El Poder de la Mente y el Desarrollo Holístico

por el Docto Geovanni Castillo

Hace aproximadamente unos 325 billones de años, el universo estaba compactado en una gran esfera material. En ella, se encontraba la más prístina quintaesencia de todo lo que es y de todo lo que estaba por llegar a ser. Un buen día todo cambió, y toda la energía concentrada en el centro del universo hizo salir disparada toda la materia concentrada hacia todas las direcciones habidas y por haber. A esta situación, todos la conocemos como el Big Bang, o la gran explosión. Ahora, esto no es nada nuevo, de hecho, es tan viejo como la vida misma, como el ser o el existir, que son dos cosas distintas entre ellas pero necesarias la una para la realización de la otra. De la misma manera, la materia es necesaria para que exista el mundo, los pensamientos y por ende… la felicidad.

Si no somos, no podemos existir, eso es algo más que evidente. Así que es este punto inicial, en el que la existencia y el ser se conformaron en uno mismo. Todas las cosas gigantescas. ¿Sabían que la superficie de Júpiter es de 61,42 miles de millones km²? Bueno, ahora que lo saben, quiero que se esfuercen en hacer el ejercicio de imaginar objetos mucho más grandes. Porque, a lo mejor no lo saben, pero el Sol es mucho más grande que Júpiter, y aquél es una estrella mediana, dentro de las que podemos observar desde aquí. Intenten imaginar por un momento el tamaño de lo que nosotros llamamos el espacio exterior, mismo que contiene toda la materia que explotó en el Big Bang y que se creó a partir de éste. El Ser, fue lo que terminó por dar forma al espacio exterior, y todo lo que cabe en él. Los invito de nuevo a hacer el esfuerzo por imaginar, toda la materia posible de la existencia. Desde el átomo más pequeño de entre todos los átomos, hasta la estrella más brillante y magnánima que ilumina a todos sus errantes vecinos. Toda la materia posible.

Si lo están haciendo bien, no tendrán que esforzarse mucho para llegar a maravillarse con la idea. Verán, somos pequeñitos, somos unidades de materia, conjuntos perfectos de átomos que funcionan de manera tal que podemos percibir nuestro entorno, experimentar, pensar y comprender. Pero sobre todo vivir. Vivir. Les voy a contar una de las cosas que se cuenta del gran pensador sociólogo Max Weber. Durante su larga vida asistió a muchos funerales, pero siempre llegaba tarde. Incluso, en una ocasión él tenía que dar el elogio fúnebre, ¡y llegó tarde! Cuando le preguntaron por qué llegaba siempre tarde a los funerales, él contestó “porque para los muertos, la tardanza no significa nada”. Piénsenlo. Es gracias a esta combinación fantástica y prácticamente imposible de átomos que el Ser pudo poner en marcha con esta primera explosión, toda la existencia, y el futuro. Es gracias a este primer estallido de vida, que están ustedes sentados aquí en este momento, y estarán en donde quiera que se encuentren dentro de un par de años o de décadas. La vida, ya lo demuestra la biología, no es otra cosa que una combinación perfecta de varias secuencias de movimientos de la materia primígena que nos conforma. Dicho de otra manera, la vida, se da de maneras distintas dependiendo la combinación de nuestros átomos, es por ello que hay seres humanos, perritos, gatitos, y gatotes como los leopardos. A esta secuencia la hemos descubierto gracias a los avances de la ciencia, y se le da el nombre del genoma. Que no es otra cosa que la estructura y composición de nuestro ADN. Es el mapa original de cómo debe estar conformada nuestra materia para que nosotros seamos tal y como somos. ¿Saben qué decía el descubridor del ADN? “La gente dice que los científicos jugamos a ser Dios. Yo respondo: pues si no somos nosotros lo científicos, ¡¿quién más lo va a hacer?!”. Por supuesto, si esta configuración se mueve aunque sea un poquitito, el resultado del ser vivo, es otro. ¿Sabían que el ADN del ser humano se parece en un ochenta por ciento al de un plátano? Esto, tiene mucho sentido si lo piensan. No porque parezcamos plátanos, sino porque tanto el plátano como nosotros tenemos la misma materia primordial de la que está conformado todo el universo existente y por existir. ¿Cuál es la diferencia? Una pequeña variación en la composición o el ritmo de las combinaciones de nuestros átomos. Nada más y nada menos.

Los animales, son seres vivos, de ello no tenemos la más mínima duda así como también son los árboles y las plantas y las flores y los frutos. Siguen el ciclo de la vida que la ciencia ha descubierto: nacen, crecen, se reproducen y mueren. Nada más y nada menos. Lo mismo hacen las culturas y las civilizaciones. Pretendo llamar su atención, y esto es por la importancia que conlleva esta situación, a los pequeños cambios que se dan en el código genético que tienen las personas. Si bien las bananas tienen una similitud del 50% al código genético de los seres humanos, es muy sencillo darse cuenta que entre una persona nacida en España y una persona nacida en Escocia, la diferencia es micronesimal. Esto, viene a demostrar varias ideas que han ido proliferando en la actualidad. Como la igualdad de derechos entre los hombres, la globalización, y el libre mercado. Las diferencias entre nosotros (entre nuestra materia original) es muy pequeña, ¿por qué debería cambiar tanto las costumbres, los modos de gobernarnos o los derechos? Pueden darse cuenta de por qué estas ideas no podían nacer antes de que la ciencia nos enseñara la esencia de nuestro modo de ser.

