Lector da vida

Lector da vida

Hace poco en una charla sobre literatura, escuché de una de las participantes una comparación que me pareció digna de ser relatada y explicada. En aquella ocasión dirigíamos nuestros esfuerzos en tratar de saber qué implicaba leer una novela, a lo que esta mujer respondió que leer una novela, era “como ser un actor: quien lee se pone en el papel de otro”; en una clase de creación literaria, una maestra decía que para ser un buen creador de personajes, teníamos que dejar hablar a ése que se nos presentaba, sin juzgarlo, sólo dejar que se desenvolviera en toda su plenitud humana: que explotara sus miedos, sus rencores, su amor: sólo así podríamos conocer al otro desde nosotros mismo. Acercarse a una obra literaria es poner el corazón en el corazón del otro, fundir los latidos y dejar que emerja la voz tímida o desgarradora de quien palpita –o habita– en la página. Esta primera conclusión es un tanto romántica –lo acepto– pero necesaria para explicar el papel del lector que da vida.

Leer implica acercarse a otro. En sentido estricto, leer es la intersección milagrosa de dos subjetividades. Quien lee, algo se lleva de lo que ha visto, pero eso nos deja en el gravísimo problema de saber en qué momento el lector es él mismo y cómo evitamos la peligrosa asimilación de ser otro dejando de lado nuestra propia integridad. La figura del lector dentro de la misma literatura es un tema apasionante. Por mencionar a dos personajes lectores se me ocurren Evguen Onieguin y don Alonso Quijano, ambos con matices distintos que serán tema de otras disquisiciones. Pero para decir algo ya, uno se vuelve el más apasionado caballero andante, mientras que el otro pierde todo interés en la vida, se vuelve apático. La lectura parece un ejercicio que nos aleja de la vida, por un lado, no vemos relación con ella, y por el otro, la relación parece un asunto de locura. La novela parece no explicar nada, es un asunto de subjetividades, cada quien lee y entiende lo que quiere. ¿Cómo nos reconocemos en el otro? Quizá aquí lo dúctil y etéreo de la imaginación nos ayude: No soy el otro, sino la creación del otro. Puedo jugar a ser otro y después juzgar lo que he hecho. También puede ser que sólo sea el espectador y le preste mi atención por un momento a ese que se presenta ante mí.

Hay que notar, además, algo interesante, el otro que soy mientras leo, no es el escritor, es decir, no me convierto en Cervantes, Dickens, Rulfo, Chejov, a lo mucho, veo lo que ellos conocieron. La intersección que aparece es en el personaje y la situación. El poeta pone de manifiesto asuntos que han de ser entendidos. No copia todo lo que ve en su imaginación, da sentidos a la existencia de sus personajes, para que el lector reconozca estos caminos y los recorra en otra piel. El escritor no intenta canonizar su visión pero sí poner la atención en lo importante de la vida, que por lo regular son los pequeños hechos que ya no nos explicamos. Ahí está una parte fundamental del ejercicio creador, el novelista separa el trigo de lo que sobra, más delicado es quizá el cuentista o poeta. Pues para crear hay que tomar elementos, no la totalidad, ya que esto pierde a la razón humana, quien quiere explicar el todo o verlo en un grano de arena (libro) va enfilado a enfermarse de razón especulativa.

Leer es un acto de creación vital, como en el teatro, pues quien pone en escena al personaje es el lector. Éste le da las características que cree o puede ver, un buen lector, sería en este sentido, aquel que mimetiza con perfección lo que el poeta quiso plasmar. Querer saber lo que quiso plasmar el autor, es quizás un error más, pues jamás seremos él, pero sí podemos ser el que él quiso que viéramos. Leer es volver a crear lo que ya se vio. En ese sentido poetizamos en la lectura, como el niño que sueña para explicarse lo que vio. Las apariencias nos engañan sólo cuando no tienen sentido de ser. El poeta y el lector son creadores de sentido. Se entrelaza la vida del creador, la creación y el lector (segundo creador) en la búsqueda por respuestas verdaderas.

Leer es crear, dar sentido a la existencia. No inventarlo, sino rescatarlo. En esto radica la diferencia entre la literatura nacionalista y la universal. El nacionalista voltea a ver su situación y ve que no hay sentido y trata de dárselo desde su propia perspectiva. No ve nada más. El universal igual parte de su situación más cercana, pero ve problemas que todos podríamos tener. Crea para el mundo, no para unos cuantos. Leer es vital, pues sacrificamos un poco de nosotros, para que otros vivan por un momento.

Javel

Gasto útil: El nacionalismo más acérrimo crea caminos de unificación acorazada. El que le da cabida a otro ve las contradicciones y se limita a exponerlas y explicarlas, pero no da soluciones con plan de acción, sugiere una respuesta de acuerdo a lo que considera que es el hombre en todas partes y no sólo los que él ha visto. No ver desde el exterior, crea una maraña de mentiras. Me pregunto ¿Qué clase de lector es AMLO?

