La costumbre del vestir

Encerrado en una oficina, un compañero me criticaba sutilmente por no usar traje: “recuerda que el código de vestimenta dice que debemos vestir estilo ejecutivo”. A lo cual replique con una sonrisa: “cuando me paguen como a un ejecutivo, usaré traje”. La costumbre era ir a la oficina vestidos con camisa, corbata y zapatos porque así parecíamos profesionales. Si nos veíamos como ejecutivos, sospecho que tramaban, trabajaríamos de manera profesional; dicho sea de paso, les salía mal el plan la mayoría de las veces. Las labores de oficina, así como las de una cocina, un precinto, un monasterio, un juzgado o un restaurante se distinguen tanto una de otra que por eso necesitan uniformes peculiares y útiles para sus actividades. Pero si seguimos la lógica de la vestimenta, los oficinistas son iguales a los políticos. No detallaré la semejanza por miedo y principalmente por pudor.

A diferencia de los otros uniformados, los oficinistas no tienen referentes entre los imperios antiguos. No me imagino a un pretor romano visitando los pequeños bloques donde se encontraban sus subordinados. La costumbre de trabajar en una oficina es reciente. Su actividad, como tanto le gusta recalcar a los jefes directos, jefes de área, subdirectores, directores y CEOS, no es esencial (aunque a muchos oficinistas les haya tocado laborar en épocas de pandemia); cualquier oficinista, constantemente escuché decir a los superiores, es reemplazable, como un engrane. Se trabaja en espacios reducidos,  divididos por frágiles cubículos, para una mejor producción o una mayor eficiencia. Las áreas para la venta, producción y distribución de algún producto, por ejemplo llantas, deben estar cerca unas de otras. Algunas empresas buscan tal eficiencia, que pagan poco por una labor riesgosa (costumbre que sí tiene su semejanza con grandes imperios de la antigüedad). Las camisas y corbatas reflejan el ansia de obtener la mayor ganancia con el menor costo posible.

Pero el código de vestimenta no sólo busca darles sentido de permanencia a los oficinistas, también busca estimularlos. Si es cierto lo que decía mi compañero, se intenta imitar a los grandes ejecutivos en la creencia de que una oficina se premia el mérito. El trabajador mira con fijeza su computadora, se pone a trabajar con celo, atiende solícitamente a lo que le dicen todos sus jefes en cadena y, como aficionado a creer que la fortuna no es caprichosa, considera que este año es el bueno, que ahora sí será promocionado para un ascenso. Los ascensos sí existen, por supuesto, pero no dependen enteramente de las capacidades laborales. Los méritos familiares, amistosos y de adulación son más importantes. Los abogados y políticos se ven muy decentes en traje.

Yaddir

Sobre la costumbre de la vestimenta

Cuando me encuentro en discusiones en las que se critican las costumbres, las propias costumbres, siempre hay alguien que desnuda su renuencia a la costumbre de vestirse. Claro, el exhibicionista de su pensamiento va vestido, y en ningún momento de la discusión intenta llevar a cabo su crítica a las costumbres. Pero recalcarle eso no lo disuade de defender que el estado natural del hombre es la desnudez; según él, viviríamos mejor si todos estuviéramos desnudos. La idea es frágil, de poca resistencia, pues bajo pocos climas es saludable el carecer de vestido. En los programas de Discovery Chanel, en los que al parecer sustenta su argumento, las tribus que van sin vestido habitan en lugares cálidos. Además, no siempre están a la intemperie, pues habitan en chozas que los protegen de los fríos nocturnos. La idea de que la costumbre de vestirnos es algo anti natural es algo que estoy acostumbrado a escuchar.

