El zapato virulento

Al salir por la puerta trasera de mi departamento me encontré con algo que me dio más miedo que ver a un sujeto con overol negro y máscara blanca a punto de apuñalarme: un reguero de ropa y zapatos. No tenían orden alguno, no eran un pedido ni un paquete. Los pantalones estaban hasta el rincón de la izquierda, las playeras embarradas en el rincón de la derecha. Enfrente de la puerta de mi vecina había un suéter que parecía estar abrazando una sudadera y un chaleco. La verde planta que nos alegraba la vista estaba regada de calcetines y lo que parecían unos leggins. Pero lo peor de aquel escenario fue el viejo zapato frente a mí, con la boca abierta, como si él estuviera sorprendido de verme ahí, como si yo fuera el que estuviera violando su intimidad con mi sucia presencia.

Después de esquivar los obstáculos, cual si estuviera evitando rayos láser, me percate que la ropa era de la vecina y su familia. Claro, en tiempos del Covid-19 hay que tomar todas las medidas posibles para evitar contagiarnos, aunque expongamos al que hace la limpieza, a los vecinos, a las mascotas e incluso a nosotros mismos. No era sorprendente. Era una vecina a la que le gustaba limpiar su casa sacando la basura al pasillo, dejando que habitara ahí hasta que alguien la quitara. Tal vez pensaba que el viento se la llevaría hacia el basurero o que el smog la aniquilaría con sus potentes sustancias o que se iría volando y que a cada coche de la ciudad le caería un pequeño pedazo, de esa manera a nadie le haría mucho daño. Me sorprendí de que no me hubiera acordado de la vecina hasta que dejó desechos tóxicos afuera de mi puerta. La idea me sorprendió más porque se cruzó con otra: “la cuarentena no nos va a hacer mejores personas”. Apenas permiten disfrutar de las playas, las abarrotamos, creyendo que el virus se ha desvanecido; si la cifra de enfermos aumenta, lo más seguro es que culpemos al gobierno o a otros de nuestra propia imprudencia. Supe que un conocido, quien vive solo, compró víveres y productos básicos suficientes para que no tenga que pisar la calle por más de un año. Ni hablar de las tiendas que venden sus productos como si estuviéramos en tiempos de post guerra. Tal vez estemos tan acostumbrados a las peleas, tal vez los ataques sean tan sutiles, que no nos damos cuenta que no pocos viven en constante guerra.

Al volver a mi casa, me puse los guantes que había comprado y comencé a echar la ropa en bolsas gruesas. El zapato ya no me miraba con altivez, sino con una especie de súplica, pero aun así lo encarcelé junto con todo lo demás. Tiré mis guantes a la basura para poder escribir una nota que decía lo siguiente: para la próxima ocasión que confundan el pasillo con un clóset les quemo la ropa. Atte: un vecino que tiene cloro.

Ocurrencias del convite

«All true friendliness begins with fire and food
and drink and the recognition of rain or frost».

–G. K. Chesterton

La idea de celebrar comidas comunes entre los que conviven en la ciudad tiene mucho tiempo de haber sido inventada. Por lo menos desde la Antigüedad se discute si conviene, si aprovecha, si será mejor obligarla o mejor procurarla. E «inventada» lo digo con cautela, porque puede sonar a estadistas reunidos en concejo lanzando lluvias de ideas hasta que uno logra articular entre sus sorprendidos compañeros la estrategia, que repica con timbre de inaudita; cuando lo más probable es que la comida en común sea a iguales partes designio y heurística. Por un lado se organiza que los que tienen vida en compañía coman juntos, por el otro se sabe que los que viven en casa suelen hacerlo así con toda naturalidad, sin que nadie les diga nada. La palabra que en el griego de Jenofonte quería decir «vivir bajo la misma tienda» es la misma que se extiende a significar «comer juntos»1. Igual de normal ha sido siempre que quienes son amigos se reúnan a comer con mayor o menor frecuencia. La naturalidad de la política es peculiar así: ni exactamente como la constancia con que crecen las plantas, ni exactamente como la plasticidad de la obra manual. Es Jenofonte quien nos platica cómo Licurgo, en Lacedemonia, llegó a la conclusión de que todo el tiempo que pasaban encerrados los espartanos culminaba en males del carácter y problemas para la ciudad, por lo que se le ocurrió establecer las comidas públicas, abiertas, a vista de todos. En ellas los viejos contaban su experiencia a los jóvenes, mientras aquéstos se preocupaban por lucir siempre bien y saludables frente al resto. Las ordenó para que nunca se sirviera tanto que abundara ni tan poco que escaseara, jamás negando el agua a quien quisiera beber más, y todo de forma que «la mesa no está vacía mientras no se ha separado la compañía»2. Que no nos cueste trabajo entender por qué puede haber funcionado bien un proyecto tal, puede achacársele a la potencia para unir que tienen mesa y sobremesa. La comida se convida. Por esa razón esta celebración tan humana puede ser una fuerza civilizatoria.

