La peor opción

Las encuestas sirven para dar una certeza aproximada sobre algún fenómeno social; el caso más usual son las encuestas de candidatos  en diferentes jerarquías políticas. Análogamente las listas de los mejores libros del año, las mejores canciones e inclusive las mejores instituciones educativas dan casi algún tipo de certeza. La mejor canción del año siempre es según una revista (se espera que especializada en música o que al menos haya contemplado a los “expertos”), según ciertos géneros y sólo a partir de ciertos idiomas; en el peor de los casos sólo se contemplan ciertas disqueras. Pero la mejor canción, bajo todas las condiciones mencionadas, no les gusta a todas las personas que escuchan música, ni siquiera a todos aquellos que se podrían considerar expertos en música. ¿Es imposible delimitar entre tanta producción musical una canción que sobresalga encima de las demás?, ¿los gustos son tan diversos, y los degustadores lo son todavía más, que resulta imposible decidirse por una canción como la mejor? Pero sí hay canciones que a la mayoría no le gustan, ¿eso quiere decir que sí puede haber una que a la mayoría sí le guste?, ¿qué se necesita para que una canción sea mejor que las otras?, ¿gustarle a más será suficiente?, ¿lo mismo podría decirse de las instituciones educativas y de los libros? Pero faltaría responder: ¿por qué gustan, o se consideran dentro de lo mejor, ciertos libros, algunas instituciones educativas y ciertas canciones?

Dada la estructura y lo acotado del campo parecería más fácil responder en el caso de las casas de estudio del porqué algunas disgustan menos. En casi todas las evaluaciones sobre las mejores universidades se contemplan el número de patentes suscritas por la institución, la cantidad de profesores con doctorado post doctorado o meta doctorado, la cantidad de alumnos egresados, la diversidad de las carreras e, incluso, el éxito laboral de los que allí estudiaron. Si en Harvard han estudiado decenas de presidentes de diversos países, los padres de los políticos o de personas que buscan que sus hijos tengan poder, al menos por el prestigio, inducirán a sus hijos a estudiar allí carreras que les faciliten los escaños anhelados. Estudiando cada uno de los criterios para calificar la calidad de las instituciones, se puede formar una idea de lo que quienes hacen dichas listas creen que debe hacerse con el conocimiento. La mejor universidad del mundo no busca la verdad de las cosas, tampoco en los otros niveles educativos se les inculca eso a los estudiantes; ¿buscarán preparar a los estudiantes para ser respetuosos de sus propias leyes y ayudar al bien común?; ¿el éxito va unido al bien común?; regímenes exitosos, respetuosos de sus leyes y con instituciones académicas de renombre, ¿no provocaron daños a la humanidad?

Si el estudiante no se cuestiona la finalidad del estudio, si sólo memoriza frases o aprende a usar herramientas de las que poco entiende, seguirá los estatutos y las finalidades marcadas por la institución y quienes la avalan sin apenas darse cuenta del porqué lo hace. ¿Por qué sentirse orgulloso de una institución de la que poco se entiende su finalidad?

Yaddir

Espejos en círculo

Espejos en círculo

No es cierto que las miradas sean revelaciones instantáneas. No es posible decir con certeza que haya mirada sin que el observador esté implicado en lo observado. Para mirar en el recuerdo los ojos deben ejercitarse. De la relación entre el pasado y la actualidad del alma, del sello del tiempo en la actividad natural surge el conocimiento “psicológico”. Los esquemas del psicoanálisis son explicaciones que intentan ser certeras, pero que no aclaran su nivel interpretativo: ¿qué nivel de “objetividad” aparece en el fenómeno del alma en su relación entre recuerdos, vivencias, costumbres, palabras, gestos, inclinaciones? ¿Es una causalidad definida? Al mismo tiempo, esa pregunta ya no puede ser abordada por nosotros sin al mismo tiempo interrogarnos por la posible utilidad de ese saber. La versión de la autognosis moderna interpreta la actividad del alma a raíz de algo que le subyace: el movimiento de las afecciones nunca es espontáneo, pues obedece a “estructuras” profundas, insertas en el ser de todo hombre, que se dinamizan en los esquemas de las relaciones personales naturales.

