Salgo a la calle, fumo, estoy contento…
—Joaquín Sabina.
Mataría por un cigarro sin lugar a dudas. Hay pocas cosas que disfrute más y que duren tan poco. No sé cómo estoy viviendo así, he perdido la cuenta de los días (o serán meses) en los que no he comprado una cochina cajetilla de cigarros. Sí, es cierto que he ahorrado un montón de dinero, pero es el mismo que he desperdiciado en comprar balas, así que mi cuenta bancaria sigue igual que hace algunos años. Muchos adquieren malos hábitos alimenticios, comienzan con una inocente y suculenta dona glaseada de cajeta y terminan engullendo cerdos enteros o chapulines capeados en chocolate. Yo no. Conozco a una pareja que decidió dejar de fumar, en uno de esos pactos amorosos sin sentido que se les ocurren a las mujeres cuando no tienen nada más que hacer. En las primeras veinticuatro horas, sustituyeron sus ganas de fumar con vil sexo crudo, la idea les pareció genial al principio, ella creyó que él aceptaría del mismo modo en que creen las mujeres que el hombre hará todo por poseerlas de vez en cuando. A él le pareció buena idea con tal de que dejara de chingar, hasta que después de dos encuentros, ambos estaban satisfechos, sin aliento y con la necesidad de una bocanada de humo post coito. Como podrán verlo venir, ella comenzó a buscar pleito conforme aumentó la tensión de la abstinencia, él, tomó la decisión más sabia que jamás tomaría: la invitó a cenar a un sitio lujoso especializado en comida gourmet y excentricidades culinarias. La idea resultó ser más adictiva y más emocionante que el sexo: jabalí el día de hoy, iguana mañana, bocadillos criogénicos pasado, y así sin darse cuenta, de repente ambos se dedicaban a cocinar cuanta madre se les ocurriera, pasando incluso por los gatos y las ratas que tanto les gustan a los chinos. Literalmente comían de todo, bueno, con la única excepción de la carne humana. Y podría jurar que lo llegaron a considerar en más de una ocasión. Todo el dinero que ahorraron de cigarrillos lo invirtieron en una cocina nueva, utensilios para picar las verduras y por supuesto, carnes exóticas que se pudieran preparar en menos de una hora. Como era de esperarse, ahora ambos son un par de puercos que pesan más de cien kilogramos y viven de una cocina económica que pusieron afuera de su casa. Ganan buen dinero y no necesitan ya ni el cigarro ni el sexo. Yo opté por tomar clases de tiro, bueno, así como clases no, porque no conozco a nadie que quiera enseñarme a usar una pistola. No es que me preocupe mantener la línea, con noventa kilos de grasa cargados sobre mis piernas es más que suficiente, no necesito engordar más, sobre todo ahora que me es necesario emprender la huida.
Uno nunca está seguro de cómo suceden las cosas en la vida, de lo que está seguro es que de repente, un día se le mete la loca idea de dejar de fumar y todo el resto del tiempo transcurre en automático. Nada tiene sentido, los pensamientos, las ideas y los deseos se ven unidos en un solo cauce que lleva a resistir la tentación. El trabajo pasa como pasan los sueños, en un sitio distante y los gritos del jefe se van desinflando en potencia y en respeto, uno solo puede pensar en lo bien que le sabría darle un par de bocanadas aunque fuera a un cochino mentolado. No sé si a ustedes les pase o les haya pasado, no sé si alguno se ha propuesto dejar de fumar pensando en todo ese dinero que se ahorrará aunque no sepa bien qué hará con él. La vez que quise comprar una pistola tuve, tengo que confesar, la intención era pegarme un tiro. No porque estuviera demasiado deprimido, solo quería lastimarme, en algún sentido quería provocar una situación que aumentara la adrenalina en mi cuerpo más allá de lo que la más fina de las prostitutas podría. Tal vez solo estaba buscando un pretexto para fumar. La idea era simple, compraría la pistola a algún vago, es más, hasta se me ocurrió la genial idea de andar por las noches en barrios de mala muerte buscando que algún rufián llegara a robarme y en ese momento, yo le propondría un trato: le ofrecería más dinero del que traía encima a cambio de su pistola, sí, por supuesto él aceptaría, ¿por qué no iba a hacerlo? Por suerte eso nunca sucedió, yo solo quería pegarme un tiro en el pie, en la pierna o en la mano, en algún lugar que no me matara y me hiciera merecedor de un cigarro de consolación. ¿Por qué no me lo fumé y ya? Bueno, esta vez no quería recaer en el vicio, además para cuando quise comprar una pistola ya había pasado los primeros veintiún días en los que se desprograman los hábitos, para entonces, era absurdo volver a fumar así como así, ¿verdad?
