Placeres incubados en soledad

¿El encierro voluntario e involuntario que vivimos debido a la pandemia nos está preparando para cambiar? Muchos no temen afirmar que después del Covid-19 seremos seres diferentes. Veremos el sol con otros ojos; caminaremos sobre el césped de nuestros bosques y parques con pies renovados; hablaremos con auténtico interés a nuestros seres queridos; aprovecharemos la vida; viviremos. ¿Qué somos actualmente (o qué éramos antes de la pandemia)?, ¿vivimos únicamente para deleitarnos?, ¿somos lo que nos causa placer y dolor? Si satisfacer nuestros placeres es lo único que nos define como personas, temo que en nada cambiaremos una vez que el virus deje secuelas apenas perceptible. El encierro es abstinencia del placer.

Pero hay otros placeres que pueden incubarse en el encierro, incluso en el encierro solitario. Leer, escribir, pensar y conversar (si es que no se está del todo solo) pueden alejarnos de la locura, los ataques de ansiedad y otras enfermedades anímicas. ¿Podría el encierro potenciar los talentos relacionados con la palabra?, ¿la cuarentena dejará mejores pensadores, escritores, lectores y conversadores que, de alguna manera todavía imprecisa, cambiarán el mundo? A diferencia de las actividades al aire libre, del trabajo lucrativo, las actividades que podrían practicarse en soledad parecería que apenas tendrían un cambio en su practicante. Esto, considerando que el practicante tiene disposición para realizar las actividades previamente dichas, es decir, si siente placer haciéndolas. En el mismo caso se encuentran los músicos, dibujantes y otra clase de artistas. Pero compartir la lectura, la escritura, lo que se piensa y, evidentemente, la conversación, podría ser más placentero que las actividades en sí mismas. Aunque los pensamientos y las conversaciones pueden compartirse mediante la escritura. No hay escritura sin lector. ¿El escritor sabe quién es su lector o escribe como quien lanza una botella con un texto dentro al mar? La imagen resulta exagerada, pues se estaría suponiendo que su lector, quien pudiera complacerse con lo escrito, no podría responderle a su escritor, no podría conversar con él; supondría, además, que el escritor conoce casi nada a los lectores. Aunque ¿cuántos logramos comprender lo que estamos leyendo y mantener una conversación con quien lo escribió? Pese a que encontremos textos que parecen dirigidos a nosotros, muchos de sus autores murieron hace muchos años (textos que, dicho sea de paso, al desafiar el olvido muestran que su contenido es valioso). Escribir con quien leemos (conversar), es obvio que los temas deslizados en redes no son conversaciones, podría ser un placer que sí nos cambie. Los amigos nos cambian.

Yaddir

Humildad afectada

Hasta donde tengo entendido, hubo una vez un santo varón que vivió hace mucho en las regiones lejanas de Asís. Sus días transcurrían en humildes circunstancias, dicen que durmió en cuevas y a veces donde la noche lo encontraba, quienes lo conocen o han oído hablar de él señalan que la humildad era una característica de su alma.

Hay quienes creen que con unos viejos hábitos y calzado gastado se apropian de la humildad del santo, a quien algunos Francisco llamaban, pero la humildad de su alma no se apreciaba por sus ropajes, su calzado, o por la austeridad de su casa, ya que ni casa tenía.

La humildad de este peculiar hombre se veía en su costumbre de prestar oído atento a quien a él lo buscara, ya fuera Dios, un pobre leproso, una mujer o un lobo. No importaba quien hablara, el santo varón le atendía, y en ocasiones de ser posible sus dolores aliviaba.

Por desgracia, la humildad que permite escuchar y servir se confunde con la soberbia de quien se quiere sentir grande al afectar sus maneras pretendiendo engañar con una virtud bien actuada; esa que se limita a vestuarios, comidas, pantomimas y algunas andanzas con las que se muestra desprecio a los lujos,  y ocasiones desdén por las opiniones contrarias.

El santo varón de Asís se distinguió porque escuchaba, porque sólo escuchando se sirve, y sólo sirviendo la salvación se alcanza.