¿Por qué es tan persuasiva la mera idea de que en el alma hay una especie de profundidad que esquiva la mirada primeriza? Esta pregunta no intenta decir que las actividades del alma sean todas ellas sencillas de comprender, sino que busca aclarar si acaso la “profundidad” que buscamos es necesariamente la mejor manera de entender la profundidad de una investigación en torno a qué es el alma. Quizá es pregunta resulta irrelevante, puesto que nosotros hemos dado por sentado que esa palabra es un error interpretativo de lo que experimentamos sin cesar: la sensibilidad, la imaginación, la inteligencia, el deseo y, no nos es fácil asociarla en esta sucesión, la nutrición como exigencia del vivir. Es importante asociarla, porque el hambre muestra perfectamente la relación ínsita entre todas: no sólo es un fenómeno sensible e inteligible como una especie de exigencia dolorosa y motriz, es también posibilitadora del antojo, la cocina y el anhelo, todos ellos imaginativos; sobre todo, sin esa manutención exigida las otras actividades son mermadas. El hambre, dicen algunos, permite que se haga visible plenamente la línea entre la indigencia y la supervivencia para oficios arriesgados, lo cual es cierto sólo a medias.

La profundidad de las observaciones psicológicas, hasta donde he visto, está más revestida de la discreción que de la evidencia del esquema. Observar nuestros propios recuerdos con esa discreción tiene la complejidad que conlleva un auténtico juicio moral: nunca se conforma con la claridad apodíctica de la seguridad puritana o con la relajación de los extremos maniqueos. ¿Obedece eso a la complejidad del entramado que hay en lo que la naturaleza del alma ha experimentado, o al entramado del mundo? Los maestros morales rara vez expresan claramente un juicio, como si quisieran decir que no hay arte mimético de las obras humanas -esa dimensión que implica todas las actividades, hasta la del pensamiento- en revelar el pensamiento sobre lo moral. El arte no estaría en revelar las profundas intenciones de manera directa, sino en manifestar la dificultad de mirar moralmente: el acto nunca habla por sí mismo, entendiendo esto como si todo hubiera de producir el mismo juicio. Quizá por ello la virtud, el problema por antonomasia de la ética clásica, no pueda resolverse con una definición, la cual deja a todos insatisfecho por mostrar la insuperable dificultad de que la predicación apodíctica no conlleva entendimiento. Como si el juicio aquí no se precisara con esa sencillez a la que se reduce fácilmente la lógica del pensamiento griego. El moralismo siempre se escabulle en las miradas a nosotros mismos, y el producto de esa asociación es una ignorancia inevitable. Lo es porque hacemos el camino sabiendo a donde llegaremos. Lo es porque, como podría pensarse, buscamos reafirmarnos. En nuestros propios recuerdos, huimos de nosotros, lo cual es también una huida de los demás. Ahí viven las apariencias y las imágenes que buscamos encarnar, a veces sin saberlo.

 

Tacitus

 

 

Presencia mnémica

Presencia mnémica

No existe la memoria fotográfica. Existe la rapidez, la habilidad un tanto misteriosa para recordar lo que hemos percibido, ya sean escenas, ya rostros, ya ordenaciones numéricas. Lo peor que podemos hacer al abordar el trabajo de la memoria es hacerlo general a partir de la mera sugerencia de la captación. No existe la memoria fotográfica porque lo fotográfico jamás podrá tener el elemento imaginativo. Es una metáfora deficiente sobre la captación, la permanencia inmaterial y la imagen. Recordar ordenaciones numéricas no es lo mismo que recordar números, por ejemplo. Una ordenación numérica se puede recordar en tanto seguimiento de imágenes, representación de dígitos. Recordar el orden natural de los números es distinto, aunque también requiera que se aprenda el orden de los dígitos. No se puede tener certeza de estar percibiendo mil piedras en una sola mirada, pues habría que contarlas. No obstante, eso no impide que yo pueda reconocer al mil como un número, sin haber hecho la suma de individuo por individuo, ni de número por número. Basta con que vea el orden de los diez primeros números formando decenas, centenas, millares. Nadie aprendió el número mil tras haber contado mil individuos. La memoria le sirvió únicamente para notar la relación entre lo múltiple y lo genérico del número: mil se puede referir a mil individuos de una especie o a mil cosas que pueden ser, como en las ecuaciones, x, que estarían bajo el conteo de cosas.

