Al César lo que es del César

Sin un discurso que repartiera abrazos y amor hueco, Cristo anduvo por la tierra, criticó a los que hacían como que hacían bien para recibir alabanzas de los demás, en algún momento señaló que una mano debe actuar sin que se entere la otra, además supo distinguir entre lo que pertenece a César y lo que es propio de Dios.

Dejando de lado el hecho de hacer el bien sin necesidad de la alabanza del que lo recibe o de los otros que rodean al benefactor, creo que conviene pensar por un rato en la distinción entre lo que es de César y lo que es de Dios.

Se nos dice en los evangelios que para poner una trampa se le cuestionó a Cristo sobre el pago de impuestos, y él señaló que hay que dar a cada quien lo que le corresponde, luego entonces la distinción entre lo que es para el político y lo que es para lo divino depende de correspondencias.

Tratar de eliminar la distinción entre lo político y lo divino trae desastres anunciados de mil maneras, se puede apreciar el intento de servir a dos señores al mismo tiempo cuando se intenta igualar al Estado con lo divino, las monarquías lo intentaron y no fueron capaces de alimentar realmente a sus pueblos, al menos no en tiempos de crisis.

Pensando la igualación al revés, tampoco salimos airosos, y eso creo que lo demuestra un personaje Dostoievskiano que pretende igualar al Estado con la Iglesia al convertir al primero en el segundo, con él hasta la antropofagia termina siendo válida.

Distinguir entre lo que pertenece a César y lo que pertenece a Dios no es fácil, es necesario pensar en qué es lo que le pertenece a cada uno y qué es lo que le corresponde como para entregar lo propio sin hacer mezclas que sólo revelan una mala comprensión de lo que es un Estado o de lo que es lo religioso.

La vida de Cristo podría ayudar a lograr esa distinción, y para ello resulta conveniente pensar en lo ocurrido después de que alimentara a más de cinco mil hombres. El evangelio de Mateo relata que muchas personas ávidas de escuchar a Jesús lo siguieron, al ver que se hacía tarde tanto Cristo como los apóstoles alimentan a la multitud.

Aunque algunas reflexiones sobre este pasaje se concentran en el hecho de que Cristo le dijera a los apóstoles que ellos le dieran de comer a la gente, yo me concentraré en lo que pasó después.

Jesús ordenó a los apostóles que se embarcaran, despachó a la multitud y se retiró a la soledad.

No se hizo nombrar rey, aunque bien hubiera podido hacerlo, su reino no es de este mundo y eso quedaría claro en la cruz, tampoco llamó a una revolución ya que tenía la atención de la gente sobre sí mismo, no pretendió un cambio en los demás poniéndose como un líder moral y honesto a diferencia de los fariseos o de los romanos, lo que hizo fue despedirlos tras alimentarlos.

Jesús no buscó el poder sobre la tierra, mostrando que el cristianismo no se trata de eso, se trata de dar a Dios lo que le corresponde, y lo que le corresponde es la gratitud, y a mi parecer esa gratitud Jesús la muestra en la soledad, ya que se retiró del mundo de los hombres  para orar a solas antes de continuar su andar por esta Tierra.

Maigo

Fe y verdad

Fe y verdad

Me parece absurdo que el catolicismo pueda llegar a ser un nombre de afiliación, al grado de poder distinguir, al menos en el habla común, entre los creyentes como practicantes y como pertenecientes a una tradición que aceptan pero que no están dispuestos a reproducir, relegando la aceptación a una total oscuridad y remitiendo a una palabra que aprenden de esa misma tradición: la consciencia. Al mismo tiempo, no puedo evitar que este absurdo no remita a algunos a un prejuicio que se señala para hacer de la fe una diferencia intelectual. Es decir, que el señalamiento del absurdo por la oscuridad que señalo con que se conciba la fe no termine en un aburguesamiento y no en el evangelio. Por eso creo que el intento de comprender la fe no puede conformarse con aceptar que a un hombre se le distinga como católico por su simple aceptación del rito, por su ferviente obstinación en la tradición o por su superioridad intelectual. No existe la creencia de palabra solamente, y creerlo así proviene de una oscuridad en torno a lo que la palabra significa para el católico. Lo que señalo se puede entender desde la interpretación más sencilla de algo que se reitera teológicamente con sensatez: el cristiano no puede escindir sus obras de sus palabras; por eso las promesas son importantes para él, deudas de espíritu que mueven a su mano o a su pensamiento a expresarse de manera adecuada a la luz del amor.