Los placeres de la mesa y los deleites de la sobremesa requieren algo de ocio. Tienen un paso jovial que no imita el ritmo esquizofrénico del multitasking ni tampoco hace eco de los frenéticos excesos de la bolsa de valores. En la mesa el tiempo no es oro, es sazón. El apuro hace malas comidas. Hace que sepan lo mismo el dulce y el salado, el agrio y el amargo, el frío y el caliente, en una experiencia gris que fácilmente deja la memoria. «Una mala comida no se recobra nunca. | El águila en su roca ni el tigre en su espelunca, | ni el hombre que no fuere de condición adunca | gozan de amor a medias ni de merienda trunca»3. Con buen tiempo no solamente se nutre uno como un árbol reverdece, sino que se nutren las voces que toman parte de lo mismo; y claro, esto requiere que se acate su justo paso. Se fortalece así la compañía porque se da naturalmente a la conversación. La palabra rebosa en la mesa. En sus acercamientos puede encontrarse la amistad. Podrá ser peor para la productividad (porque el que se queda platicando hace menos gráficas de Excel), pero no hay duda de cuánto mejor es para la vida política, si es que puede amigar a los que viven juntos. Cuando la palabra se tiene por valiosa, el ser humano se apersona. Al revés, la devaluación de la palabra simplifica, seca y embrutece la vida humana hasta la barbarie en la que los otros no son sino útiles. «Las palabras saturadas de mentiras, atrocidades y malversaciones –dice Sicilia–, no pueden hablar de la vida ni rehacer la cultura que han destruido, sólo pueden exhibir el salvajismo de lo inhumano y del estado del terror»4; y como dice Zaid, «hay que reconocer, sin embargo, qué difícil y hasta imposible puede ser levantar el nivel de la conversación en una comunidad embrutecida por los agobios de la supervivencia o la obsesión de la abundancia»5. Las comidas comunes pueden fomentar la comunidad de la vida pública completa: se une y se comparte, se disfruta y se conoce, se apalabra al otro y se le dignifica. De ese modo, tal idea podría ser valiosa para recuperar la convivencia allí donde la vida se nos ha vuelto indigna, allí donde se nos ha fragmentado la comunidad y atrofiado la imaginación6. No parece, pues, ni que la idea sea desdeñable sin consideración, ni que haya razones para pensarnos incapaces de hacer algo con ella, si la apuesta es por la dignidad.