Ahora que sabemos que hay diferentes modos de vida, ya no nos impactamos, de algún modo ya lo sabíamos sólo que no lo habíamos entendido. A estas alturas de la humanidad ya nadie se sorprende de que una mosca vuele y que al mismo tiempo esta mosca sea un ser vivo, aunque sea mucho más pequeña que nosotros, y de la misma manera tenga una composición distinta de todos sus átomos y de su materia (o dicho de otra manera, tenga un cuerpo distinto al nuestro). A nadie le sorprende, que los seres vivos tengan cuerpos distintos entre sí. Así como los perritos que son de distinta razas, los chihuahueños y los xoloscuintles no se parecen entre sí, sin embargo, ambos son perros, y ambos, a su vez, son seres vivos. El cuerpo no es un factor determinante a la hora de aceptar un ente como ser vivo. ¿Por qué? Sencillo, porque sabemos que todo cuerpo está hecho de materia primordial configurada de tal o cuál manera. Si no nos sorprende que una hormiga, una pulga o incluso una bacteria, virus o estreptococo, sea un ser vivo, ¿por qué habría de sorprendernos pensarlo al revés? Es decir, que haya vida de tamaños mucho más grandes. Por ejemplo, los dinosaurios. Sí, es cierto que ya se extinguieron, o eso se cree, aunque hay algunas corrientes que afirman su existencia en el fondo del océano. De cualquier manera, todos sabemos que los dinosaurios eran seres vivos gigantescos, del tamaño de rascacielos. Y esto no sorprende a nadie. De la misma manera, podemos darnos cuenta de que los árboles, son inmensos, hay algunos en el corazón del Amazonas, que han sido medidos por helicópteros y llegan a alcanzar hasta 80 o más metros de altura. Si alguien dijera, en la actualidad que el tamaño importa para saber si algo es un ser vivo o no, todos nos burlaríamos de él, porque a final de cuentas lo que importa es su composición material. Es decir, el modo en el que se conforman sus átomos. Así mismo, no veo ningún problema con pensar un poco más en grande. ¡Imagínense a niveles gigantescos como los de los planetas!

Recordemos de nuevo a Max Weber: pensemos mucho más allá. Como él solía decir, “los especialistas sin espíritu, los sensualistas sin corazón, son una nulidad que imagina que ya llegó a un nivel de civilización nunca antes alcanzado”. Yo los invito a que recuperemos el espíritu, el corazón, y vayamos mucho más allá. Salgamos de la caja, como se acostumbra decir hoy en día, liberémonos de nuestros pensamientos tradicionales, de nuestros prejuicios, de lo que nos enseñaron en la primaria y bachillerato. Comencemos a tratar a nuestro planeta como lo que es, un ser vivo que nos estamos acabando día con día. Es nuestro deber darnos cuenta que lo estamos llevando poco a poco a la destrucción, como si fuésemos una suerte de microorganismos nocivos. A lo mejor les puede parecer un poco gracioso, pensarnos como microorganismos, pero a final de cuentas eso es lo que somos comparados con el tamaño que tiene Júpiter, el sistema solar, la galaxia o el cosmos. ¿Por qué sería ridículo pensarlos como seres vivos?

Como les decía hace unos momentos. Toda la materia estaba concentrada en la esfera original. En ella, no importaba la conformación atómica, ni el ritmo, ni el exceso o las carencias que después vendrían a formar los cuerpos y los seres vivos. Es decir, toda la materia que ahora flota por el espacio exterior (incluido el mismísimo espacio), por el cosmos infinito, era una sola. Como la vida, que no se da dos veces. Como las mejores cosas en la vida. Los invito a pensar esto por unos minutos, quiero que se den cuenta de que todos ustedes y yo, estábamos allí en el mismo lugar, confundidos, co fundidos y compartíamos la misma materia que sus nietos por venir y que los dinosaurios, las abejas, las hormigas, los árboles, los ríos, los mares, los planetas, las estrellas, los hoyos negros… y ¿saben qué más? la justicia, los derechos, los sentimientos, el amor. Todo era uno solo y éste comprendía todas las almas, los pensamientos, las creencias y la ideas; porque ¿qué es la mente o los pensamientos, sino micro descargas eléctricas pasando en cierta frecuencia a través de cierta configuración determinada de materia? Lo que quiero decir con esto, es que todas las configuraciones posibles y toda la electricidad, y toda la energía posible estaba concentrada en esta materia originaria. ¿¡Cómo no iba a explotar con tanta cosa allí metida!?

Quiero crear consciencia el día de hoy en ustedes, consciencia sobre ustedes y sobre este mar inmenso que es la existencia en la que tan descuidadamente habitamos día con día. Quiero, por principio que se fijen en una ley científica aceptada desde hace ya varios cientos de años y que ninguno de nosotros ponemos en tela de juicio. La materia no se crea ni se destruye, solamente se transforma. Sencillo, ¿no? Todos lo hemos visto, todos lo podemos probar en cualquier momento que se nos antoje. Por ejemplo, si prendemos fuego a un cabello nuestro, la materia que lo conforma se tornará algo distinto. Ese cabello, no dejó de ser, se transformó. ¿Cómo sabemos eso? Sencillo, nuestros sentidos siguen captando lo que quedó de su esencia, y nuestra memoria lo que quedó de su ser. Lo mismo sucede con el entorno en el que viven día con día, agreguen un poco de calor, y el aire no será tan sencillo de respirar, o agreguen un poco de frío y éste hará dolorosa la labor cotidiana del respirar, cambien una actitud con uno de sus amigos, y todo el ambiente se sentirá diferente. Todo en la naturaleza es mutable, y puede ser transformado si se le aplica el estímulo correcto. Voy a insistir, no quiero que se me pierdan en el camino. La materia primera, esta esfera gigantesca en la que estaba concentrado todo (amor, odio, felicidad, hambre, gozo, salud y enfermedad) se transformó. Se movió, dejó de ser La Unidad del todo y comenzó a ser su multiplicidad. Pero, esto, no hizo que la esencia se cambiara. Un cabello, por ejemplo, mantiene su esencia incluso si se le quema. Y éste es un aroma muy particular, varios de ustedes seguro lo conocen. Es por eso que a los perfumes se les conoce también como esencia. Porque mantienen la esencia de las cosas.