Gasto al margen: Todos dicen que el presente lo alcanzó. Lo terrible de la tragedia moderna es el penar desde la herida, desde el púlpito de la responsabilidad, desde la acción. Quien debe a un acreedor y está pensando en poner un negocio que lo saque del aprieto, sabe de qué hablo. Es fantástico hablar del futuro: todo está resuelto ahí. Pero, ¿quién sabe cómo llegar? Él no. Quizá por eso su política es la esperanza económica o popular (ahí no hay nada de paz), que es tan fútil como su conocimiento del presente, ¿es justo que caiga el desprestigio de los que saben? Nos pregunta Silva Herzog

Robots, animales y el frío de Siberia

Robots, animales y el frío de Siberia

La palabra nos acerca al espejo de cobre que somos. Imagen difusa pero segura de que ahí estamos. La exploración de lo que somos es la mejor creación a la que podemos aspirar. Comento esto último porque hoy ha venido a mí una espinilla que ha tiempo había olvidado, pero que me lastimaba en la incertidumbre de lo que era. Te contaré, amable lector, por qué estoy divagando una vez más sobre la palabra. Hace algunos años vi por primera vez una película que se titula Yo, Robot. Sí, ésa que es con Will Smith. En un mundo donde la tecnología alcanzó un increíble desarrollo, los humanos ya tienen robots sirvientes, programados para proteger bajo las leyes de Asimov a los hombres. La inteligencia artificial que controla estas máquinas descubre que el peligro del hombre es el hombre mismo –Pero, ¿qué interrogante bien planteada no es un peligro? Entonces diseña un robot que se distribuirá por todo el mundo, a fin de que extermine al hombre. El último sabio de la mecánica e inteligencia artificial descubre este algoritmo, así que crea a un robot capaz de soñar (le dio libertad creadora). Este robot junto con Will Smith, quien odia a los androides, tendrán que ayudarse para destruir a la inteligencia artificial y su exterminación mundial. En una escena, que es lo que principió esto, Will Smith le increpa al robot que “tú no eres libre, ni humano, ¿acaso puedes crear una ópera, una bella pintura, un poema?” el robot responde: “¿Y tú sí puedes?”. Hoy quiero responder que sí podemos aun sin ser pintores, músicos o poetas. Para ello quiero mostrar que el arte no es exclusivo de los artistas, sino una oportunidad universal de crearnos y reconocernos.

Es verdad que no puedo crear como lo hacen los artistas, pero puedo en primer instancia, asombrarme por lo que ellos presentan, es decir, por aquella irrealidad que me ayuda a conocer mejor al mundo. Al hacer esto, recorro en parte el camino que propuso el creador original, pero también le añado lo que yo voy entendiendo de aquello que menciona o ejecuta o dibuja. En ese asombro me descubro. También me voy creando a mí mismo un saber respecto de lo que sé. Creo con mi imaginación lo que el escritor pone en movimiento dentro de mi alma. La creación del otro me afecta  a tal grado que yo me vuelvo un creador. Cosa que no sucede con los animales o con las máquinas. Por eso este ejercicio ha de hacerse con cuidado aunque no con grado clínico, pues es con mi alma con la que voy abriéndome al mundo y viceversa. Por eso no cualquiera es artista ni habría que acercarse a cualquiera; y también, por eso mismo, no cualquiera puede ser guiado por el daimon. Los animales, por ejemplo, no se asombran, se asustan o se excitan, pero no se encuentran arrobados por la presencia de lo sublime. Las máquinas pueden reconocer patrones de melodía o trazos, arrojar fechas, datos, pero no pueden decir, esto me ha preocupado alguna vez, tanto que he soñado con ello y dejé de comer bien durante varios días.

La inteligencia que permite al hombre sumergirse en sí mismo y a la que hemos llamado conciencia es el órgano vital en la constitución del hombre. El león mata por hambre o por furia, el hombre no sólo por esto, sino por ambición o justicia. El león no se pregunta si podría ser buen gobernador o líder –hoy día tampoco lo hace el hombre–, y eso lo diferencia (diferenciaba) de nosotros. El león no tiene la palabra para cuestionarse por su situación. La insensatez animal sigue luchando bajo cualquier circunstancia: ¿exageración del mensaje romántico o hybris o verdadera libertad? En cualquier caso el destino y la libertad no serían problema si no existiera la palabra íntima que nos descubre en el error o fuera de nuestras ambiciones. Los campos de concentración son hechos reales terribles, pero de los que no sabemos los verdaderos peligros hasta que no leemos a Solzhenitsin, a Anna Ajmatova o a Primo Levi. De igual modo, la justicia no es añoranza sangrante y en peligro constante de la insensatez hasta que no leemos a Don Quijote… la soledad no es lamentable hasta que no vemos el Cristo de Velázquez.

