De la dificultad de ayudar a los otros

“Hemos perfeccionado nuestra insensibilidad”, me dijo un amigo que trabaja en un periódico de nota roja mientras se veía sus manos manchadas de tinta. No entendí si hablaba de toda la humanidad, de todos los habitantes de nuestro país o de los que hacen posible que las personas se informen sobre los sucesos más importantes. Así que le pregunté, encerrado en la misma generalidad: “¿por qué lo dices?”. Moviendo sus grisáceas manos, empezó a decir que al día ve muchísimas fotos de personas muertas, hombres, mujeres e incluso niños; que él desearía no imaginar cómo murieron, pero a veces leía a detalle sus muertes y no podía entender qué orillaba a la gente a matar así; con sus ojos cargados de una pesada indignación, me detallaba que había ciudades en las que la muerte había dejado de ser algo natural, obra del paso de los años, y que las personas padecían el corte de sus manos, brazos u otras extremidades íntimas; eran enterradas incompletas; vivían incompletas. “¿Por qué pasa esto, por qué no se intenta enmendar esta situación?”, así remató su agitada disertación.

¿Qué decirle a mi amigo para que no se sintiera tan mal, pero para que no creyera que lo incitaba a la indiferencia? Porque en alguna ocasión alguien nos había comentado, a nosotros dos y a otros amigos, que no podíamos preocuparnos de todos los problemas que pasaban a nuestro alrededor, pues si lo hacíamos no podríamos ni dormir. Quizá ya había recordado esa frase y no le satisfacía. ¿No resultaría una respuesta políticamente correcta, es decir, que nos hace aparentar preocupación, como cuando decimos que amamos a la humanidad, pero que nos exime de hacer algo bueno porque no tenemos suficiente tiempo para preocuparnos por todos?, ¿debemos anteponer el bienestar de los demás al nuestro?, ¿en qué punto podrían coincidir el bien para nosotros y para los demás? Suponiendo que sí quisiéramos ayudar a todos con todas nuestras fuerzas, ¿cómo hacerlo?, ¿siendo parte activa de una organización no gubernamental?, ¿buscando restos de cadáveres sin identificar?, ¿dedicarnos a lo que nos corresponde? Creo que esta pregunta es la mejor, debemos dedicarnos a lo que nos corresponde para vivir bien. Pero no puede ser una respuesta simplemente pragmática, pues en ese caso tanto se dedica a lo suyo el empresario honesto al hacer dinero, como aquel que engaña, estafa y hace tratos con el narcotráfico. Los narcotraficantes también se dedican a lo que les corresponde, o a lo que ellos creen que les corresponde; un pretexto semejante se dan toda clase de criminales. Así que me pareció conveniente decirle a mi amigo: porque no nos dedicamos a lo que es bueno que nos dediquemos.

La consternación de mi amigo se transformó en curiosidad, así que añadí: por ejemplo, si crees que tu trabajo hace conscientes a las personas del país en el que vivimos y ellos, según sus capacidades, intentan actuar con justicia para evitar la violencia, me parece que es bueno lo que haces. Algo así le dije, pero con muchas más palabras y diversos ejemplos. Pareció más tranquilo, pero una mueca de incertidumbre no se disolvía de su rostro. ¿Por qué no intentó desenredar la pregunta que todavía parecía quedar pegada en su alma? Quizá no quería pasar más noches intentando averiguar si su trabajo valía la pena, o tal vez se había dado cuenta que él sólo no podría cambiar el mundo. Lo que haya pasado por su alma quizá él mismo ni siquiera haya podido sin entenderlo. Aunque me dejo tranquilo el que me mirara a los ojos y con voz sonora y segura me dijera: “debo perfeccionar el modo en el que informo”.

Yaddir

Iniciativas revolucionarias

Un político mexicano, en días recientes, nos sorprendió. No hablo de aquellas sorpresas por corrupción, que más nos indignan de lo que nos sorprenden; tampoco me refiero a declaraciones absurdas, usadas en un caso de desesperación extrema para distraer efímeramente de lo verdaderamente grave. Hablo de aquel senador que propuso una iniciativa para que se les permitiera a los automovilistas o patrones de un changarro portar armas para poder defenderse en caso de peligro. Cuando leí la noticia comencé a reír, pero por algún motivo mi risa no se elevó al nivel de una estruendosa y alegre carcajada. La iniciativa, por poco que la haya pensado el senador, da una respuesta práctica al miedo, impotencia y disgusto que provocan los asaltos. Me imagino que a los conductores que acaban de ser robados en periférico (no establezco fechas, pues ahora mismo, en ese lugar, pueden estar asaltando) la propuesta les parece razonable y justa. Pero como toda iniciativa que involucra directamente el actuar de los ciudadanos, da lugar a que supongamos que el actuar político y judicial ha quedado rebasado por el crimen. A esto le podemos encimar lo fácil que será para los conductores o patrones irascibles desenfundar su arma como modo de aliviar su tensión; lo cual haría que la iniciativa, contrario a como se podría pensar en un primer momento, les diera más trabajo a los policías. ¿No es el colmo de la irresponsabilidad aventarle la responsabilidad de impartir justicia a los ciudadanos?