Conviene por eso pensar qué tan benéfico y factible sería para nuestras ciudades que buscáramos maneras de hacer comunes las comidas. Existen los comedores comunitarios, que reciben ayuda del gobierno para ofrecer un menú baratísimo en lugares marginados. Funcionan como una opción para ayudar a quienes no pueden pagar su comida de otro modo (o muchas veces, para los que trabajan cerca). Los atienden voluntarios y la comida es de calidad muy variable, dependiendo del lugar. ¿Podríamos pensar en un modelo que no los tenga por último recurso para los más necesitados, sino como fuentes del encuentro de todos los ciudadanos? Deberíamos aprovechar además que uno de los más grandes motivos de orgullo, comunes entre casi todos los paisanos aquí, sea la comida. Bien preparada, la comida mexicana confirma la bondad de la vida y la riqueza de la variedad humana. ¿Podría de algún modo tenerse en todas partes comedores comunitarios donde se sirviera buena, sabrosa y variada comida, se ofreciera música, y se celebrara la convivencia, para todos? Tendría que haber muchos, para que todo mundo o casi todo mundo tuviera alguno cerca, que sirvieran platillos tan ricos como en cualquier buen mercado, y tendrían que ser gratuitos (completa o prácticamente) de manera que no promovieran la marginación7. Otra ventaja sería que en el contacto de gente tan variada se debilitaría la timagogia que los nichos, populacheros e intelectualoides por igual, fomentan. La música sería importante (no muy alta para no impedir la conversación), no solamente para fomentar el ambiente harmónico de todo el asunto, sino también para contribuir a que los presentes se mezclaran más entre sí; tal vez podrían presentarse bandas locales, o hasta hacerse otras presentaciones públicas como obras teatrales, declamaciones poéticas o muestras de cine. La comida tendría que servirse en un tiempo acotado, quizá de dos o tres horas, para que se concentraran los comensales, que no sirvieran al exceso de quienes quisieran aprovechar todo el día, y para permitir que los que lo atienden tengan el tiempo adecuado de preparar y de recoger. Los encargados deberían ser servidores públicos, con sueldo y prestaciones acordes, de manera que pudiera garantizarse un estándar de calidad de la comida y que se dedicaran a ello sin preocupación, hasta hacerse experimentados en el manejo del comedor. Claro que muchas cosas distan de ser obvias. Por ejemplo: ¿convendría sancionar el consumo de alcohol, permitirlo con límites, dejarlo a discreción del bebedor; y en caso de que se permitiera, se vendería aparte o estaría incluido en la comida? O ¿habría manera de realizar el proyecto, quizá con los recursos que ahora se usan para programas sociales que no tienen en realidad el impacto positivo que persiguen? ¿Los ingredientes vendrían todos del mismo lugar repartidos por un solo proveedor, o cada comedor tendría la posibilidad de buscar los suyos? ¿Los menúes serían iguales en todas partes o a juicio de los cocineros? ¿Habría siempre opciones vegetarianas, avisos en protección de los alérgicos y demás cautelas? Sé que faltan muchísimas cosas y que esta idea está muy lejos de ser viable. Tal vez haya muchas otras maneras convenientes de promover la convivencia. Pero que haya mil detalles que faltan por exponerse y discutirse no debería impedirnos considerarla. En la comida en común podríamos encontrar un respiro a la crueldad de esta barbarie que vivimos; podríamos tener la fortuna de que fortaleciera la palabra, hoy tan desgastada, y nos acercara a amigarnos.


1 συσκηνέω en Liddell-Scott-Jones Greek-English Lexicon (LSJ). La palabra que más comúnmente se usaba era συσσίτιον, literalmente comida en conjunto, como la emplea Plutarco (Licurgo, 12). Muy interesantemente, éste cuenta que los cretenses llamaban hombría (ἀνδρεῖα) a estas comidas comunes. Después especula sobre el posible origen de la palabra que los espartanos usaban para éstas, φιδίτιον, porque le parece que puede venir de que conducen a la amistad (φιλία) o tal vez a acostumbrarse a ser frugales (φειδώ).

2 Jenofonte, La constitución de los Lacedemonios, V. La palabra que traduzco aquí como «vacía» comparte en griego el sentido de solitaria, desierta e incluso huraña. Por ello en el original es más obvio que Jenofonte juega elegantemente con dos clases de vacío. ἐρῆμος en el lexicón LSJ. Digo de paso algo que creo: si esta frase se acuñara como dicho en español, tendría probablemente la forma de «la mesa no está vacía mientras haya compañía».

3 Alfonso Reyes, Proemio de Memorias de cocina y bodega.

4 Javier Sicilia, El retorno a lo salvaje.

5 Gabriel Zaid, Citas exóticas.

6 Mientras platican sobre la sabiduría de las leyes cretenses, el cretense Clinias le dice a su invitado ateniense que las comidas comunes fueron maravillosamente bien pensadas porque sabiendo que toda ciudad está en constante guerra contra todas las demás, en la unidad hallan seguridad los ciudadanos. El ateniense no está convencido de que su compañero esté entendiendo correctamente los bienes de la mesa, ni en general de la ley, por enfocarse en la guerra (piénsese aquello de que para los cretenses las comidas comunes se llamaban hombría, en nota 1). Los convence a él y al espartano que los acompaña de admitir la preeminencia de la amistad contra la de la enemistad en la ciudad y la sabiduría de sus leyes. En la convivencia, argumenta, se fomentan la vergüenza y la reverencia en común. Con ello propone la conveniencia no solamente de comidas comunes, sino de multitudinarias fiestas de beber alcohol (claro que no exento de burla). «Pasar tiempo bebiendo juntos es una gran contribución a la educación, si se hace correctamente». Mucho después en la conversación, el ateniense concede una nueva consideración sobre la guerra y parece admitir que hay un sentido en que lo que el cretense decía, podría ser verdad: todos libramos –afirma el ateniense– una «batalla inmortal» contra la injusticia, ayudados de los dioses como asombrosos guardias del bien. Las leyes, 625e, 648b-c y 906a. En esta dramática guerra inmortal contra la injusticia, la convivencia política es capital.

