Funes 2.0

Funes 2.0

Ahora que mi computador no sirve, me he dado a la tarea de pensarme frente a ella. Primero, observo el monitor que antes controlaba o regulaba con mis manos, ahora está apagado, silencioso, finito. ¡Qué bello es lo finito! Por fin el rumor del mundo se ha callado, lector, o mejor dicho, la vorágine del acontecer donde lo mismo confluyen noticias de Moscú, Siria, El Cairo, la cuadra de al lado; el mundo en paquete, la información como para volvernos locos se ha silenciado. Recuerdo hace unos segundos, el aniversario de tal escrito, hora el divorcio de J y P actores, más abajo el estreno de… y la muerte de… Extensión infinita, la forma de la internet.

El acontecer de todos los tiempos y espacios están ahí. Mirar el infinito y guardarlo en el bolsillo es de enfermos. No acuso para librarme del diagnóstico, sino para mirar de cerca algo que ha tiempo no me hago. Como Funes el memorioso me siento frente al monitor: amo de un todo inconexo. El mundo, por otra parte, necesita orden, de otro modo no lo entendemos. El poeta, por ejemplo, cuando crea (ordena) lo hace consciente de que el otro a quien habla o muestra su obra, ve las acciones, pasiones y situaciones del mundo que ha dibujado su pluma. Pero él no nos muestra el todo (eso sería el reflejo del mundo sin dios, sin creación ni verbo o voluntad creadoras), sino sólo una parte, la que él vio. Así se lee y se comunica mejor.

Sería imposible hablar con todo el mundo sobre todo el mundo. Nuestros temas siempre se limitan a unos cuantos que dan cuenta de nuestros gustos y preferencias, y que bien explorados hacen la conversación más que deseable. Es verdad que algunos temas se irán añadiendo, dejando otros en el cajón de los recuerdos. Avanzamos con paso de tortuga. La Internet, por otro lado, no. Ella avanza a la velocidad de mil voces por nanosegundos, esquizofrenia en un clic.

Todo esto da cuenta de que el hombre no está hecho para el infinito por su naturaleza finita, pero no se confunda el espacio virtual con lo trascendente, pues la conciencia no es un invento de Internet y sin embargo es lo único metafísico con que contamos para conocernos. El ciber espacio nos lanza hacia un espacio virtual que muy poco tiene que ofrecernos. No niego la utilidad de éste ni quiero la época de las cavernas, pero acaso el cavernícola era más sabio de su constitución que hoy nosotros, pues él contaba con el verdadero ocio, ése que no lo alejaba de su ser comunitario.

Si a Pascal le aterraba el silencio de los espacios vacíos, a mí el silencio del infinito me ayuda a ver el desorden en que nuestro pensamiento se abandona y se disuelve al intentar mirar a todas partes dentro del fluido de un río virtual. Contemplamos sin actuar. Asimov nos advirtió de ser aquello que era multivac: Conocimiento impotente. El otro estado del hombre es la voluntad inconsciente, ambas son partes de la negación de la vida.

Javel

Hablando de: Ineptitud. ¿Para qué llevar el remate del libro hasta la nueva residencia de cultura, los Pinos? ¿No tienen las suficientes visitas? No, esto no es publicidad, no puedo pensar mal de AMLO. Seguramente un estudio de los años anteriores del evento y de sus asistentes le han revelado a los organizadores que de por esos lados del mundo es de donde afluye la mayor parte de los compradores-lectores, además de que no hay otros espacios tan grandes para ese evento.

Una disculpa a Tacitus por ocupar un espacio de su día.