Una vez que he insistido tanto en esta materia primera, y que los he guiado por el difícil proceso de cobrar consciencia sobre lo cotidiano, sólo me resta mostrarles para qué sirve este conocimiento. Porque conocimiento que no sirve, es conocimiento muerto, inútil. Hay que ponerlo en práctica, hay que hacer que nos beneficie. Si han seguido con atención mi discurso, podrán darse cuenta de que todo lo que estaba contenido en la esfera primordial, es, en primer lugar, parte de lo mismo, y en segundo, es susceptible a la transformación. Es decir, lo podemos cambiar por otra cosa, podemos moldear su materia, extraer su esencia y realizar un producto que satisfaga una necesidad o una carencia. La ciencia es un bendición que ha traído al hombre el poder de la transformación, y nada necesitamos más desesperadamente en nuestro país al día de hoy, que una transformación cultural. Necesitamos usar el poder del pensamiento para aprovechar al máximo las ciencias sociales. El poder de hacer con la materia humana algo provechoso está a nuestro alcance. ¿Qué mayor provecho que utilizar nuestra materia para ser felices?

Antes de abordar el tema, voy a hacer un poco de hincapié en esta situación. Podríamos pensar, “bueno, ¿de dónde sacamos la felicidad, o de dónde vienen los sentimientos?”. La respuesta es que vienen de esta esfera primordial. Allí estaba, como ya dije, contenido el todo. Luego entonces podemos tener acceso a la felicidad, a la tristeza, a todos los pensamientos o ideas o creaciones habidas y por haber. Porque nosotros estamos hechos de la misma materia que el Todo. Esto demuestra que no hay límite para el ser humano, más que el límite de su imaginación. La cárcel al rededor del libre pensamiento, que nos impide crecer, expandirnos y ser tan grandes como el universo mismo, la construimos nosotros. En veinte años el ser humano mira hacia cielo mayor porcentaje de tiempo que cualquier otro ser vivo durante toda su vida. ¿Creen que esto sea coincidencia? Llevar nuestra consciencia a un nivel extra corporal. ¡Ojo!, no “extra material”, porque todos estamos hechos de la misma materia, pero con distinta configuración. Nuestra consciencia es parte, además, de la gran consciencia que estaba involucrada en la esfera primordial, por lo que nos permite explicar el porqué la materia está llena de vida. Toda la materia no es un pedazo de masa flotante, inerte, carente de propósito y de destino. No, si la materia fuera así, nosotros no podríamos conocerla, estaríamos flotando como ella sin tener consciencia de nada. Es justo porque toda la materia participó de la consciencia absoluta, que nos es posible a nosotros conocerla y a ella conocernos a nosotros. ¿Cómo se logra esto? Es mucho más sencillo de lo que suena. De veras: sólo debemos entonar el ritmo de nuestra consciencia con el que posee el resto de la materia a través de nuestras energías vitales (nuestros sentidos y percepciones extrasensoriales).

La materia y las emociones, están íntimamente ligadas, se necesitan una a otra como el vaso al agua. Una permea la forma de la otra, mientras que esta última le da la posibilidad de transformarse para seguir creciendo. Ya que sabemos que las emociones y la materia son parte de la misma cosa, entonces podemos darnos cuenta de que éstas son susceptibles también a la transformación. Es decir, nos es posible, una vez concientizados de esto, transformar la ira en amor, el rencor en perdón, la tristeza en jovial alegría, la corrupción en democracia verdadera y la amargura en felicidad. No hay imposible para el ser humano, ¡no hay límite una vez que ha vencido la barrera de sus propios temores!, una vez que ha cobrado consciencia de que se puede crecer más allá de nuestro cuerpo e integrarnos a este Ser que constituye el cosmos y todo lo que habita en él, porque estamos hechos, a final de cuentas, de la misma materia.

Por supuesto hay una pequeña condición para que esto suceda. Es nuestro deber cuidar la vida. No solo la nuestra, sino la del frágil ecosistema que estamos destruyendo. En alguna ocasión participé de una ponencia en la que una de las expositores, lanzaba la pregunta al público acerca de cómo era posible terminar con el virus causante del Síndrome del Inmunodeficiencia Adquirida. Por si no lo saben, es el SIDA. Y un audaz chico, poco más joven que ustedes, proponía que lo que se debía hacer para terminar con este virus, era aniquilar al organismo anfitrión. Es decir, terminar con la vida de la persona infectada. Así nosotros, como el SIDA, estamos terminando con la vida del planeta que nos da la posibilidad de ser quienes somos. Necesitamos, en primer lugar, mantener en buen estado nuestro ambiente. Es mucho más sencillo que te enfermes si vives en condiciones insalubres a que consigas una enfermedad si habitas en un lugar higiénico. ¿Sí sabían que es más sencillo contagiarte de algo dentro de un hospital? Porque ahí, están encerrados todos los microorganismos causantes de enfermedades.