Y la otra soledad, donde la voz del otro florece, hoy se ve atentada por las voces inútiles. Esto también atenta contra la conciencia, es decir, contra la creación del autoconocimiento. Hoy que todo es opinión virtual –imagino siempre las luces de Nueva York- impertinentes y oportunistas ambulantes ávidos de fama, que nos engañan haciéndonos creer que el mejor de los bienes es externo a nosotros, y que para conseguirlo hemos de entregarnos a la lascivia y el voyerismo, recuerdo el reclamo de Dostoievski en Siberia “¡Tengo derecho a la obscuridad!”, es decir, al silencio y la tranquilidad, pero sobre todo, al encuentro conmigo mismo. Imagino que por eso la lectura de la Biblia le ayudó a soportar el aislamiento, si es que así se le puede decir a la situación de la imposible intimidad espiritual: al frío de la soledad donde no hay prójimo, ni yo posible.

Hoy que también tenemos que vender el espíritu y que no tenemos tiempo de saborear un Réquiem, la afirmación de la máquina se hace real. El hombre vano es un peligro para el hombre introspectivo. Creo que por eso el derecho al arte es el derecho a la intimidad con la inteligencia de los otros. Donde creamos un mundo más real y bueno, o mejor dicho, donde nos asombramos de haber sido tan ciegos. Sólo cuando cerramos los ojos, nos vemos realmente.

Javel

Lector, te pido una disculpa, debido a las lluvias el servicio de internet se cayó gran parte de la tarde-noche. ¡Malditas máquinas!

Por qué leer

Porque sí

Hace ya algún tiempo que ejerzo una actividad que aún hoy me parece de las más dignas formas que tiene el hombre para llegar a vivir bien. Hace ya casi seis años que comencé con recelo a practicar la lectura. Una actividad de lo más noble, que a mí me parecía de lo más inútil. Es evidente que no entendía bien la actividad del intelecto que se necesita ejercitar para poder llevar a cabo cualquier acción. No dudaba, por otra parte, que en los libros encontraría sabiduría, pero no veía cómo es que esta sabiduría tan aclamada por unos, vituperada por otros y tan sinuosa para mí, podría darme los elementos necesarios para poder vivir bien. Y si de algo estaba casi seguro, era que deseaba leer, porque deseaba saber. Aunque no sabía qué sabría. Pero de que algo iba a encontrar, no dudaba. Pues bien, así comencé mi navegación por la lectura, con mucha curiosidad, es decir, con mucho miedo y con mucho gusto a la vez. Con mucho miedo porque no sabía para qué leer tanto, y con mucho gusto porque intuía que estaba haciendo algo bueno. Pero, ¿qué tan importante es la palabra? ¿Por qué nos arropamos en ella, pero a la vez desconfiamos? ¿Ser lector es en verdad una forma digna de la vida humana, o sólo es un engaño elucubrado por algún genio o artífice maligno que teniendo miedo de enfrentarse al mundo real, decidió construir y justificar el suyo diciendo que la actividad del intelecto y del alma son lo más importante?

Hoy quiero, en un ejercicio mínimo, intentar justificar esta actividad. Pensando en ella como un ejercicio del alma, ya sea de la imaginación o de la mera razón o ambas añadiendo al deseo, para ello habrá que sortear la pregunta anterior y demostrar que los fundamentos de la lectura existen, es decir, tenemos que demostrar que el alma existe, de otro modo el bien que atribuimos a la lectura no podría descansar en otro lado que no fuera la materia, en el mejor de los casos, o en el vacío. Además, si no exploramos los fundamentos de esta actividad, ni sus repercusiones, la lectura queda como una actividad baladí. Así sólo podríamos alegar que se trata de un mero gusto, ¿pero este gusto a quién beneficia?, ¿en verdad sólo al lector?, ¿entonces qué caso tiene la lectura en una sociedad cualquiera?

I

Ya sé que el fundamento de la lectura es la palabra, pero la palabra no es otra cosa sino la relación que tiene nuestro ser con el mundo, y aún con los demás hombres. Comencemos por aquí. Pensar en la palabra como una reacción a los estímulos que el exterior ejerce sobre mi persona, nos pondría en el mismo nivel que los animales. Éstos, que sin duda tiene algo de imaginación, no pudiendo escapar nunca de las incitaciones con que el mundo exterior los acecha incluso durante el sueño, no tienen nunca posibilidad de refugiarse en el interior como lo hacemos nosotros. Al hablar del interior, me refiero a esta facultad que tenemos los hombres para encontrarnos con nosotros mismos en un lugar que sin duda no es el mundo físico. A esto podríamos llamarle conciencia, sin apelar necesariamente a las posturas cristianas que esto implica. Aún si seguimos por este camino y nos encontramos con que los animales sí tiene un lenguaje, es decir, señales, tenemos que aceptar una parte de este argumento, pues hace un momento declaré que los animales teniendo algo de imaginación y sensibilidad a los estímulos, es evidente que por ello mismo practican la memoria, saben qué sí comer y dónde es seguro para dormir, a dónde dirigirse si el clima cambia.  Ellos también hacen relaciones entre su ser y el mundo, lo cual no niego. Pero estas relaciones no les permiten conocerse en el mundo, es decir, no sabe el león, por más imponente que sea, que es león, no sabe el camello que es camello; pero el niño sí puede saber que es niño y que los otros dos animales son león y camello. Además, sabe el infante que pronto será hombre, porque ha visto que los niños van creciendo, y sabe que sus padres y abuelos alguna vez fueron niños. Esta relación de temporalidad no la hacen los animales. Importante notar esto, ya que los estímulos del medio ambiente si bien sí generan un cambio de placentero a menos deseable y hasta doloroso, son cambios que se notan con sólo la sensibilidad, es decir, en la inmediatez. La vida sólo se capta si además de sensibilidad e imaginación se cuenta con el raciocinio.