La consciencia es el sofisma preferido de la fe contemporánea. Y creo que es falso que el cristianismo sea el mismo responsable de que eso sea así. Esa es una mentira de quienes estudian al cristianismo como parte de la historia de las ideas y la sociedad, argumentando ya una manera de interpretar la historia de manera ajena a como el cristianismo trató de enseñarnos. Pero ese no es el problema más profundo. Lo grave de la consciencia contemporánea es que dice guardar y ser capaz de afrontar individualmente la posibilidad de una crisis para la que la fe sólo es fuerza volitiva, nombre religioso que guarda su seguridad en medio de la falta de autognosis. El problema más profundo para la consciencia moderna es el mal. Eso no significa que sea algo que la fe no haya considerado desde un inicio. Siempre fue un problema para todo cristiano. Pero ahora se contrasta con la producción de la razón moderna, que concibe a la carne como cuerpo y a la voluntad en drama constante con la libertad. ¿Qué es del católico cristiano si formar parte del cuerpo de Cristo se resuelve a mantener presente el dogma en su fuero interno, mientras su propio cuerpo, ese del que es parte por el mismo dogma le reclama algo para lo que se mantiene inmóvil?

El cristianismo permanece como cultura en una de sus dimensiones. La riqueza del evangelio, de los textos teológicos, los cánticos y poesías populares los puede gozar cualquiera que no sea cristiano. Pero también es cultura o, mejor dicho, es sobre todo cultura para quien se aventura a que su fe sea enriquecida en la palabra. La fe es también conversación del presente con el pasado. No puede decirse que esa fe sólo radique en el conocimiento de su propia cultura, porque ese conocimiento orilla al católico a no creerse sólo parte ella. Se llama católico cristiano por su imitación del origen de esa cultura. En la medida en que no es sólo preferencia intelectual es que debe afrontar las palabras que hacen de la fe un prejuicio. No puede haber virtud en la ignorancia, pero sí conocimiento limitado del bien. Puede decirse, con mucha razón, que la conversión es apenas el inicio de la educación cristiana, así como el bautismo es la muerte primera, necesaria para la vida en el perdón.

¿Será suficiente razón para que la fe sea tratada en el silencio el hecho de que no existe comunidad alguna? La respuesta no necesariamente va hacia el sueño de la ultraderecha. La Iglesia no es, por ello, un recinto hecho de tradiciones. La comunidad no existe gracias a la ideología: la fe en la comunidad no se mantiene por puritanismos, porque deviene en hipocresía. Hipocresía que hace del perfeccionamiento en Cristo una tarea ajena al amor y servil del amor propio. No puede haber cristianos de palabra cuyos actos no estén dirigidos amorosamente. La consciencia moderna falla al cuestionarse, entrando en ese laberinto hecho de omisiones y negaciones. Pero la enseñanza radical es que hemos sido perdonados. El mal nos inculpa, pero el arrepentimiento es amor y no persecución. La fe no puede ser un deber.

Tacitus

 

Navidad una, sólo una

Navidad una, sólo una

 

Me molesta la paganización de la Navidad, a pesar de que por ella la celebración se mantiene. Entre las expresiones populares es común escuchar que la Navidad es la oportunidad de que dios nazca en el corazón de las personas, de que renazca el amor en el alma de la gente, de que la vida se abra nuevamente a la eternidad… Y todo lo que la espiritualidad posmoderna gusta decir y escuchar. Sin embargo, en Navidad dios no renace, ni dios nace cada año al final de la Noche Buena, ni hay una renovación de los pactos de amor de la cristiandad. Todo ello es paganismo. Son los paganos quienes tienen una visión cíclica del tiempo (el eterno retorno). Son los paganos quienes creen que dios muere y renace para mantener el ciclo de la existencia. Son los paganos quienes ven en el renacimiento la renovación de los pactos, las oportunidades nuevamente avenidas, la oportunidad cíclica de la salvación (moksha). La Navidad no es una fiesta de fecundidad, no es un nuevo inicio, no es la perpetuación del devenir. La Navidad es una y sola. No es celebración de la fecundidad, sino aceptación de la gracia. No es inicio, sino cumplimiento. En la Navidad no hay pactos qué renovar, sino consumación del Pacto –el de Abraham, Isaac y Jacob-. La Navidad no es oportunidad de salvación futura, sino salvación acontecida. En Navidad nació el Dios que no renace, sino Resucitó. Y la Resurrección no es un evento cósmico, que eso es la Creación que supera la nada, sino la superación del más profundo nihilismo del pecado y la muerte (cfr. Robert Sokolowski, Phenomenology and The Eucarist). Por eso la Navidad es una sola, un evento único, es definitiva. Por eso su celebración en realidad es conmemoración. La Navidad es la conmemoración de quienes vivimos los últimos días…

 

Námaste Heptákis

 