Precisiones inútiles; especulaciones útiles

Hay quien dice que nunca dejamos de aprender. Tiene sentido al ver a los adultos mayores estudiar idiomas o alguna carrera de índole universitaria. Pero la frase podría llevarse más lejos considerando ¿qué es lo que aprendemos a lo largo de la vida? No toda la vida estamos en la escuela suponiendo que alguien que sabe algo que no sé me puede enseñar algo que considero, al menos así me lo han hecho creer, importante. ¿Qué queremos aprender? La pregunta no sólo nos lleva a sopesar los saberes especializados, sino aquellos que no se pueden enseñar. No se me ocurre que, por ejemplo, nos enseñen a calcular la distancia entre una persona y yo al caminar para no chocar si vamos caminando excesivamente rápido o a quién hay que pedir consejo; resultaría imposible que nos pudieran enseñar en cuáles personas se puede confiar y en qué otras no. Sé que algunos que dicen saber que saben, sólo porque estudiaron en una institución que presume sapiencia, me podrían decir que los saberes mencionados carecen de precisión; que en algunos lugares no enseñan a calcular distancias sin herramientas, pero en muchos sitios sí pueden medirse las distancias con una precisión que ningún humano posee; que las clases de civismo o de valores nos enseñan reglas que pueden ser ejecutadas en la práctica como los mejores consejos (cuando se sabe que quienes más saben de leyes no siempre son los más justos). Nadie puede negar que esos saberes, los llamados imprecisos, son útiles y mucho más importantes que los que podrían enseñar en cualquier universidad. ¿Qué sería mejor aprender o intentar aprender?, ¿Es mejor intentar aprender lo que nos permita vivir mejor aunque carezcamos de unos lineamientos para aprenderlo que acumular aquello que depare éxito y precisión?

Yaddir

Reflexión del fin

Reflexión del fin

Y el último a quien parió fue al sagaz Cronos,

el más terrible de sus hijos, que cobró odio a su padre vigoroso.

Conócete a ti mismo.

Uno de los primeros conocimientos metafísicos a los que tuvo acceso el hombre fue, sin bacilar, la idea de movimiento y reposo, es decir, cambio y permanencia; con ellos, el fin del movimiento también fue de su preocupación. El primer movimiento al que pudo relacionar consigo mismo fue, muy seguramente, el de la vida, y con ello también apareció la muerte. El hombre comenzó a ser consciente de su fin; supo algo de sí que hasta entonces como animal no había podido contemplar, pues si bien es cierto que los animales saben y perciben el olor y la forma de la muerte, no por ello se preocupan en cómo tratar de vivir mejor, más allá de satisfacer sus necesidades cotidianas. Sólo quien sabe de su irremediable fin comienza a preguntarse por el mejor modo de vida. Sólo aquel que sabe que no sabe de sí, comienza a filosofar.

He dado un salto enorme de la idea de movimiento a la pregunta ética. Porque para ello es necesario que exista el lenguaje, y también es necesario que no demos por sentado que el hombre es un ser temeroso de su fin al que trata de ponerle remedio o al menos una distracción por medio de la fabricación de mentiras. La política sería, en este caso, un acuerdo entre mentirosos y cobardes. El otro aparece por la necesidad de saber quién soy, y no sólo para placer mío como lo dice el progreso. Por ello, hemos de darle otra connotación al hombre. Aceptemos para esto que el lenguaje es algo artificial, un paso de lo natural (lo que crece por sí mismo) a lo creado por el hombre. Aceptemos también que no podríamos dar un solo paso si, para empezar, no creyésemos ni siquiera en la existencia del piso que nos sostiene, es decir, el lenguaje que es un invento, atiende a la naturaleza de las cosas. O lo que es lo mismo, el lenguaje trata de estar lo más próximo a lo que es lo primero por naturaleza.

El hombre es un parlanchín que quiere vivir mejor. El problema del hombre es que dejó de ser natural para descubrirse natural. Sólo hasta que pudo nombrarse: darse propiedades, es que pudo comenzar a ver quién era. El desarrollo de esta segunda naturaleza ¿Lo acerca más a sí mismo o lo aleja de su ser?

¿Hacia dónde va el hombre con todo esto? Es claro que a descubrirse o redescubrirse. Se mueve sin dejar de ser lo que es. Pero también le aterra saber lo que es bajo la mirada de los otros. Pareciera que lo más sensato es permanecer en sí mismo como el salvaje, pues saber de mí por el otro es entregarme a la vanidad. Siempre estaré azotado por el rencor de no ser lo que el otro quiere que sea y este fuego lo azuzará la idea que yo tenga de mí. Mejor no entablar relación con el otro, a menos que pueda rendirme, que en este caso es falsearme, y eso sólo lo logra Ashenbach, personaje ridículo. Entonces, ¿por qué entablamos relaciones con los demás hombres? Pues para dialogar y salir del estado de naturaleza, para ser hombres: animales que se preguntan por sí, bajo el ideal de verdad y justicia. En esta definición el otro ya no es un ser terrible ni un medio para mi placer, sino aquel con quien comparto el ideal de verdad y justicia. Sólo cuando el ideal es tan natural y por ello alto, el juicio de los convencionalismos no es más que paja en mi andar: Sócrates y Quijote parecen ridículos, seres ensimismados en sus mentiras, pero son acaso por ello los más libres. Ellos creen en el piso en que caminan, ríen a costa suya porque así es más fácil amarlos, así es más fácil saber que su lucha es más real y justa, aunque no por ello clara.