El falso humilde en cambio habita en palacios y de pobre se disfraza, pero su mascara se cae cuando ante las angustias ajenas ni escucha ni ve, de modo que se limita a decir que no ayuda al pobre porque no le alcanza.

Maigo

Inocente Preguntilla: ¿Existe alguna diferencia entre decir ‘Ni los veo ni los oigo’ y decir a quienes solicitan atención ‘Ahorrense el tiempo, ya no se acepta eso’ o responder cualquier cuestionamiento sobre la realidad que se vive con un simple ‘tengo otros datos’? Si es que hay tal diferencia espero que alguien pueda aclararlo.

Seca cordialidad

Comiendo en un restaurante me encontraba cuando me percate que en la mesa de a lado todos los comensales se odiaban. Quizá no sea exagerado decir que comer con quien odias es uno de los peores errores que se pueden cometer. La comida, ese momento tan preciado del día, sabe peor en mala compañía que si estuviera excesivamente salada o terriblemente insípida. No exagero al decir que entre mis recuerdos felices saboreo aquellos cuando como con amigos. ¿Por qué alguien quisiera comer con una persona que odia? Más aún, ¿por qué varias personas que se odian entre sí quisieran comer? Con esta pregunta en la boca, me puse a mirar con atención la obra de arte que tenía ante mí y a escuchar con atención el melodrama de mi derecha. “Bueno. Al menos estamos juntos comiendo y eso es lo que importa.” Dijo uno de los asistentes a la mesa salada como respuesta a un recuento de las diversas ocasiones en las que se habían reunido y en las que, como era de esperarse, varios de los asistentes no habían estado. Por lo que pude entender, en ninguna ocasión habían estado todos reunidos; siempre se dejaba de invitar a alguno. Siempre era uno, nunca dos o tres. Era demasiado sospechoso como para no creer que estaba cuidadosamente premeditado. Tal vez les hubiera convenido seguir con esa dinámica, pues aproximadamente hubo quince minutos de perplejidad cuando cada asistente se percataba de que existió una reunión en la que no había estado. La confusión era tremenda. La comida, pese a toda la evidencia, todavía duró unos treinta minutos más. La seca cordialidad sonaba más que los cubiertos al chocar sobre los platos y las copas al brindar.

Al parecer los comensales que no disfrutaron de su comida se reunían porque eran compañeros de trabajo. Por algún motivo consideraban necesario llevar su obligada relación laboral a un ámbito personal. Si se odiaban, y era muy notorio, ¿por qué consideraban imprescindible reunirse? Saboreando lentamente un delicioso flan napolitano me puse a reflexionar en la cuestión. Estaba comiendo las últimas gotas del caramelo cuando me di cuenta que ellos no sabían que se odiaban. Eran demasiado cordiales entre sí para percatarse de ello. Cuando llegaron, los caballeros ayudaron a las damas a sentarse y les pusieron, a las que así lo solicitaron, sus bolsas y abrigos en los percheros cercanos a la mesa; al irse, las mujeres se levantaron primero y los hombres se cuidaron de no estorbarlas para que pudieran salir cómodamente; al despedirse, todos usaron fórmulas como “Que Dios te bendiga”, “que estés de lo mejor” o “cuídate mucho”; aparentemente se cuidaban mucho de mostrar interés. Sus descontentos nunca llegaron a la discusión. Lo más que lograron expresar fueron caras de ligero descontento y un par de ellos no pudo evitar mover la ceja como en un tic nervioso. Pero en su mayoría fueron sonrisas las que se lanzaron, con las que entraron y con las que salieron del lugar. Si así eran afuera de sus trabajos, supongo que en sus oficinas eran puntualmente cordiales. Al terminar mi primer taza de café y pedir otra una pregunta me asalto con tremenda curiosidad: ¿es preferible evitar el conflicto a discutir cordialmente en alguna ocasión? Posiblemente sea bueno para cierto grupo de personas discutir sobre los peores aspectos de la otra persona; con ésta presente, por supuesto. Así, pensaba sorbo a sorbo, se podían contener las explosiones causadas por los rencores añejados. Se podría, teniendo unas gotas de optimismo, intentar ser mejor persona al identificar la causa de los conflictos. Se sabría qué nos aleja de ser buenas personas; en el mejor de los casos, se podría intentar ser buena una persona. La seca cordialidad es un eufemismo del egoísmo.

