El silencio del espejo

El silencio del espejo

Obsesiona hoy la comunicación, aunque tengamos poco qué decirnos. Siendo optimistas, uno explicaría este efecto a raíz del efecto vivificador que tiene la palabra. Pero sería difícil aceptar que toda frase enunciativa es un retoño del agua santa del alma, tan difícil como aceptar que un cuerpo esté en plena vida teniendo apenas lo más elemental. La vida, con su flujo natural de horas, pareciera colmar el vaso receptivo del sistema expresivo. Da tiempo para la conversación amistosa, para la palabra cursi, para el flirteo económico, para expandir la voz como las ondas por el vacío. Reto para ese optimismo: ¿quién recuerda una discusión que nos haya disuadido un poco de nuestras propias conclusiones, sacadas siempre con la premura de la antelación? Afirmo que tenemos poco que decirnos, pero eso no impide que tengamos mucho flujo de impresiones e imágenes: todo es ver y reír, informarse y olvidar, soltar la lengua y no pensar. La prioridad no parece radicar en esforzar la palabra por la verdad, sino en soltar la rienda a las civilizadas ansias de atención. La intensidad del flujo verbal esconde la búsqueda del narcótico que satisfaga esa ansia voraz. Comunicar es ahora un género universal del entretenimiento vulgar. Sería precipitado achacar esto a la naturaleza misma de la palabra, como instrumento cuya vulgaridad brilla desde el origen. El interés de este problema no rebasa el ámbito práctico de nuestra vida: el uso de la palabra es inevitable, y cuando se dice que su valor intrínseco descansa en dar vida a la personalidad, no hará falta mucha suspicacia para notar que lo personal se halla empobrecido por el individualismo burgués.

La palabra tendría que ser tratado como una extensión del ser vivo, como un órgano. Lo sugiere la categorización de la lógica antigua. Con su pulcro decir, Don Alfonso Reyes señalaba que el órgano interior obra con algo de independencia de la exterioridad de lo sensible: para hacer notar su presencia tiene que aparecer ante la sensación que resiente. Algo parecido podría decirse de la palabra. No se sabe de la enfermedad hasta que se nos sacude de algún modo. Por ser ella constante, por obrar en respuesta a la necesidad, pasa desapercibida su real presencia. Los órganos tienen todos una finalidad, pero ella se cumple de acuerdo a la naturaleza misma del órgano. El ojo no sólo recibe lo que acontece en el radio andante de nuestro paso: también inquiere lo que busca ocultarse. El fin es ver, pero hasta ese fin encuentra cambios en su manera de ser. La vista puede nutrirse con la disposición de imágenes. La palabra permite sobrevivir y hacer la vida más llevadera en esa instancia. Si la palabra cumpliera por si misma todo lo que permite, quizá sería innecesaria la búsqueda del conocimiento. Como un órgano que se nutre, también requiere un ejercicio de su facultad que la aleje de lo más rudimentario. Si sólo cubre el silencio de los espacios infinitos de nuestro aburrimiento, tarde o temprano se convierte en chorro informe de accidentadas digestiones. Como el oído, queda sorda con el ruido demoledor; como los pulmones, se atrofia cuando el único aire que se respira es el humo del sótano. Si el ser vivo requiere del intercambio y metabolismo de la materia externa para irse manteniendo, el órgano especial del hombre requiere también de aquello que le permita realizar mejor su tarea. El misterioso lógos griego permitía sostener la metáfora del alma que se alimenta de conocimientos según las capacidades de su edad metafórica. Como bien se sabe, alimento no es todo aquello que se puede ingerir.