Con todo lo anterior lo que quiero dar a entender es que la palabra en el caso de los hombres no es el resultado de estímulos. Otro modo de refutar esto es pensar en la diversidad lingüística. Si los hombres estamos expuestos en casi todo el mundo a los mismos cambios climáticos, condiciones físicas y demás, por qué hay tantas formas de nombrar a la lluvia. Esto también es un problema para la tesis que vengo presentando, pues apelando a la diversidad de idiomas, se hace evidente que el alma, si bien nos identifica como hombres, también nos diferencia como sujetos. El solipsismo aparece casi inmediatamente como una necesidad al aceptar que todos tenemos almas distintas. Cada quien habría de hacerse cargo de su propia vida y punto. Los que encuentren es sus solitarias reflexiones que la vida y el mundo no tiene ningún sentido, tienen dos opciones, o inventarse un sentido e ir salvando a quienes se dejen, a sabiendas de que al hablarles sólo parpadearán; o disfrutar (risa falsa pues no hay sentido de nada) del espectáculo de los monos que no saben que lo son. La palabra, desde aquí, lo más que ofrece es la revelación de la nada. Toda distinción es una construcción necia para salvarnos de esta náusea. Pero desde esta consideración, tanto la palabra como el alma son vistas como engaños, pero evitan la siguiente pregunta: ¿no será más bien que esta construcción nos predispone a pensar que el sin sentido es lo único real?, es decir, esta postura nihilista parece más bien un intento de atrofiar el alma tanto como la actividad intelectual. Una vez más, volviendo a los animales, ellos no tienen lenguaje y no conocen el mundo más allá de sus pulsiones e imaginación. El hombre que se relaciona con el mundo por medio de la palabra, comienza casi de inmediato a poetizar, es decir, a acercarse al cosmos y a sí mismo mediante construcciones que no le dan sentido al mundo, sino que lo revelan tal cual es. Es decir, el ejercitar la búsqueda de la verdad a que Platón llamó dialogar, no nos aleja de la realidad dejándonos con idealismos, sino que más bien nos acerca a él. Otro modo de decir esto es que la filosofía no nos dice cómo debería de ser el hombre en el mundo, sino cómo de hecho es. A esto me refiero cuando digo que la palabra nos hace más real, más cercano al mundo: no lo idealiza, lo realiza.

II

Conforme con esto, no es difícil aceptar que la única forma de saber cómo llegar a vivir bien es conociéndonos. Acatar el mandato délfico. Ahora bien. Si decidimos aceptar esto, resulta que el único medio que tenemos para llegar a ser hombres es por la palabra. Ejercitar la parte más exterior del alma que es el habla y los sentidos. Para iniciar con esto haríamos bien en hacer caso al precepto aristotélico. Comencemos por lo primero para nosotros. En una investigación lo primero para nosotros es el reconocernos faltos de algo y deseosos de encontrar ese algo que nos hace falta. Así, en su Protréptico a la filosofía, recomienda el estagirita al rey no preocuparse por las posesiones materiales, ni por el honor o por los gozos banales, ya que éstos siempre lo son en provecho de algo más, es decir que no son bienes que se basten a sí mismos, por lo tanto no son completos. Y haríamos mal en tratar de acercarnos a la plenitud del espíritu con bienes que no son perfectos. A más de esto, la imperfección de las posesiones materiales y del placer sexual, por ejemplo, es que son fútiles. El bien al que se aspira ha de ser eterno, es decir, ha de ser desde siempre, antes de que el hombre pudiera articular cualquier palabra, sólo así podemos navegar seguros pensando que es buena la existencia del hombre, de otro modo, no hay nada qué hacer o todo está permitido. Ahora bien, si es buena la existencia del hombre, es todavía mejor el intento verdadero por perfeccionarse, por alcanzar su verdadero ser; por conocerse pleno y no sólo vislumbrase en el espejo turbio de las dudas: actualizar las facultades del alma, desarrollar la segunda naturaleza.