Yaddir

El silencio del espejo

El silencio del espejo

Obsesiona hoy la comunicación, aunque tengamos poco qué decirnos. Siendo optimistas, uno explicaría este efecto a raíz del efecto vivificador que tiene la palabra. Pero sería difícil aceptar que toda frase enunciativa es un retoño del agua santa del alma, tan difícil como aceptar que un cuerpo esté en plena vida teniendo apenas lo más elemental. La vida, con su flujo natural de horas, pareciera colmar el vaso receptivo del sistema expresivo. Da tiempo para la conversación amistosa, para la palabra cursi, para el flirteo económico, para expandir la voz como las ondas por el vacío. Reto para ese optimismo: ¿quién recuerda una discusión que nos haya disuadido un poco de nuestras propias conclusiones, sacadas siempre con la premura de la antelación? Afirmo que tenemos poco que decirnos, pero eso no impide que tengamos mucho flujo de impresiones e imágenes: todo es ver y reír, informarse y olvidar, soltar la lengua y no pensar. La prioridad no parece radicar en esforzar la palabra por la verdad, sino en soltar la rienda a las civilizadas ansias de atención. La intensidad del flujo verbal esconde la búsqueda del narcótico que satisfaga esa ansia voraz. Comunicar es ahora un género universal del entretenimiento vulgar. Sería precipitado achacar esto a la naturaleza misma de la palabra, como instrumento cuya vulgaridad brilla desde el origen. El interés de este problema no rebasa el ámbito práctico de nuestra vida: el uso de la palabra es inevitable, y cuando se dice que su valor intrínseco descansa en dar vida a la personalidad, no hará falta mucha suspicacia para notar que lo personal se halla empobrecido por el individualismo burgués.

La palabra tendría que ser tratado como una extensión del ser vivo, como un órgano. Lo sugiere la categorización de la lógica antigua. Con su pulcro decir, Don Alfonso Reyes señalaba que el órgano interior obra con algo de independencia de la exterioridad de lo sensible: para hacer notar su presencia tiene que aparecer ante la sensación que resiente. Algo parecido podría decirse de la palabra. No se sabe de la enfermedad hasta que se nos sacude de algún modo. Por ser ella constante, por obrar en respuesta a la necesidad, pasa desapercibida su real presencia. Los órganos tienen todos una finalidad, pero ella se cumple de acuerdo a la naturaleza misma del órgano. El ojo no sólo recibe lo que acontece en el radio andante de nuestro paso: también inquiere lo que busca ocultarse. El fin es ver, pero hasta ese fin encuentra cambios en su manera de ser. La vista puede nutrirse con la disposición de imágenes. La palabra permite sobrevivir y hacer la vida más llevadera en esa instancia. Si la palabra cumpliera por si misma todo lo que permite, quizá sería innecesaria la búsqueda del conocimiento. Como un órgano que se nutre, también requiere un ejercicio de su facultad que la aleje de lo más rudimentario. Si sólo cubre el silencio de los espacios infinitos de nuestro aburrimiento, tarde o temprano se convierte en chorro informe de accidentadas digestiones. Como el oído, queda sorda con el ruido demoledor; como los pulmones, se atrofia cuando el único aire que se respira es el humo del sótano. Si el ser vivo requiere del intercambio y metabolismo de la materia externa para irse manteniendo, el órgano especial del hombre requiere también de aquello que le permita realizar mejor su tarea. El misterioso lógos griego permitía sostener la metáfora del alma que se alimenta de conocimientos según las capacidades de su edad metafórica. Como bien se sabe, alimento no es todo aquello que se puede ingerir.