Acaso pueda decirse que hay otro tipo de optimismo excesivo en estas observaciones hechas con imprecisión. ¿A quién le importa ya distinguir lo que en serio sirve al alma? Habiendo tantos medios, tanta libertad y tanta abundancia de relaciones, ¿no se vive mejor con tantos andamios puestos en donde antes había sólo diques? El tiempo aciago puede no amargarnos estando en la narcosis de la ignorancia. Pero al mismo tiempo es imposible hacer un juicio sobre la dureza de nuestra vida sin reconocer la lejanía que sobrellevamos en relación con las inquietudes eternas en el ámbito cotidiano. De esas inquietudes nadie puede decirse ajeno. Podemos fingir como deseemos una fría tranquilidad por ellas, o de verdad ignorarlas, pero eso no las hace menos humanas, sino menos humanos a nosotros. Algo se desgasta en nuestra vida, y no lo vemos. Complica la torre enorme de comunicación el encuentro más sincero. Estamos tan ocupados forjándonos una máscara, que nos perdemos en la fascinación por nuestro intento. Nada tira las máscaras mejor que el darse cuenta de la deshonestidad propia. Pero cuando atisbamos esa luz, rápido corre la penumbra para seducirnos de nuevo. Mientras la vida es vivida al ritmo de la novedad fotográfica, la actividad de nuestro ser se acostumbra a la pronta recuperación de lo perdido. No olvidemos que lo mejor de la palabra se encuentra en el lazo que une lo personal con lo que le debemos a lo mejor del pasado. Con el ritmo más acelerado, todos reproduciremos la uniforme locura de quien dice todo y no puede escuchar nada. Es el suicidio de nuestras intenciones: tener mil locuciones para ser sólo replicados por el vacío en que se dispersan, átomo por átomo, nuestras palabras.

 

Tacitus

El insoportable y espectacular fenómeno de la indiferencia

¡Cielos de lo mismo!

Perderse en lo mismo.

Encontrarse en lo mismo.

Gabriel Zaid

Aunque suene paradójico, la indiferencia ha sido de lo menos indiferente en nuestros días. Cotidianamente solemos tener experiencia de ella, en ocasiones parecemos ensordecer por la costumbre. Recargamos la cabeza en la ventanilla del carro y vemos cómo todo se esparce perdiendo su composición. Los sitios comunes pierden su interés y no volvemos a voltear a los mismos comercios, árboles y esculturas que confiamos permanecerán. Así llegamos a vivir, dedicando toda nuestra concentración a ocupaciones productivas y minorizando la prioridad por las que tomamos por ociosas (no habría que sorprendernos por que aparecieran pequeñas rebeliones que defiendan la vida extraordinaria y denuncien que la cotidianidad está sumergida en el sopor). La indiferencia no sólo aparece con discreción, también se hace explícita en los recintos universitarios. Varios académicos la estudian con minuciosidad, su influencia e importancia, incluso al grado de asumirla como originaria en el hombre.

La dramaturgia ha servido para representar situaciones humanas y en este caso no es la excepción. En Esperando a Godot encontramos el fenómeno señalado. Los personajes principales, Estragón y Vladimir, parecen cascarones humanos. Careciendo de bravura, el aburrimiento los alcanza y no hallan qué hacer para soportar la espera (sí, la espera del personaje mencionado en el título). Ni siquiera discusiones teológicas en torno a la existencia de Dios o la salvación de un condenado satisface el aburrimiento de los personajes. Rápidamente se fastidian de lo que conversan y vuelven a la misma indiferencia por todo. Las indagaciones hechas por palabras o los mismos sentidos no son suficientes para complacerlos o inquietarlos.

Curiosamente ambos personajes se asemejan al árbol en la escena, el vegetal que permanece mientras el día concluye. Estragón y Vladimir se mantienen vivos por la expectativa, son hombres que sólo están ahí mientras arribe Godot. Tal hecho no impide que el tiempo avance, justamente cada acto termina en el reino de la noche. Los protagonistas se ven conducidos —¿o arrastrados?— por la espera. Su indiferencia a otros propósitos resulta tanta que se vuelven impotentes para librarse de ese siniestro camino: no se atreven a colgarse por si acaso ese hombre inexistente llega al encuentro. La cita con Godot resulta un pendiente mayor, incluso, a su misma voluntad.

En varias escenas ambos personajes se enfrentan a la incertidumbre por lo que hay en sus sombreros, zapatos o bolsillos. Repetidamente observamos cómo hurgan sin encontrar nada o algo inesperado. Por ejemplo, ante el reclamo de hambre de Estragón, Vladimir cree darle una zanahoria cuando éste recibe un nabo. Poco después discuten si es mejor o peor acercarse al final de la verdura naranja, nuevamente el aburrimiento y tedio evapora la conversación. Sucede lo mismo en escoger qué comer, Estragón se frustra ante el rábano negro ofrecido y Vladimir afirma que esto cada vez tiene menos interés. No se detienen mayor tiempo para distinguir entre la piel áspera y salada de cada rábano o confrontarlo con la dulzura leve de la zanahoria. En ese sentido da igual quien pueda satisfacer el apetito, no vale la pena dilatarse por reconocer o curiosear las verduras en el bolsillo.