Escenas del terruño. 1. El lunes siguiente se cumplen 27 meses de la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa. Es importante mencionar el más reciente libro sobre el caso: La verdadera noche de Iguala de Anabel Hernández. El libro se presenta como una detallada investigación en torno a los hechos del 26 de septiembre de 2014, aunque en realidad es un detallado alegato en contra de la explicación que la PGR ha ofrecido del caso. El libro se centra en desmentir a la PGR, sin que por ello diga la verdad del caso; por su lectura no sabremos dónde están los normalistas. Tengo cinco observaciones sobre el libro. Primero, exculpa a José Luis Abarca. La prueba máxima para la exculpación es una entrevista realizada por Hernández en junio de 2015, donde el exalcalde perredista de Iguala afirma que tras finalizar el informe de labores de su esposa estuvo en coordinación con los elementos de seguridad (p. 148). Es sospechoso que una periodista tan puntillosa no contrastara esa entrevista con la única que dio Abarca tras los hechos, la mañana del 29 de septiembre de 2014, donde afirmó que no se había enterado de nada y se fue a dormir tras el informe. ¿Por qué tiene validez la segunda entrevista y no la primera? Segundo, se insiste una y otra vez que los policías de Iguala fueron inculpados, pues ellos no sólo entregaron las armas voluntariamente, sino que también permitieron que les hicieran las pruebas de rodizonato de sodio, lo que permite a la autora presentarlos como probablemente inocentes, bajo el supuesto de que la culpabilidad produciría resistencia. ¿Por qué es más fácil suponer la fabricación de culpables que la confianza en la impunidad? Tercero, a lo largo del libro se menciona al exgobernador de Guerrero, Ángel Aguirre, de modo peculiar. Por el inicio la periodista afirma: «según sus allegados, lo consiguió (el triunfo en las elecciones) con el apoyo incondicional de Peña Nieto y Osorio Chong» (p.68). En la siguiente ocasión, menciona al exgobernador Aguirre como «cercano al presidente Peña Nieto y al secretario de Gobernación Osorio Chong» (p. 72) . Y más adelante, Ángel Aguirre es presentado como «amigo personal de Peña Nieto y Osorio Chong» (p. 158). ¿Cuál fue la prueba? ¿Pasar de un «se dice» a una afirmación categórica? ¿Por qué sugerir el presunto apoyo de Peña y Osorio en la campaña a la gubernatura, y no mencionar, por ejemplo, el apoyo real de López Obrador en esa misma campaña? Cuarto, en ninguna parte del libro se sopesa la responsabilidad de la organización estudiantil, y sus grupos afines, en los hechos de aquella noche. La autora decidió que para su investigación sí era conveniente hablar de la relación de los normalistas de Ayotzinapa con Lucio Cabañas, pero que no iba a investigar la relación de los normalistas de Ayotzinapa con la guerrilla (relación ya mencionada en Los 43 de Iguala. México: verdad y reto de los estudiantes desaparecidos [Anagrama, 2015] de Sergio González Rodríguez pp. 31-39). La autora decidió que para su investigación sí era conveniente hablar del secuestro de camiones y justificarlo porque «la normal no tiene presupuesto para las movilizaciones» , y que no era conveniente señalar que no se puede asignar un presupuesto a un rubro que no corresponde a las actividades escolares. ¿Por qué ser tan condescendiente con los normalistas? ¿La verdad sólo se ve tras las gafas del romanticismo revolucionario? Y por último, se insiste a lo largo del libro en la participación del ejército aquella noche, pero la prueba que aporta la autora es una afirmación de «un informante de credibilidad comprobada» (p. 324) quien afirma que los militares fueron a rescatar la heroína oculta en los camiones tomados por los normalistas y que necesitaron desaparecer a los jóvenes para que no hubiera testigos. De ahí, la autora refiere nuevamente la sospecha de que fueron llevados a las instalaciones del 27 batallón; pero es sospecha, no prueba (sobre todo porque hay otras posibilidades que la autora decidió no considerar, como las referidas por Humberto Padgett en su Guerrero. Los hombres de verde y la dama de rojo [Urano, 2015] pp. 127-137) Por lo demás, el libro es un excelente documento que reúne las deficiencias de la investigación oficial y su lectura es imprescindible para la comprensión pública del caso. Anabel Hernández nuevamente ha hecho un gran trabajo periodístico. 2. Jesús Silva-Herzog Márquez es el primero en decirlo tan claro: tras el fracaso de los 10 años de lucha contra el narco, tras la destrucción en que nos tiene nuestra guerra civil, ahora estamos discutiendo el estado de excepción, estamos discutiendo la dictadura. 3. El pasado miércoles 21 de noviembre se publicaron, en el Diario Oficial de la Federación, los «Lineamientos Generales sobre la Defensa de las Audiencias». Preocupante es el artículo 15, en el que se distingue entre información noticiosa y opiniones, distinción que obligará a los periodistas que ejercen en radio y televisión a separar la presentación de la información y la editorialización y comentario de los contenidos informativos; es decir, el Instituto Federal de Telecomunicaciones ha inventado la «objetividad» informativa y, suponiendo idiotas a los radioescuchas y televidentes, ha decidido que para velar por el derecho a la información, la información no debe editorializarse. Cabe la duda: ¿a partir de febrero de 2017 tendremos solamente notas con cifras oficiales y repetición de notas de prensa? Grave atentado a la libertad de prensa. Los políticamente correctos, como andan envolviendo sus regalos, no han levantado la voz. 4. Informa La Jornada de hoy que el gobernador de Nuevo León, el priista e independiente Jaime Rodríguez Calderón -quien hizo campaña bajo la marca de «El Bronco»-, está molesto con que lo periodistas hagan su trabajo y por ello declaró «que se jodan, ya no vamos a comprar periódicos». Qué jodido el góber de los regios.

