Ante las fauces del león

Sobre la existencia de mártires siendo devorados en el coliseo hay muchas dudas, algunos consideran que lo ahí ocurrido es falso, que son exageraciones de propaganda mal sana destinada a engañar a la gente sencilla.

Otros, en cambio consideran que la muerte por los leones y los suplicios del circo fue real, y que muchos murieron por defender su fe, hay santos en el calendario y libros atestados de muestras de firmeza y fidelidad incomprensibles para el pragmático.

De exactitudes históricas, respecto a persecuciones y castigos por amar al prójimo y abstenerse del militar servicio en tiempos de los emperadores, creo que no se trata la visión de los mártires.

Más bien creo que esas vidas que se nos cuentan y esos modos de muerte tan confiados nos dan cuenta de la posibilidad de gozo en medio de las dificultades más dolorosas y terribles.

No sé con exactitud cuántos de los que fueron arrojados a los leones, en los tiempos gloriosos del imperio romano lo fueron por ser cristianos, pero me parece que la visión de alguien que es capaz de sentir gozo y alegría, aún estando ante las fauces de un león hambriento, es digna de loa.

Vivimos tiempos complejos, el desierto crece, el silencio se apodera de nosotros con el ruido que no nos deja ni pensar, lo íntimo se vuelve público, y lo que debe ser público se esconde de la vista, además de que algunos cínicos sonríen y nos confunden con su desgraciado gesto, vivimos tiempos complejos porque no sabemos cómo vivimos.

Estamos ante las fauces de leones hambrientos, nos hace falta recordar que salvados ya fuimos y que hay muchas formas de vivir los últimos momentos en este circo en el que nos encontramos condenados.

Bien nos haría recordar, trayendo nuevamente al corazón, a ese sustento que mantenía en pie la fe de los primeros mártires.

Estamos ante las fauces del león

Telarañas

A veces parece, y hasta lo creemos y afirmamos, vemos que hacen falta una tormenta seguida de un brillante rayo de sol para que nos demos cuenta de la telaraña en la que vivimos.

Pero sólo es apariencia, porque no es la tormenta, sino la luz, la que nos deja ver el orden de los hilos que nos parecen sumamente enredados.

Maigo.

Un buen hombre (segunda parte)

El uniformado no ostentaba una fisonomía obesa, como muchos pensarán cuando se habla de policías, sino robusta, propia de quien está acostumbrado a enfrentarse con su fuerza física a los delincuentes. Su rostro era moreno, bastante serio, como trazado con escuadra. Miró al desconcertado y tambaleante joven y le preguntó:
-¿Qué pasa, joven?, ¿todo bien? Su tono era compasivamente acusatorio, ambiguo, astuto. Al joven le temblaba la quijada, tal vez por la sorpresa del encuentro; sentía sus piernas débiles, como agotadas, sentía caerse en las vías desnudas. Logró, pese a su incertidumbre y miedo, mantener el equilibrio, recomponerse y, con los puños apretados, guardados en su moderna chamarra de piel, decir:
-Sí… No. Es que me acaban de asaltar oficial. Esto último lo dijo con un tono apenas perceptible.
-¿Dentro del vagón, joven?, ¿qué le robaron?
-Sí; ahí dentro. Me robaron mi celular. Decir esto fue muy permitente, pues no sólo es lo más codiciado por los ladrones, sino que tampoco lo llevaba en ese momento por un olvido que hace poco se reprochaba.
-¿Por qué no activó la señal de alarma, joven? ¿Nadie más se percató de los que hacían los dos tipos?
-Creo que no. Estaban a mis espaldas. Eran dos y me picaron con algo en el costado izquierdo. Estaban pegados a la puerta y yo a lado del asiento reservado, de pie.
-A mí me pareció que usted, joven, estaba sentado a lado de un señor. No estaba usted de pie y no tenía a nadie atrás. ¿Qué me está ocultando, joven?
-Nada… Nada… El asalto fue hace unas cuantas estaciones, creo que tres o cuatro, no recuerdo bien. Los asaltantes me dijeron que me volteará y que no me bajara hasta que llegara al final de la línea. Me dio tanto miedo que los obedecí. Hace tiempo golpearon a un primo por resistirse a un asalto y no quería que me pasara lo mismo. Tan bien le había quedado su historia, que se sintió tranquilo por la certeza de su triunfo. Más adelante, al recordar dicho episodio, le habría de preocupar hasta casi darle miedo.