Cualquier acción humana es insuficiente para soportar el transcurso del tiempo. Mientras el día avanza la vida de los personajes se vuelve un sinsentido. ¿Para qué saborear, abrazar, conversar o dialogar? Ninguno acorta la espera de ese evento último. En una escena hasta el mismo ejercicio intelectivo queda desacreditado como vano e inútil. Acatando la orden de pensar, Lucky teje frenéticamente un soliloquio que termina por desesperar a sus oyentes. Quizá la historia del pensamiento sólo sean discursos que nos maquillan la tragedia de Godot. El siervo sería afortunado por tener este secreto, bajar la cabeza para hacer la desgracia inadvertida. ¿Y si la existencia no fuera motivo de indiferencia? ¿Si no estuviera cubierta bajo la neblina grisácea? En dado caso no cabría fastidiarnos o hartarnos por la vida, sino elogiarla.

Bocadillos de la plaza pública. Llama la atención una cifra revelada por el presidente del Tribunal Federal de Justicia Fiscal y Administrativa. Participando en un foro acerca del nuevo Sistema Nacional Anticorrupción, señaló que en juicios por corrupción «el 51.33 por ciento lo gana el particular. El 48.67 por ciento lo gana el Estado» (Reforma, 8,092). Esto significa que poco más de la mitad de funcionarios enjuiciados por el delito de corrupción han librado sus acusaciones. Frente a esta cifra cerrada, queda una pregunta en el aire: ¿cuál de las partes tenido mayor éxito y destreza para defender sus intereses?

II. Otra declaración que llama la atención  vino de boca del gobernador de Guerrero, Héctor Astudillo. Sí, en el mismo evento esperado donde el presidente volvió a pisar Iguala, el gobernador guerrerense mencionó lo siguiente dentro de su discurso: El estado de Guerrero no está postrado, siempre y desde siempre ha estado de pie, no lo abate la pobreza, ni la tragedia. Hoy son otras batallas. Encontrar a Guerrero siempre en los indicadores más bajos de pobreza y educación, extorsión en obras de Chilpancingo (como otras donde ni los españoles se salvan), asesinatos casi diario en Acapulco hacen que no cantemos victoria tan rápido.

III. Universitarios, habrá que estar pendientes de un problema añejo en la UNAM, uno que estalla de vez en cuando como hoy en la mañana.

Señor Carmesí

Confusión cotidiana.

Nuestra vida cotidiana depende de nuestra confianza, sabemos que día a día saldrá el Sol por el horizonte, y eso nos permite recostarnos sin la angustia de que tal vez ello no suceda porque a Helios se le ocurra de repente retirarse a descansar, de igual modo no dudamos de levantarnos de la cama afirmando que no tenemos la certeza suficiente de que el piso siga bajo la misma.

Así como nuestra cotidianidad se basa en la confianza que tenemos de que sucedan ciertas cosas o de que otras se mantengan siempre iguales, ésta última se funda en la necesidad, la cual supone un orden existente en el mundo. Sólo cuando hay orden podemos hablar de que algo no puede dejar de ser, y cuando algo no puede dejar de ser podemos confiar en su permanente presencia, lo que nos permite movernos sin tener que pensar cada uno de nuestros movimientos.

Pero, la relación entre necesidad, confianza y cotidianidad se torna obscura en tanto que parece que sólo podemos hablar de ella mediante argumentos circulares, porque un elemento de la triada presentada aquí nos lleva a los otros dos una vez que nos ponemos a reflexionar sobre éste. Sin embargo, si nos percatamos de que la circularidad de esta reflexión se centra en el hecho de que supone la existencia de un orden, quizá podamos hablar con suficiencia de tal relación viendo lo que ocurre al negar dicho orden. Veamos lo que sucede una vez que lo negamos.

La negación del orden puede hacerse en dos sentidos, podemos negarlo de manera absoluta afirmando que no hay tal; o bien podemos negarlo sólo parcialmente, afirmar que sí hay orden en el mundo, pero que no somos capaces de notarlo en realidad, lo que se aprecia mediante nuestra incapacidad para hablar sobre el mismo sin apelar constantemente a él o bien que el orden es inventado por nosotros mismos.

De la negación absoluta se sigue cualquier cosa, pues la ausencia total de orden nos deja sumergidos en el silencio y en la incapacidad para hablar en tanto que el discurso ha de ser ordenado para ser inteligible al tiempo que el mundo también ha de serlo si es que aspiramos a decir algo que no sean meros cuentos.

