«Con lo breve que es la vida,
¿no os da vergüenza derrocharla en palabrerías?»
«Me avergonzaría más, gentil hombre,
de llamarle breve en tan vasta su hermosura»
¿No les parece que muchas veces manejamos las palabras como si pudiéramos nosotros hacer de ellas lo que quisiéramos? A veces se abusa de ellas casi como si fueran herramientas. Las aceleramos o las ralentizamos, las entonamos graves a veces, agudas otras, las combinamos entre ellas y hasta hacemos experimentos para ver si se nos entiende logrando que cosas se vuelvan verbos o que se entiendan como nombres las que antes sólo eran descripciones. Digo, no todas estas formas ocurren en detrimento del lenguaje, pero por lo menos estoy bastante seguro de que no es corriente la idea de que a las palabras se les debe algo de respeto. Las lanzamos con un saborcillo estancado de soberbia y las mutamos sin importarnos mucho los resultados; y a veces pienso que son las cosas que decimos las que podrían lograr mutarnos a nosotros.
De todas las maneras en las que desprestigiamos a las palabras, pocas son tan obvias como las abreviaturas. Eso sí me parece poco respeto (¿o irrespeto?, ¿hay tal cosa?)[1]. Y se nota esto si nos ponemos a pensar en qué nos lleva a escribir de este modo: lo que se gana haciendo breve una palabra es, según entiendo, espacio. Habiendo abreviado se tiene más espacio para seguir escribiendo, o si se quiere, se gana espacio en el horario del día-de-trabajo para escribir más (o para hacer más de lo que sea). ¿Y cuál es la prisa?
Cuando se extrema este hábito y se abrevia todo lo que hay, con abreviaturas aceptadas y con no aceptadas, se pierde la capacidad de comunicar más que lo que se logra con fórmulas que puedan ser comprensibles por sus usos coloquiales; por ejemplo: si se quiere decir a alguien «te quiero mucho», ya es de esperar que casi cualquiera entienda el «tqm», pero si se quiere decir algo como «te quiero como a un carrito de súper», ocurre que ya se prefiere por pereza escribir ese mismo gastado y desencantado «tqm». Y otro caso ridículo es el de quienes dicen «etecé, etecé» en vez de «etcétera» por haberlo visto tan a menudo abreviado que ya ni reconocen que sea una abreviación. Se deja de decir lo que se quiere porque es más fácil lo otro, y poco a poco la costumbre va pesando hasta que ya ni se quiere decir más. Pero yo creo que dijo bien quien dijo que «la facilidad seduce cobrando poco y dando aún menos».
Claro, sí hay situaciones que hacen imperativo el uso de las abreviaturas, como cuando se escribía en telegramas, o cuando se envían mensajes de texto: ambos son casos en los que el medio mismo limita la posibilidad de escribir más. Sin embargo, éstos no son los más recurrentes ni los únicos. El manejo de la abreviatura forzada por estos casos es una técnica para no usar espacio de más, en todas las demás ocasiones resulta ser una técnica para no desperdiciar espacio. ¿Y por qué pensar que se le desperdicia? Solamente creyendo que es necesario guardarlo para algo más importante que la palabra que se está escribiendo, se le ve desperdiciado por poner todas las letras. Como si lo mínimo indispensable para notar una palabra fuera suficiente para expresarse bien. «Igual se entiende» dicen los desinteresados, mas no se entiende lo mismo, porque la forma de decirlo o escribirlo es también parte de lo que decimos o escribimos.
Se puede querer hacer más breve la palabra por pereza de escribirla entera o por apuro de terminar pronto. La primera opción es risible y denota en el «mejor» de los casos desdén por la conversación (y hay que desconfiar de lo que diga quien lo tiene), y en el peor muestra un carácter encogido: si alguien tiene flojera de escribir tres letras más, ¿cómo va a tener ánimo de hacer lo que sea en su vida? La segunda opción es triste, pues acusa una vida inmersa en el ajetreo y la corrosiva velocidad del negocio: si no hay tiempo para uno mismo, menos lo habrá para escribir completo. Ésta es la más temible de ambas porque afecta a más personas y más a fondo, y conduce hacia la primera. La burocracia necesita las abreviaturas, porque su corazón late con el pulso de la eficacia (aunque a veces su pesada sangre no le permita latir con la velocidad que desea). El mismo anhelo que motiva a que el trámite sea mecánicamente perfecto demanda una precisión que no puede ser ocupada (desperdiciada) en la palabra. Claro, la perseguida perfección de los trámites obliga a que éstos se multipliquen hasta números tan absurdos que terminan por estorbarse entre ellos, pero siempre prevalece ese ímpetu por hacerlo todo rápido y conciso. Todo tiene que ser breve y escueto, aunque de cada cosa breve y escueta se quieran tres docenas de copias, y se necesita que los procesos se lleven a cabo de un mismo modo varias veces -todas las que sean necesarias- sin que se vean afectados por los cambios humanos ni las ocurrencias exteriores. Esta brevedad es muy característica de la prisa, porque no es que se digan las cosas brevemente sino que se les «abrevia» con violencia, se les corta en pedacitos que se pegan con un punto. Por eso la burocracia no se preocupa ni por cómo se dicen las cosas ni por quién las dice: para ella son lo mismo siempre. Para ella, un Dr. siempre es lo mismo, sin importar quién se haya doctorado en qué, ni con qué medios. Ese mismo deseo de procesarlo todo en un caudal veloz de información sin fondo, de datos numerosos e insípidos, está debajo de cada pequeño signo de desprecio por la palabra completa. Éste se cuela al resto de nuestra práctica escrita, y si lo dejamos, también se implanta subrepticiamente en nuestra vida diaria.
[1] Según veo en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, en Cuba, El Salvador, Panamá y Venezuela sí se usa esta palabra.