Acaso pueda decirse que hay otro tipo de optimismo excesivo en estas observaciones hechas con imprecisión. ¿A quién le importa ya distinguir lo que en serio sirve al alma? Habiendo tantos medios, tanta libertad y tanta abundancia de relaciones, ¿no se vive mejor con tantos andamios puestos en donde antes había sólo diques? El tiempo aciago puede no amargarnos estando en la narcosis de la ignorancia. Pero al mismo tiempo es imposible hacer un juicio sobre la dureza de nuestra vida sin reconocer la lejanía que sobrellevamos en relación con las inquietudes eternas en el ámbito cotidiano. De esas inquietudes nadie puede decirse ajeno. Podemos fingir como deseemos una fría tranquilidad por ellas, o de verdad ignorarlas, pero eso no las hace menos humanas, sino menos humanos a nosotros. Algo se desgasta en nuestra vida, y no lo vemos. Complica la torre enorme de comunicación el encuentro más sincero. Estamos tan ocupados forjándonos una máscara, que nos perdemos en la fascinación por nuestro intento. Nada tira las máscaras mejor que el darse cuenta de la deshonestidad propia. Pero cuando atisbamos esa luz, rápido corre la penumbra para seducirnos de nuevo. Mientras la vida es vivida al ritmo de la novedad fotográfica, la actividad de nuestro ser se acostumbra a la pronta recuperación de lo perdido. No olvidemos que lo mejor de la palabra se encuentra en el lazo que une lo personal con lo que le debemos a lo mejor del pasado. Con el ritmo más acelerado, todos reproduciremos la uniforme locura de quien dice todo y no puede escuchar nada. Es el suicidio de nuestras intenciones: tener mil locuciones para ser sólo replicados por el vacío en que se dispersan, átomo por átomo, nuestras palabras.

 

Tacitus

La conspiración en contra de las mesas redondas

¿Han advertido que va en decremento las mesas redondas? No trato de referirme a los eventos académicos o políticos donde los integrantes debaten acerca de un tema. Por lo menos en las universidades privadas prolifera cada vez más el ejercicio crítico. En realidad quería señalar algo mucho más simple: misteriosamente van desapareciendo las mesas circulares en los sitios para comer.

En nuestros días se va haciendo menos frecuente encontrarse con una mesa donde los asistentes puedan reunirse cómodamente en torno a lo que saciará su apetito. En ocasiones esta circunferencia llega a ser improvisada y las personas se aglomeran constriñendo como boa a la mesa. Sin embargo nunca falta el incómodo relegado a una esquina y, junto con sus platos, mantiene una lucha por el espacio. Peor aún si los involucrados son varios: deciden juntar las mesas y dos o cuatro terminan desterrados de la convivencia general.

Puede parecer una exageración o una insignificancia este hecho. Varios comensales ni lo advierten ni se alarman, sea cuadrada o redonda la mesa las personas continúan nutriéndose o deleitándose con los alimentos servidos. Unos con dicho propósito saben que lo importante llega con el mesero, por lo mismo entre los cambios de platillo puede revisar sus periódicos, redes sociales o, incluso, seguir con su pasatiempo preferido. A veces esta idea se encuentra tan firmemente alojada en los comensales que no importa si tienen compañía, a lo que se dedican es a devorar el pan.

Tal vez la solución resida en los bares. Como distracción a la semana de ajetreo, los asistentes hacen las llamadas necesarias para reunirse allegados queridos. Los días calurosos y fatigosos se resarcen con la efervescencia fría del alcohol. Y sí, acontecen risas, palabras y desvergüenzas en torno a una mesita circular. A pesar de ello, otras circunstancias del lugar alteran esta aparente convivencia. El alcohol se derrama a raudales deshaciendo las palabras, sus restos son los balbuceos de madrugada. Todavía la situación puede complicarse con la añadidura del ruido, la estridencia desgasta los intentos por conversar. Así, la supuesta música ambiental termina por volver árido el ambiente. Cabe recordar una anécdota que alguna vez me relataron. En una fiesta de cumpleaños, pasadas varias horas, muchos invitados estaban tan ebrios que eran víctimas de una euforia tremenda. El escándalo era seguro, risas y gritos que incluso rebasaban la música reproduciéndose. En medio de ese alboroto había un par de jovencitas reservadas que sentían extrañeza ante el espectáculo (cuando menos era claro que no estaban cómodas). Alguien se acercó a saludarlas, ellas respondieron, aunque una tuvo que levantarse para auxiliar a su hermana. Al preguntarle el nombre a la restante, ese nueva persona notó que respondía con cierta vergüenza. Parecía que la jovencita no disfrutaba su nombre, encontraba excéntrico que alguien pudiese llamarse Atenea. La nueva persona sabía algo del mundo clásico, por lo mismo se interesó en iniciar una conversación con ella. Conforme avanzaba el tiempo a la jovencita le nacía una sonrisa llena de sorpresa y una que otra vez se animó a realizar preguntas. Todo esto fue interrumpido debido a que otros dos invitados hicieron un mal intercambio de miradas y ambos se acercaron peligrosamente. Aquella conversación nunca concluyó, cada interlocutor tuvo que tomar su camino ante la petición por abandonar la casa. Imagen paradigmática de nuestros días.