Javel

Aroma en flor

(Palabra y memoria)

Es interesante pensar en las actividades primeras del hombre según el Génesis, pues siguiendo el relato, Adán y Eva realmente no hicieron nada más que disfrutar de la vida eterna y el mérito más grande que se le puede atribuir a la humanidad es el de gozar y dar nombre a las criaturas del mundo. Es decir que el gozo que tenemos cuando señalamos con la palabra, es porque aún lo hacemos como un mandato divino. Hablar es de dioses o semidioses, los animales en el jardín primero, no hablaban.

Pero hablar es también una forma de la rebeldía. El hombre habló de más y fue expulsado del paraíso, o si le creemos a Darwin, hablar no es natural. Palabrear es alejarse de dioses, dogmas, demonios o determinismos biológicos. La palabra es la forma más pura de la libertad, pues es a su vez, la parte más visible del alma. Sea como sea, para que el hombre conviva no puede prescindir de la palabra o alguna especie de logos. Aunque la palabra es lo más claro y sinuoso a la vez. Pues oculta y desoculta en la medida en que el hombre es relámpago y sombra. Ya que tan pronto lo ilumina todo como lo obscurece todo. ¿Qué es el hombre?

Desde los aforismos de Heráclito hasta la última novela de Paul Auster, la palabra es reveladora de nuestras preocupaciones, preguntas eternas, así como de nuestro talante. Según Chesterton, “nos distinguimos de los animales porque ellos no hablan cuando comen, se gruñen, pero no dicen qué delicioso te quedó este platillo”, quizá también porque no cocinan. El lenguaje nos vuelve más humanos, nos devuelve en parte al edén original o nos aleja, según entendamos las escrituras y entendamos la libertad.

Pero acaso del edén se nos olvida lo siguiente: que era un jardín cultivado por Dios. Por eso algunos, pensando en su extensión, lo ubican en el Sahara, y otros más modestos en el patio trasero de su casa; algunos más ociosos lo ubican en su alma, o dicen cultivar su espíritu, con lo que quieren decir que también la palabra se cultiva, dando buen fruto.

Para que el fruto salga ha de rastrillarse la tierra, y después el fruto ha de romper desde abajo para que brote a la vida nuestra flor. Vamos en todo del interior al exterior y viceversa. Una vez nacido el tallo, hay que procurarle los cuidados para que sea bello. De otro modo la flor se vuelve pedestre, así como el maldiciente, y no habrá quien diga, qué hermoso aroma tiene la azucena. El aroma viene del alma, la palabra se rompe y esparce su perfume que hemos de saborear por un buen tiempo si el jardinero es hábil criador.

La palabra es caricia etérea, fruto infinito para la sed del espíritu. Siempre estamos sedientos de ella, o tratando de recuperar su aroma: recuerdo. La palabra nos dice quiénes somos, porque volteamos al pasado, pero, ¿quién puede predecir el pasado, es decir, lo que vendrá a la memoria?

Javel

Sobre la luz tenue

Sobre la luz tenue

Tal vez aquella aseveración aristotélica tan compleja que lograba establecer una comparación entre la poesía y la historia en términos de su cercanía con la filosofía no pueda entenderse cabalmente si no nos preguntamos por la naturaleza de la sabiduría. Al menos parecería que, si todo se quedara en opinión, nada podría saberse sobre nada, no habría nada que la philia persiguiera. Cualquier aseveración, en dado caso, podría revelar el ordenamiento de los hechos del pasado; cualquier construcción fabulada alumbraría paradigmáticamente algún problema encarnado en los actos humanos. Claro que cualquiera puede tener su versión de la historia, pero la posibilidad de opinar no es garantía de la verdad. El conocimiento de la política puede servirse de los actos pasados, siempre y cuando no pierda de vista que la política requiere practicidad, juicio de lo conveniente en el momento oportuno. La historia no podría juzgarse bien, quizá, sin ese mismo conocimiento. Al parecer, al observar eso podríamos tener un indicio que nos oriente a reconocer cómo la representación de los hechos de manera distinta a lo “ocurrido” se acerca más a lo sabio.

