Postrada

Matilde estaba en la Iglesia, sin ánimos, sin fuerzas, no sabía cómo es que lo había logrado, pero por fin estaba ahí. Por fin había llegado ante el altar, por fin se había terminado todo, sentía que ya no debía huir más.

Alguien que por ahí pasaba vio al bulto que era Matilde, sin energía, pero tranquila, casi no respiraba, y en su semblante se veía un poquito aliviada, así que decidió no perturbarla, no era posible romper la unión que ahí había.

Matilde por fin sentía paz, se acabó la huida, se acabó el desasosiego, por fin descansaría. Esa búsqueda constante que la atormentaba se había terminado, ahí frente al altar. Ella contemplaba al crucificado y sintió que había cumplido perfectamente con el llamado.

Quien veía a Matilda desde lejos, no osaba perturbar la paz de la moribunda, así que no se atrevió a acercarse, prefirió dejarla, contemplando lo que ocurría, porque no se trataba de exhalar un último aliento, era algo más.

En paz Matilda expiraba, su respiración se detenía, su alma por fin descansaría y ella postrada vio que su vida estaba consumada, que había valido la pena, había llegado a la Iglesia, por fin junto con todos sería peregrina.

Quien de lejos la veía morir, se acercó hasta ya pasado mucho tiempo, no entendió cómo era posible que un ser postrado pudiera imponer tanto respeto, pero al ver al crucificado y lo que hace el amor por los amigos se fue junto con Matilda para ser también un peregrino.

Ahora todos caminan, en santa paz y tranquilos, son peregrinos y encuentran amor en el camino.

Maigo

La real tiranía

Hasta donde tengo entendido sabio es aquel que actúa de manera contraria a como lo hace el ignorante, mientras que el primero ve, el segundo no ve, mientras que el primero escucha, el segundo ni siquiera oye y mientras que el primero calla para poder atender a lo que se le dice, el segundo habla y habla para hacer callar a quienes tienen algo que decirle.

Alguna vez se me dijo que un rey sabio se sienta en el trono, porque sentado se puede escuchar mejor a quien llega solicitando audiencia, el tirano en cambio suele estar de pie ante la asamblea y busca hacerse escuchar sin ceder la palabra a otro.

La real tiranía debe ser la que se ejerce de pie, hablando y cerrando los ojos ante cualquier espejo que pueda mostrar a la verdad, que no peca pero tampoco deja de ser dolorosa.

Cristo como sabio y rey bajó del cielo y escuchó por treinta años, habló por tres y perdonó a los culpables hasta 70 veces 7, los que pregonan la tiranía, como Tiberio en tiempos de Cristo,  hablan muchos años, no suelen callar un segundo y en lugar de perdonar culpan y responsabilizan a otros por cualquier cosa que pasa en donde dicen gobernar.

Maigo

Inocente preguntilla: ¿Qué tan objetiva es la información que proviene de quien no ve y no oye?

¿Navi…dad?

Pensar en la cena, en el vino y los invitados, y especialmente en los invitados, también puede ser ocasión para renovar los rencores que se decían olvidados.

La cena se especia con las desconfiadas miradas, el vino se marida con amargas añoranzas y se bebe y avinagra mientras se habla de ánimos renovados, y de paz y amor, siempre que se deje a los otros olvidados.

Las reuniones navideñas, que hoy en día se celebran, forman comunidades, unen a los comunes y excluyen a los dispares, no difieren mucho de las redes sociales, donde se despotrica y maldice, pero sólo entre los iguales.

Cuando el centro de la cena era un pedacito de pan y no todo el fausto de hoy día el alma se nutría y lo que se formaba no era una comuna, era una hermandad. Pero el pan no llena a los estómagos siempre hambrientos, y menos a los tiranos que para los primeros trabajan atentos.

Añoro el pedacito de pan, tranformado en Cristo, porque eso de los rencores y los sinsabores de vivir en comunidad quedaba de lado, especialmente al ver en el otro al hermano y no sólo a un miembro de una sociedad.

Maigo.

Imperfecto

Si le pidiéramos a Dios la gracia para amar como él nos ama, viviríamos dispuestos al servicio con gratuidad, y corresponderíamos de algún modo a Dios, a sabiendas que no hay correspondencia posible, porque no es posible dar algo a quien tiene todo ya.

Pero, la posibilidad de pedir ese tipo de amor es poca, ya que vivimos buscando ser amados en vez de amar aunque nada se nos dé, buscamos correspondencias e intercambios y nos limitamos a recibir en lugar de entregarnos como Cristo lo hizo en la cruz.

Si hiciéramos o pidiéramos conforme a la voluntad del creador, no hablaríamos de las cosas buenas usando un imperfecto, pero imperfectos somos y parece que en ello nos confortamos para no hacer el bien o siquiera averiguar lo que éste sea.