El policía escrutaba sus alegres facciones (su tez blanca sin acné y sus facciones como de niño bien), su vestimenta pulcra (pantalones y camisa de temporada, chamarra de moda, todo comprado en una mega plaza). Se daba cuenta, con la claridad que sólo ofrece la experiencia, de que alguien así era la víctima perfecta de los ladrones. “A lo mejor sólo lo espantaron y el pendejo les dio todo.” Pensó el oficial mientras miraba su reloj. A modo de despedida y sin mirarlo, le dijo al joven:
-Si quiere puede ir a denunciar, joven, pero como dice que no vio a los que le quitaron el teléfono, ni va a servir de nada. Perdería nada más el tiempo. Nos vemos. Sentenció y se subió al tren.

El joven se encontraba alegre por haberse librado del policía, y a la vez se sentía turbado por haber desaprovechado la oportunidad; una rara emoción lo embargaba, aunque se sentía preocupado por el señor de gorra roja. Cambió de dirección y bajó en la estación correcta. Haya sido por el brusco cambio de dirección, por la entrevista con el policía o por haber visto al señor tan desprotegido, o por todo junto, el joven se sentía sumamente desconcertado, desorientado, como si todo dejara de ser como él lo conocía, como si en cualquier momento pudiera llover tierra o el sol se fuese a quitar y nunca más volviese a salir. “¿Podrá volver a ser todo como antes; podrá volver la normalidad?” Se preguntaba y volvía a preguntas, concentrándose tanto en su pregunta que no podía o no quería contestarse. Aunque hubiese querido contestarse no pudo hacerlo, al menos no en ese momento, pues no llevaba de camino más de dos calles desde que salió del metro, cuando se le apareció una joven amiga. Ella tenía la rara cualidad de encontrarse en todo momento de buen humor. Al verla, el joven pensó: “¿Exagerará en sus expresiones alegres para demostrar que no se preocupa de nada?”
-¡Hola! ¿Cómo estás? Dijo repentinamente la joven, con fuerte voz y alzando los brazos.
-Hola. Bien. Bien… ¿Y tú?
-Súper bien. Me acaban de dar una muy buena noticia. De hecho creo que es la mejor noticia del año. ¡No del año, de mi vida!
-Qué bueno. Me alegro. Contestó el joven y miró a la muchacha con suma atención. “Hay algo raro en su rostro, sus ojos están demasiado brillosos.” Reflexionó el joven.
-Sí, así es. Es una muy buena noticia. Como el joven dejó pasar aproximadamente quince segundos sin responder, ella añadió: ¿no quieres qué noticia me tiene tan contenta?
-Sí. Claro. Dime; eso me pondrá muy feliz.
-Está bien, te lo diré. Pero con una condición.
-¿Cuál?
-Que me respondas: ¿por qué estás tan blanco y caminabas con joroba?
-No es nada. Sólo me siento un poco cansado, ¿sabes? Además, creo que me voy a enfermar. Pero, ahora sí dime: ¿cuál es esa noticia?
-No me gusta ver tristes a las personas. Mucho menos a ti. Dijo enternecida la muchacha, con cierto tono de preocupación maternal, como buscando consolar a un ser querido.
-No pasa nada. Verás, es que…
-¡Ya sé! ¡Ya sé que te va a animar! Es algo pequeñito, que te transportará a las puertas de la felicidad. Dijo su amiga interrumpiéndolo.
El joven, cuando la oyó, se espantó muchísimo, pues pensó que ella había consumido una rara sustancia. “Ella también.” Reflexionó y se puso muy triste. “Por eso siempre está tan feliz, tan alterada.” En ese momento su amiga abrió los brazos y lo abrazó fuertemente. “Tan sólo era esto. Qué bien se siente. Vaya errores a los que me han llevado mis sospechas.” Se dijo y se apresuró a despedirse, pues una rara sensación surgió de su estómago e iba subiendo a su garganta.
-Nos vemos. Muchas gracias; en verdad, gracias…
-¡Adiós! Al rato paso a tu casa y platicamos. ¡No, mejor tú pasa a la mía! Es que mi mamá quiere verte. Esto último lo dijo la joven gritando, porque su amigo ya se encontraba como a unos quince metros de distancia.
Si bien era cierto que aquella muestra de cariño lo había alegrado, no dejaba de sentirse triste, inútil, cual si todo le hiciera daño y él no pudiera hacer nada para evitarlo. “Todo esto de alguna manera me destruirá.” Pensaba mientras llegaba a su casa. Cuando estuvo dentro de su tranquilo hogar, miró a su alrededor y encontró todo en perfecto orden, tal como hace un rato lo había dejado. Llamó por teléfono a la persona que le había encargado lo del dinero y se citó con él para verse en algunas horas. Curioso fue que no se le ocurriera preguntar de dónde provenía el dinero ni para qué sería usado; quizá ya no le quedasen energías para ello. Miró su sala, su comedor y su pasillo una vez más; abrió la puerta de su recámara. Se sentó en su cama, sin ganas de pensar, mirando los suaves plieges de la alfombra de su cuarto. Se recostó boca abajo, sin poder pensar en nada preciso, con calma, queriendo ahuyentar cualquier pensamiento o sentimiento inquietante. Pero una ligera sensación, como un susurro, inundó su pecho y le provocó un callado, intranquilo e impostergable llanto.