Pero los políticos interesados en la iniciativa, seres acostumbrados a idear agudos y entramados planes, podrían replicar, quizá no refutar, a todas las objeciones previamente planteadas. Me imagino que podrían decir algo así: “Estimado ciudadano Yaddir. Los interesados en la legítima defensa de los conductores y propietarios de inmuebles laborales hemos leído atentamente, punto por punto, sus objeciones a la iniciativa recientemente planteada por el honorable Senador… A lo cual le contestamos: la iniciativa tiene como finalidad apoyar a los organismos responsables de la seguridad de todos los ciudadanos. De ningún modo el crimen organizado ha superado a las fuerzas del Estado. Toda iniciativa, una vez emitida, debe seguir un riguroso protocolo donde sufrirá modificaciones que garanticen su óptima ejecución. Esto se puede señalar mejor si se compara la iniciativa con la licencia que permite la portación legal de armas en las viviendas, donde antes de otorgar el permiso, el solicitante debe comprobar que su estado de salud mental es el adecuado, así como que no tenga antecedentes penales que lo relacionen con la portación de armas de manera ilegal, entre otros requisitos. Por todos los señalamientos anteriores queda claro, estimado ciudadano Yaddir, que la iniciativa  y sus promotores se preocupan por los ciudadanos. Que tenga una excelente tarde…”

Supongo que los políticos usarían más términos formales y señalarían apartados de códigos y de leyes para reforzar su argumentación. Aunque lo hicieran, lejos estarían de poder garantizar la seguridad de los usuarios de las armas y de las víctimas, tanto criminales, sospechosos o inocentes. Una iniciativa así sólo garantiza menor respeto a los oficiales que sean considerados como corruptos y a sus pares en la política.

Yaddir

Susurro infernal

Susurro infernal

Ocurre tan seguido que no es nada extraño que las personas piensen en aislarse del resto del mundo. Guerras aquí, maltratos allá, desaparecidos. El poder sigue siendo el acicate agridulce de los déspotas, pero el martirio de los inocentes. Los aparentes fragmentos que van dejando las dentelladas rabiosas del crimen no dejan de punzar en el sentimiento colectivo. El mal desprende la unidad que es el bien. Lo más sensato sería aislarse del mal, para que el resto del bien que aún nos queda siga entre nosotros.

Mientras a mí no me pase, mientras yo y los míos estemos seguros, protegidos, lo demás qué importa. Esta máxima del actuar moderno es el susurro que la serpiente azuza en el alma de los hombres. Las argucias de la malvada quieren deshilar la relación que hay entre el hombre y el bien; ella sabe que no se puede resquebrajar el árbol que da frutos, pero se puede alejar a los hombres de esa sombra paternal. Perdido el rebaño, es fácil hacer que se olviden del bien como eterna unidad.

Por eso bien se dijo que el mal es la ausencia del bien, o el olvido de éste. Pero el bien no puede ser destruido, fragmentado. Esto quiere decir que el bien siempre ahí sigue, como promesa de lo venidero. Si el mal es ausencia del bien, lo que sigue es reconciliarnos con él. El sentimiento y la idea que nos genera la ausencia nos incita a buscar. Es por esto que se hace patente el volver a pensar al bien como uno solo, como un cuerpo que no puede ser desmembrado por más que lo martiricen. El bien es unidad no sólo porque esté todo junto, sino porque puede, verdaderamente, unir.

Buscar aislarse del mundo es estar bajo los encantos de la sierpe. Es soportar el mal sabiendo que la luz que es el bien un día se extinguirá. Pero así quedamos solos, temerosos, en posición de quien lucha y espera el último golpe. Es peor si somos varios bajo el influjo de la serpiente, pues así, únicamente estaremos esperando la traición por cualquier costado. El poder seguirá siendo el acicate agridulce de los déspotas si no buscamos el bien unificador en la promesa del que viene: en nuestro hermano el hombre. Si la serpiente gana, ya no habrá inocentes que salvar, no habrá paz que heredar.