Coletilla. “¿Cuándo comprenderá la gente que de nada sirve que alguno lea su Biblia si no lee también la de los demás?” G. K. Chesterton

Quiromancia

El hijo se sentó frente al padre y vio sus manos. En ellas leyó los signos que del duro trabajo fueron quedando con los años, y en esos signos se vio a sí mismo y a la esperanza que alimentaba el diario cansancio de quien endurecido por el trabajo era capaz de brindar la más tierna de las caricias.

 

Maigo

Traición política

Traición política

Tradición es traición, dice el apotegma de la traducción. El traidor lo mismo lleva y trae, quita y da, cambia y conserva. La traición parece creativa y destructiva a la vez. Los traductores son los traidores tradicionales. Lo que no se puede decir de otro modo, lo que ya no se puede explicar, lo que es forzoso, al mismo tiempo de ser intraicionable es intraducible. El resto, aquello de lo que sí puede darse razón, es el mejor sentido de la tradición: traducción y traición. Lo importante es traducir de buen modo, traicionar bondadosamente. La traducción, como acto traidor, es poner a la tradición punto y aparte.

El santo patrono de los traductores es San Jerónimo, pues fue él quien trajo la sabiduría bíblica a las letras latinas: abriendo la razón romana al pensamiento judío, permeando la virtud romana de virtud cristiana, haciendo del hombre sabio un hombre piadoso. San Jerónimo, como atestiguan numerosos pasajes, creó con la Vulgata el mundo en que todavía vivimos. San Jerónimo es, quizás, el padre de la Iglesia que más cuida a la razón; a pesar de ser un eremita que a ojos de la mayoría llevó una vida irrazonable. Su cuidado por la razón lo llevó a la polémica más lógica de la historia de las traducciones: la polémica con Rufino. Rufino y Jerónimo, los grandes traductores de la Antigüedad tardía, disputaron por las consecuencias prácticas de las ideas teológicas de Orígenes. El descubridor del concepto de consciencia originó en los traductores la conciencia de la traducción. Y es de la polémica entre Jerónimo y Rufino donde podemos aprender de buena manera cómo se involucran tradición, traición y traducción, con el esfuerzo siempre loable de salvar la posibilidad de dar razón. Llegar a la polémica, empero, sólo nos será posible cuando encontramos algún sentido en cuidar nuestra relación con el Texto Sagrado, cuando creamos que la razón sólo se salva con la fe –con anfibología consciente, cual debe entender el lector-. Pero eso es otro punto y aparte.

De entre las traducciones de Orígenes que hizo Rufino hay una notablemente creativa, inigualablemente traidora y pocas veces comparable por su savia tradicional: la del Comentario al Cantar de los Cantares. Entre las creaciones del traductor Rufino se encuentra en ese texto algo que los latinistas ya dan por sabido: que homo viene humus, por lo que el sentido latino del nombre que se dio al hombre es el de un ser apegado (u originado) en la tierra. Rufino señala la “etimología” de homo tras haberla inventado en su traducción del Protréptico de San Clemente de Alejandría. Clemente intenta explicar, en griego, por qué el segundo relato de la Creación en el Génesis plantea que el hombre proviene del barro. Para explicarlo, Clemente tuvo que relacionar gen con aner, para lo que el traductor al latín necesitó relacionar humus con homo. Si bien gen y aner tienen como raíz común al sánscrito nar (que nombra a la fuerza vital que distingue al hombre de los otros seres, presente todavía en el griego andreia), humus y homo sólo tienen la relación mentada hasta que la inventa Rufino traduciendo a Clemente y confirma su invención traduciendo a Orígenes (humus y homo, sin embargo, provienen de la raíz indoeuropea dhghem, de donde derivan términos tan disímiles como: camaleón, humilde y homenaje). Y al traducirlos, traicionándolos, Rufino no sólo creó una metáfora válida y bella, sino que estableció una etimología que los eruditos ahora dan por válida.

No darán por válida, empero, una traición más arriesgada, aunque a mi juicio mejor traducida. Con corrección de erudito Rufino vierte polis en civitas, y nadie encuentra problema con ello. Sin embargo, atina para politeuma el latino conversatio, al que glosa como: “género de vida”. En griego clásico, politeuma nombra a una comunidad política como unidad étnica que la distingue del resto de la ciudadanía; así fueron calificados los judíos tras la diáspora. Aristóteles distingue entre politeia y politeuma, señalando que la actividad pública caracteriza a la segunda respecto del tipo de régimen que nombra la primera. Politeuma era el nombre de una comunidad política, por ende de un género de vida. La innovación de Rufino es que de la ambigua “ciudadanía”, lleva politeuma a la certera conversatio: el género de vida propio del ciudadano es la conversación. El giro que Rufino hace evidente en latín fue creado en griego por San Pablo en Carta a los Filipenses 3:20. (Dicho sea de paso, en la Vulgata Jerónimo toma la invención de Rufino). Pablo, sabedor de la “ciudadanía” judía en el régimen romano, debe buscar la catolicidad del cristianismo, debe llevar más allá de las fratrías y las ciudadanías la conversación que es conversión, la conversión conversada que se llama cristianismo. Ser cristiano, nos descubre el traductor-traidor Rufino, es conversar sobre la fe y mantenerse conversando sobre ella. La fe cristiana es el esfuerzo por dar razón posible antes de la necesidad. La fe cristiana salva a la razón. ¿Cómo lo hace? Eso es punto y aparte.