Yaddir

Cuesta de enero

“Febrero loco”,

mi corazón por vos;

“marzo otro poco”,

pasa el tiempo veloz.

 

Abril robado,

según canta Joaquín.

Calor de mayo,

tú y yo en el jardín.

 

Juntos, por junio,

varios meses ya son.

Asueto en julio:

sentirás mi pasión.

 

Adiós me dirás

en agosto sin más

y al mes que viene

mi olvido retiene.

 

Lunas de octubre,

sollocen conmigo:

¡Luto salubre,

noviembre perdido!

 

Diciembre glacial,

se acerca el final.

Mientras yo espero

la cuesta de enero.

Hiro postal

Confusión

Hosca niebla que

forman tus besos cuando

vienes y te vas.

 

Hiro postal

Tiranos de Oficina

Burocracia es el nombre del gobierno de las oficinas. Eso es lo que quiere decir esta palabrita tan acudida en nuestros días. A cualquiera que no comparta mi miedo de los burócratas lo invito a que piense en el poder que representa en nuestras vidas tal tipo de dominio para que pronto caiga en cuenta de qué tan extensa es nuestra dependencia. En nuestras instituciones se acostumbra no solamente llenar de poder a las oficinas que se encargan de administración de los recursos, sino que todo movimiento pasa por ellas y responde a sus estatutos antes de que pueda realizarse. Las nuevas pautas de una oficina no vienen sino de otras oficinas. Una oficina, repleta con un montón de gente nadando entre documentos, sellos e impresoras, gobierna nuestras instituciones, y se supone que son éstas en las que confiamos para gobernarnos nosotros mismos[1]. Tenemos entonces que quedarnos con el orden impuesto para no sufrir el desorden y, desafortunadamente para cualquiera que anhele ser libre, elegir entre dos males no es libertad.