Javel

Quite lo valiente

El vecino de la casa de enfrente está medio loco. Llevo ya poco más de veinte años viviendo aquí, pero solo hasta hace poco comencé a prestarle atención (un tanto en contra de mi voluntad, debo admitir) cuando un buen día de buenas a primeras apareció una cortina color tabique sobre su ventana. Vamos, no es que yo sea un crítico experto en diseño de interiores o que el color no me parezca adecuado para una habitación; es solo que la antigua tela que estaba hecha en su mayoría de un bordado que simulaba ser de puro encaje blanco, no llamaba tanto la atención, (ni despertaba sospechas). Pero ahora que uno se asoma a la calle a través de su ventana desnuda (yo, a diferencia de mi vecino, no tengo nada que ocultar y por eso la ventana de mi habitación no viste nada) resalta un rojo férreo que lastima los ojos y hace pensar a uno en cosas que nunca deben abandonar su interior. No pretendo con este testimonio, convencerlos de mi posición con respecto a las cortinas rojas, de ser tal mi empresa, me ocuparía de dar un trabajo más elaborado donde describa con una mayor precisión el modo tan desagradable en que desentona una mancha roja sobre una fachada de azulejos blancos. Tampoco se me haría justo que piensen que mi vecino está medio loco solo porque si, ya que eso debe tener algún motivo y uno no se vuelve loco de la noche a la mañana y sin darse cuenta. Antes, unos cuantos años atrás vivía en esa casa un señor de edad avanzada que me trataba bien y me juzgaba con la mirada del modo en que todos los ancianos lo hacen con la juventud, con ese desdén que nace de la idea de que todo va para peor. Sin embargo, mientras el señor Alejo pudo hablar, nunca me faltó un buenos días o un buenas noches según fuera su apreciación del día. El buenas tardes casi no lo escuche por motivos laborales. Al señor Alejo lo encontró una de sus hijas tirado a la mitad del patio y con la cabeza abierta por el golpe unos cuantos días antes de que fuera a darle los buenos días todo el tiempo a Nuestro Señor. ¡Ay, papacito, te caíste! Exclamó en un grito que hizo estremecer a los que lo escucharon. Yo estaba ahí enfrente de la entrada de su casa fumándome un cigarro e imaginándome lo que sucedía detrás de la puerta cerrada. Cuando llegó la ambulancia a recoger el hilacho de carne en que se había convertido el señor Alejo, yo ya no estaba presente para que me dieran las buenas noches, ni él ni sus hijas. Seguramente no me las hubieran dado, había cosas más importantes que atender. Como sea, después del deceso no volví a tratar con la familia, que como bien auguraba el viejo, se corrompió de modo tal que perdieron la buena costumbre de regalar los buenos días. Las cortinas de encaje duraron mucho tiempo donde les conté, tantos fueron los días de su labor ahí que no me di cuenta en qué momento se convirtieron en una tela rojiza, bueno, me di cuenta una noche de insomnio, pero no estoy seguro si fue esa misma noche en la que se estrenaron. Desperté por ahí de la una de la mañana y no volví a dormir esa vez. Las causas de mi insomnio no tienen nada que ver con mis vecinos, ni con el foco desnudo que ilumina la noche de color rojo, como del tono que tiene una Cocacola cuando se mira a contra luz en un envase de vidrio. Yo de pequeño pensé que eso se debía porque eran ciertos los rumores de que los empleados de la refresquera perdían ora un dedo, ora un brazo, ora la nariz y así seguían llenando los envases familiares de partes humanas como si Cocacola estuviera hecha pensando en satisfacer las necesidades que todo hombre esconde en la parte más oscura de su alma. En fin, desde aquella noche, cuando tengo la mala suerte de despertar a deshoras, encuentro una luz roja que ilumina no solo la calle, sino también los celestes muros de mi habitación. No sé si las hijas del señor Alejo siguen viviendo ahí, y de hacerlo, no tengo idea de por qué cambiaron las cortinas de color, bueno, también de estilo, porque las que penden ahora de los alambres que hacen las veces de cortinero, ahora son lisas, como una sabana. Tal vez el señor Alejo se equivocaba un poco cuando me juzgaba con la mirada, porque si algo he de tener, eso es educación. Las buena costumbres me impiden ir a tocar la puerta y preguntar por qué tienen iluminada esa habitación toda la maldita noche cada una de las noches del año, de llegar a inquirir tanto, aprovecharía la oportunidad para preguntar también si no les preocupa llamar la atención de todo el vecindario. No es algo que a mí me gustaría, sí, todos los vecinos saben dónde vivo, pero entre más alejados de mis asuntos estén, mejor. A don Alejo que en paz descanse era el único al que saludaba y solo por cortesía. Sí, no es muy cortés andar entrometiéndose en los asuntos ajenos, mucho menos estar tocando la puerta de una casa en la que solo habitan mujeres (de seguir viviendo ahí las hijas del difunto). Ahora que si el inquilino es uno nuevo y por motivos laborales yo no me enteré de su llegada y quien vive ahí es un varón, el trato terminaría siendo aun menos cordial. Mejor es no preguntar. No vaya ser que con mi visita bajo el pretexto de una plática cotidiana, termine el nuevo inquilino corriendo la mala suerte que tiñó las cortinas de rojo aquél día en que le di por última vez los buenos días al señor Alejo.