El conocimiento de lo humano no proviene de la percepción. Por más refinado que sea el análisis de la forma humana, la medida del cuerpo no satisface lo que puede saberse. Al mismo tiempo, y en un sentido demasiado general, intentar conocer lo humano siempre es una empresa en el que el buscador se busca a sí mismo. No sólo busca sus motivaciones personales, la representación nítida de sus metas o la permanencia del bienestar: saber de uno es difícil porque siempre pensamos que la práxis se agota en una especie de análisis emocional. Saber de uno no es conocer la medida de lo que se puede y no tener. Saber de uno, preguntarse por uno mismo probablemente no admite una respuesta suficiente. La medicina sabe lo conveniente para ahuyentar la enfermedad, y la gimnasia, aquello que permite al cuerpo mantenerse en vigor. ¿Por qué ninguno de eso ejemplo basta por sí mismo para ser conocimiento de sí? ¿Qué clase de conocimiento es ese de efectos reflejos? No sólo tratamos de conocer lo individual dentro de lo general en la autognosis. Por eso, conocerse no es necesariamente physiologia. El ejemplo socrático que nos empuja a verlo es excelente: de nada me sirve conocer la situación del cuerpo en relación con el todo que lo rige si permanezco ignorante sobre lo que mueve en verdad al alma.

Otra directriz que abre la pregunta por la autognosis proviene de ahí: si permanezco ignorante sobre esa causa, ¿no ignoro a fin de cuentas aquello que me permite dar razón de mí mismo? El cambio en lo que nace y muere no alumbra aquello que perfila las acciones, y que hace del hombre algo tan difícil: el conocimiento de lo que nos mueve, de aquello que nos rige, se escapa a la experiencia cotidiana. El Bien es fundamento inteligible de la realidad, pero eso no implica que todo nos tenga que parecer bueno, o que lo deleznable y lo reprobable no exista. Precisamente porque es el fundamento, sería demasiado pedir que fuera por todos conocido. En ese sentido, la caverna tiene plena relación con la lentitud de nuestra vista: no se puede entender hasta no conocer el Bien. La facultad de la vista no es autónoma, pues requiere del sol, y el conocimiento, que es una actividad, requiere de esfuerzos infinitos emprendidos por la fogosidad del deseo. Los pocos destellos que recibimos nos alcanzan para configurar sombras, para que la práctica sea enjuiciada conforme a esas sombras por las cuales sentimos una fiable seguridad que los dedos simulan. ¿Se quedará el asunto en juicios morales, en más sombras y en la medida perfecta de nuestro pensamiento? La pregunta, más bien, nos acerca a la crisis excitante que despierta el rumor de lo bello. ¿Será entonces que la justicia es imposible sin conocimiento?

 

Tacitus

Vistazos fugaces

Vistazos fugaces

La experiencia ordinaria no le sirve a la ciencia que tenemos, que llamamos moderna, para legitimar su carácter de universalidad. Es comprensible: la experiencia se convierte inevitablemente limitado cuando tratamos de hablar de leyes naturales. El término experiencia es tan vasto que no distinguimos normalmente aquello que experimentamos, pues con el término experiencia me refiero tanto al grado de conocimiento generado en la memoria a partir del trato continuo con alguna labor en específico o con un ambiente; experiencia de lo natural se refiere simplemente a ese contacto que tenemos con otros seres vivos y con el clima, los ciclos lunares, etc. La segunda la consideramos relevante sólo en tanto resulta llamativa ante la tensión que genera la obsesión por la primera. Aun cuando defendamos la necesidad de hacer clic con los momentos de calma de la naturaleza, eso no quiere decir que alcancemos siquiera una pregunta que nos permita comenzar a caer en perplejidad por la regularidad indiferente de ella. La experiencia que produce una labor no requiere de explicación necesariamente para producir su fruto: simplemente requiere la disposición de la memoria y de las fuerzas anímicas. El conocimiento profano (no científico, en este caso) de la naturaleza debe reducir la experiencia a simple contacto, porque la palabra no tiene otro valor explicativo: las causas no tienen relación con la experiencia. Esta observación no pretende defender que el puesto absoluto en la obtención de la sabiduría le pertenezca a la experiencia; evidentemente no es la experiencia lo que da sabiduría. Pero la sabiduría quizá sea inteligibilidad perfecta de la experiencia.