Importante sería que algún traductor de la traducción de Rufino encuentre el buen modo traidor de recuperarnos ese sentido politeumático de la fe que encuentra en la discusión razonada una razón de ser. Importante sería que los fieles y creyentes asumieran el logon didonai como modo de vida genuinamente cristiano. Que llevando la fe con buena razón nos libramos de los místicos fáciles, de los políticos falaces y los retóricos inmoralistas. Quizá necesitamos una gran traición.

 

Námaste Heptákis

Garita. Se engañan quienes creen que la carta que Marcelo no ha jugado espera una curul. Su carta viene del 94. Su juego es ganar perdiendo y perder ganando. ¿Adivinas, lector, qué carta es?

Escenas del terruño. El caso de los 42 desaparecidos de Ayotzinapa ha tenido tres detalles importantes. Primero, el drama del equipo forense argentino que presenta conclusiones no forenses como forenses, y con ello contribuye al sospechosismo. Segundo, las vestiduras desgarradas en la ONU, que pronto se perderán en una deformación de la ley de víctimas. Tercero, el nuevo cardenal mexicano que, claridoso, denuncia la manipulación evidente del caso. Lo peor de todo es que en el ambiente público ya no está a discusión el caso, sino que cada uno parece haber aceptado su propia verdad histórica como explicación completa. Quizás Ayotzinapa nos exhibe nuestra afición por las fórmulas fáciles.

Coletilla. Un 21 de febrero, pero de 1801, nació John Henry Newman, importante teólogo inglés del que hoy, por inicio de cuaresma, te comparto, lector, un parrafito de 1849.
Nadie ofende a Dios sin justificarse ante sí mismo con algún pretexto. Todo hombre se siente impulsado a hacerlo porque no es como los animales. Tiene dentro de sí un dón divino llamado razón que le obliga a explicar sus acciones como en presencia de un tribunal. No puede, por tanto, actuar al azar. Haga lo que haga, debe obrar según un criterio. De otro modo, se sentirá turbado e insatisfecho consigo mismo. No es que sea muy exigente sobre si debe aducir una buena o mala razón; pero alguna razón ha de invocar. De aquí que a veces encontremos hombres que abandonan todo deber religioso, e invocan la conducta defectuosa de personas devotas conocidas o de ministros sagrados o fieles, como excusa –bastante trivial, por cierto- de su negligencia. Otros alegan el hecho de vivir lejos de la iglesia, o estar tan ocupados en casa, quieran o no, que les resulta imposible servir a Dios como deben. Otros dicen que es inútil hacer más intentos, que han ido a la confesión una y otra vez, y tratado de evitar el pecado sin conseguirlo; e interrumpen así un esfuerzo que juzgan estéril. Otros, al caer en pecado, se excusan con la observación de que simplemente siguen a la naturaleza; que los impulsos de ésta son muy fuertes, y que no puede ser malo secundar las inclinaciones naturales que Dios nos ha dado. Otros, más audaces, se desprenden completamente de la religión, niegan su verdad, llegan a negar incluso la providencia de Dios sobre sus criaturas. Rechazan con desenfado la existencia de una vida después de la muerte, y así las cosas, serían ciertamente unos necios si no buscaran ahora el placer y no aprovecharan lo mejor posible esta pobre vida. Hay otros que buscan infundirse paz a sí mismos con el pensamiento de que algo ocurrirá que les libre de eterna ruina, aunque de momento continúen negligentes de Dios. Se dicen que falta todavía mucho camino hasta la muerte; que dispondrán de numerosas ocasiones favorables para rectificar; que desde luego se arrepentirán a su debido tiempo, cuando se acerque la vejez; que, por supuesto, piensan convertirse; que, tarde o temprano, sanearán su situación espiritual; y –si son católicos- añaden que se cuidarán de morir con los últimos sacramentos y que, por tanto, no necesitan preocuparse más por la cuestión.

A propósito del buen ladrón

Dimas alcanzó el perdón de sus pecados unos instantes antes de morir. Padeció el mismo suplicio que Cristo, sintió las burlas de quienes acudieron a la ejecución de dos ladrones y un justo, y reconoció en el sufrimiento del justo al mesías que traía la salvación para todos aquellos que eligieran la vida justa. Dimas ya no podía enmendar sus males, como muchos de nosotros tampoco podemos hacerlo; pero alcanzó el perdón y junto con él el reino de los cielos.