III

Permítanme hacer una pequeña digresión en este punto. Recuerdo que algún maestro nos decía: “quizá sus almas, o corazones o vidas modernas, no les permiten reconocer el problema” y en efecto, yo no sabía si quiera que era un moderno de cepa. Y no quería aceptar lo que Aristóteles, santo Tomás, Cervantes, Austen o Joseph Conrad dicen. Hoy sé que era por una rebeldía pusilánime por abandonar los prejuicios que me sostenían la vida. Rebeldía del joven que quiere encontrar la verdad, pero que no apuesta lo que ya tiene. Esta retención a lo largo hace estériles a los intelectos o peor, resentidos: dice Alfonso Reyes de esto hombres que son “eunucos en medio de mujeres de las cuales no puede disfrutar nunca” Respecto a mí, aún tengo temor a perderme, por eso trato de estar cerca de personas que considero sabias, pues hay que aceptar que en esto de la palabra existe una complicidad por encontrar algún bien. Y que esta complicidad sólo puede explicárnosla lo erótico que hay en la palabra. Pues leer también causa un placer, que es el placer de saberse cerca de la verdad y el bien. Si además hay belleza creo que es enteramente el arte poético.

Pero bueno, volvamos a lo de hoy. La lectura es una extensión de la palabra hablada. ¿La escritura pudo o no haber existido? Sócrates detestaba escribir, pues decía que menguaba a la memoria, y sin imaginárselo fue a ser uno de los personajes más recordados por estar su nombre y sus acciones escritas (esto pensando que Platón lo retrató fidedignamente y no más bien que poetizó con la persona de su maestro). Creo que si bien la escritura fue una posibilidad del habla y no una necesidad, hicieron bien quienes decidieron escribir por primera vez, ya que así el pensamiento queda más fijo, además que permite ir perfeccionando las palabras que mejor conceptualicen al ente pasión o idea en cuestión. Y es aquí donde está la responsabilidad y el fin de aquel que se dedique a leer o reflexionar con sus propias fuerzas y en compañía de otros, ya sean de su tiempo o anteriores a él. El que lee bien, ha de enseñar a leer, es decir, a discutir y descubrir el mundo más claro de los que pensamos. Esto posibilita una mejor calidad de vida, pues el deseo por alcanzar el bien, por medio de una actividad tan noble, irremediablemente va filtrándose en el alma de cada hombre que convive con un filósofo o lector serio y comprometido con la verdad. Quizá para esto leer tanto, para estar más cerca del bien.

IV

La gran labor del lector, hoy día, es sin duda recuperar el amor por el bien verdadero. El deseo casi lascivo por estar contemplando esto. Para ello ha de tratar de explicar y justificar que el bien y el alma son inmortales. De otro modo todo está permitido, ya que no hay fraternidad de hombre a hombre. Vivir bien sería un cuento y lo más a lo que aspiraríamos sería a sobrevivir. Hay varios ejemplos en la literatura en donde la actividad intelectual sin reflexión por el alma o un bien supremo, llevan a los personajes a una degeneración en donde pierden su humanidad. Por mencionar alguno, pienso en Rebelión en la granja, donde los animales aprenden el lenguaje, pero sólo lo usan para comerciar y progresar, no hay una fe más que en la inteligencia del dictador Napoleón. El final de la novela es aterrador. En Un mundo feliz de Aldous Huxley, la poesía es de barbaros. Es decir, todo aquello que desestabilice la interpretación, y por ende la manipulación de la naturaleza humana es digno de desconfianza. Pero la conciencia del salvaje y del personaje principal, esa interioridad de la que hablé más arriba, los hace seres extraños a sus compañeros, aunque más cercanos a los lectores.

La lectura es una de las mejores formas de dignificar al hombre. Ésta, aunque en el presente nos invite a realizarla en la intimidad, no es ahí donde florece. La intimidad y la soledad si bien sí son tierras fértiles para la reflexión, ya que es ahí donde las palabras del otro corazón que me habla comienzan temerosas a escucharse, carecen siempre de la jovialidad que trae consigo la compañía, es decir, de ese lugar donde los amantes encuentran más brillante el mundo, más digno de ser obsequiado cual caricias de verdad.

Javel

Para nunca dejar de gastar:

Al hoy fallecido maestro Sergio Pitol, le debemos el que nos haya emparentado con autores como Jane Austen, Joseph Conrad o Henry James.

“En fin, el libro es un camino de salvación.”

“La palabra libro está muy cerca a la palabra libre; sólo la letra final los distancia la o de libro y la e de libre. No sé si ambos vocablos vienen del latín liber (libro), pero lo cierto es que se complementan perfectamente; el libro es uno de los instrumentos creados por el hombre para hacernos libres. Libres de la ignorancia y de la ignominia, libres también de los demonios, de los tiranos, de fiebres milenaristas y turbios legionarios, del oprobio, de la trivialidad y de la pequeñez.”