¿Quiénes podrían ser responsables de la desaparición por las mesas susodichas? Puede que sean los carpinteros o los fabricantes, quizá resulta más caro y laborioso brindar la forma circular a la mesa. Ahora no podemos darnos el lujo por desperdiciar, y mucho menos en algo baladí. Algunos también guardan esta poca estimación por las conversaciones, afirman que no tienen ningún sentido y resultan desperdicios fonéticos. Por lo mismo las palabras parecen no tener alguna legitimidad. Quizá entre menos confiemos en nuestras conversaciones nos volvemos más escépticos e indiferentes a nuestro prójimo. De este modo los conspiracionistas no logran prender fuego a nuestros hogares, sin embargo podrían hacerlo en nosotros mismos.

Bocadillo de la plaza pública. En medio de la polémica y la indignación social, muchos esperaban las palabras del gobernador de Veracruz acerca del multihomicidio en la Narvarte. Decepcionantes.

Señor Carmesí

El arte de la abogacía

En el Especial de Noche de Brujas IV  de Los Simpsons  (or Treehouse of Horror IV) podemos encontrar el despliegue perfecto de un abogado. Obviamente éste ocurre en un juicio —realizado a Homero Simpson, mismo en donde fácilmente puede robar nuestra atención su primera y única intervención. En realidad no sé si la escena pudo alojarse en mi memoria por despertarme una que otra carcajada o por sentir el ejemplo muy cercano a mí (en ocasiones ese licenciado se hace llamar Leobaldo Luna… ¿o puede haber otra cercanía registrada en mí, lector?). Sea el caso que sea, creo que resultaría interesante que platicáramos un poco de ella*.

Tratando de defender a su cliente de la acusación de incumplimiento de contrato (el Diablo le prometió una dona al atolondrado padre de familia a cambio de su alma), el licenciado responde:

Ah, muy bonito discurso, señor, pero yo me preguntó qué es un contrato. El diccionario lo define como un acuerdo legal que no se puede romper… que no se puede romper.

Al escuchar esas palabras uno termina contrario al malévolo jurado del proceso: es imposible permanecer perplejo, atónito o indiferente. La ineptitud del defensor fue capaz de motivarnos un estallido de risa, a veces discreto, a veces sonoro. En vez de ayudar, sus palabras acaban por hundir a su cliente. No hay objeción que valga, Homero no puede evadir ese compromiso, ninguna eludición es posible. La escena todavía resulta más hilarante si recordamos algún abogado o anécdota en especial. Ya sea por inocencia o torpeza, ¿quién no ha conocido alguien que resulta tan distraído que ni atiende a lo que dice? Así, el licenciado Hutz solo no huye, lleva consigo el sosiego de su espectador.

Dando rienda suelta a nuestra curiosidad, podemos remitirnos al diálogo original de la caricatura. El interés proviene en que tal vez esas palabras sean arbitrarias y el actor de doblaje decidió insertarlas. Recurrentemente quienes prestan sus voces deciden ser muy benévolos con su audiencia o ser demasiado jactanciosos al remediar los diálogos originales. Por un lado saben que ciertas frases no podrán ser comprendidas por sus oyentes, así que resulta mejor familiarizarlas a su público. Por ejemplo, nunca falta el actor sudamericano de doblaje que tropicaliza las obras importadas. Cabe señalar que esto indicado va más allá de la adaptación o traslado (Los Simpsons es un ejemplo de un buen trabajo en estos ejercicios), aquí trato de indicar cuando uno desconfía de la genialidad del escritor o guionista: en este sentido parece otra versión del remedio de diálogos.