Si empezamos a cambiar nuestros hábitos, podemos hacer un cambio gigantesco a nivel global. Solo debemos aportar nuestro granito de arena. Recuerden que la tormenta más estruendosa y destructiva está conformada de una multiplicidad de insignificantes gotas. Una vez que comenzamos a poner en orden nuestro planeta, podemos ir yendo de mayor a menor, mejorando la limpieza de nuestra ciudad, comenzando por nuestra colonia, separando la basura y haciendo el reciclaje un trabajo más ameno. Terminando, pues, por poner en orden nuestra habitación, nuestro hogar, nuestra cocina y nuestro baño. Y finalmente, limpiaremos las acciones de nuestros servidores públicos. Porque recuerden que están al servicio de nosotros. Todo debe estar completamente salubre de manera que podamos mantenernos saludables el mayor tiempo posible. ¿Sí ven por qué? La razón es sencilla. La causa principal de que la felicidad entre en nuestras vidas, no es otra cosa que la salud. Nada en el mundo es feliz estando enfermo, ni siquiera nuestro planeta Tierra.

¿Saben cómo le dicen a la madre Tierra en Rusia, padre Tierra. ¿Y cómo vamos a conectar nuestra consciencia con una mayor, con una del tamaño del planeta o de nuestro sistema solar, si nuestro primer obstáculo es justo la salud del planeta? Nuestra misión es cuidar de nuestro cuerpo. Cuidar de nuestra materia. Ya lo dicen los antiguos griegos, y los versados en el tema conocerán la máxima Olímpica de “mente sana en cuerpo sano”. Esto no es gratuito, no podemos ser felices, si tenemos un cuerpo enfermizo, si nuestra materia está decayendo, corrompiéndose y transformándose en algo que promueve las energías negativas del cosmos. No podemos estar sanos si comemos alimentos transgénicos, alterados, artificialmente manipulados por técnicas que no respetan el regalo de vida de nuestra madre Tierra. ¿Sabían que las personas que llevan una mala alimentación son más propensas a estar enojadas o deprimidas? ¿Por qué? Sencillo, el cuerpo necesita matenerse estable, sano y con los nutrientes necesarios para poder crecer en la mejor de las maneras. Esto es un hecho que las grandes corporaciones pasan por alto a la hora de posicionar sus productos nocivos en el mercado internacional, que la industria de manera egoísta olvida, que la ciencia con su hambre de dominio obvia arrollando nuestra conexión con el ser absoluto. La mejor manera de crecer es aquella que le permite a uno ser fuerte, engendrar a niños con suficientes anticuerpos, aquella que le permite respirar, oxigenar cada célula de su ser, de manera que todas ellas puedan funcionar siendo la mejor versión de ellas mismas. ¿Alguna vez les ha faltado el aire o se han desmayado? ¿Han intentado tener una idea o pensar mientras están teniendo problemas para respirar? Se podrán dar cuenta de que la falta de oxigenación impide que las ideas afloren. El cuerpo, nuestra materia sabia como la misma Naturaleza prioriza la supervivencia a otras tareas menos útiles en ese momento. De nada nos sirve comprender el teorema de Pitágoras cuando estamos a punto de quedarnos sin oxígeno. Nuestra materia, sabia, actúa de inmediato y busca la salud, nuestra mejor configuración de manera tal que la vida siga creciendo, cultivándose dentro de nuestro cuerpo. Los exhorto a comportarse como la materia, a no quedarse solamente en la mediocridad, a ser pura acción pensante, a adoptar en nuestra propia piel la sabiduría que traemos desde el Big Bang. Somos seres de acción, seres activos, seres diseñados para trabajar, para mantenernos en constante perfectibilidad. Para hacer crecer nuestra sociedad bajo leyes justas, bajo un trato igualitario, con las mismas oportunidades de desarrollo para todos, porque a final de cuentas todos estamos hechos de la misma materia estelar.

A estas alturas podemos darnos cuenta de por qué no se puede ser feliz si no gozamos de salud. Y que la verdadera felicidad reside en el buen cuidado de nuestra materia y de la que nos rodea. ¿Qué hay que hacer? Comer bien, descansar bien, cuidar nuestro cuerpo porque es allí donde reside nuestra alma, nuestro espíritu, nuestras ideas y nuestras memorias. Es nuestro cuerpo el que debe buscarse expandir, crecer, sano, fuerte, de manera tal que pueda oponer la mayor resistencia a los obstáculos, a la enfermedad, o a la muerte. Nada vive tanto tiempo como las estrellas. Debemos aprender de ellas. Progresar con brillo propio, marcar la diferencia, ser una guía para los que vienen detrás, perdidos en este mar de injusticia, pero que nos necesitan. Debemos retomar consciencia de aquél divino primer momento de existencia, donde todos éramos uno y donde participábamos de todo el amor y la felicidad del universo. Necesitamos dejarnos llevar por nuestra verdadera naturaleza humana, y hacer crecer nuestra materia, reproduciéndonos, construyendo músculos, huesos fuertes, enlaces neuronales sólidos y pulmones limpios; la mejor manera de vivir y de ser felices, consiste en cuidar nuestra salud, y por ende nuestra supervivencia a toda costa.

FIN… FIN… FIN.