La memoria no funciona sin el acto previo de la sensación. No existen recuerdos de cosas que no hayamos sentido. La memoria de ideas tuvo que venir primero de haberlas escuchado. Las ideas propias no se crean de la nada como en el acto divino. Eso quiere decir que para recordarlas es necesario, al menos, haberlas pensado una vez, haberlas iniciado, recorrido poco a poco. En el caso de lo sentido, al privarnos de la vista cerrando los ojos permanece en algún lugar la imagen. Pero nunca es sólo del color. La imagen corresponde a algo. El acto de la vista es evidentemente distinto al de la imaginación, aunque no podría hablar de visión sin que la imaginación sea partícipe de ese acto. De otro modo no podría explicarse que nuestro recuerdo esté integrado por la cosa vista, no sólo por sus colores o su figura. Lo que vemos está ya posibilitando una imagen, porque la vista no es sólo un mecanismo óptico de captación de la luz y de realidades materiales. Lo que se capta no es la luz. Se ve gracias a que la luz puede hacer algo sobre los entes y a que los entes se pueden ver, lo cual quieren decir que son unitarios, individuos. La fotografía no es imagen porque fotografiar nunca es acto sensible ni permanencia: las fotos pueden borrarse y reemplazar en una memoria con la manipulación de datos, lo cual ni siquiera en el caso de los experimentos neurológicos y oníricos modernos puede realizarse de manera análoga sobre la memoria.

El acto de la memoria es constante. La visión de cosas que ya conocemos, a pesar de ser siempre nueva, no nos desconcierta de manera inmediata. El mismo animal que vemos al pasar por la misma calle es sentido al ser visto y reconocido siempre como cierto animal, como un perro y como este perro. Eso sucede siempre y cuando tengamos indicios que nos permitan verlo como tal animal o interpretar la posibilidad de su presencia, como su ladrido, que también puede recordarse. Cuando nos imaginamos lo que no es, mientras nace el temor, es porque esa constancia está basada en un proceso que no corresponde con lo incierto de lo que se esconde tras las tinieblas: tenemos una novedad por medio de la sensibilidad. La inconstancia de la memoria, la distorsión horripilante de su acto, su huida y abandono o, mejor dicho, su disolución es una enfermedad: el Alzheimer o la demencia senil. Son enfermedades porque la constancia imaginativa del acto mnémico es parte del funcionamiento de la vida humana, como facultad natural del alma. Respirar es una actividad que puede ser olvidada no por falta de capacidad pulmonar, sino porque se hace por momentos: inspiración y espiración. Ese estar facultado para hacer algo por momentos es algo que comienza con la vida: la respiración aparece cuando salimos del vientre materno, sin que se nos diga cómo llevarla a cabo.

Un ciego no puede tener memoria de los colores, a causa de que no puede ver. Pero su memoria le permite mantener imágenes del sonido y saber de la materia por el tacto. No sabría caminar si sus pies no le informaran las irregularidades del camino. Por eso puede tener ideas de calles y banquetas, aunque nunca haya visto una. Por eso hay músicos ciegos: pueden colegir el orden de las teclas de un piano gracias a sus dedos y a la distinción de las notas. En ninguna de las exploraciones anteriores es la memoria más que una copia de lo sentido. Por copia sólo entiendo una reproducción en tanto que es imposible que la imagen sea la cosa. Las imágenes tienen realidad pero no pueden ser causa de sí mismas, pues no llevarían ese nombre. Se dice que para el aprendizaje se requiere una memoria despierta y dispuesta para rumiar lo dicho con anterioridad. Sospecho que eso no es una afirmación de que el aprendizaje sea posible por la acumulación o por la capacidad exacta de imitar, sino que la buena memoria permite que seamos capaces de recorrer los procesos establecidos por la palabra. La reminiscencia es el instrumento de la educación en tanto guía al alma en la firmeza, no en el flujo constante del río de las opiniones.

Tacitus

Piedra de toque

Piedra de toque

Decía Heráclito que uno no se mete a bañar al mismo río dos veces y acaso esto tiene su mejor ejemplificación en la política, pues lo que hoy aparece como el cauce natural del actuar político mexicano, mañana ya no formará parte de esta vorágine impredecible. Hace unos días se hablaba de unidad, se convocaba a ella, mejor dicho, no a ella todavía, sino a la formación de ésta. No se puede llamar a lo que no existe, aunque sí puede ser deseado… El deseo de unidad quizá ya se perdió en la violenta corriente de sangre que vivimos día a día. No es apatía la nuestra, es conocimiento trágico.