Muchos juzgarán a la ligera al buen ladrón considerándolo el más indigno de salvación, porque tras una vida de tropelías y pecados, muchos de ellos seguramente mortales, alcanzó el perdón y el reino de los cielos. ¿A qué se debe la gracia especial que logra este buen ladrón?, ¿será al arrepentimiento tardío que malamente se puede interpretar como para afirmar que se puede hacer en vida lo que sea mientras haya posibilidad de pedir gracia al final de la misma? La negativa salta inmediatamente, pues la vida del buen cristiano incluye lo que se hace día a día.

Pero, el arrepentimiento de Dimas le vale la salvación, ¿por qué se salva el buen ladrón?, si nos fijamos en él será más fácil entender cómo es que consigue el perdón y la gracia. Dimas, al final de su vida defiende al justo y lo reconoce como tal, y al hacer esto ve lo que él mismo ha hecho con su vida como para aceptar humildemente el suplicio que bien se ha ganado, se sabe ladrón y se sabe perdido, y ruega al mesías por ser encontrado.

Dimas tuvo fe, vio la salvación que muchos no vemos, y al alcanzar la gracia de Dios dejó encendida la llama de la esperanza para quienes, como buenos ladrones, reconocen que lo mejor es ser justos sin importar cuánto tiempo resta de vida.

Maigo.

Balido sin lanas

por razones serenas

pasamos largo tiempo a puerta abierta

Carlos Pellicer

“Piensa qué maravilloso es estar con otra persona, totalmente distinta, con otras piernas y otra piel y otros ojos y es todo tuyo, todo, todo, puedes verlo todo y besar y tocar; cada manchita en su cuerpo, en cualquier parte donde esté y los vellitos dorados que crecen en los brazos, y cada surco, y cada cavidad de su piel que amó más de la cuenta. Y todo lo sabes: cómo camina, cómo come, cómo duerme, cómo se dispersan las arruguitas de su cara al sonreír, cómo piensa, cómo huele su cuerpo. ¡Y entonces te pones fuera de ti, como si fueran tú y él una misma cosa: con carne y piel te pegas a él y cuando hay amor no hay en la tierra mayor felicidad y es una sensación tan increíble! Y te diré que es más fácil no tener a alguien amándolo que tenerlo sin amor”. Así comienza la segunda parte de Alas de Mijaíl Kuzmín, primera novela gay de la literatura rusa. A más de un siglo de su publicación, su lectura se encuentra distorsionada por dos ideas que permean nuestra comprensión del fenómeno erótico: la idea del sexo y la idea del cuerpo. No por nada cada día es más normal creer que gay y homosexual son sinónimos, y que ambos son términos intercambiables para suavizar o recrudecer las expresiones; que el sexo a veces se condimenta con la pimienta del amor y en otras con la melaza de la lujuria; que el cuerpo es una máquina casi perfecta diseñada con un feedback regulador de sus procesos que opera mediante constantes liberaciones de energía libidinosa que cursilonamente se traduce en deseo; que nosotros los persignados andamos por el mundo moralizando un fenómeno tan natural como la lluvia veraniega o los tumores cancerosos; que la virtud y el decoro, atuendos sospechosos de los despreciadores del cuerpo, son fábula de la impotencia sexual del moralista o compensaciones psicológicas del acomplejado al que no alcanza la galanura; que el sexo como mecanismo de equilibrio dinámico del cuerpo nos ha hecho a todos más libres, más tolerantes y más humanos… a todos, menos a esos inanes puritanos que temen al placer o que subliman su vigorexia fálica en desplantes y excentricidades morales. No por nada, insisto, el fenómeno erótico ha pasado de ser actividad del asceta a exhibición del atleta, y por ese paso tanto un asunto de salud pública y educación sexual como de pornografía y visitadoras pantaleónicas. Es preocupante que la diferencia cada día sea menos clara, incluso entre quienes podrían tener mayores bases teóricas para notarla. Me refiero, específicamente, al alud de comentarios –del cual espero el presente no sea uno más- que desencadenó la declaración de su Santidad Francisco I sobre el juicio a la comunidad gay. Sí, como era de esperarse, cada quien escuchó lo que quiso escuchar, pues el padre Bergoglio habló como buen hombre de Estado. De un lado, no faltó aquel perspicaz que logró ver el dejo despectivo con que el obispo de Roma se expresó. Del otro, no faltó el suspicaz que expedito se armó con la declaración para, montado en las olas del horizonte, profetizar los nuevos tiempos de clara humanidad y calorosa fraternidad en el seno de la Iglesia, el Estado, la Ciencia, la Tecnología, los Derechos Humanos, el Rocanrol y, si todavía hay tiempo, dios… Ignoro lo suficiente sobre el Papa como para ofrecer la hermenéutica sucinta de su declaración. Siendo miope del porvenir, tampoco puedo ofrecer la engalanada fábula del prometedor futuro de la sociedad católica. Sin embargo, puedo notar la presbicia contemporánea en cuanto al fenómeno erótico, y señalar algunas ideas que nos alejan de la comprensión de la voz secreta del amor oscuro.