Que las vestimentas sean tan variadas entre los humanos alrededor del globo no quiere decir que el vestir sea una costumbre. Aunque tampoco se puede decir que sea algo enteramente natural, pues no nacemos usando la protección a las partes más sensibles de nuestro cuerpo. La costumbre parece ser el tipo de vestido que usamos, la variedad de las telas y los colores, así como las combinaciones que empleamos. Lo natural es usar la técnica para protegernos. Una segunda opción de lo natural en la costumbre de la vestimenta la sugiere Michael de Montaigne, al señalar que mediante la vestimenta manifestamos alguna disposición pública. El ensayista se refiere principalmente a la vestimenta como distintivo de la realeza. El monarca se distingue de todos los demás por la finura y el oropel que lo recubre. Un religioso también utiliza un ajuar distintivo. Mediante la vestimenta también podemos distinguir a un simple soldado de un general, o a un policía de un civil; ciertos funcionarios o trabajadores del gobierno hacen uso de insignias para mostrar que son servidores públicos (en su mayoría son insignias pequeñas, supuestamente por elegancia, aunque no debemos descartar que sean pequeñas por la vergüenza que les da a algunos usarlas). Pero no sólo la gente de estado, quienes buscan ser reconocidos, y de la iglesia utilizan ropas que señalen y distingan sus actividades. Los médicos, enfermeras, mecánicos, obreros, chefs, meseras, usan uniformes peculiares, en la mayoría de los casos porque realizan sus labores con mayor comodidad y menores riesgos. Hasta los oficinistas han imitado el uso de uniformes en su vestir (ellos quizá debido a que aspiran a ser ejecutivos y tal vez sean felices sólo con parecerlo). La idea de Montaigne podría llevarse más lejos. Hay quienes usan menos ropa que los demás, así como quienes se tapan todo lo posible; también están las personas que se visten completamente de negro o las que se pintan el cabello de colores. Uno que otro se viste imitando a las caricaturas japonesas o norteamericanas. Toda peculiaridad en la vestimenta manifiesta algo que queremos expresar.

Yaddir

Preguntas familiares

Las celebraciones decembrinas nos trajeron, además del cambio en nuestra propia materialidad, una reflexión sobre las propias tradiciones. Al menos eso pude apreciar en cada amigo y colega al que le preguntaba cómo le había ido en navidad y año nuevo. Que el año nuevo traerá muchas cosas buenas, que te deseo lo mejor a ti y a toda tu familia, que las tradiciones familiares solidifican nuestra unidad individual, que el año pasado fue tan malo que sería imposible que este sea peor, entre otras frases que quizá tú no escuchaste fue lo que más me dijeron. Pero hubo una respuesta menos trillada que mis preguntas: “Bien. En resumidas cuentas me fue bien. Pero me di cuenta que la mayor parte de la gente sólo convive con su familia por mera convención.” Intrigado ante la originalidad y sinceridad de su respuesta le pregunté que si lo que dijo nacía de una experiencia negativa en sus últimas reuniones. Ante esto me contestó: “No. Siempre han sido así mis reuniones familiares. A los amigos los escoges, a la familia no.” Asentí sobre esta última aseveración, tan simple como compleja, pero le dije, para animarlo a hablar, que esa frase era casi un cliché. “Pues no creo que los demás piensen lo mismo que yo. Yo pienso que convivimos tanto con la familia que inevitablemente mostramos nuestros defectos, nuestras ambiciones y lo poco que nos preocupamos por nuestros semejantes. Con la familia convivimos a todas horas, en todos los momentos y a distintas edades. ¿Es posible esconder nuestros peores estados de ánimo las veinticuatro horas del día? Imposible.” Quedé asombrado por su reflexión, fruto quizá de un constante silencio en sus reuniones familiares, de un desapego familiar argumentado. Así como a ti, si eso pensaba dicha persona, me surgió la duda de por qué seguía asistiendo a reuniones familiares. Pero, para que no se molestara más, le pregunté si eso también le pasaba en su trabajo, donde tampoco se escoge a los superiores y a la gente con la cual se convive. Riendo, respondió: “Ahí paso menos tiempo. El trabajo es temporal y, si uno se dedica a lo suyo, los jefes casi no molestan.” Le di la razón y le añadí que en el trabajo nos daban una paga y, para algunos, una buena paga era suficiente motivo para soportar a cualquier compañero. “Eso es discutible. Siempre discutible. Pero a los compañeros los puedes reportar, a los tíos insoportables no. Tampoco puedes renunciar a la familia…” Pero sí puedes renunciar a las reuniones familiares, me apresuré a interrumpir. “Sí”, contestó secamente, “pero tanta convivencia ayuda a uno a saber cómo convivir mejor con los demás. La familia es una escuela. Además, si se reconocen, aceptan y perdonan los peores defectos, la convivencia puede tomar otro rumbo. Nadie es perfecto, pero podemos intentar entender a los demás y, en consecuencia, portarnos bien.”