Cualquiera que viniera de visita de un tiempo o lugar remoto diría de regreso a su hogar que amamos la confusión y la contradicción. Esto no es más notorio en algún otro sitio que en la burocracia, en la que los «servidores» gobiernan nuestro futuro. ¡Ay de quien indisponga a un servidor público!, porque su trámite se atora. Aún así llamamos servidores a los que trabajan en las oficinas. Poderosos nuestros sirvientes que nos dicen cómo podemos y cómo no tomar las decisiones de nuestras vidas. Es loable que prefiramos el orden al desorden; pero creer que es posible erigir para todos los asuntos un mismo sistema mecánico de respuestas predeterminadas es necio. ¡Y es allí donde se pone más ridículo todo! Creemos que es posible que, si las oficinas funcionan bien, los problemas y anhelos de cada individuo separado se puedan reducir a un sistema general que conozca respuestas a todo caso posible. Pensamos –por quienes dicen que soy un exagerado– que aunque esto no va a lograrse jamás, serán pocos los casos en los que estos complicados sistemas de respuesta a casos particulares no den con la solución genérica. Y para no decirlo tan rebuscadamente: lo ridículo de la burocracia es que para ella confiamos en que la prudencia y el buen sentido se pueden substituir por un formulario bien hecho. Es como decir: «no tendremos nunca gobernantes capaces, pero por lo menos podemos ponerles montones de trabas por si tratan de tomar malas decisiones», y con ello pensamos en que sí hay quienes sean capaces para pensar en tales trabas. Esta confianza no sólo nos ha hecho invertir miríadas de recursos en la realización de tan inhumano proyecto, sino que en lo que se completa, nos ha hundido en un mar de papeleo –o de datos digitales– tan obviamente estúpido que lo único que tiene sentido es pensar que de alguna manera tuvo que acostumbrarnos poco a poco a su aspecto antes de que hubiéramos decidido seguir ahogándonos en él. Si antes de la gradual y lenta instauración de la burocracia se hubiera visto el papeleo necesario para sacar un título universitario, nadie se hubiera aventado el papelón de proponerla[2].

Y lo más temible de todo este asunto es que parte del yugo inamovible de la burocracia se debe a lo bien que se oculta y cuela entre las figuras y espejismos que nos creemos que gobiernan. Ella no nos gobernaría tan eficazmente si nos diéramos cuenta de que así lo hace. Pero lo logra, porque está calladita debajo de lo que creemos que tiene el control de nosotros mismos. Puede cada quien pensar en su ejemplo para esto que digo con este esquema: una persona en una oficina desea hacer algo que según su juicio es necesario hacer; pero no existe ningún formato que lo autorice y los que sí están disponibles no tienen ese rubro. Lo que pasa entonces es que tal decisión no se toma, y ese movimiento no se hace. Nadie puede hacer nada que esté fuera de las formitas. El oficinista (casi siempre malencarado) no puede cambiar los rubros de la computadora sin la clave, que tiene la encargada que no puede añadir nada sin el programador, que hizo en primer lugar el programa sin libertad de nada más de lo que le pedía esa sección del Gobierno, que no puede pedir nada que no… etc. Qué demeritados tiranos atendiendo tras ventanillas, con oficios por heraldos y sillas de plástico por tronos. Y qué demeritados los así tiranizados, también.

Lo bueno es que en un ambiente aparentemente tan obscuro y triste, aún nos queda reír cuando se hace una encuesta para conocer cuál de los trámites oficiales es el peor, y para participar en ella, es necesario llenar un pequeño formulario: ¡la extensión de nuestra libertad!

 


[1] Aun más miedo me da pensar en el número de sindicalizados que trabajan en las burocracias mexicanas, pero eso es tema aparte y de implicaciones más ácidas, aunque no más profundas.

[2] Para titularse por la UNAM es necesario hacer un trámite para comprobar que uno ha terminado sus estudios en la UNAM, cuyo requisito inicial es haber terminado sus estudios en la UNAM. Por supuesto, es un trámite que cuesta dinero.

Confusión cotidiana.

Nuestra vida cotidiana depende de nuestra confianza, sabemos que día a día saldrá el Sol por el horizonte, y eso nos permite recostarnos sin la angustia de que tal vez ello no suceda porque a Helios se le ocurra de repente retirarse a descansar, de igual modo no dudamos de levantarnos de la cama afirmando que no tenemos la certeza suficiente de que el piso siga bajo la misma.