Dice Dostoievski que hay seres a los que sólo los golpes del destino más crueles los llega a salvar. El gran escritor ruso, que según Joseph Frank, padecía la soledad y odiaba la crueldad como nadie, no nos invita a ser amantes del sufrimiento, sino a abrazarnos en el dolor, para salir de él. Estos últimos once años México ha sufrido más que nunca. Heridas hay por todos lados: los secuestros, la corrupción, las desapariciones forzadas, el narcotráfico. Por un lado, el descaro del poder (Duarte); por el otro, el desinterés de los tres poderes por hacer justicia y formar unidad (No estamos completos hasta que aparezcan o se aclare el caso Ayotzinapa). El golpe ha sido dado. ¿Qué tragedia más fuerte podemos sufrir?… Tal vez ésta, estamos ahogándonos en este río de sangre, cada quien por su lado, pues si tomo la mano del otro para salir juntos, quizá terminé hundiéndome para salir él sin mí. Solos y llenos de miedo fúrico pataleamos por vivir.

La unidad no se construye con miedo, sino con confianza en que el otro también quiere enfrentar la injustica para ser feliz junto a mí. Quizá el que mejor comprendió esto fue el poeta Sicilia, cuando nos llamaba a unirnos por la paz y la dignidad. En medio de este caos, dirían Dostoievski y Sicilia, todos tenemos derecho de un lugar a donde poder llegar. La unidad, hoy más que nunca, debe de ser esta piedra de toque para todos. Reconocer que hemos sido golpeados no es suficiente, pues nos deja vulnerables, arrastrados por la corriente, pasajeros de la crueldad. Hay que desear ser justos en todo, para tener fe en el futuro que viene. México está ante una gran prueba y antes de preguntarse ¿a dónde vamos? Hay que resolver ¿En dónde estamos? Sólo así, por más fuerte que sea el afluente, sabremos qué hacer, a dónde ir, con quién llegar.

Reconocer la tragedia mexicana en nuestra falta de unidad, es un paso importante. ¿Quiénes queremos ser, en relación a lo que hemos sido?, es ahora la pregunta más pertinente.

Javel

Navegación de la consciencia

Navegación de la consciencia

Lo subconsciente se convierte de manera gratuita en el chivo expiatorio de nuestra consciencia. Es la etiqueta favorita de la maraña de la causalidad. No es que no haya cosas presentes en nosotros que pasen desapercibidas como los recuerdos lejanos y difuminados, pero presentes, reminiscentes, la presencia de inclinaciones que surgen de las afectaciones del pasado y las costumbres que no notamos. Lo que no creo es que podamos hablar de autoconocimiento si delegamos la explicación causal a la sombra en donde se borra todo límite posible de causalidad. Tan oscura es el alma de otros como la evidencia de los primeros principios, y quien dude que haya principios habrá dado el primer paso para despeñarse en el abismo de la ignorancia.

En el laberinto del espejo que formamos en interrogarnos se abren atisbos sobre la verdad. Fulguran ahí inquisiciones fugaces pero también serias, se producen chispas sobre la diligencia o blandura de nuestro actuar. Como si uno tuviera que interpretar también sus acciones aún después de haberlas provocado. Eso que existe incluso en los que dicen no tener remordimiento de nada. Eso que permite que la educación moral se base en la importancia del deseo para que los medios y los fines cambien. Interrogaciones que hacemos entretejiendo preguntas heredadas, dotadas de un sentido por nuestra propia vida. Por eso la interpretación, que no la subjetividad, importa para el autoconocimiento y el conocimiento del hombre, cara y cruz de una moneda que gira aunque no lo queramos.

La culpa es un sudor frío, un estoque en ese lugar nunca visto en donde habita el aliento. Algo que puede desaparecer según entendamos la relación entre el entramado de los hechos y nosotros. No es lo mismo que la incriminación por convención. No funciona así. Como el pudor, no requiere siempre de la mirada de otros. Se puede sentar junto a nuestro corazón por tiempo indefinido, ir y venir, desaparecer en el rumor de los vientos del tiempo. Difícilmente podremos acceder a ella cuando creemos en que orilla siempre a un llanto lastimero, a un lamento eterno en el altar de los idólatras. No hay culpa para los justificables. Lo justificable muchas veces se extiende en un horizonte que en lo moral trazamos. Por eso se puede creer que depende de una sugestión.