El cristal en el río

El cristal en el río

Nunca he sabido a ciencia cierta cómo me miran otros; creo que sólo he poseído sospechas cuando la compasión se hace evidente, cuando la preocupación se mezcla con la impertinencia y cuando la distancia es impuesta intencionalmente, pero eso sólo me ayuda poco. El arte de opinar sobre lo cercano requiere pericia de los afectos, que casi siempre nos nublan, llevándonos al ridículo o al entusiasmo vano. Rara es la moderación genuina, y apreciarla es quizá imposible sin abandonar la egolatría imperante. Pero esta imposibilidad de conocer mi imagen me hace ver también que yo mismo no siempre soy “lo mismo” para mi propia vista. El cuerpo se vuelve un pretexto ante el espejo para estar cierto de mí. La tristeza y la alegría me recuerdan lo susceptible que es mi materia de ser manipulada por motivos desconocidos, pero también me muestran que nada de mi cuerpo responde en sí mismo por la emoción tal como se articula en mí. De nada sirve caer en la pantomima del reflejo si no vemos que el espejo sería inservible si la imagen no fuera una actividad ajena a los cuerpos en general. El rostro es lo más distintivo, pero también lo más complejo: expresa, mira y es mirado, reconoce inmediatamente, acostumbrado a la sorpresa del fenómeno, como si estuviera por siempre tentado a creer en las superficies, aunque sepa que algún fondo lo sostiene en cada reconocimiento.

Todo pareciera apuntar a que es relativamente sencillo distinguir entre la imagen proyectada y lo que somos. Pero una reflexión más detenida nos deshace la ilusión. Estamos fascinados con la aparente distinción entre lo que se es por fuera y por dentro que no notamos la verdad profunda de aquel verso inmejorable de Eliot, que pudiera aplicarse en más de un contexto: we are the hollow men. Tan atiborrados de entusiasmo ante el impacto visual, tan emocionados ante el espejismo de lo distinto y tan convencidos de que nosotros escogemos lo que proyectamos, que no notamos el vacío tremendo que reflejamos. Nadie puede quejarse de la voracidad tediosa de la publicidad en su vida si decide gastarse en la inerme comunicatividad de la conversación simulada o en esculpir su perfil cibernético con el pretexto de la vinculación. ¿En qué consiste ver nuestro interior? ¿A qué nos referimos estrictamente con esa palabra, con la que no atinamos a la interpretación adecuada de nuestros intereses, a pesar de decir que ahí reside la relevancia completa de la personalidad?

El reflejo está ligado misteriosa y abiertamente con la memoria. Curiosamente, nuestra obsesión por retratarnos instantáneamente parece exigir un descuido de la exigencia por recobrar el pasado con la atención. Lo sabroso del recuerdo es el sabor que deja al ser recobrado de la manera adecuada. Parece que el retrato conmueve la facultad dormida, lo cual logra sólo para los momentos de pudimos grabar. La diferencia entre el recuerdo y el afán por el pasado tiene que ver con la actividad involucrada en cada caso. Posamos para el millar de imágenes queriendo destacar nuestro aplomo y particularidad emotiva, y en la ráfaga se nos va el desinterés por recordar. No habremos de capturar nuestra imagen artificialmente por más tiempo que invirtamos. Los pintores muestran su estilo en el retrato ajeno. La mayor parte de apreciaciones que hacemos de los demás, al parecer, tienen la extraña peculiaridad de ser lo menos hirientes con nosotros mismos. Curioso que ese procedimiento sea general: la vara del subjetivismo tiene un carácter extrañamente universal. ¿Qué imagen perfilamos constantemente? Lo que hacemos ver depende de la relación, en la que se abre el campo del reconocimiento, escondido pero explotado por todos. La ansiedad voraz por la memoria postiza intenta prolongar las alegrías que tenemos que mantener con la sonrisa mientras dura la foto; lo interesante es observar cómo ese afán por mantener el momento –ansia nada nueva en su naturaleza-, ese esfuerzo por la imagen propia requiere que la imagen de otros sea captada con los filtros comunes. La poca memoria no sobrevive sin la presunción, a pesar del talento proteico de esa pasión.

 

Tacitus

Cambios profundos

 

Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie.

Lampedusa

 

Pensar en el carácter propio de una revolución, es difícil, por un lado se puede considerar la revolución que realizan los astros cuando se mueven en sus órbitas, por otro podemos fijar la atención en un cambio respecto a la disposición que se puede tener con una corriente ideológica, religiosa o política.

He decidido iniciar el texto de hoy citando a Lampedusa, porque al reflexionar sobre la revolución de las conciencias de la que tanto se habla últimamente me percato de la repetición de ciertos detalles que me indican que esa revolución es una más entre el montón de revoluciones que ha vivido la humanidad.

Los cuerpos celestes en el cosmos tienen movimientos constantes que por ocasiones parecen erráticos, tal es el caso de los movimientos que apreciamos en planetas como Marte o Venus, que casualmente simbolizan a la guerra y al amor.

Las tendencias en las poblaciones también suelen parecer regulares. Las ciudades prosperan y decaen, señala Heródoto y con ello nos muestra el orden en el que parece vivir el ser humano, el cual a veces vive periodos de guerra y a veces vive en paz hasta que aparece la  acción de Venus, como es el caso con la guerra de Troya.

Pero la compresión del hombre no es tan simple, si así fuera no podríamos reconocer en lo político la inconstancia que nos dificulta tanto pensar en qué es la justicia o cómo es que se debe legislar la vida de una ciudad, sin embargo, a pesar de esas dificultades hay puntos que permanecen en el cambio y que nos permiten pensar con cuidado en lo político.