Yaddir

La fuerza de las costumbres

La fuerza de la costumbre es tal que a veces actuamos casi sin reflexionar; lo mismo si estamos acostumbrados a empezar nuestro día aseándonos o a comenzarlo desayunando, que si al ser asaltados levantamos o no una denuncia. La costumbre lleva a los pueblos a vivir conforme a formas que a nosotros nos parecen sumamente extrañas, salvajes o hasta erróneas. Los antropólogos intentan entender durante buen parte de su vida esas formas de vida, a las cuales llaman culturas. Hay políticos que sin pasarse mucho tiempo estudiando, aunque quizá observando las costumbres de sus cercanos, dicen que la corrupción es cultural, con lo cual dan su venia a cualquier triquiñuela o maña que realicen los funcionarios públicos, así como refutan la posibilidad de que las personas puedan ser educadas para que dejen de cometer ese vicio. Pero si la corrupción es cultural, ¿en algún momento se debió de haber aprendido? Supongo que el experto en la naturaleza humana sugirió que el hombre empezó a ser corrupto no por culpa suya, ni por la de sus allegados, sino por alguien más a quien el no tuvo la fortuna de conocer; él es sólo otra víctima más de las circunstancias. Otros rivales intelectuales del prominente político sugerirían que las costumbres pueden ser encauzadas para resaltar lo mejor de las personas mediante la educación. Para que esto fuera posible, desde pequeños tendríamos que ser educados en querer lo bueno y detestar lo malo, pues si no se le toma importancia a las trampas en los juegos que hacen los niños o a las mentiras que dicen aduciendo que los pequeños  no saben lo que hacen, estos podrían llegar a ser eminentes políticos corruptos y, según su delito, propiciar muertes y ser extraditados por tener la capacidad de cometer crímenes que afecten a varios países. Aunque para que la alianza de la educación con las costumbres tenga éxito se debe saber cuándo es el momento en el que se deja de educar, es decir, si un adolescente ya puede tomar las decisiones correctas para las que se presume que se le educó o hay que esperarse hasta encontrarle pareja para dejar de educarlo. Asimismo, se debe tener en cuenta si la educación no resulta perjudicial al decidir, como el ejemplo del estudiante Raskólnikov, quien racionalmente justifica un asesinato. O el astuto Svidrigáilov, quien al hacer bien busca hacer mal y que ve en el intento de Dunia (hermana de Raskólnikov) de reeducarlo una manera de aprovecharse de ella. ¿La costumbre ha limitado durante muchos años a Svidrigáilov, hombre casi anciano, a ser un tipo astuto, que busca aprovecharse de todas las mujeres?, ¿alguien que se ha beneficiado tanto de sus vicios no puede volverse bueno? La imposibilidad de que él pueda responder a esto lo hace suicidarse. La influencia de las costumbres, el acostumbrarnos a no cuestionarlas, puede ser peligrosa.

Yaddir

Caravanas redobladas

Al hurgar sobre cualquier tema inevitablemente caemos en un sitio ya conocido o descubriremos que la realidad es más complicada de lo que nos parecía. Ver un simple objeto, como una cama, una almohada, un sillón, nos pueden llevar a pensar en el descanso, en el sueño, en la soledad, en la consciencia, en el amor. Nuestra cotidianidad es menos simple de lo que nos la queremos dibujar. Por eso, Montaigne, en su ensayo Protocolo en las entrevistas reales nos lleva a una reflexión que comienza en la molicie de las cortes y va hasta la reflexión política. De los siete ejemplos que usa, sólo tres tienen que ver con la realeza y los otros cuatro podrían referirse a la cortesía entre simples particulares, entre eminentes miembros de la corte o entre gente sencilla y aristócratas. ¿Para qué pensar la cortesía real si la mayor parte de nuestro trato es con gente como nosotros?, ¿el texto del pensador francés se dirige a los hombres de las cortes exclusivamente y es un manual de buenas maneras? Evidentemente no, pues sus afirmaciones son generales y hay una contraposición entre cómo se comportan las personas principales entre ellas y cómo se comporta él, un particular, con cualquier persona (el cual es su cuarto ejemplo). Él no muestra demasiada deferencia hacia las personas porque eso sería ser un esclavo, es decir, resulta grosero para los principales, y para cualquier persona, ser adulados en extremo, pues resulta aburrido y deshonroso recibir caravanas de alguien demasiado inferior, así como toda persona excesivamente aduladora no se comporta así porque se sienta inferior y valore la excelsitud de su admirad, sino porque su actitud tiene un precio. Pensar la cortesía real nos sirve para ver las costumbres políticas del hombre.

Las reglas del decoro establecidas por la costumbre pueden ser erróneas e inclusive demostrar grosería. Pero eso no quiere decir que no deban ser seguidas, pues pensar las costumbres nos llevan a pensar cómo conviene comportarnos para convivir armónicamente. El buen comportamiento es el comportamiento que propicia la vida política, pues la mejor manera para mostrar cuál es el buen comportamiento no es dando preceptivas o armando manuales de buenas maneras, sino que es comportándonos bien.