Sergio Pitol

 

 

 

 

Procreación

La alcoba es santuario para los amantes. La rebeldía pusilánime, irreverencia forzada, observa el conservadurismo implícito en pensar una noche y una recámara para imaginar el amor. Se acusa de escrúpulos morales opresivos, falta de madurez en el espíritu de quien llega a imaginarlo. Despierta un sonrisa condescendiente al ver la supuesta candidez. El amor es un arrebato que en cualquier lugar, en cualquiera hora del día, nos posee. La alcoba puede ser una prisión al limitar la efusión pasional de los amantes. El sitio se alza como efigie para defender las buenas costumbres y la vida comúnmente aburrida.

En Antes del comienzo de Octavio Paz no encontramos ningún elemento categórico para imaginar una alcoba. Sin embargo tampoco nada lo niega; es más: ayuda a interpretarlo. Alborea y uno de los cuerpos humanos abre sus ojos. No distingue lo que oye y la penumbra no favorece alguna distinción visual. Sólo sabe que otro día comienza. La desnudez no abona a la claridad; el supuesto estado natural, la libertad de nacimiento, nada dice. En el horizonte visual se despliega una extensión donde poco se conoce. Únicamente puede afirmarse, anegado en incertidumbre, su soledad que lo hace borrarse (En mi frente me pierdo/por un llano sin nadie). Con dicho reconocimiento un calosfrío existencialista recorre la única certeza del individuo. El día comienza sin tener compasión del individuo, el cual sabe que está solo frente a la voracidad del tiempo (Ya las horas afilan sus navajas). Con este reconocimiento fatal empieza o concluye su muerte.

No obstante en la siguiente parte del poema hay un cambio radical. El individuo reconoce a otro. Tiernamente el amante escucha respirar al otro aún dormido. No cruzan palabra, no se encuentra despierto. El cuerpo dormido, inmóvil, aparentemente se pierde como materia en la oscuridad. Sin embargo lo que vive uno de los amantes le da vida y luz (Pero a mi lado tú respiras;/entrañable y remota, fluyes y no te mueves). Aquello que el pensamiento no alcanza dilucidar, por ser todo oscuridad, extrañamente los sentidos lo perciben una vez que la luz del amor se hace presente. Difusamente se mira, pero logra mirarse. No se ase, pero se palpa. A pesar de las tinieblas, uno estando despierto, el otro dormido, hay una evidencia muy clara: un río de latidos. El curso erótico conduce la sangre y reanima los cuerpos. Uno con ojos cerrados, otros con ojos cegados. En el mundo informe, en el que aguarda el sol para florecer, en el que los versos no logran afianzarse al renglón, la única evidencia es el calor de la piel, eso escurridizo, placentero y misterioso que experimenta el amante en vigilia.

Así como hay Creación en las tinieblas, dos humanos amándose dan sentido a lo difuso. Cada sé muy hondo establece orden en un mundo irreal. La vida en los cuerpos principia al reconocer su comunión en el amor. Es el beso el que conduce a la procreación y no el inerte cuerpo, con su tejido y poros vacíos. En las ventanas irrumpe un fulgor; el amor se manifiesta en un lecho. El paralelismo con la Creación muestra que el amor puede llegar a ser lo más libre posible, un acto inesperado y capaz de quebrar los límites de la nada. Asumir la alcoba como efigie del conservadurismo es ser el conservador más cerrado posible.

La inhumanidad

La inhumanidad

La locura no es inhumana, porque la posibilidad para que nazca nace de la capacidad de razonamiento, o de alguna alteración de la propia naturaleza humana. Otro caso es el del torturador. Lo inhumano de la tortura está completamente en el ser de quien la ejerce, pues voluntariamente trastoca todo rasgo de sensibilidad para poder ejecutar su trabajo. En los relatos que vienen del bajo mundo del secuestro, la sordidez es la antesala para iniciar la empresa. Confiesa el Mochaorejas que “sin adrenalina no es nada” secuestrar; varias de las víctimas que fueron plagiadas en sus propios autos y llevados a casas de seguridad, narran cómo en cuanto ponen un pie en esa otra realidad, lo que inunda la atmosfera es un ruido infernal, con olor a droga, manos que no parecen las de hombres, voces que no son humanas. Nadie pide perdón, todo es lastimar.

En un sentido muy amplio, la vida es crear, lo verdaderamente humano es la creación, tanto realizarla, como reconocerse como tal. El torturador no crea nada, de hecho encadena toda posibilidad de que su víctima sepa del desarrollo de la creación más allá del saco de su cabeza. El secuestrado, es quizá de los pocos que conocen la náusea existencial, o mejor dicho, el vértigo de dejar de ser. En esta necesidad de seguir creando, nace el síndrome de Estocolmo. El secuestrado se abraza a lo inhumano para salvarse.

