A tres pasos de distancia

Después de que terminó su frenesí, el relojero dejó apoyada sobre su base la pinza chica. Había realizado el último de los miles de minúsculos ajustes. Resopló limpiando con el dorso de su mano el sudor que amenazaba con hacerlo parpadear. Frunció el ceño como un niño que en un día muy soleado en la plaza pública intenta encontrarle forma a la primera fuente que ha visto. Después del endemoniado arranque, el taller era algo como lo que deben imaginarse los científicos al afirmar que el principio del Cosmos era puro caos. Después de unos momentos admirando la imagen quieta del revoltijo de enseres, uno podía sacar de su paciencia un cercano entendimiento del lugar de cada cosa, e incluso una noción modesta de la función de buena parte de los instrumentos con los que el relojero trabajaba. En algún montón descansaban delgadas películas con forma de rueca, metálicas todas aunque de aleaciones varias, que seguramente girarían al estar bien puestas en el sentido que les diera concierto. Algunas de ellas probablemente heredarían a las manecillas su ímpetu, otras procurarían llevarles la contraria, regalándonos expresiones para imaginarnos la aparentemente dual dirección del movimiento circular. Había llaves y delgados destornilladores apenas del grueso de pipetas, trapos y limas de asperezas ascendentes, resortes, aros de liga, ganchos, pesos y contrapesos. Y, muy importante, una lámpara potente. Engranes, algunos con huecos y otros plenos de material, minaban el piso. Algunas huellas dejaban ver cómo era debajo del revestimiento tintineante de polvo de vidrio y aserrín de metal. Estas diminutas luces cúpreas y doradas centelleaban sobre casi todas las cosas; era imposible saber si ellas estaban hechas de todo lo demás, o si era al contrario.

Sobre un bulto tapizado de planos que debía ser una mesa, yacía el extraño armatoste que el relojero había terminado de ensamblar. Aún sintiendo hueca la boca del estómago, el cansado hombre se percató de que había obrado casi por inspiración. No tenía la más mínima noción de qué nombre llevaría este aparato, no estaba muy seguro de cuántas partes lo componían, o de qué funciones era capaz de realizar. El entusiasmo pareció escapársele por las puntas de los dedos porque fueron lo único que seguía cosquilleando cuando reacomodó distraídamente su bigote con los guantes sucios de cuero y, por fin, tomó la mariposa de cuerda. Un tronido sonoro le anunció el acomodo de un extremo de latón en el hueco apropiado, y giró y giró y giró. Escuchó las vueltas, círculos que tensaban todo el interior en distintas medidas, y que se manifestaron con golpecillos consonantes, como de campanas. Probablemente eran consecuencia de contactos, roces e intercambios imprevistos entre los componentes. Un lengüetazo al interior de algunas láminas delgadas anunció que todo estaba preparado. El relojero sopló emocionado con anticipación, y lo soltó para dejar al mamotreto hacer su gracia solo. El portento se balanceó casi con ingenuidad mientras alcanzaba a avanzar dos extensiones ruidosas que parecían sus piernas, por poco salvándose de caer, y momentos después, pareció imitar el giro curioso de una cabeza inquisitiva con torpeza.

El resto de la noche, el relojero lo pasó admirando boquiabierto las extrañas proezas de su invención. Cada vez que se le terminaba la cuerda, volvía a girar y girar y girar, para nuevamente observarlo menearse y crepitar con esos foráneos tronidos interiores. Llegó el momento en que no pudo más con su cansancio, y se libró de delantal, guantes, gafas protectoras y demás. El silencio volvió junto con su reposo análogo. El relojero cubrió el complicado mecanismo con un plástico grisáceo dándole una cariñosa palmada antes de dejarlo en la obscuridad. A tres pasos de su taller estaba la entrada a su habitación, deslumbrante por el radiante Sol. En la mañana lo doraba todo y rellenaba cada cuarto con un calor que en este momento le pareció sofocante. Se hubiera lanzado a su cama sin más de no haber sido porque su gato había esperado toda la noche su cena sin recibirla, y el familiar maullido dio al hombre un breve remordimiento, imaginando el tiempo que pasó el pobre animal en vilo. Ni un milímetro desaprovechó el gato moviéndose con una seguridad envidiable a través de los filos de los muebles, apenas miró las croquetas caer en su plato. Alimentándose la mascota ronroneante y habiendo él cerrado las gruesas cortinas para no ver nada del Sol, el relojero se dejó caer satisfecho por fin en su cama y durmió largamente.

El Misterio

Por: Raïssa Pomposo

Para ver el mundo en un grano de arena,
y el cielo en una flor silvestre,
abarca el infinito en la palma de tu mano
y la eternidad en una hora.”

 

William Blake

 

“El Cosmos es todo lo que es o lo que podrá ser. Nuestras más ligeras contemplaciones del cosmos nos hacen estremecer – sentimos cómo un cosquilleo nos llena los nervios, una voz muda, una ligera sensación como en un recuerdo lejano o como si cayéramos desde la altura. Sabemos que nos aproximamos al más grande de los misterios.”

 

Carl Sagan.