Yaddir

Las estocadas de la moda

Decía Montaigne, y decía muy bien, que las costumbres humanas cambian incesantemente, a tal grado que algunas se repiten cuando no quedaba casi ningún rastro de ellas. Nuestra vestimenta actual es muy diferente a la de hace unos veinte años; difícilmente alguien se atreve a beber agua directamente del grifo. Aunque se sigue considerando elogioso socorrer a las damas y damiselas de los peligros en los cuales caen presa, como en los tiempos de la caballería andante. La necesidad de cambiar de moda aumenta con la amplia oferta, ofrecida a todo momento, en internet; las numerosas modas se propagan más rápido que la contaminación. He sido testigo de uno de esos cambios: la defensa a los animales. Hace ocho años, aproximadamente, la mitad de los adolescentes mostraban indiferencia ante el maltrato animal; actualmente casi no hay algún adolescente dispuesto a aprobar el sacrificio animal, quien lo hace es tildado de irracional, inculto y sacrificado con insultos más salvajes.

Hace dos días, en la llamada Monumental plaza de toros México (la cual celebraba ese día su aniversario número setenta), hubo una manifestación notable contra la tauromaquia. El enfrentamiento simbólico me deja con la duda de si la fiesta brava no es más que una mera moda entre muchas más o de si la moda es de quienes defienden a los animales. La duda me llevó a preguntarles a mis amigos taurinos cuál es el objetivo de matar a un toro ante un numeroso auditorio; así como a cuestionar a mis amigos defensores de los animales por qué defender a los toros o a cualquier otro animal. La mejor respuesta que obtuve de un aficionado a la tauromaquia fue la siguiente: “en una escena de la ópera Carmen de Georges Bizet, Escamillo compara a los toreros con los soldados; su comparación nos demuestra que el torero es un hombre valiente; los espectadores, obviamente, aplauden la valentía, quedando convencidos de su necesidad para la humanidad.” Por el contrario, el mejor argumento del otro bando fue el siguiente: “los animales tienen su hábitat, el cual debe ser respetado por los otros animales, los humanos, pues así se puede conservar un equilibrio natural; nuestra racionalidad nos obliga a ser responsables con la naturaleza.” Dejo al lector la decisión de darle la palma al taurino o al anti taurino, pues a mí me parece que ambas respuestas tienen sus debilidades, el mostrar en qué consisten quizá sea motivo de otro escrito. Aunque sí debo decir que muchos taurinos no ponderan el valor, sino sólo les gusta el espectáculo, así como hay activistas por mera moda, por un deseo de ser protagonistas del espectáculo.

El carácter pasajero de las modas las vuelve, aparentemente, inofensivas para la vida humana; no resulta peligroso el vestirse con ropas multicolores o simplemente de negro, ni el beber agua en botella o en copas de cristal. Empero, el peligro se encuentra, según entiendo a Montaigne, en que la moda alcance la dignidad de costumbre, arraigue en la vida humana y dicte lo permitido y lo prohibido. Para que la moda torne en costumbre hace falta que pueda influir en las acciones de los hombres; para que se vuelva peligrosa tal costumbre, sólo necesita carecer de bondad. Cuando se ama la moda, cuando se prefiere el constante cambio, se deja de preguntar en lo bueno y lo malo.

Yaddir

Y usted, ¿en dónde chifla cuando chifla?

Más que una entrada reflexiva y llena de reflexión y pensamientos profundos que reflexionan, el día de hoy traigo para variarle un poquito al tono chicloso de mis entradas, una duda sabor a menta que traigo mascando desde hace más o menos un año y que no he podido pegar debajo de la paleta del pupitre.