 

Maigo

 

Meditación sobre el hombre cristiano

Meditación sobre el hombre cristiano

Hace mucho que en lenguaje popular se ha establecido que existe un interior. Esa oscura masa de palabras que hacen de la ética el conocimiento de la conciencia del éxito, la renuncia y la relajación son hoy un camino que todo intelectual fácilmente repudia. ¿Cómo este repudio puede subsistir sin su base ilustrada, que a la vez pide que no se corrompa el entendimiento de la consciencia, que es, a fin de cuentas, una especie de desarrollo espiritual de un interior, cuyo carácter se va comprendiendo a través de lenguaje? La ilustración nos abrió los ojos, dicen, a la existencia de la conciencia: abrió el diálogo entre el conocimiento de la naturaleza y el espíritu. La conciencia es imposible sin historia, y la historia torna innecesaria sin una certeza sobre la orientación del hombre a partir de dicho descubrimiento. El interior del hombre es el jardín de la Ilustración: la historia se juzga mejor una vez se distingue el exterior con la posibilidad de asimilarlo. El exterior parece el evento ajeno; la Ilustración basa su comprensión de la conciencia humana en la tensión que su libertad tiene con la naturaleza, cuyo aprendizaje habla en la voz de lo necesario. El hombre “hace” la historia es un enunciado que parece imposible de juzgar fuera de nuestro aprendizaje básico sobre la conciencia, que apunta al problema de la razón en tiempos modernos. El nihilismo, así, no necesariamente es un problema originado en la falta de normas, en la disipación de la conciencia. El nihilismo se muestra mejor en aquello que Nietzsche describía como la enfermedad por el exceso de la historia: el instrumento que, en la aparente intensión crítica, oscurece la posibilidad de preguntar y responder sobre el supuesto hacedor. ¿En qué sentido la historia es un hacer?

La complejidad de la razón es también un problema político. Creemos actualmente que no hay posibilidad alguna de ser racionales en el aspecto político, aunque extrañamente no seamos nunca ajenos a la política. La razón está, decimos, en bancarrota: la enseñanza práctica más elemental es que el acto se guía sólo por opiniones. Pero la política siempre ha sido la arena más ardorosa de las opiniones. El ágora es el elemento en donde brotan las cuestiones más acuciantes para la moralidad de todo hombre. El interior moderno no es lo mismo que la consciencia de los hombres cristianos. La consciencia del cristiano tiene la radical problemática de que es un saber articulado a partir de la revelación. La consciencia del cristiano es un saber cuya articulación no hace del interior el escenario de Dios. La consciencia del cristiano sería mero dogmatismo si no supiera que la relación con Dios está en su naturaleza: en su ser hombre, palabra que la consciencia no acaba sólo en la distinción moral. La consciencia tiene una relación con el alma, que sólo se piensa adecuadamente tras la encarnación. El interior moderno no es la interpretación del alma, ni su secularización, sino la tesis más opuesta, que termina por difuminar la posibilidad de comprendernos racionalmente (en el sentido actual) como alma. No hay alma ahí en donde es lo mismo que la conciencia. Se difumina el alma porque el alma no es interioridad: es la inteligibilidad de la vida; la consciencia es posible por esa inteligibilidad. Quien niega la inteligibilidad el mundo impide la posibilidad de saber de sí: yace en la oscuridad de su conciencia Ilustrada, naufragando entre la fe moderna y la historia del hombre.

La consciencia no puede ser ajena a la razón. El problema más grave es poder distinguir eso de la interioridad racional. La posibilidad de la consciencia está representada por el amor cristiano. No es un concepto que describa sólo los actos morales del cristiano: es la raíz de su sentido entero, porque es lo que le permite conocerse. Conocerse a sí mismo a la luz del pecado, que no es posible sino por el Bien, es amor, no castigo. Por eso no es imposible ni antinatural el cristianismo. Su verdad yace no en probarse sólo en ciertos actos. Los actos deficientes se comprenden a partir del amor. No usa una vara muy alta, sino la medida más justa. El Bien no es la abstracción moderna, ni yace oculto en la oscura elección predestinada. Que Dios se haga carne es prueba del amor: la predestinación es todo menos caridad. La interioridad de la voz de la conciencia hace irrelevante al lógos, que era en un principio y se hizo carne. La consciencia es posible porque la relación con Dios es lógos, hecha presente en el acto del amor que es la violencia sobre la carne del hombre. El amor no intentó cambiar el mundo. No “hizo la historia”. Por eso la historia moderna no es tampoco interpretación de la consciencia. La encarnación es un hecho único e irrepetible. Comprenderlo es posible sólo si se ve que el amor es todo menos silencio divino y si intentamos pensar esa ausencia de silencio más allá de un destino.