7 Véase lo que al respecto dice Aristóteles en Política, 1271a 25-40.

La confusa coexistencia citadina

«A quienes así les es ordenada la vida,
¿no les queda alguna actividad necesaria y plenamente apropiada?
¿O cada uno de éstos ha de vivir su vida siendo engordado como ganado?».

–El extranjero ateniense en Las leyes, de Platón.

La convivencia es el latido natural de la comunidad política. Cosa muy distinta es la coexistencia, aunque haya quienes no encuentren la diferencia. Coexisten sin problema muchos animales, siempre y cuando se encuentren rondando en un mismo lugar1. Coexisten minerales en las venas de la tierra y en la carretilla del minero. Coexisten los astros en el firmamento y los neutrones en un núcleo atómico. Coexisten ruecas, tubos, goznes, cadenas, bandas, pistones y perdigones en alguna máquina ruidosa que alguna incomodidad nos ha de resolver. En verdad, si uno se esfuerza bastante, coexiste prácticamente lo que sea, siempre que ahí esté al mismo tiempo que algo más. Por supuesto que coexisten las personas también: se visita cualquier día laboral el transporte público y listo, fin de la investigación. Ahora, que convivan los que están diario metidos en los autobuses y trenes subterráneos… eso es mucho más difícil. Decir que un grupo coexiste es hablar de una relación coincidental, ya sea que tenga fondo arbitrario («ya estaban esos objetos ahí») o que sea convencional según algún campo semántico en el que uno está interesado («vamos a poner esto y aquello ahí»). Cambia la cosa cuando se dice que hay convivencia. Cambia porque ya entonces se está hablando de vidas que se acompañan. Sólo el muy cínico olvida la vergüenza diciendo algo tan obviamente falso como que es lo mismo estar solos pero amontonados y estar todos amigados. Y con todo, hay muchos no tan cínicos que sin embargo confunden la política con la administración de los coexistentes.

La confusión empieza pensando que el bien común es la conservación. Éste es el primer paso en un camino2 que, de seguirse, lo lleva a uno a la casi natural conclusión de que la felicidad humana está en la máxima extensión de la existencia en la que la mayor cantidad posible de deseos son satisfechos, cueste tal estado lo que cueste. ¿Cómo hallaremos tal cosa? «¡Qué pregunta! –tenemos que contestar medio desdeñosamente–, si es claro y distinto: progresando». El avance se dirige, obviamente, hacia la eficiente organización de los recursos humanos que garantizarán menos dolor y más placer todo el tiempo posible. Cuando cada sujeto funcione de acuerdo al sistema, todos disfrutarán al máximo de este bien. En estos términos, se puede decir que tal bien es común. De ahí parece que se vale decir que las personas viviendo así, conviven. La confusión supone que hay convivencia cuando los coexistentes del montón están tan ingeniosamente administrados y mantenidos, que al atender sus necesidades individuales atienden en ello las de los demás (casi por consecuencia colateral). ¿No es éste un hermoso dominó?: hasta cuando los deseos se descarrilan hacia el espacio prohibido en el que afectarán el derecho ajeno3, se encuentra el alivio en el psicólogo, quien a su vez desea un exitoso consultorio rebosante de pacientes descarriados. Ahora, no hay que malentender: que haya una confusión no quiere decir que este acomodo de nuestra coexistencia sea imposible. Por supuesto que un montón de partes se puede manejar dadas determinadas funciones claramente delimitadas; eso no está a discusión y con un reloj basta de pruebas. Se puede administrar y se puede organizar de maravilla un cúmulo de personas con propósitos muy diversos. Se puede aspirar a que todas las unidades de un compuesto complejo se mantengan sobreviviendo sin dolor por mucho tiempo, y que produzcan mucho, para todos, de manera muy eficiente; pero no es ahí donde está la confusión. Se confunde quien la nombra «convivencia», porque supone que tratando de estas administraciones hacemos lo mismo que tratando acerca de lo preferible. Pues ni el mejor armado reloj humano es preferible junto a la aspiración de una sociedad en la que hay amistad.