         Tras la declaración del pontífice han bajado desde las galeras tres ideas reformistas: que la Iglesia debe aceptar el sacerdocio femenino, que la Iglesia debe prescindir del celibato y que la Iglesia debe reconocer la existencia de sacerdotes homosexuales. Las tres ideas reformistas se fundan, inconfundiblemente, en una confianza exagerada en nuestros tiempos, nuestros saberes y nuestra superioridad sobre la tradición. Creemos saber más y mejor sobre la relación entre el fenómeno erótico y la experiencia religiosa. Ya “sabemos” que la diferencia sexual no tiene nada que ver con los roles sociales, y por tanto “suponemos” que nada distinguiría a un sacerdote de una sacerdotisa, es más, si ya otras “culturas” han tenido sacerdotisas, ¿por qué lo negaría la cristiana? Además, ya “sabemos” que la sexualidad es un impulso “natural” de conservación de la especie, por lo que exigir el celibato a un grupo de personas es “evidentemente” antinatural. Y además de “natural”, “sabemos” que en el caso humano se puede “diferenciar” el instinto de conservación de la especie del instinto de placer, que es un mecanismo natural en el que el individuo se juega su salud, por lo que rechazar o excluir a los homosexuales de la Iglesia es un acto, no sólo “evidentemente” antinatural, sino contrario a los principios “morales” que rigen nuestro mundo. La Iglesia, en su afán retrógrado, seguimos creyendo saber, es una institución caduca; reformarla, modernizarla, darle vigencia y volver a llenar sus templos, ha de ser cosa, suponemos saber, de modificar aspectos tan innaturales como los anteriores.

         La Iglesia corre un gran riesgo si, carente de análisis, se deja seducir por la “cientificidad” del saber contemporáneo. La diferenciación entre roles e identidad sexual, más allá de ser una construcción teórica que difumina la vida social (cual lo mostró Iván Illich en El género vernáculo), es inaccesible a la experiencia religiosa cristiana. Quizás hay muchas culturas en que hubo sacerdotisas, algunas más en que hubo ascetas, pero es propio de la religiosidad cristiana hablar de la divinidad de María, y a partir de esa experiencia resignificar la participación de la mujer en el seno de la Iglesia; o dicho de otro modo, el papel peculiarísimo que María desempeña en la encarnación de la Iglesia vuelve fatuo pensar en la posibilidad de sacerdotisas cristianas (la guía perfecta para comprenderlo es Karl Rahner en María, madre del Señor), así como resalta el importantísimo papel de las religiosas en la Iglesia (cual puede leerse en los escritos de Santa Clara de Asís o en la Historia de un alma de Santa Teresita del Niño Jesús). Asignar al sacerdocio el papel de rol y desarraigarlo del género es rasgar la experiencia prínceps de la vida espiritual cristiana, es despreciar para siempre la comprensión de aquel poema de Santa Teresa de Jesús que inicia diciendo

Hermana, porque veléis,

os han dado hoy este velo,

y no os va menos que el cielo;

por eso no os descuidéis.

El celibato tiene, aproximadamente, los mismos problemas de comprensión. Tras volver inaccesible la especificidad de la mujer en la vida de la carne, los “sabios” de nuestros días son ciegos al asunto de la carne misma. El celibato es antinatural si nuestra naturaleza no es carnal; si somos carne, el celibato es virtud. El Cántico espiritual y la Llama de amor viva nos enseñan el misterio de la carne. La educación sexual nos enseña los poco misteriosos vectores del deseo. Olvidar el misterio de la carne y la experiencia cristiana de la mujer nos hace confundir completamente lo que, en buen cristianismo, puede decirse de la voz secreta del amor oscuro. El centro del asunto está en qué es la carne y cómo es posible que el cristiano tenga una vida carnal virtuosa. El primer paso es notar lo que ya casi nadie ve: la realidad de la carne. Y el único modo en que podríamos volver a ver esa realidad es descubriendo la falsedad del cuerpo y del sexo. Sólo hasta que vivamos la inexistencia del sexo podremos comenzar a vivir la existencia de la carne, y sólo entonces comenzar el camino para una vida de virtud. El gran peligro de la Iglesia, de mi Iglesia, es que se acepte la homosexualidad como una realidad, pues significaría aceptar como reales al cuerpo y al sexo, y con ello rechazar la realidad de la carne. En la Iglesia no puede haber homosexuales ni heterosexuales, pues para el creyente la experiencia del otro es la de la ternura de la carne: solo el amor vuelve al mundo tierno.

Námaste Heptákis

Escenas del terruño. Otra vez, y va de nuez, que corren por las charcas de la habladuría política las propuesta para legalizar la marihuana. Desde la derecha se alega el término del negocio del narco; desde la izquierda, la reducción de la violencia. Ambos alegatos me parecen falsos y cortos de vista. El 26 de agosto de 2007, en las páginas del diario Reforma, Gabriel Zaid publicó, para responder a ambos puntos, el ensayo intitulado “El negocio de los narcos”, lo comparto a continuación.