¿Cómo es que la fe conlleva el dar lógos? ¿Cómo el Bien no es una construcción? Volvamos a la relación del alma y la consciencia. El intento de hablar del saber de sí no debe hacerse ajeno al autoconcimiento, que no es necesariamente consciencia y del cual el alma es apenas una dimensión. La consciencia parece siempre un término moral para el saber del mal y el bien, para la distinción de términos morales. Pero fácilmente se ve que eso es limitado: la moralidad de la consciencia es imposible si la fe no da razón. El problema de la consciencia del hombre no se alumbra si no comprendemos que el conocimiento del Bien no es posible sin la presencia de Dios en el hombre. No es que Dios esté en todo hombre, que se haga visible a través de sus actos; saber de sí no es descubrimiento de la riqueza de la interioridad de los movimientos del alma, sino la posibilidad de comprenderlos a partir de Dios, que es razón. La verdad de la consciencia no expresa el conocimiento del yo: lo aquilata confrontándolo en el lógos divino y humano, cuya frontera yace en el mismo hombre. No es la consciencia la divinización del individuo, sino el radical conocimiento de la posibilidad de la verdad fuera de los sótanos de la conciencia. Lo anterior no debe interpretarse como si la disolución del yo fuera una negación de la materia, lo cual llevaría de nuevo a la incoherencia del lógos, sino su elevación. El saber de sí cristiano no “hace” al hombre: intenta comprender qué significa haber sido creado. Esa comprensión aborda el misterio de la trinidad. Sin la relación trinitaria y unitaria la consciencia sería sólo eso que queremos y admitimos: aclaración de la interioridad. La difuminación del yo como sujeto no es sacrificio de la razón. La consciencia es más que la superación de la individualidad en la dialéctica con el mundo exterior. Quien se comprende como consciencia sabe que ese es un dilema falso.

 

Tacitus

Dimensiones del hombre

Dimensiones del hombre

Todo hombre tiene una dimensión tripartita. No me refiero a la extensión y los límites de su materia, aunque ellas formen parte de su identidad. Cuando decimos conocer a alguien lo decimos en más de un sentido. Conocemos a alguien cuando lo hemos visto y recordamos su rostro y su figura. Pero también de los rostros, voces y expresiones que conocemos una vez tienen la paradójica cualidad de no ser “conocidos”. Es decir, que por ellas no conocemos a la persona del todo. Nos referimos a un conocimiento que no necesariamente brota de la amistad, sino del trato. De esas dimensiones que son la obra y la palabra. Y también existe esa tercera dimensión que a muchos nos gusta llamar interioridad, pero que está mejor nombrada con el pensamiento. El hombre puede pecar por esos tres medios, además del de la omisión. ¿Por qué lo que no hacemos puede sumársele a los otros tres aspectos que parecen determinar lo que somos, al menos para conocimiento de los demás?

La palabra nos muestra al otro no sólo por medio del tono vocal sino por medio de lo que la palabra muestra de nuestra vida entera. Si la expresión puede ser materia de pecado es gracias a que no puede estar desvinculada de la voluntad y el pensamiento. Ni siquiera en el caso de la mentira. Mentir es un defecto en tanto no se busca la prevalencia de la verdad como bien. Para ello hay muchos medios, pues cada quien ve de ella lo que puede, no más. Parte de buscar la salvación no puede evitar el cuestionamiento y defensa de la fe en la palabra porque ella nos hace comprender la manera en que es mejor vivir. Por la palabra se accede a la creación, a los principios y a la comprensión toda de los misterios de la fe. Creer en la divinidad de Cristo no es posible si no creemos a la vez en que sus palabras tienen sentido. No es posible creer en la encarnación si le quitamos la racionalidad a la creencia. El pecado de palabra no existe para quien no ve a Dios involucrado en cada acto de su ser, como nos lo enseñó la encarnación. La palabra es acto en tanto por ella el mundo aparece de cierto modo, en tanto es nuestra palabra lo que muestra incluso en la mentira la razón. Quien ve en la discusión de fe el peligro mismo de la fe no ha entendido ese carácter verdaderamente polémico del evangelio que está precisamente en cada hecho y palabra de Cristo. Los errores de la palabra no requieren de erradicación, sino de discusión.