Es algo muy simple y muy cotidiano que hago expreso en estos momentos esperando alguna resolución de parte de algún amable lector al que logre preñar con la duda. Hace algún tiempo, mientras tenía yo mi experiencia de cultivar las almas de los jóvenes salvajes de una escuelucha que recuerdo con cariño, me vi en la singular situación en la que, para mi sorpresa, no tuve idea de cómo reaccionar. Verán, estaba yo dando mi clase, les hablaba a mis alumnos de los pezones de la Benicia cuando a uno de ellos le dio por silbar. Sí, así, sin más ni más, a mitad de la clase interrumpió mi profundo discurso el silbido de un adolescente, que simplemente se le antojó sacar aire por la boca (cabe aclarar que no hizo el cotidiano silbido que usamos los hombres para capturar los corazones de las damas a distancia, sino un burdo y alargado tono agudo sin el menor chiste). Bueno, pues, ¿qué iba yo a hacer? Le pedí que guardara silencio, no me molestó la desconcentrada, ni siquiera la falta de respeto, simplemente, de un momento a otro, me quedé sin la más mínima idea de qué hacer. Mi mente corrió de un momento a otro a la más que necesaria instrucción de pedirle al muchacho que guardara silencio, Jorge, creo que se llamaba, mi voz lanzó la orden y arremetió con la sentencia inconclusa que quedó así para mi desdicha: “guarda silencio por favor, vete a chiflar a…”. ¿A dónde demonios iba a mandarlo a chiflar? ¿En dónde carajos uno va a silbar? (y no, de verdad no iba a mandarlo a chiflar a su puta madre, lo juro, ni siquiera se me ocurrió) Si usted, querido lector, sabe dónde es correcto silbar, o de algún lugar donde se lleve a cabo esta actividad sin temor de ser castigado por un profesor novato, no sea miserable y comparta su conocimiento.

No pude mandarlo a hacer su quehacer al lugar correcto y es que por más que me quiebro la cabeza no encuentro dónde acomodar mis chiflidos. Cuando mis alumnitos les daba por gritar, los mandaba a la iglesia (si me sentía muy maloso yo), si les daba por reír, los mandaba al cine o a un bar usando la sentencia que quedó inconclusa en el párrafo anterior, por supuesto, cambiando los verbos según su correspondencia. Bueno, para contestar la duda, me di a la tarea de prestar mucha atención a este hábito y al lugar donde lo practica la gente. El conejillo de indias que tengo más a la mano, por supuesto soy yo, que, a partir de aquél día, me encontré a mí mismo silbando bajito a media clase. Silbo para afirmar, para caer bien, para saludar, para detener al microbús o para ensalzar mi acento de barriada. Casi siempre lo hago en la calle, pero también me he descubierto a mí mismo silbando cuando estoy nervioso, o alegre, o cuando simplemente quiero callar un poco las voces de mi mente mientras leo algún texto. En cuanto a los demás, bueno, chiflan los viene viene, chiflan los ladrones que ven una presa fácil en una callejuela oscura, silban los marineros, silba la gente que está contenta, hay gente que silba mientras cocina o escucha una canción y hay incluso quien silba en la cama a la hora de los besos y el sudor. Ante tan copioso descubrimiento, no tuve más remedio que buscar algún impedimento que llevara tal acción a la censura, para así, después poder encontrar un lugar donde aquella censura no tuviera cabida.

Lo único que llegué a pensar, fue que el chiflar lo pone a uno, bueno a los interlocutores que tenemos frente a nuestro silbar, en riesgo de ser salpicados de saliva. Es tal vez por eso que la gente no silba en el metro, o en la iglesia, o en los centros comerciales (bueno, esos que llevan ese pomposo nombre, porque en los centros comerciales que comúnmente apodan tianguis o mercado, allí sí que chifla la gente). Supongo que no silbaría yo frente al presidente o al papa, impedido por la tremenda fuerza de la educación y los buenos modales; sin embargo, la historia mostrará que hay más de un mexicano que no respeta mi mismo código moral en cuanto a estos aspectos se refiere. Hay cierto placer en el silbar, aunque todavía no estoy seguro si este se encuentra en la sensación que uno tiene a la hora de hacer la acción o en el escuchar un sonido que uno mismo emite, como cuando se canta en la regadera; sin embargo, esta peculiar costumbre que aseguro no es ajena a ninguno de ustedes, sigue sin tener un lugar propio para realizarse. Lo más cercano a resolver esta duda que he llegado a estar, fue cuando conocí al campeón de chiflidos, que no es uno, sino varios (solo basta buscar en YouTube “world champion whistler” o “el mejor silbador del mundo” y hay por ahí también una niñita que chifla harto), ellos me hicieron darme cuenta que el silbar era alguna especie de bella arte. Vaya, hay quien toca la guitarra, quien hace ruiditos pasando su dedo por los contornos de copas medio vacías así como hay quien sale mostrando al mundo su talento y pericia inigualable en la ancestral técnica del silbido. Si yo hubiera conocido estos singulares personajes cuando mi alumnito se deschavetó y le dio por silbar, con una mano en la cintura y una sonrisa en el rostro, le hubiera dicho: “guarda silencio por favor, vete a chiflar a YouTube”.