La ciudad no se forma solamente para que el ser humano se mantenga, sino para que viva bien. La aspiración por una vida mejor es fuente de convivencia. Convivir difiere de coexistir en la misma medida en que difieren vivir bien y sobrevivir. No importa quién quiera tomarlos como lo mismo ni cuánto se esfuerce en presentarlos así, no lo son. En el diálogo platónico Las leyes, se planea la fundación de una ciudad. Al distinguir en ella entre la supervivencia y la buena vida, uno de los personajes afirma con una convicción entusiasmada que hacer como si fueran lo mismo deberá ser considerado una afrenta impía y deshonrosa, pues quien opina de ese modo tiene a su propia alma por algo vil y despreciable. Puede que sea así. Esa dramática exposición resalta la esterilidad de una vida extendida solamente por amor a la conservación. Bien conservadas, las momias. El bosquejo del alma vil y despreciable está delineado por la sinrazón: la supervivencia a secas es existencia sin razón, desprecio por la palabra. En la vida pública esto es desidia. Si se va a decir con pose solemne que lo mejor para el hombre es mantenerse el mayor tiempo posible, deberíamos estar preguntándonos con toda seriedad si como principio de conservación de las naciones no superaría a las leyes el formol. El problema es que considerar el propósito humano en la mera conservación equivale a deshumanizarnos. Es decir que la vida humana no tiene sentido. Pero esto es un oxímoron. No se puede razonar que no hay razón. Incluso los defensores más cínicos de esta enajenación de la razón nos dan razones, hablan para dar explicaciones, tratan de persuadirnos, intentan mostrarnos el sentido de sus opiniones sobre la existencia. En realidad, en sus esfuerzos lo que llegan a hacer es defender que el propósito humano está malentendido, no que no haya tal. La razón se defiende en la evidencia. En cambio, la defensa racional del despropósito es un despropósito. Eso es obvio. Negando todo principio y finalidad, los nihilistas comprometidos que engendran las consecuencias de sus convicciones no defienden nada, y si acaso hacen ruido alguno, sólo balbucean. Además del que niega los principios y los fines está también el escéptico, que no los niega sino que duda de ellos. Pero igualmente hay dos tipos de escéptico: uno va al doctor cuando se enferma, el otro piensa que tirarse a un pozo y no hacerlo son lo mismo. El primero no es tan escéptico que dude sobre todo en su vida, el segundo ya no está. Si de éstos, o de los nihilistas, o de los demagogos, o de entre cualesquiera otros, alguien finge tener buenas razones para el despropósito, es o un idiota o un miserable4. Y sea lo que sea, es responsable de un mal nefasto para la vida pública. Tal vez por eso el personaje del diálogo platónico, mientras juega a que es legislador de la ciudad que fundan, condena legalmente tales desatinos en el discurso público.

El asalto al sentido desemboca en mudez, locura, sinrazón; y al revés, en su defensa hay razón, propósito y diálogo. Esa apertura nos permite percibir lo preferible en nuestras vidas compartidas. Sobre ello conversamos y elegimos, y finalmente, nos responsabilizamos de las elecciones que se aclaran frente a todos gracias a la ley. Hace poco lo dijo bellamente mi amigo Námaste Heptákis: «Lo mejor del hombre es aquello que lo hace más real, más plenamente humano»5. La vida pública se vivifica en la conversación porque nos es común el bien humano como búsqueda constante. La conversación puede fundar ciudad. Pero para ello, debe confiarse en la palabra, debe venerarse la ley, debe celarse la razón. Estos cuidados no se dan en la coexistencia desde donde no significan nada, sino en la convivencia porque en ella no solamente estamos, nos acompañamos. La supervivencia es a la buena vida lo que la coexistencia es a la convivencia. Sólo en la convivencia aflora la amistad, allí donde los que coexisten a secas buscan la tolerancia (tan políticamente correcta6 y tan conveniente a mercaderes que harán entre ellos un buen bisnes). Una forma de organización sin convivencia conviene más a una botica, a un zoológico, o hasta a un campo militar, que a una ciudad; en ésta vivir así es enfermizo y asfixiante. Es una vida indigna. Si es mejor vivir que no hacerlo, mejor es vivir bien que vivir de cualquier modo; y en esa misma medida, mucho mejor que administrar la coexistencia, es cuidar la razón que nos ayude a convivir. Después de todo, no ha nacido quien pueda honestamente negar lo que todos percibimos, no importa cuan cínico, nihilista, escéptico o pedante sea: que mejor que vivir en soledad es, y por mucho, vivir en amistad.