Sospecho que no puede haber culpa en un mundo moderno, y que eso es importante para reconocer el fracaso. En el camino del éxito y en las necesidades que la tiranía hace surgir la culpa parece un absurdo. Parece mostrar que el inconsciente y la circunstancia puede extirpar de nosotros toda posibilidad de claudicar ante el error. Como si las distinciones no fueran más que parloteo de relatividad. Si no puede haber culpa, es porque para el moderno la consciencia nunca deja de ser una instancia del conocimiento histórico, una versión de la causalidad que no necesariamente nos hace ajenos, pero que sí puede poner a lo humanos bajo las convicciones personales sin ningún problema: lo personal, lo subjetivo, siempre es un constructo. La verdad de la historia es una soledad inmarcesible. Si es posible reconocer un fracaso, el equívoco, puede que veamos que la culpa no es una patencia azotadora del infierno, sino lo contrario. La victimización es el escape preferido de los justificables, no la verdad del culpable.

Tacitus

Los rostros de la vanidad

Los rostros de la vanidad

La vanidad es sutil. Incluso cuando es evidente. La lujuria es voraz, la envidia es rabia silenciosa. Digan lo que digan, ninguno de los pecados, nombrados para reconocimiento, está aislado. La lujuria muchas veces involucra la vanidad; la envidia es la respiración de la herida que el envanecimiento surca en el corazón. La avaricia provoca atribuciones injustas. Atribuciones que esconden vanidad. Quizás ahí está nuestro error. La fe requiere que podamos darnos cuenta que la regla de la mayoría no es la verdad (creer en lo que no se ve). Mejor dicho, que no es toda la verdad. Cuesta darse cuenta de la trama que envuelve al pecado en nuestras almas debido a esa sutileza. Lo negamos aún en su conocimiento, en la duda, porque la conversión no es el fin, sino el inicio; porque la perfección es un camino. Lo negamos porque hay algo que todavía nos atrae de él.

Sería falso decir que el conocimiento moral es enteramente natural, si por natural entendemos innato. Lo que tenemos es únicamente la facultad para aprender de lo moral, así como Sancho Panza aprendió algo por los lances y palabras de su amo. Los ejemplos del pecado pueden, por ello, ser simples para ciertos ojos, profundos en su simplicidad para otros. Nietzsche no se equivocaba al decir que, aún en medio del nihilismo, el hombre moderno no deja de ser un moralista. Es importante que recordemos eso, cuando creemos, más que nunca, que el realismo reina. Nuestra idea del idealismo es, de hecho, una interpretación hecha por el realismo. Impera el moralismo de lo real. Ese moralismo que, con el cura y el barbero, toma por disparate la empresa quijotesca de renovar la caballería, o que la interpreta como un idealismo especial.

Que haya moralismo no quiere decir que sepamos de la verdad moral. En eso consiste la diferencia entre las polémicas infértiles y la persuasión sensata. No se requiere del moralismo para persuadir en lo moral. Puede haber intenciones morales erradas, como el nazismo. No nos confundamos. La ideología política no existe sin intención moral, pero la ideología no es el único modo de explicar la política.

Gregorio de Nisa decía que un hombre podía vivir asfixiado entre dos caminos. Un doble pensamiento en donde el mal y el bien estaban en pugna en el alma. No dice esto, como podría creerse, que la vida siempre es mezcla relativa de ambos extremos, porque eso nos condenaría a una forma del maniqueísmo. Decía que, si uno quería entender y vivir la vida cristiana, no podía estar sujeto a ningún otro lazo. No podía dejarse seducir por el pecado, y atender a la virtud, porque ahí no hay virtud. De otro modo, la penitencia no tendría sentido alguno. Creo que, por más sencilla que parezca la observación, tiene muchas consecuencias. Al menos tiene una peligrosa para el moralismo.

Su observación muestra que la contradicción puede existir de manera sutil, pero evidente. Que en la contradicción no hay nada que distinga la convicción cristiana del moralismo. Y, hasta donde he podido ver, aceptar esa contradicción depende del conocimiento que uno tenga de sí mismo. La vida doble no lleva a ningún lado, sino al daño. Lo que parece placer en claroscuro termina en dolor. No, no es simplemente la condena farisea del hedonismo, ni rigorismo moral. Es coincidencia entre lo que sabemos y hacemos. Por eso hay diferencia entre la imposibilidad para la virtud y la omisión. No ha de haber lugar para la vida en contradicción, porque eso impide que en la acción sigamos haciendo el camino al andar. El moralismo vano nada sabe de ello, porque ya ha dicho que el camino está trazado claramente.