Sin eso que permanece en el cambio, no nos mantendríamos como seres humanos, una constante por ejemplo, es la esperanza: Los grandes tiranos han jugado con la esperanza de sus súbditos al grado de hacerlos creer en ocasiones que el Estado se concentra en una sola persona, digamos Luis XIV o de otros que resultaron tan hábiles para jugar con los anhelos de sus seguidores que hubo soldados dispuestos a dar su vida inútilmente, a veces sólo para recibir la mirada de seres como Bonaparte, que indiferente veía a soldados ahogándose en las frías aguas de un río en Rusia.

El deseo de vivir mejor es una constante en el hombre, y la sensación de que se está viviendo de manera injusta porque otros tienen lo que por derecho le pertenece a alguien también parece una constante de la que se nutre la esperanza. Quizá por ello cuando es necesario que todo siga igual hay que hacer grandes cambios fundados en las esperanzas y en el deseo de justicia de la humanidad.

 

Maigo

 

Sobre el gusto por los disfraces

¿Por qué nos gusta disfrazarnos? Que sigamos tradiciones sin cuestionar, mucho más si son divertidas, parece que no responde totalmente, pues siempre queremos disfrazarnos de algo en específico, no de cualquier cosa. Parece que la vanidad nos motiva a usar disfraces; queremos lucir aterradores,  elegantemente tenebrosos o provocativamente espeluznantes; queremos causar alguna reacción en nuestros espectadores. Pero responder que es simplemente por vanidad, o entender así a la vanidad, nos traslada a otra pregunta: ¿todos los días nos estamos disfrazando? Aunque la pregunta ya se volvió malévola, pues se estaría suponiendo que todos los días estamos ocultando algo con nuestra apariencia y queriendo que nos vean como queremos ser vistos y no como realmente somos; sería como suponer que somos tan endemoniados como queremos mostrar con nuestros disfraces. Pero la ropa que nos ponemos cotidianamente siempre es la misma, lo cual hace que, incluso para el más malévolo, sea complejo mantener su engaño; por otro lado, las palabras o incluso las propias acciones puedan ocultar más de lo que lo hacen los trajes que usamos. Volvamos a la pregunta inicial.

El primer ensayista inglés decía que el gusto que teníamos por la mentira se veía en nuestro gusto por los disfraces de los carnavales o las vestimentas del teatro. ¿Será que nos gusta mentir y por ello nos disfrazamos? Ya no es mera vanidad la que nos orilla al disfraz, sino una búsqueda de decidir lo que el otro va a decir de mí. ¿Para qué controlar lo que la gente opine de mí?, ¿se buscará un uso político con la venta de la propia imagen?  O acaso, como Macbeth cuando ve la daga imaginaria y dice que la bondad es un niño cabalgando en medio de la tormenta, el disfraz y su efecto nos permiten justificar nuestras intenciones más oscuras, más malvadas. ¿Los disfraces nos ayudan a ocultarnos a nosotros mismos nuestros deseos más malvados?

Yaddir

Meditación sobre el hombre cristiano

Meditación sobre el hombre cristiano

Hace mucho que en lenguaje popular se ha establecido que existe un interior. Esa oscura masa de palabras que hacen de la ética el conocimiento de la conciencia del éxito, la renuncia y la relajación son hoy un camino que todo intelectual fácilmente repudia. ¿Cómo este repudio puede subsistir sin su base ilustrada, que a la vez pide que no se corrompa el entendimiento de la consciencia, que es, a fin de cuentas, una especie de desarrollo espiritual de un interior, cuyo carácter se va comprendiendo a través de lenguaje? La ilustración nos abrió los ojos, dicen, a la existencia de la conciencia: abrió el diálogo entre el conocimiento de la naturaleza y el espíritu. La conciencia es imposible sin historia, y la historia torna innecesaria sin una certeza sobre la orientación del hombre a partir de dicho descubrimiento. El interior del hombre es el jardín de la Ilustración: la historia se juzga mejor una vez se distingue el exterior con la posibilidad de asimilarlo. El exterior parece el evento ajeno; la Ilustración basa su comprensión de la conciencia humana en la tensión que su libertad tiene con la naturaleza, cuyo aprendizaje habla en la voz de lo necesario. El hombre “hace” la historia es un enunciado que parece imposible de juzgar fuera de nuestro aprendizaje básico sobre la conciencia, que apunta al problema de la razón en tiempos modernos. El nihilismo, así, no necesariamente es un problema originado en la falta de normas, en la disipación de la conciencia. El nihilismo se muestra mejor en aquello que Nietzsche describía como la enfermedad por el exceso de la historia: el instrumento que, en la aparente intensión crítica, oscurece la posibilidad de preguntar y responder sobre el supuesto hacedor. ¿En qué sentido la historia es un hacer?

La complejidad de la razón es también un problema político. Creemos actualmente que no hay posibilidad alguna de ser racionales en el aspecto político, aunque extrañamente no seamos nunca ajenos a la política. La razón está, decimos, en bancarrota: la enseñanza práctica más elemental es que el acto se guía sólo por opiniones. Pero la política siempre ha sido la arena más ardorosa de las opiniones. El ágora es el elemento en donde brotan las cuestiones más acuciantes para la moralidad de todo hombre. El interior moderno no es lo mismo que la consciencia de los hombres cristianos. La consciencia del cristiano tiene la radical problemática de que es un saber articulado a partir de la revelación. La consciencia del cristiano es un saber cuya articulación no hace del interior el escenario de Dios. La consciencia del cristiano sería mero dogmatismo si no supiera que la relación con Dios está en su naturaleza: en su ser hombre, palabra que la consciencia no acaba sólo en la distinción moral. La consciencia tiene una relación con el alma, que sólo se piensa adecuadamente tras la encarnación. El interior moderno no es la interpretación del alma, ni su secularización, sino la tesis más opuesta, que termina por difuminar la posibilidad de comprendernos racionalmente (en el sentido actual) como alma. No hay alma ahí en donde es lo mismo que la conciencia. Se difumina el alma porque el alma no es interioridad: es la inteligibilidad de la vida; la consciencia es posible por esa inteligibilidad. Quien niega la inteligibilidad el mundo impide la posibilidad de saber de sí: yace en la oscuridad de su conciencia Ilustrada, naufragando entre la fe moderna y la historia del hombre.