1 Advertencia: qué quiera decir «mismo lugar» puede variar según el relator.

2 Por cierto, en nuestros días este camino está mantenido en excelente estado, empedrado, limpio, iluminado y abundante de descansillos para evitarle a uno cualquier clase de molestias desde el primer paso hasta el final.

3 En cuyo respeto está la paz, cual nos lo dijo don Benito Juárez.

4 Hay elogiados doctores con su título en filosofía que dicen que el origen de la crueldad es la razón y que el animalismo es la alternativa más justa junto al destructivo humanismo. Así los habrá siempre, no debe sorprendernos. Y las vacas siguen mugiendo.

5 Ver nota 4. Justo arriba.

6 Este concepto de lo «políticamente correcto» es ya tan corriente entre todos, y al mismo tiempo tan especializado en su significado en contraste con los significados de las dos palabras que lo forman, que pienso que debería construirse un neologismo que lo denotara. Debería ser uno chistoso o cuando menos juguetón, para que reflejara el uso irónico que hacemos de la frase. Palabras que me vienen a la mente son la flexiortodoxia, lo ortopolítico, o la doxinestesia, pero no estoy convencido de que alguna sea satisfactoria. [ACTUALIZACIÓN: Námaste Heptákis ha propuesto una palabra mejor que éstas: timagogia. La propuso aquí y explicó sus razones].

¡Celébrese!

Este blog acaba de cumplir sus nueve años. Son nueve años personando letras, apalabrando ocurrencias, letreando tonadas, conviviendo concordias, sugerencias, juegos, y todo lo que se nos viene a los dedos en broma y en serio. El nueve es un número bello por la proporción de sus partes con el todo (es tres veces tres), los dígitos de su cuadrado (nueve veces nueve) suman nueve, porque forman el ochenta y uno, y la frase nueve años tiene nueve letras; pero además, nueve es el número de integrantes de esta gran banda bloguera. A veces harmonizamos tocando notas que caen como gotitas pacientes, y otras más bien nos salimos de tono e improvisamos por unos compases en la disonancia como manantiales de jazz. Es verdad, también nos metemos en laberintos de acordes y fraseos, pero siempre es con esperanza de encontrar la salida. Y como cualquier banda que se respete, ensayamos mucho, que por etimología es algo así como andar pesando para probar qué valor tienen las cosas (con todo el pesar de empujarlas si no tiene uno una balanza). Con cada ensayo, esperamos darnos a entender mejor (o cuando menos, darnos). Y cuando hemos estado tomados, aunque sea un poco, por el pánico escénico, siempre hay quien devuelva la atención a la música y disipe el mareo. Eso, claro, si no resulta que es la música la que tanto nos marea como a quien da vueltas a ciegas y aspavientos a ver si mientras denuncia la fealdad de pronto se topa con la belleza. Dicho todo, pues, dialogamos. Y el concierto empezó así, siendo guisa del diálogo. Por más plan y acuerdo que haya habido, nos encontramos con el diálogo ya ocurriendo. El canto ahí está y nosotros vamos descubriendo la melodía. Bueno, esto es un decir; pero todo lo humano es un decir. Nos mantenemos queriendo decir, queriendo sonar; y no diciendo lo que sea y dándole a este blog larga continuación nomás por el gusto que algunos tienen de la longitud, sino queriendo sonar bien. O más bien, queriendo sonar mejor. Es igual con la vida entera, que es buena por las ganas de vivir bien. Que el concierto sea concordancia y convivencia. Este aniversario es motivo de gusto, de amistad y de celebración, pues siendo tantas las tonadas y tan diverso el ritmo, estamos sin embargo juntos confiando en la palabra, queriendo vivir bien.