Con dicha advertencia, es pertinente que demos palabra otra vez al licenciado Hutz:

That was a right-pretty speech, sir. But I ask you, what is a contract? Webster’s defines it as an agreement under the law which is unbreakable. Which is unbreakable!

Al volver a escucharlo nos damos cuenta que parece haber una variación, habiendo puesto atención fruncimos el ceño ante la extrañeza. En la versión original no se dice que un contrato no se puede romper, sino que es irrompible. Deteniéndonos en la expresión del mismo abogado, percibimos que ejerce una mayor acentuación en una segunda parte de la palabra. De este modo el juego de palabras intenta mañosamente convencernos de que el contrato puede ser rompible (which is un… breakable). Con ello, nuevamente (¿o inicialmente?) no logra defensa alguna. Quien tradujo esta escena para la población ibérica comprendió esto y realizó un intento decente por trasladarlo:

Sin duda un discurso muy convincente, señor. Pero yo pregunto qué es un contrato. Según el diccionario, un contrato es un acuerdo legal irrompible. ¿No lo cogen? I-rrompible.  

Siendo bien pensados, imaginamos que este actor de doblaje quedó tan maravillado por el juego de palabras que decidió hacer énfasis en él. Quiso indicarle a su público que prestaran atención ante el fabuloso chiste. Si bien estas palabras no lograron la defensa, ellas pudieron brindarnos otra visión de este licenciado: en el doblaje ofrecido a nosotros Leobaldo Luna es un tonto descuidado de lo que dice, ahora —en el ibérico y original— Lionel Hutz es un licenciado astuto y engañoso. ¿Cuál será el verdadero? ¿Quién puede representar mejor al gremio? ¿O en realidad son dos visiones que se complementan? Muchas preguntas nos invaden, al menos agradezcamos a Lionel Hutz que pudo mostrar que no siempre hablamos como si estuviéramos escribiendo contratos.

*Antes debo pedir una disculpa. Alguna vez un amigo mío me comentó que un hombre muy refinado le había dicho que era una grosería aclarar un truco de magia o explicar un chiste. Lo siento si alguno se siente ofendido por tal razón. Quizá pueda indemnizarlos ofreciendo una recompensa si terminan de leerme sin considerarlo una pérdida de tiempo.

Bocadillo de la plaza pública. En estos días corrió un chismezaso en nuestra gran vecindad: la querella entre el comentarista deportivo Christian Martinoli y el ex técnico de la Selección Nacional Miguel Herrera. Sería redundante volver a contar lo sucedido, ya que al inicio de esta semana el pleito ocupó los titulares y algunas discusiones de los periódicos y noticieros (tanto que varios consideraron el hecho como una cortina de humo). Entre los que comentaron el suceso, hubo algunos que estaban fuertemente indignados por la falta cometida a la libertad de expresión. Por un lado son comprensibles estas palabras. No es secreto que México es un lugar muy inseguro para el periodismo, sea que lo demostremos por estadísticas o registrando los nombres de periodistas asesinados, desaparecidos o exiliados. Siendo todavía más específicos, situaciones como la de Veracruz resultan preocupantes para el gremio: la actual administración ha destacado por su incomodidad o desinterés por la libertad de expresión. Prueba de ello la encontramos, por ejemplo, en el cruel asesinato de Regina Martínez, corresponsal de Proceso en la entidad. Después de 1190 días de opacidad, aún es incierto lo que ocurrió en torno a la periodista. ¿Cuál fue su error? No haber tenido un noticiero matutino en radio, así varios seguidores hubieran ejercido presión en las calles. Al menos un gordito megalómano sí hubiera sido sancionado.

Mondadientes. ¿Qué? ¿Los entretuvo? De todos modos no había pizza o recompensa alguna.