La palabra sabiduría no la referimos a quien tiene experiencia para un oficio. Tampoco a quien ha vislumbrado todas las maravillad naturales. Me parece difícil pensar que nuestro uso se limite a nombrar las actividades científicas, pues, aunque nos beneficiemos de ellas, sería demasiada ilusión pretender que conocemos suficientemente y de manera general el aspecto científico de las teorías dominantes. El mundo es movido por esos descubrimientos, y nosotros sólo percibimos lo más visible de ellos: lo práctico, decimos. ¿Cómo hacer relevante un saber que no sirva siquiera en el nivel “espiritual”? La sabiduría, decimos, no puede ser inútil en el sentido de que no pueda estar abierta para cualquiera o, por lo menos, para el grupo familiarizado con el rito iniciático hacia ella. Probablemente, en este punto mejor que en otros es posible notar el conflicto, permeado de intensidad, entre la sabiduría y la retórica. La experiencia misma no es por sí misma la llave para distinguir un discurso seductor de uno bien pensado. En ese sentido, pudiera ser que la experiencia de nuestros conflictos nos haga más proclives a los sofismas que presas inalcanzables para ellos.

¿Quién desearía un saber que no tuviera nada que ver con alguna especie de beneficio capaz de ser compartido? La pregunta es deliberadamente clara. Uno cree que puede notar cuando es beneficiado y cuando beneficia al otro. Si así no fuera, ¿cómo defender el valor de la experiencia? ¿A qué reino de la inteligencia recurrir para saberlo? La pregunta no es necesariamente moral: quizá la sabiduría se muestre en quien sabe dar consejos morales, pero sólo a quienes están demasiado necesitados de ello. No es forzoso que la sabiduría deba dictar un canon: el amor por el honor y el destacar no congenia fácilmente con el amor al saber. Si la moderación es la virtud esencial, eso implica que su obtención no depende de una moral, sino de aquello que conviene al alma; lo anterior implica también que preguntar por la virtud ha de ser, cuando se mira bien, una labor poco sosegada. En ese sentido podemos ser defensores a ultranza de la moral sin poseer conocimiento alguno sobre lo que hace que algo pueda decirse bueno, aunque lo mismo aplica para quienes la repudian públicamente con civilidad y sin ella. La sabiduría requiere estar abierta a la evidencia que existe en torno a la dificultad de desentrañar fríamente la causalidad de las acciones humanas. Eso no quiere decir que con ello renuncie a toda explicación, sino que por ello mira que la moral es una limitante para conocer. Sin la perplejidad por la acción, difícilmente la pregunta por lo bueno irá más allá de las respuestas comunes: pragmatismo, hedonismo, cinismo. Por más que creamos la pregunta por lo bueno como algo irrelevante, nuestra irritación hacia ella prueba que la cargamos a cuestas de maneras a veces inimaginables para nosotros mismos.

 

Tacitus

Visibilidad del acto

Visibilidad del acto

El sentido de la palabra acción parece aclararse lo suficiente al indicar la presencia de la voluntad en los movimientos producidos por ella. La distinción parece suficiente bajo la idea de que la voluntad es un fenómeno evidente, accesible de primera mano, sin aparentes intermediarios. La acción, tal y como la pensamos cotidianamente, es aquello que podemos señalar como pertenencia de la libertad de elección, de perspectiva, de deseos. No obstante, ¿es el acto un resultado, un proceso, o algo inmediato? ¿Qué pasa al notar que la comprensión de nuestro voluntad puede obstruirse si no pensamos más que en la adversidad o las pasiones como la oscuridad que puede a veces rodearla? Responder esto acaso sea más difícil al pensar en nuestras posibilidades reales, que a veces no conocemos, por reducir la palabra posibilidad a lo deseado, que no siempre son lo mismo. Las preguntas u observaciones que nos hacemos sobre lo que hicimos y dijimos, sean demasiado incisivas o relajadas, muestran que la existencia de lo voluntario no aclara por sí mismo la experiencia misma de la satisfacción, pues no hay tal cosa si no obtenemos algo que concebíamos en un principio como bueno, aunque sea para nosotros mismos. Es decir, la elección de eludir el significado de lo bueno no asegura que de hecho no haya algo bueno, así como decir que hicimos lo correcto no garantiza que lo hayamos hecho. Hay quien se siente bien con falsas ilusiones.