Es más que sabido que la fe se caracteriza por recordarnos que lo importante de un hombre es la acción. En ellas, según sabemos, hemos de creer. Parece trivial, pero ahí radica, creo yo, en la imposibilidad de afirmar que el cristianismo se basa sólo en afirmar que entiende a todos los hombres a partir de un ideal. Es la falacia del cristianismo moderno, cuya otra cara hace de la fe lo único necesario para la posibilidad de la religión. La realidad de Cristo nos enseña a creer en las acciones y a no juzgar todo con la piedra en la mano. La incredulidad de la palabra no es misología, sino todo lo contrario: pecar por la palabra es posible en la medida en que hay expresiones piadosas. Pero la palabra no es el medio principal por el cual la voluntad hace presente su deseo. Si juzgamos las obras, podemos indagar el fin a la luz del bien. Creer en las obras es la enseñanza cristiana que nos permite concluir que las falencias del hombre se juzgan a la luz de lo humano y lo mejor en Cristo. Cristo sin humanidad asegura la irrelevancia de la obra. El autoconocimiento debe ser de lo que somos en relación con el mundo entero, y por ello es lo más difícil. Sin ello no podemos saber de lo que es bueno para nosotros, mas que en un sentido limitado. Las obras permiten saber de la fe de un hombre en tanto muestran la capacidad de cumplir esos mandamientos de amar al prójimo y a Dios. Quien actúa pensando que cada obra le ha de retribuir por su bondad un lugar en el cielo no ha entendido el verdadero sentido del Reino de los Cielos.

Afirmar que la consciencia es la interioridad desconocida es peligroso. Nadie ve la interioridad, pero eso no quiere decir que no tenga voz en lo que sí se ve. Por eso las obras son importantes y en ellas se cree. La omisión nos hace pensar que la fe es una cadena que nos ata al puritanismo. Pero el verdadero puritanismo existe en la moral que sólo ve en la fe lo separado que está el cielo del hombre. Dicha separación en el cristianismo se muestra en el amor; en el amor no sólo de quien busca la salvación como erotismo (que no sexo), sino en la misma persona de Cristo. Es decir, la separación se nos ilumina a través de la unión. Lo pasajero de la carne no es en ningún sentido el exorcismo de las pasiones. La posibilidad de la omisión nos muestra que hay faltas al amor. La omisión completa el cuadro en tanto es el espacio que dejamos abierto a la falacia, el temor y la necesidad, contrarias al amor como virtud de fe. Por eso la separación del hombre y Dios es la muestra preferida de los omisos. El evangelio nos dio también lecciones ejemplares de psicología a partir de Cristo.

Tacitus

Sobre la importancia del fin

Sobre la importancia del fin

Nunca me ha quedado claro si todo mundo celebra lo mismo cuando está al filo de terminar un año. Mi experiencia es que entre los buenos deseos y las palabras solemnes uno parece ver que los rostros se esfuerzan por mantener la teatralidad que exige el optimismo de una nueva oportunidad, pero que nadie habla de lo que esconde la consciencia. Evidentemente, las reuniones no están hechas para eso, y tal vez por ello la familiaridad termina siendo un fantasma que se esfuma con el aliento de nuestras miradas y desencuentros. El año nuevo se celebra, creo, con una sensación de liberación fingida que la navidad no nos permite. ¿Por qué el fin de año merece que nos reunamos a hacer cuentas morales en nuestro fuero interno e inspira a la cordialidad que no nos inspira el simple hecho de despertar cada día? Cada noche es fin del mundo; el pretexto para que la vida no tenga apartados de naufragio ante la disolución de las coincidencias por la separación natural de todo ser distinto, sea familiar o no.

No hablo de mejorar nuestra dosis de optimismo. Hablo de quitarle al influjo del tiempo el aspecto de ciclo. De que el refugio de los buenos deseos no nos permita yacer tranquilos ante el silencio divino. En el fondo, uno celebra los logros, pide deseos y, tal vez, reconoce sus fracasos como obra propia. Nadie apela a nada que no sea su propio ser. Nos reconocemos obras de nuestra propia voluntad. Por eso digo que no estoy seguro de que todo mundo en verdad se reúna a celebrar por los mismos motivos. El ritual puede variar, pero nadie percibe que el festejo de lo importante se nos pasa desapercibido. Contradicción extraña: ¿celebramos porque la vida vale tanto, o porque no vale en verdad como quisiéramos?

Podría ser en verdad que el tiempo desperdiciado pasase sin que lo percibamos. Que lo fútil se vista de sagrado en nuestras celebraciones. Insisto en el carácter fútil: la importancia de la vida no está en su renovación, sino en existir como existe, desde siempre. Está sólo en ser, en la gloria con que fue creada. Y el hombre, aunque no lo notemos, mantiene en sí un misterio sobre ser: que en él esa palabra es lo más complejo. Ser no es vivir únicamente. Mejor dicho, la vida puede mejorar o empeorar. Por eso es un milagro puede estar ahí cada que se abren los ojos, y puede también ser atrapado por la inteligencia. Tan basto es el mundo y el hombre que busca conocerse. La importancia del tiempo natural no se compara con la eternidad. Y por lo que hemos sido llamados no es por el paso del tiempo. Bajo el sol no hay nada nuevo, y nuestro gran error es ver en esa verdad un pretexto para el tedio que permite celebrar sin más un año más de vida.

Tacitus