Tacitus

La Nueva Alianza en el progreso

La Nueva Alianza en el progreso

No es necesario tener fe en el progreso, porque, aunque llegue a haber mitos sobre él, nunca podrá ser una religión. No se requiere la fe en él, porque siempre ha cohabitado desde el inicio con las convicciones del hombre. No es algo en lo que se ha de tener fe, porque es algo que podemos ver; sólo hace falta investigar la historia y el presente de él. No es posible investigar su futuro, pero sí preverlo. Ha existido en los tiempos de la llamada “religión natural”, y en la era medieval. Su entendimiento es posible como ajeno a la era moderna, producto de las habilidades del hombre. Es señal de que él ha cambiado, pero sin dejar de ser lo mismo que en los albores de ese camino, desde la rueda, la caza, hasta la religión y las artes.

No admitir el cambio sería tanto como negar lo que significó el cristianismo para el mundo pagano, y para el mundo moderno, incapaz ya de regresar a esa etapa. Creo que parte del centro del problema entre la religión y el progreso es el historicismo, y el modo que él tiene de acceder al entendimiento del hombre. El positivismo podía ver etapas históricas del hombre en donde uno podía describir era en el progreso espiritual. Pero puede uno aceptar que el progreso que significó, por ejemplo, el feudalismo para la organización política y económica de los hombres que vivieron a principios del milenio pasado fue tal porque fue oportuno. Un modelo que quizá ya no serviría en años de sobrepoblación y explotación de recursos naturales.

El paso del paganismo al cristianismo no sólo significó un cambio hacia la abolición de la esclavitud, cuyo germen fue el feudalismo. El sentido político no podría ser sin la importancia de la fe, cosa que jamás terminará de aceptar un positivista. Es decir, que en la religión, a partir de la encarnación, se dio un paso importante en la verdad y el favorecimiento de los hombres que ninguna técnica podría tener. Que esto no ponga en entredicho los avances en la sabiduría eterna que dieron hombres como Platón y Aristóteles, sabios que apenas se pueden asimilar a lo que se llama pagano. La filosofía no niega rotundamente la revelación. De ahí la posibilidad de que la teología se erigiera como la corona de la era medieval, como un progreso para el espíritu del hombre, imposible sin la fe, y que requirió, por supuesto no sólo de la revelación sino de la comunicación entre los sabios que la fueron erigiendo, cosa imposible si a las cualidades de los grandes intelectos no se hubieran sumado la escritura, el libro y la traducción. El progreso material sucedáneo al conocimiento en la fe.

La religión fue un cambio histórico, es cierto, pero uno no necesita decir que así tenía que darse de manera necesaria. De hecho, después de ella, los cambios que la técnica y la organización política trae consigo resultan disminuidos en magnitud y fuerza. Los mitos sobre el progreso no requieren de fe, sino de obstinación. El progreso no requiere fe, sino de las habilidades humanas para que aparezca en las innovaciones y beneficios renovables. Existió antes de los proyectos y las planeaciones. Se detendrá sólo cuando el hombre deje de requerir de su industria para vivir de manera que considere aceptable. Lo que la religión le dio es muy diferente a lo que el internet, el periodismo y la mecánica le han dado y le podrán dar todavía.

Parecerá ajeno, pero cabe preguntar si la religión sobrevive en el mundo moderno, adverso a ella, por lo que la teoría moderna sostiene (la conveniencia política y retórica de que en ella se crea, muestra de la tolerancia y la apertura de los valores modernos). Si lo que digo es cierto, la pregunta deviene sospechosa, por ser una pregunta a todas luces moderna. Los cristianos tenían que esconderse de sus perseguidores para poder vivir con su fe antes de que tuviera el poder que tuvo después en el imperio. Ahora que no existe la misma persecución masiva y pública ni la misma influencia política, la fe sobrevive como siempre lo ha hecho: creyendo. Porque fue anterior al desarrollo político, económico y técnico de la edad media, sirviéndole de base, y puede decirse que puede permanecer en medio de la doctrina moderna del progreso, aunque no le sirva de fundamento verdadero. Si ella (la fe), como dijo el Papa Francisco tiene que ayudar a discutir los problemas actuales, es por esa razón. Puede ver el fondo de los problemas de la consciencia como le enseñó a verlos Quien puso su primera piedra. Porque esa fue la herencia eterna.

Tacitus