Recuerdo de Tlatsautla

Cuando me bajé del tren y miré los maizales secos por el reciente frío, haciendo un contraste bien fuerte con el cielo añil de una noche muy joven, me congelé entero. Sí hacía fresco, como aquella otra vez, pero no fue eso. Fue una conmoción seguida de parálisis, nomás que sin el desagradable malestar que antecede a los ataques de la cabeza o el corazón; más bien fue como cuando se revive de súbito el sabor de un beso de juventud, fue el golpe de un hondo recuerdo que no me permitió moverme.

He de haber estado muy chico, y los insectos entre la vegetación sonaban igual o más duro que hoy, con una cantaleta que no significa nada para ellos como para nosotros. Ellos nunca recordarían algún otro día que sonara así. Yo pensé entonces que nos querían fuera y que por eso gritaban así. Mis tres hermanas y yo estábamos viajando con mi padre, y mi madre nos alcanzaría después, me habían dicho. No logro recordar cuál fue la última vez que la vi, pero supongo que estábamos en el patio metiendo la herramienta en la bolsa que se llevaba mi viejo justo antes de salir. Me acuerdo más o menos del apuro, de las groserías y los acicates para que nos moviéramos rápido, es más, me acuerdo medio difusamente de los ruidos aparatosos del tren y sus grandes maderos en los muros de algunos vagones; pero lo que más recuerdo del viaje es este extraño sentimiento al haberme bajado, al ver el maizal, de que todo estaba atrás. Me imagino que el astronauta de espaldas al mundo ha de sentir algo semejante con las estrellas menudísimas enfrente y la vida completa mirándole la nuca, él tan sólo pudiendo sospechar que sigue allí. Así miré la tierra levantada por los aironazos que llevaba lejos, lejos hacia el contrario del sentido de las vías, a donde estaba toda la vida y todas las personas y todas las cosas buenas y malas, atrás.

Ahora lo recordaba, pero no lo volví a sentir; no exactamente así. Esa noche habíamos escapado de Tlatsautla porque mi padre acuchilló a un hombre que había aumentado injustamente una deuda que se le tenía, y que había querido amedrentarnos con una pistola falsa –o eso me habían dicho. Yo no sabía eso entonces, pero sí se conoce en el mutismo de los familiares que algo no anda bien y que no se arregla con palabras, como cuando se incendia la maleza. Nunca estuve seguro de si mi padre supo que lo que había hecho había sido un crimen o si lo consideraba justicia; yo sabía muy poco. Esa noche tenía las manos sucias y no quería llevármelas a los ojos, de eso me acuerdo bien. La sombra de la hazaña nos persiguió a otros dos pueblos, pero no hubo en sus llegadas otro momento semejante; así como sé que regresar acá tampoco es igual: los trenes ahora no suenan como sonaba aquél, los que fueron ancianos ahora descansan en paz, los niños no juegan los mismos juegos ni llaman igual a las cosas, ni están los campos andados por los mismos pies que en ese entonces. Pero de todos modos lo mismo puede mostrarse de muchas maneras. Hoy que miro este mismo manto frío sé que el mundo que sentí de espaldas aquella noche lo tengo hoy bien al frente, y nomás espero que mañana que amanezca, ahora sí tenga tiempo de darme una vuelta o dos para conocer bien los alrededores y a su gente.

Sino sombrío

Sentada siempre sola, solitaria se sentía. Sufría saboreando su soledad supurante: seguido secaba sendos senderos salados. «¡Sal, solecito!», susurró suavemente. «Síguenme sigilosas», suspiró señalando siete sombras sádicas. «¡Sálvame!», suplicóle sudorosa. Su solecito salió, surcando semejantes sombras sin separarlas: solapábalas solamente. Socorro sintióse sumamente sola sopesando su situación sin salida. Simplemente sucumbió: sofocáronle silenciosamente sus sombras. Su solecito sólo sonrió.

Hiro postal