 

 

 

Ante el esfuerzo de vislumbrar aquello que no podemos responder por un medio enteramente racional o constituido por un juicio demostrable sensiblemente, solemos aludir al misterio. El misterio es definido comúnmente como lo que está oculto o secreto, como aquello de lo que no se puede dar una explicación.  Al verse de esta manera, por un lado, el carácter mistérico se ve como un pozo sin fondo, como algo de lo que nos es imposible salir de manera lúcida. Pero si esto es completamente cierto, entonces el fenómeno religioso, el cual implica al misterio, es una actividad meramente ociosa y vacía. La filosofía no sería una actividad de búsqueda por la verdad sino aquella que la posee en su plenitud.

 

Por otro lado, lo dicho anteriormente acerca del misterio, no resulta estar tan alejado de lo que después vendrá a ser lo inefable, lo que posibilite el sentido del silencio. Al final de la pregunta “por qué”, el que investiga será llevado a lo inevitable del misterio y en este sentido el conocimiento ya no verá al misterio como su límite, sino como aquello que lo hace ilimitado.

 

Pensemos que en el mundo científico el misterio parece ser la barrera que debe romperse pero que aún así es necesaria para el seguimiento del descubrimiento. ¿Qué es entonces aquello que nos empuja a regresar de nuevo al misterio? ¿Es necesario entonces replantearnos la pregunta por su significado?

 

El astrónomo estadounidense Carl Sagan en su obra “Cosmos”, plantea que el carácter mistérico del Cosmos radica en nuestro propio asombro ante él. Al preguntarse por el origen del universo se han intentado mostrar distintas teorías que lo demuestren  de manera certera, sin embargo, cada una de ellas se ha encontrado con puntos en contra de sus mismas teorías, los cuales resultan ser puntos que comprometen de manera profunda al científico que investiga, pues el preguntarse por el origen implica preguntar por el sentido mismo que tendrá la vida humana en el mundo donde habita, asunto que trataremos más adelante, pues antes de llegar a ese punto resulta interesante resaltar lo que nos dice el filósofo francés acerca de lo que es misterio a diferencia de un problema:

 

Para mí sólo hay problema cuando me veo obligado a trabajar sobre datos que son exteriores a mí; datos que se me presentan con un cierto desorden, que me esfuerzo por sustituir con un orden capaz de satisfacer las exigencias de mi pensamiento. Cuando esta sustitución se produce, el problema queda resuelto. […] Pero allí donde se trata de realidades íntimamente ligadas a mi existencia, y que sin duda la rigen en cuanto existencia, ya no puedo en conciencia proceder de igual manera.[1]

 

La relación con nuestro cuerpo resulta un buen ejemplo sobre algo que no es un problema, pues la manera en que nos expresemos acerca de sus características o funciones, resultará insuficiente, ya que no podemos decir a ciencia cierta ni que somos dueños de nuestro cuerpo, ni que somos esclavos de él, ni que somos propietarios. Esas afirmaciones resultan ser verdaderas si las vemos en su conjunto, mas no por separado, pues todas ellas habitan en la persona misma y de hecho la constituyen en gran medida, superando así al problema como algo que puede ser resuelto.

 

Después de las múltiples ideas que se han dado en la historia acerca de lo que es misterio y de lo que no, de algo podemos estar seguros: que el discurso sobre el misterio ha sido resultado de una búsqueda por el conocimiento y la verdad. Aquí el lenguaje y su sentido jugarán un papel fundamental para dirigirnos al campo de esta búsqueda. Se ha dicho en no pocas ocasiones que el lenguaje está en busca de un sentido, pero ¿qué entendemos por sentido? Parece que cuando nos referimos a él, lo hacemos como un “dirigirnos a”, como si buscáramos un camino certero por el cual andar, algo ya construido, pisando suelo firme. Lo vemos también como “razón de”, buscar el sentido es buscar la razón de ser de tal o cual cosa. De esta manera parece que el buscar un sentido en el lenguaje es buscar algo que dé razones.

 

Cuando vemos cada movimiento y expresión del otro al escucharnos y al hablarnos, no vemos el conjunto de huesos y tejidos cubiertos por la piel que conforman su cuerpo, ni la retina que protege su ojo, ni la carne que conforma sus labios, sino que vemos la euforia o descontento que remarca el movimiento de su brazo; la profundidad, felicidad o tristeza de la mirada; la dulzura o la furia de sus labios. Reconocemos al otro como “humano” en tanto que rebasamos el significado del movimiento y de su expresión, es decir, en tanto que él le da un signo y uno como escucha y parte de él también se lo damos. Este sobrepasar es lo que hace darle su existencia particular a la lengua, y una vez que el habla desoculta y hace ser a aquello que se escondía tras lo que parecía ser simple gesto, es cuando el sentido se hace presente. Sin embargo, él mismo sigue siendo misterio en tanto que no rompe la relación conmigo y la esencia del gesto.

El descubrimiento del misterio radica en su revelación acompañada de la conciencia de este redescubrimiento, es decir, el compromiso vital con esta realidad tiene que ser  revelador.