fútiles, sino que van urdiendo la trama sobre la que vemos al hombre, bajo varias perspectivas.
La altivez que quiere negar su importancia es semejante a la conveniencia que reduce a la confesión a un acto inútil. Ninguna de las dos son violaciones de la privacidad. Por una se constata el conocimiento de los males ante la comunión en la Iglesia; no es pública, pero surge por un deseo veraz de guiarse en público, sabedores de los errores privados. La otra es la voz de nuestros propios actos, con el sello de los intermediarios. Ambas configuran el modo en que nuestras intenciones armonizan o divergen de nuestros actos. Conversar ardientemente sobre lo que de otros vemos nos permite ver la diferencia inevitable lo visible y lo invisible; es dato de la relación entre la ética y la política. Las pasiones desafortunadas, los enredos atractivos, toda la base para los grandes dramas, tiene un escaparate en esas conversaciones.
Puede que la estulticia de la vida moderna no pueda ser evadida del todo con esta actitud. Los problemas que ella esconde rebasan el trato inmediato y cotidiano. No obstante, nada logramos con voltearnos ante la posibilidad de discutir lo que nos es próximo, ni con los tranquilizantes para la consciencia que brinda la hipócrita independencia de juicios ajenos. Esa independencia es tan falsa como lo es la libertad incondicionada que malamente desearíamos ver en el matrimonio moderno.
Tacitus
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