 

Los ferrocarriles eran muy buen negocio en los Estados Unidos, cuando empezó el servicio de pasajeros y de carga por carretera. Para frenar la competencia, los ferrocarrileros cabildearon contra la construcción de carreteras; pero no pudieron detenerlas, fueron perdiendo mercados y su bonanza terminó.

En un famoso artículo publicado en la Harvard Business Review («Marketing myopia», July-August, 1960), Theodore Levitt los acusó de miopes: no vieron que su negocio era el transporte, no el ferrocarril. Pudieron haber ampliado sus operaciones a las nuevas vías. Estaban en una posición fuerte para competir, ofreciendo trayectos combinados de ferrocarril y carretera. Pero no vieron la oportunidad, sino el problema.

Hay quienes piensan que el negocio de los narcos es la droga. Ven que disponen de tecnología avanzada en la producción agrícola, la transformación industrial, el transporte, las comunicaciones, las armas, el desarrollo de nuevos productos. Que tienen ingenieros, abogados, contadores y otros universitarios bien pagados en sus departamentos jurídicos, científicos, logísticos, de mercadotecnia, relaciones públicas, finanzas. Que, para defenderse, tienen recursos superiores a quienes tratan de arrestarlos. Ante lo cual, The Economist recomienda una solución de mercado: arruinarles el negocio, legalizando la droga. Parece realista, y, sin embargo, es miope. El negocio de los narcos no es la droga, sino la prohibición. Mientras algo esté prohibido, tendrán oportunidades.

Supongamos que la droga llegue a ser un negocio lícito. El efecto inmediato sería un desplome de precios, lo cual aumentaría la demanda, pero no la rentabilidad del negocio. Teniendo ya montado el aparato de producción y distribución, y hasta mercancía almacenada, es de suponerse que, al principio, los narcos sigan vendiendo droga (pirata, frente a la legítima). Y que busquen mercados más prometedores, ya sea de lo mismo en otros países o de otra cosa prohibida en el país. Oportunidades no faltan. Están prohibidos los secuestros, el contrabando, el pirateo, la trata de blancas, la prostitución infantil. Tendrían que hacer estudios de mercados, estrategias competitivas, costos y planes de negocio para cada caso. Tendrían que considerar el riesgo de que también los secuestros, por ejemplo, se legalizaran. O de que el IVA se eliminara, para arruinar el contrabando. Lo que no es creíble es que optaran por arrepentirse, desmantelar sus empresas y meterse a un convento.

El crimen organizado en México fue la trastienda del Grupo Industrial Los Pinos. Estaba organizado como una franquiciadora del poder impune, de manera central y piramidada; con un control político supremo, porque también los franquiciados estaban sujetos al poder impune. Abusar de la franquicia podía acabar en perderla o, en caso extremo, ser tirados al caño (literalmente). El Señor Presidente era el jefe del Estado, del gobierno y de la trastienda. La monocracia por turnos de seis años le daba al sistema estabilidad. A diferencia del Porfiriato, no dependía de un hombre indispensable. Las franquicias porfirianas de poder impune eran espaciales (por estados o territorios), las del PRI, temporales (por turnos). Hoy, el poder impune ya no está franquiciado desde la presidencia: opera sin control, en una guerra de todos contra todos.

Según la Oficina de las Naciones Unidas Contra la Droga y el Delito, la cocaína puesta en México al mayoreo vale ocho millones de dólares por tonelada, pero 24 en los Estados Unidos; donde se vende al menudeo a cerca de 120 dólares el gramo (120 millones de dólares por tonelada). O sea que el negocio de pasar droga a los Estados Unidos tiene un margen bruto de 16 millones de dólares por tonelada, pero el margen para el distribuidor allá es de 96. El menudeo requiere mucho más personal (y más visible) que el mayoreo, pero tiene más valor agregado.

Extrañamente, la DEA no logra desmantelar el negocio seis veces mayor y más visible en su propio país. Pretende arruinarlo, eliminando el abasto externo. Doble miopía. En primer lugar, el abasto eliminado desde un país se mueve a otro. Invadir a Panamá y secuestrar a su presidente sirvió para que el abasto hoy se haga desde México. Pero, además, en el supuesto caso de eliminar todo abasto externo, ¿qué van a hacer los narcos de los Estados Unidos? ¿Meterse a un convento? Por supuesto que no. Van a sustituir las importaciones con producción interna, incluso de mejor calidad. O a desarrollar nuevas líneas de productos y servicios prohibidos. Los gánsteres no desaparecieron cuando terminó la prohibición del alcohol. Entraron al negocio de traficar cigarros y otros productos racionados durante la segunda Guerra Mundial, al agiotismo, los casinos, la droga.

Nunca faltan oportunidades en el mercado de lo prohibido.

Coletilla. Ayer, 2 de agosto, falleció el Maestro José Moreno de Alba, hombre de imponente sabiduría de la palabra, quien en Minucias del lenguaje ofreció a los lectores de habla hispana uno de los catálogos más didácticos sobre nuestra lengua, sus recovecos, tersuras y suturas, catálogo obligado para aquellos que, en teoría, quieren aprender a escribir bien. Descanse en paz.