Disertación en torno al narcotráfico como cultura

Disertación en torno al narcotráfico como cultura

Pretendo ser tajante en lo que voy a exponer, no por violento o por desesperado, sino por sus contrarios, es decir, por civilizado y esperanzado. El narcotráfico no es cultura, es barbarie, incluso animalidad. Debemos comenzar a tratar a este fenómeno humano como lo que es, no como lo que jamás podrá ser. La confusión está en lo que llamamos hábito, identidad nacional y una retorcida interpretación de la lucha de clases.

Comencemos por el inicio. El narcotráfico, como su nombre lo indica, es el tráfico ilegal de narcóticos. Como todo asunto que quebranta la ley, necesita armas y violencia, por lo que el tráfico no es sólo de estupefacientes, se añade a la lista el armamento. Digámoslo de otro modo, hasta aquí, la seguridad y la salud ya están puestas en jaque. La seguridad está enferma, la salud desprotegida. Afirmo esto último porque el trasiego de la justicia a sed de poder, sólo se da cuando se piensa más en el lujo, el placer y la fama que en la felicidad que puede proporcionar la ley (confróntese con casi cualquier gobernador o autoridad). Las consciencias también se venden. El tránsito de armas, sustancias y almas –tanto de inocentes, como los desaparecidos, secuestrados o simplemente alcanzados por una ráfaga de balas, como de traidores a la paz– se vuelve asunto diario. Se sabe, por ejemplo, que en algunos lugares estos grupos han llegado a imponer su ley a través de la fuerza. Ahí es imposible hacer algo, pues, o las autoridades se les unen o agachan la cabeza por seguridad. Huir es la última alternativa para la población, cuando luchar ya no se puede más o jamás se pudo. Además, la ley de esa gente no está sujeta a pactos, sino a caprichos sanguinolentos, lo cual pone en peligro a cualquiera. Huir, aunque doloroso, es lo mejor.

Hasta aquí podrán darse cuenta de que la constancia y el aumento de la acción no justifican el hecho cuando éste es malo. Cuando atenta contra la vida, la dignidad y la paz de un lugar, eso no es hábito, es un salvajismo. El hábito político trata de conservar lo que se ha reconocido y elegido como lo mejor para la conservación de la buena vida de la mayoría, y lo que el narcotráfico propone es que sólo un puñado de ellos gozaran de la vida, mientras que han de desechar a los demás (véase el desplazamiento de familias o de grupos étnicos a causa del narcotráfico, así como la trata de personas). El hábito de la destrucción sólo trae sangre.

Ahora bien, si todo está destruido ¿quién podrá distinguir a este país? Los que lo hagan dirán: ‘He ahí el cementerio donde los muertos gobiernan a los vivos, ¡qué peste!’ Otros dirán con pesar, ‘Cuidado, no vayas a ensangrentarte, ése río se ha desbordado y ni los buenos pueden salvarse, ¡qué tristeza!’. México es irreconocible. Nuestro país dejó de ser el de las tradiciones mágicas, el de los pueblos coloniales, el de la hospitalidad al viajero para convertirse en una herida que duele en todo el mundo. Dejó de reírse de esa tierna niña blanca a la cual respetaba, para entronarla como señora y temerle, dejó que sus pueblos y ciudades se convirtieran en cuevas de demonios, dejó de ser cordial para ser desconfiado. La injusticia llena nuestros ojos, constriñe nuestro corazón, queremos gritar en este cuarto obscuro, pero el enemigo dispara. Apretamos los dientes, los puños, las lágrimas caen junto al hermano asesinado y por el recuerdo de la madre que jamás volverá. Pero una voz insufriblemente sardónica nos dice con una autoridad que nunca le dimos: ¡No llores!, ¿no ves que ahora somos más chingones que los gringos, que los nipones, que los rusos?…  Ahora nos respetan. Ahora nos llaman señores. ¡¿Quién que no nos conozca?! nuevas risas…  Su maldita carcajada delinea la situación de todo el país… Pienso que la cultura es diversión por la vida, no un desgraciado chiste sobre ella.