La consciencia no puede ser ajena a la razón. El problema más grave es poder distinguir eso de la interioridad racional. La posibilidad de la consciencia está representada por el amor cristiano. No es un concepto que describa sólo los actos morales del cristiano: es la raíz de su sentido entero, porque es lo que le permite conocerse. Conocerse a sí mismo a la luz del pecado, que no es posible sino por el Bien, es amor, no castigo. Por eso no es imposible ni antinatural el cristianismo. Su verdad yace no en probarse sólo en ciertos actos. Los actos deficientes se comprenden a partir del amor. No usa una vara muy alta, sino la medida más justa. El Bien no es la abstracción moderna, ni yace oculto en la oscura elección predestinada. Que Dios se haga carne es prueba del amor: la predestinación es todo menos caridad. La interioridad de la voz de la conciencia hace irrelevante al lógos, que era en un principio y se hizo carne. La consciencia es posible porque la relación con Dios es lógos, hecha presente en el acto del amor que es la violencia sobre la carne del hombre. El amor no intentó cambiar el mundo. No “hizo la historia”. Por eso la historia moderna no es tampoco interpretación de la consciencia. La encarnación es un hecho único e irrepetible. Comprenderlo es posible sólo si se ve que el amor es todo menos silencio divino y si intentamos pensar esa ausencia de silencio más allá de un destino.

¿Cómo es que la fe conlleva el dar lógos? ¿Cómo el Bien no es una construcción? Volvamos a la relación del alma y la consciencia. El intento de hablar del saber de sí no debe hacerse ajeno al autoconcimiento, que no es necesariamente consciencia y del cual el alma es apenas una dimensión. La consciencia parece siempre un término moral para el saber del mal y el bien, para la distinción de términos morales. Pero fácilmente se ve que eso es limitado: la moralidad de la consciencia es imposible si la fe no da razón. El problema de la consciencia del hombre no se alumbra si no comprendemos que el conocimiento del Bien no es posible sin la presencia de Dios en el hombre. No es que Dios esté en todo hombre, que se haga visible a través de sus actos; saber de sí no es descubrimiento de la riqueza de la interioridad de los movimientos del alma, sino la posibilidad de comprenderlos a partir de Dios, que es razón. La verdad de la consciencia no expresa el conocimiento del yo: lo aquilata confrontándolo en el lógos divino y humano, cuya frontera yace en el mismo hombre. No es la consciencia la divinización del individuo, sino el radical conocimiento de la posibilidad de la verdad fuera de los sótanos de la conciencia. Lo anterior no debe interpretarse como si la disolución del yo fuera una negación de la materia, lo cual llevaría de nuevo a la incoherencia del lógos, sino su elevación. El saber de sí cristiano no “hace” al hombre: intenta comprender qué significa haber sido creado. Esa comprensión aborda el misterio de la trinidad. Sin la relación trinitaria y unitaria la consciencia sería sólo eso que queremos y admitimos: aclaración de la interioridad. La difuminación del yo como sujeto no es sacrificio de la razón. La consciencia es más que la superación de la individualidad en la dialéctica con el mundo exterior. Quien se comprende como consciencia sabe que ese es un dilema falso.

 

Tacitus

La aparente comunidad aparentemente azul

Que lo que aparece en Facebook es lo que queremos que aparezca, eso nadie lo niega, pero la apariencia no se concretiza totalmente, es decir, el deseo de querer vernos de determinada manera sólo se queda en eso, en algo tan difuso, pero presente, como un deseo. La apariencia parece presentarse, pero también parece inexistente. Las fotos que nos tomamos son fruto de la decisión de un solo momento; no enmarcamos los momentos vitales, los más importantes, sólo los que así nos parecen o queremos que así sean. Las fotos nos fuerzan una sonrisa o una actitud, en muchas ocasiones; Facebook nos fuerza a mentirnos.

Pero más que mentirnos en la cantidad de amigos que tenemos, o en la cantidad de momentos importantes que debemos fungir, Facebook nos ayuda a mentirnos en nuestras ideas. Nos pregunta ¿qué estás pensando? Y, si nos encontramos en un momento de mediana lucidez, respondemos con alguna flor de nuestra reflexión. Pero la mayor parte de las veces expulsamos palabras con algún sentido aparente. ¿El sentido es para nosotros, para los demás, para la imagen de nosotros? ¿Con qué finalidad presentamos un comentario del que no sabemos quién lo leerá, qué tanta atención le pondrá, cómo lo entenderá? ¿Podremos encontrar comprensión en un ambiente tan caótico y ficticio como Facebook? Facebook nos ayuda a mentirnos que pensamos, que alguien nos comprenderá como queremos ser comprendidos.