Al afirmar que sólo yo puede saber lo que es bueno para mí, generalmente aceptamos también que la enseñanza práctica depende de la experiencia, siendo ésta fundamentalmente una acumulación de vivencias. Interpretamos la existencia de la prudencia en el alma adulta a partir del recorrido de la vida. No obstante, si bien es cierto que no hay buen juicio sin experiencia a guiar, también es cierto que incluso podemos ser experimentados en el vicio: hay quienes escogen mejores medios (en tanto que eficaces) para fines que no están dispuestos a discutir. ¿Qué hace más experimentado el juicio adulto, y más audaz o descuidado el de un joven? ¿Podría ser la madurez de la voluntad? ¿Qué pasa si pensamos que incluso el conocimiento de los medios proviene del que poseemos de los fines mismos? En otras palabras, si no sabemos de los fines, la posibilidad de hablar pertinentemente de acciones distinguibles no tiene caso, pues tendríamos que renunciar en última instancia a explicar la posibilidad de la elección, bajo la cual se abren las posibilidades. Cuando sentimos las posibilidades subordinadas a la capacidad de desear, perdemos de vista lo importante: las posibilidades se abren de acuerdo a la situación, no sólo por lo que deseo. El deseo puede malograr lo que se ofrecía como posible si desconoce lo que ha de desearse en cierto momento. Así, para unos el momento de ser justo se ofrece como la oportunidad de ser elogiado.

¿Puede entonces reconocerse tal cosa a desear, con independencia de nuestro criterio? Puede serlo sólo si aceptamos que no poseemos con frecuencia, con regularidad, lo que es bueno para nosotros. Eso quiere decir que afrontamos la vida de la manera más impráctica, porque lo “práctico” nos es tremendamente desconocido a pesar de estar en constante ensayo de nuestras apetencias. No es que nos la pasemos pensando más que actuando, sino que ni siquiera sabemos ya el lugar que “pensar” tiene en nuestra orientación a lo práctico, pues, por ver esa orientación en todo hombre, argüimos que todos pueden realizar aquello a lo tienden de la manera en que les plazca, pues argumentar lo contrario nos convierte, decimos, en tiranos. Toda referencia a la manera en que hay que vivir proviene, para nosotros, de ese constructo llamado cultura, en la cual nos desarrollamos sin saber bien la razón de ello. Lo más que pide la conciencia moderna es el reconocimiento ilustrado de la diversidad.

Puede decirse que el ámbito científico es inmune a los argumentos en torno a lo práctico, pero eso no deja en claro el alcance que la relación entre teoría y práctica ha tenido para el hombre moderno. Es decir, no podemos huir de la pregunta por lo práctico arguyendo que el alcance científico habrá de allanar ese panorama para nosotros. Los hombres de ciencia están sujetos al ámbito de la práctica como el lego lo está. La respuesta a ¿qué deseo?, parece responderse aclarando el objeto que perseguimos, pero eso sería falsear nuestra experiencia de nuevo: lo que perseguimos no está en cada satisfacción, sino en lo que permite la satisfacción misma. El placer por saber no es necesariamente filantrópico, lo cual no quiere decir que se produzca por lo opuesto a la filantropía, pues lo deseado en este caso es el saber, no los seres semejantes a nosotros. ¿Hay deseos que orienten a una mayoría, o sólo existe un artefacto que posibilita que subsistan juntos los deseos de cada hombre? Más allá de si el egoísmo es o no natural, vale preguntarse si desear algo para mí implica sólo el reino personal, cuando sabemos que más de una vez somos triviales en lo común, en la invaluable rareza de nuestro ser que se orienta a algo visible en otros. No podríamos ser únicos si no hay género –en un individuo está el género-. Esto no quiere decir que seamos entes bondadosos por naturaleza, sino que, como lo muestra la envidia natural (en tanto que propia del hombre) miramos al otro a la luz de lo que deseamos de él. El reino de los deseos se esconde velado por nuestras interpretaciones de lo que somos y seremos. Pero eso es más un acicate hacia la verdad, que un pretexto para renunciar a ella.

 

Tacitus