La tortura del secuestrador destruye, detiene el tiempo, negocia con el hombre. El perpetrador comienza su labor con su propia humanidad. Se destruye a fuerza de poder trabajar. Su conmiseración la diluye entre alcohol y música estridente. Es un hombre que dejó de ser, para negociar con sus hermanos. Por eso el secuestrador aterra tanto, porque su humanidad ya no existe. Prueba de esto último es lo que nos cuenta una mujer (cito de memoria): “Me desnudaban, me dejaban por horas ahí colgada de brazos, sin tocarme, hacían burla de mí, y de repente, en un segundo se lanzaban contra mí, me violaban, me golpeaban, para después en el silencio decirme que los comprendiera, que era su trabajo”. El torturador se deleita destruyendo, su estética es la demolición como negocio.

¿Qué hacer con los desaparecidos? Buscarlos ¿Qué hacer con estos inhumanos? Justicia.

Javel

El ocio de los amantes o tres veces el ocio

El ocio de los amantes o tres veces el ocio

Hay que notar que el ocio es, ante todo, un momento en el que se desarrolla el amor hacia la libertad –y quizá más pedagógicamente, el momento en el que se descubre el amor conducido por lo bello, bueno y verdadero. Incluso hoy, en toda la parafernalia de las iniciativas a favor de la recreación moderna, está como su columna de apoyo la idea del ocio como posibilidad de desarrollar la libertad. Libertad que ellos adornan con el adjetivo de “creadora”. Esta última palabra es la que más engrosa las filas de los ociosos hoy en día, pero también es la que más problemas ha causado en el ejercicio del ocio. Si bien es cierto que es muy común pensar en el artista como el mejor logro de la ociosidad, no es agotable en él esta actividad.

Pensar al ocio en los términos anteriores, nos lleva a exigirnos tres planteamientos que tendrán que desembocar en un solo cauce. A saber, estas cuestiones son: el ocio, la libertad y la creación. El remanso es la vida contemplativa, y la desembocadura, la buena vida; que muy seguramente son sinónimos. Hay que notar una característica más que nos ayude. El ocio como ejercicio de libertad y de creación, está envuelto hoy en día por una particularidad del espíritu humano: la autonomía y el deseo de poder, o en otras palabras, por lo que se busca recurrir al ocio es por el progreso individual. Así, aparece el gran problema:

El motor que impulsa al hombre a dedicarse profesionalmente al ocio, es la economía. Pero acaso aún no es notoria la contradicción de estas almas embebidas en el deseo de lujo y poder. Terrible es que aún no hayan notado que todo asunto, hoy día al menos, que involucre dinero, puede ser agrietado por la corrupción. ¿Cómo se puede corromper al ocio? Alejándolo de su fin rector: Formar hombres que amen la libertad. La libertad ha sido el ideal de todos los hombres, al que la mayoría le dice vida justa o feliz. Todos los antiguos mostraron que estos asuntos son difíciles, pero bellos y buenos. ¡Qué maldición para nosotros que deseamos todo sin hacer mucho, o mejor, nada! No es difícil ver desde aquí por qué el temperamento del hombre ocioso ha de ser parecido al de un amante que no consigue del todo a su amada. Pues un hombre así no flaquearía de su intención, ni tampoco la buscaría por caminos por los que desmerezca su amor, y que, lo más importante, denigren la imagen de la bien amada. La vida del ocioso ha de estar llena de esta inflamación en el pecho y la cabeza, para que le atormente dulcemente la búsqueda; y para que le endulce virilmente el encuentro. Pero hoy más que nunca, el hombre está dispuesto a vender al amor de su vida por el poder que da el dinero. El hombre que haga esto y se diga ocioso, ha de ser llamado perverso. Cuando la creación se prostituye, no sólo la libertad, también la posibilidad de la felicidad muere con ella. Cuando el ocio se corrompe, el hombre deja de ser digno de la creación.

El dolor que causa esta indignidad en los hombres aún preocupados por la felicidad (que somos todos), los lleva a preguntarse lo que todo hombre se cuestiona –o debería preguntase– alguna vez en su vida ¿Estaré haciendo bien las cosas? ¿No será que vivir se trata de algo más que el poder? Esta crisis moral de la que nos percatamos en un momento de ocio o de reflexión, es la prueba más patente de que éste no es un asunto de los artistas solamente, pues todos buscamos ser buenos y felices, o como si dijéramos, todos queremos ser partícipes de la bondad de la vida. El ocio permite esto. Así, el actuar del mejor de los ociosos nos muestra que el alma de los hombres no logra alcanzar la felicidad si no consigue armonizar a los dos caballos que conducen al alma. Sócrates nos ayuda a ver que el ocio no es un momento en el que se desahoga la actividad intelectual, sino la ocupación más importante del alma, que es encontrar la verdad. Por ello, la armonía a que nos conduce el ocio es el logro de las mejores disposiciones del alma humana. El hombre libre, ocioso, no crea su vida ni su felicidad, sino que va perfeccionando su carácter al ejercitar las virtudes intelectuales y morales que se le han dado, se va humanizando más. Al hacer esto ayuda a otros hombres que buscan la felicidad, la sabiduría y el bien en el ocio.