Compartir una reflexión va más allá de expulsarla, uno debe pensar qué busca al escribirla, para quién va a ser dicha. Como las redes sociales no fueron pensadas para compartir ideas, sino para rellenar los perfiles de likes y comentarios, pues finalmente eso es un negocio, no conviene desperdiciar una posible reflexión en ellas; en la misma red hay espacios más adecuados. No debemos engañarnos con algo tan importante como nuestras ideas, pues, finalmente, muestras ideas siempre tendrán algún impacto en los lectores. Debemos tomar tan enserio nuestras ideas, como a las personas a las que se las queremos dirigir.

Yaddir

Dimensiones del hombre

Dimensiones del hombre

Todo hombre tiene una dimensión tripartita. No me refiero a la extensión y los límites de su materia, aunque ellas formen parte de su identidad. Cuando decimos conocer a alguien lo decimos en más de un sentido. Conocemos a alguien cuando lo hemos visto y recordamos su rostro y su figura. Pero también de los rostros, voces y expresiones que conocemos una vez tienen la paradójica cualidad de no ser “conocidos”. Es decir, que por ellas no conocemos a la persona del todo. Nos referimos a un conocimiento que no necesariamente brota de la amistad, sino del trato. De esas dimensiones que son la obra y la palabra. Y también existe esa tercera dimensión que a muchos nos gusta llamar interioridad, pero que está mejor nombrada con el pensamiento. El hombre puede pecar por esos tres medios, además del de la omisión. ¿Por qué lo que no hacemos puede sumársele a los otros tres aspectos que parecen determinar lo que somos, al menos para conocimiento de los demás?

La palabra nos muestra al otro no sólo por medio del tono vocal sino por medio de lo que la palabra muestra de nuestra vida entera. Si la expresión puede ser materia de pecado es gracias a que no puede estar desvinculada de la voluntad y el pensamiento. Ni siquiera en el caso de la mentira. Mentir es un defecto en tanto no se busca la prevalencia de la verdad como bien. Para ello hay muchos medios, pues cada quien ve de ella lo que puede, no más. Parte de buscar la salvación no puede evitar el cuestionamiento y defensa de la fe en la palabra porque ella nos hace comprender la manera en que es mejor vivir. Por la palabra se accede a la creación, a los principios y a la comprensión toda de los misterios de la fe. Creer en la divinidad de Cristo no es posible si no creemos a la vez en que sus palabras tienen sentido. No es posible creer en la encarnación si le quitamos la racionalidad a la creencia. El pecado de palabra no existe para quien no ve a Dios involucrado en cada acto de su ser, como nos lo enseñó la encarnación. La palabra es acto en tanto por ella el mundo aparece de cierto modo, en tanto es nuestra palabra lo que muestra incluso en la mentira la razón. Quien ve en la discusión de fe el peligro mismo de la fe no ha entendido ese carácter verdaderamente polémico del evangelio que está precisamente en cada hecho y palabra de Cristo. Los errores de la palabra no requieren de erradicación, sino de discusión.

Es más que sabido que la fe se caracteriza por recordarnos que lo importante de un hombre es la acción. En ellas, según sabemos, hemos de creer. Parece trivial, pero ahí radica, creo yo, en la imposibilidad de afirmar que el cristianismo se basa sólo en afirmar que entiende a todos los hombres a partir de un ideal. Es la falacia del cristianismo moderno, cuya otra cara hace de la fe lo único necesario para la posibilidad de la religión. La realidad de Cristo nos enseña a creer en las acciones y a no juzgar todo con la piedra en la mano. La incredulidad de la palabra no es misología, sino todo lo contrario: pecar por la palabra es posible en la medida en que hay expresiones piadosas. Pero la palabra no es el medio principal por el cual la voluntad hace presente su deseo. Si juzgamos las obras, podemos indagar el fin a la luz del bien. Creer en las obras es la enseñanza cristiana que nos permite concluir que las falencias del hombre se juzgan a la luz de lo humano y lo mejor en Cristo. Cristo sin humanidad asegura la irrelevancia de la obra. El autoconocimiento debe ser de lo que somos en relación con el mundo entero, y por ello es lo más difícil. Sin ello no podemos saber de lo que es bueno para nosotros, mas que en un sentido limitado. Las obras permiten saber de la fe de un hombre en tanto muestran la capacidad de cumplir esos mandamientos de amar al prójimo y a Dios. Quien actúa pensando que cada obra le ha de retribuir por su bondad un lugar en el cielo no ha entendido el verdadero sentido del Reino de los Cielos.

Afirmar que la consciencia es la interioridad desconocida es peligroso. Nadie ve la interioridad, pero eso no quiere decir que no tenga voz en lo que sí se ve. Por eso las obras son importantes y en ellas se cree. La omisión nos hace pensar que la fe es una cadena que nos ata al puritanismo. Pero el verdadero puritanismo existe en la moral que sólo ve en la fe lo separado que está el cielo del hombre. Dicha separación en el cristianismo se muestra en el amor; en el amor no sólo de quien busca la salvación como erotismo (que no sexo), sino en la misma persona de Cristo. Es decir, la separación se nos ilumina a través de la unión. Lo pasajero de la carne no es en ningún sentido el exorcismo de las pasiones. La posibilidad de la omisión nos muestra que hay faltas al amor. La omisión completa el cuadro en tanto es el espacio que dejamos abierto a la falacia, el temor y la necesidad, contrarias al amor como virtud de fe. Por eso la separación del hombre y Dios es la muestra preferida de los omisos. El evangelio nos dio también lecciones ejemplares de psicología a partir de Cristo.

Tacitus