Esta impotencia por querer hacer algo se vuelve una enfermedad en los corazones más sinceros, que suelen ser los más valientes también. ¡Ya no! gritan enfurecidos. Si lo que los sustenta es el poder, lo que hay que buscar es poder. La lógica de los capos convierte todo en tautología, y en doctrina para los incautos. Pero como todo retórico, parten de principios aparentes: ‘Los otros nos han hecho ser así.’ ‘Nosotros merecemos más ese dinero, esas casas, esas mujeres u hombres, porque nosotros somos del pueblo, nosotros somos de rancho, los que nos partimos el lomo. Esos riquillos qué van a saber.’, básicamente es lo que cantan los narcocorridos. El hombre pobre y oprimido por el hambre y la desesperación no encuentra ayuda en quien puede dársela. ¡Qué injusticia! Mientras ellos duermen en camas mullidas y al despertar manjares los esperan, que el pueblo se joda ¿no? Pues ya no, ríen otra vez, porque ahora tenemos plata y potestad… Venga, valga sólo un punto: la injusticia es cruel. Pero su solución es falsa, porque terminan haciendo lo que tanto odian. Pero no se piense que me uno a las filas de los cantantes que ensalzan el mal, ya que estos casos no son las tragedias de los héroes clásicos, no son sólo hombres que queriendo hacer lo justo, terminan haciendo un daño irreparable. Estos hombres jamás llegan a sentir el dolor que sintió Edipo al saber sus crímenes. Incluso hay algunos que sabiéndolo se enorgullecen y dicen riendo: ‘Chingue a su madre, vamos a matar a alguien’ (Véase, Marca de sangre, de Héctor de Mauleón). Me pregunto, –y ojalá el tiempo no me responda–  ¿si después de obtener el poder que deseaban, ahora los corridos dirán cómo lo conservan y cómo lo acrecentarán? Esta doctrina de lo nacional junto a la indignación que causa la injusticia es quizá lo más peligroso del asunto.

Ser personajes de cantos dedicados a las balas y la destrucción, no es Poesía, pues en nada ayuda al hombre injuriado que se le avive más el odio, si ha de terminar odiando a todos.  Esto perjudica a la civilización al tiempo que denigra el alma de los hombres. La injusticia es cruel, sí, pero veamos quiénes somos y para lo que hemos nacido en el ejercicio público de la cultura que es justa… Otro punto a nuestro favor: su cultura es más bien un ritual obscuro que debe ser practicada en casas de seguridad o en camionetas a toda velocidad, ¿ahí cómo puede haber convivencia? Digo, por todo esto, que el narco no es cultura, porque la cultura nos ayuda a convivir y a bienvivir.

Javel

Tendencia (TT) hacia la indiferencia

Todos conocemos la indiferencia, nuestras relaciones cotidianas la expresan tan vivamente que no nos oponemos a ella (alguna persona podría pensar: somos indiferentes a la indiferencia humana); a pocas, pero muy pocas, les podemos llamar relaciones amistosas o amorosas. La fría neblina nunca nos niega unos cuantos rayos de sol. Las pláticas que no exceden los ciento cuarenta caracteres nos dan cuenta de cómo la indiferencia virtual transformó y se apoderó de la indiferencia humana (¿comienza la dominación de las máquinas?). En las reuniones decembrinas fui testigo no sólo de pláticas con forma de tuit, sino también con contenido de breve y sencillo mensaje corto, pues como todo tuit correcto (tuit a la moda), debe progresar para alcanzar el estatus, el noble título temporal de tendencia; como toda tendencia, la charla tuitera querrá ser coronada como la tendencia más repetida mediante el preclaro asentimiento general. Pronto todos olvidarán quién parió la popular idea, así como de la totalidad de los hijos de ésta y se concentrarán en presumir su pequeño pero rollizo tuit. Finalmente, como cada ser viviente en nuestro precioso mundo, el tuit dejará de poseer fuerza, digamos que envejecerá, pues dejará de ser popular, se le amontonarán cientos, quizá miles de tuits más y su existencia pasará a una región poco visitada, cubierta por el polvo de la indiferencia.

En alguna ocasión alguien afirmaba que el éxito de una reunión relucía con cada expresión de auténtico afecto, como la atención o la preocupación compartida entre los contertulios hacia los contertulios mismos. En una reunión podemos reír de un asunto trivial para comenzar a darle sentido a la reunión o para notar el buen rumbo que ya llevaba. Pero también hay risas con alma de tuit, pues sólo buscan mostrar la popular individualidad, no la alegre convivencia. Me parece que aquella persona tenía razón. Sin embargo, cuando no distinguimos una buena reunión de una reunión tuitera, nos estamos acostumbrando a la solitaria, pero compartida indiferencia.

Yaddir