Así pues, si negamos de manera absoluta que hay un orden que rige y forma al mundo, negamos a los movimientos necesarios y junto con ello tiramos a la basura la posibilidad de tener algo confiable en que fundar nuestra cotidianidad, pues nada nos garantiza que ciertos movimientos ocurran siempre, tales como la salida del Sol. Se requiere ser muy necio para negar la existencia de movimientos ordenados, pues tal negación supone una vida llena de temores y desconfianzas y reducida a la inmovilidad en tanto que no es posible saber qué se sigue de determinados movimientos tales como el ponerse de pie.

Ahora que no siendo tan necios y negando la posibilidad de un orden sólo parcialmente nos encontramos con dos problemas diferentes, o bien el orden es inventado o bien no somos capaces de percatarnos del mismo sino hasta después de muy cansadas reflexiones.

Siguiendo la vía de la inventiva, surge inmediatamente la pregunta sobre el método que seguimos para crear tal orden, lo que torna mucho más difícil la comprensión sobre nuestra incapacidad para dar una razón clara sobre lo que es ese mismo orden y su relación con la necesidad, la confianza y la cotidianidad sin que caigamos en argumentos circulares. Sí no podemos decir cómo es que creamos el orden que se supone que inventamos para poder vivir, bien podemos poner en duda el hecho de que nosotros lo hiciéramos artificialmente.

Por otra parte, si consideramos al orden como algo de lo que difícilmente nos percatamos, entonces surge otro problema, porque si aquello que nos hace preguntar por el orden es la posibilidad de la cotidianidad, absurdo se torna que algo tan necesario para que nos mantengamos siendo sólo sea apreciable mediante largas y difíciles reflexiones, lo cual cancela a la confianza que  fundamenta a la cotidianidad.

Teniendo en cuenta que la negación del orden no nos ayuda para hablar sobre el mismo y menos sobre la relación entre necesidad, confianza y cotidianidad, y que al tratar de hablar sobre esta relación parece imposible salir de la circularidad que ésta tiene consigo, entonces sólo podemos reconocer que si nos percatamos de un orden no es mediante argumentos lógicos libres de la vida cotidiana.

Maigo.

 

 

Hojas y cotidianidad.

Año tras año vemos cómo caen las hojas secas de los árboles y, en lugar de angustiarnos al ver algo que nos recuerda lo breve que es la vida, disfrutamos del espectáculo confiados en que pasados el otoño y el invierno volveremos a contemplar las ramas -que ahora quedan despobladas- llenas de hojas nuevas y verdes, mismas que nos anuncian que la vida continúa y que en cierto modo se renueva.

Esta confianza tan caracteristica de quien ve en las hojas secas belleza y tranquilidad indica la seguridad que se tiene en la existencia de un orden natural, orden conforme al cual se va desarrollando la vida humana; de modo tal que el frío causante de la caída de las hojas en otoño nos lleva a modificar ligeramente algunos de nuestros hábitos.

Al darnos cuenta de la existencia de un orden, se va conformando la cotidianidad de la que depende el curso de nuestra vida, confiamos todo el tiempo, confiamos en que al cruzar la puerta de una habitación efectivamente saldremos de ésta, confiamos en que al soltar un objeto este caerá necesariamente, de modo que para vivir sin el terror que supone la falta de un orden necesitamos confiar en la necesidad que supone la existencia de un orden natural.

Sin embargo, nunca faltan aquellos hombres que parecen empeñarse en que aquello a lo que llamamos orden natural no existe, dicen que eso a lo que denominamos orden o ley natural es en verdad una ilusión que puede acabarse en cualquier momento, evidentemente tales hombres niegan la posibilidad de confiar en algo o en alguien, pues la confianza se fundamenta en la posibilidad de preveer que algo ocurrirá.

Si alguien negara la existencia de este orden, veríamos lo genuino de su negación en la falta de confianza con la que conduciría su vida, quien no cree que hay un orden conforme al cual ocurren los movimientos en la naturaleza carece de cotidianidad y por ende no se mueve con la misma confianza con la que camina quien sabe que el piso no se undirá en cuanto ponga los pies en él.

Así pues, si algo nos muestra la caída de las hojas secas en otoño, y más que ésta, la confianza que tenemos en que después de ésta sigue el surgimiento de nuevos brotes en las ramas que se quedan a ssoportar las ventiscas del invierno, es que por más que teóricamente nos empeñemos en negar la existencia de un orden, tal empeño sólo surge de un alma necia que no quiere reconocer que está sumergida en la cotidianidad.

 

Maigo.