Así como nuestra cotidianidad se basa en la confianza que tenemos de que sucedan ciertas cosas o de que otras se mantengan siempre iguales, ésta última se funda en la necesidad, la cual supone un orden existente en el mundo. Sólo cuando hay orden podemos hablar de que algo no puede dejar de ser, y cuando algo no puede dejar de ser podemos confiar en su permanente presencia, lo que nos permite movernos sin tener que pensar cada uno de nuestros movimientos.

Pero, la relación entre necesidad, confianza y cotidianidad se torna obscura en tanto que parece que sólo podemos hablar de ella mediante argumentos circulares, porque un elemento de la triada presentada aquí nos lleva a los otros dos una vez que nos ponemos a reflexionar sobre éste. Sin embargo, si nos percatamos de que la circularidad de esta reflexión se centra en el hecho de que supone la existencia de un orden, quizá podamos hablar con suficiencia de tal relación viendo lo que ocurre al negar dicho orden. Veamos lo que sucede una vez que lo negamos.

La negación del orden puede hacerse en dos sentidos, podemos negarlo de manera absoluta afirmando que no hay tal; o bien podemos negarlo sólo parcialmente, afirmar que sí hay orden en el mundo, pero que no somos capaces de notarlo en realidad, lo que se aprecia mediante nuestra incapacidad para hablar sobre el mismo sin apelar constantemente a él o bien que el orden es inventado por nosotros mismos.

De la negación absoluta se sigue cualquier cosa, pues la ausencia total de orden nos deja sumergidos en el silencio y en la incapacidad para hablar en tanto que el discurso ha de ser ordenado para ser inteligible al tiempo que el mundo también ha de serlo si es que aspiramos a decir algo que no sean meros cuentos.

Así pues, si negamos de manera absoluta que hay un orden que rige y forma al mundo, negamos a los movimientos necesarios y junto con ello tiramos a la basura la posibilidad de tener algo confiable en que fundar nuestra cotidianidad, pues nada nos garantiza que ciertos movimientos ocurran siempre, tales como la salida del Sol. Se requiere ser muy necio para negar la existencia de movimientos ordenados, pues tal negación supone una vida llena de temores y desconfianzas y reducida a la inmovilidad en tanto que no es posible saber qué se sigue de determinados movimientos tales como el ponerse de pie.

Ahora que no siendo tan necios y negando la posibilidad de un orden sólo parcialmente nos encontramos con dos problemas diferentes, o bien el orden es inventado o bien no somos capaces de percatarnos del mismo sino hasta después de muy cansadas reflexiones.

Siguiendo la vía de la inventiva, surge inmediatamente la pregunta sobre el método que seguimos para crear tal orden, lo que torna mucho más difícil la comprensión sobre nuestra incapacidad para dar una razón clara sobre lo que es ese mismo orden y su relación con la necesidad, la confianza y la cotidianidad sin que caigamos en argumentos circulares. Sí no podemos decir cómo es que creamos el orden que se supone que inventamos para poder vivir, bien podemos poner en duda el hecho de que nosotros lo hiciéramos artificialmente.

Por otra parte, si consideramos al orden como algo de lo que difícilmente nos percatamos, entonces surge otro problema, porque si aquello que nos hace preguntar por el orden es la posibilidad de la cotidianidad, absurdo se torna que algo tan necesario para que nos mantengamos siendo sólo sea apreciable mediante largas y difíciles reflexiones, lo cual cancela a la confianza que  fundamenta a la cotidianidad.

Teniendo en cuenta que la negación del orden no nos ayuda para hablar sobre el mismo y menos sobre la relación entre necesidad, confianza y cotidianidad, y que al tratar de hablar sobre esta relación parece imposible salir de la circularidad que ésta tiene consigo, entonces sólo podemos reconocer que si nos percatamos de un orden no es mediante argumentos lógicos libres de la vida cotidiana.

Maigo.