En el momento en que nos percatamos que lo que más amamos es la libertad, en ese momento comienza nuestra búsqueda por la mejor vida. En ese momento comienza el ocio. Ocio que no es una parte de la vida, sino toda ella, pues no buscamos por momentos ser felices, sino en todo momento. Así como no buscamos ser felices solos, sino en compañía de amigos, familiares, la pareja. Por esto la actividad del ocioso repercute en todos aquellos que lo frecuentan. Por eso la ociosidad o Filosofía debe ser un asunto de hombres libres y responsables de su libertad creadora. Por eso el ocioso debe amar la vida libre, justa y buena, tanto como a los hombres, ¿pues de qué otra manera el ocio sería un bien para todos?

También creo que el ocioso ha de tener mucho de vagabundo.

Javel

Para comenzar a gastar: El saqueo a las tiendas que ha venido ocurriendo demuestra que no buscamos dignidad al vivir, sino posibilidad de aprovecharnos del otro en momentos de debilidad. Buscamos ser villanos en la villanía y la dignidad se quedó en los deseos del año pasado.

La musa común

La musa común

El hombre es el único animal práctico. No sólo porque sea político, que eso es fácil de ver, mas no de tomar en su justa dimensión. La práctica lo acompaña desde el nivel más básico de su existencia: la necesidad nunca es ciega para él. No hace casas ni habita cuevas para protegerse de la lluvia únicamente, de otro modo no habría motivo suficiente para dejar de ser nómadas. Persiguió y domó animales como parte del reino de lo práctico; los animales son depredadores, el hombre muestra algo único en su depredación, como la caza con extensiones del ingenio, producciones que los animales no tienen, puesto que todas sus argucias caben dentro de lo que se reconoce como “adaptación”. El hombre no se “adaptó”: desde el principio se supo distinto del animal y de su entorno, hizo circunstancias para poder habitar el mundo, como en las cuevas.

La conversación es parte de la práctica. La cultura también. Si lo teórico nombra sólo aquello que informa lo que hacemos, la separación es falaz. Lo teórico alude a la teoría en tanto actividad contemplativa, no sólo a la formulación de hipótesis. Las cosas de este mundo que se dicen teóricas son aquellas que nos dedicamos a conocer porque no las producimos, de ahí que la verdad sea fundamental para sostener la posibilidad de teorizar, no sólo de conjeturar metódicamente. Pero eso no implica una división entre ambas palabras que vaya más allá del ejercicio de nuestras facultades y de la naturaleza de las cosas. Las cosas más dignas de saberse no son ajenas al mundo en tanto que este mundo posibilita que nosotros las busquemos y configuremos. El deseo de saber es natural, y esto hay que entenderlo no sólo en el caso de la curiosidad inflamable, sino en el hecho de que, incluso en los casos más desapercibidos, saber es fundamental. Decir que hay hombres que no sirven para saber empobrece claramente la practicidad: la conversación es inútil por cualquier camino, pero el conocimiento de lo práctico requiere de que los caminos vayan abriéndose conforme uno realiza los encuentros. De otro modo la libertad por el saber es imposible.

Es cierto que lo práctico pueden ser los negocios, pero también la poesía. Son parte de la práctica no sólo como expresiones, sino como trabajos y actividades. Claro que la poesía apela a que la práctica no se radicalice para entender lo práctico como aquello que nos permite alcanzar nuestros fines. La poesía es un mal negocio, sólo que también es uno excelente. No se vive de ella, pero si por ella. Hace la vida mejor para quien ha visto que la práctica involucra aquello que el poeta profiere. Por ello puede presentarse popularmente y exclusivamente. Lo práctico es distinto de lo fácil. Podrá ser que el vientre no esté hecho para alimentarse de palabras y emociones, pero la vida no depende del vientre, si vemos que la vida está sustentada en algo más. Ese algo más puede verse hasta en la versión más corriente de lo práctico: nadie desea hacerse rico para satisfacer sus necesidades más elementales.

Por ello las obras de arte y la poesía pueden ser parte del progreso. El beneficio radica simplemente en que aportan al hombre libertad. El fonógrafo hizo posible reproducir en casa las obras maestras; una sola obra de Shakespeare abrió un mundo ante nuestros ojos. Nos dejan ver lo humano de lo que él percibió y gracias a él podemos vivir sabiéndolo, encontrarnos y recrearnos en esa obra, efecto que tiene todo escritor consagrado como clásico. Nos recreamos en el sentido de que descubrimos algo nuevo ahí, en algo que está ante nuestros ojos, ausente y presente por nuestra inteligencia y la del autor. Recrearse es, literalmente, volverse a crear. La práctica es creadora, y la lectura es práctica. La lengua escrita es un progreso: deja que hasta lo popular quede latente: coplas, rimas del ingenio que captan la iluminación de situaciones compartibles. Eso, como las armas y la pintura rupestre, no es mera adaptación. Eso es parte de la practicidad de la vida humana.

Tacitus