Uno no sale a la calle y le pregunta al primero que ve si tiene una pistola en venta, los clubs de tiro son algo demasiado fino para un hombre común y corriente como yo, además de ser algo bastante caro. No, yo no tenía ni el tiempo ni la posición social para irme a enrolar a uno de esos lugarejos. Lo que yo quería era una pistola, pensar en un revolver me ponía la piel de gallina, tiene su encanto pensar en que eventualmente juntaría valor en mis huevitos y jugaría a la Ruleta Rusa. Todos fantaseamos con eso tarde que temprano, darle dos o tres vueltas con nuestro dedo índice como haciéndole cosquillas a la cámara donde habita esa solitaria bala llamada muerte, para después cerrarla de un golpe, jalar el martillo, poner el cañón con las manos temblorosas rosando nuestra sien y después de dar un tremendo suspiro, arrepentirnos, lanzar la pistola a un lado y tirarse en la cama riendo como un desquiciado y luego encender un cigarrillo que bien merecido lo tenemos. No conozco otra pistola que pueda cumplir tan exquisitas fantasías. Yo compre una .22, nunca se me ha hecho realidad aquella fantasía del revólver, supongo que no estoy hecho para jugar de tal modo, eso o no soy lo suficientemente hombre como para intentarlo. Conseguir mi arma de fuego no fue cosa sencilla, me costó un par de bofetones y más dinero del que esperaba, mucho más del que hubiera ahorrado en seis meses sin fumar, pero valió la pena, todos los días me repito que valió la pena cada peso que pagué por ella.
Un buen día, el día en que las ansias terminaron por carcomer mi espíritu, decidí no darle más vueltas al asunto y conseguir de una vez por todas un arma. Esto es algo que nunca comenté con nadie, mis amistades son un tanto mochas y viven en familias bien organizadas, funcionales, que fantasean con cosas más útiles que yo, como comilonas, minivans, casas, tequilas de reserva especial y aventarse un polvete de vez en cuando; los señores con la chica que va a sacar las copias en la oficina (la chica fax), las señoras con el entrenador del gym. ¿Cómo explicarles a mis amistades que lo único que me hacía levantarme por las mañanas era la idea de poseer un arma? Aunque se los dijera, y en el remoto caso de que lo vieran con tanta normalidad como yo, ¿quién se prestaría a encausarme a una transacción de tal índole? Los gringos compran y venden armas como aquí se compran y venden los bolillos. Las armerías no abundan en México y las pocas personas armadas casi siempre son narcotraficantes, policías, ladrones, soldados y taxistas. Dado que no conocía más que a éste último tipo de portadores de armas, decidí aventurarme por ese medio.
En algún momento de mi juventud, regresando de una fiesta abordamos un taxi tres de mis compañeros de colegio y yo. No teníamos malicia, de verdad, éramos solo un cuarteto de chamacos borrachos que se dejó llevar por la situación. Verán, aquel día habíamos gastado todo nuestro escaso dinero comprando mezcal y habíamos llegado a la conclusión de que las siete de la noche era una hora muy chafa como para que los chavos chidos terminaran la fiesta, así que decidimos movernos a otro lado: iríamos a la Zona Rosa y dejaríamos que nos invitaran cervezas en los bares gay. El plan era sencillo, tomaríamos un taxi que nos llevara hasta allá y a la hora de arribar, saldríamos corriendo, de ese modo nos ahorrábamos el pasaje. En el transcurso del camino, el taxista muy amablemente nos hizo la plática, tal vez trataba de distraernos para que no notáramos que el taxímetro estaba arreglado. Yo lo noté, pero a fin de cuentas no traíamos para pagar, así que podría marcar mil millones de pesos sin que nos incomodara en lo más mínimo. Nos hablaba de cómo había visto volar, aquella tarde, a un motociclista que venía a toda velocidad al estamparse con un automóvil que se frenó así nomás. “Voló como dos metros hacia arriba, luego calló de cabeza, lo bueno es que traía casco. Yo no me quedé a ver si vivía o moría porque traía pasaje” nos dijo soltando un suspiro de decepción. A mitad de camino, a la altura de Reforma, uno de mis compañeros le dijo que si tenía cambio de un billete grande, dando así la primera puntada del plan maestro. Esperábamos que el taxista dijera que no, que no traía más que un par de tostones porque acababa de comenzar, luego, a la hora de llegar, nos bajaríamos a cambiar el billete que no traíamos y todos huiríamos en ese momento (la mente de los jóvenes vuela demasiado a veces). El taxista contestó que sí traía y no sé si queriéndose ver espléndido o con algo de malicia sacó de debajo del tapete tres billetes de doscientos pesos y un montón de morralla. Yo no sé qué sucedió en aquél momento, pero el muchacho que lanzó la pregunta, sin decir nada más le arrebató el dinero y pegó un brinco fuera del auto en movimiento. Nosotros nos quedamos paralizados, un poco por el alcohol, otro poco por la velocidad con la que el taxista desenfundó la pistola que traía en el cinturón soltando un par de tiros que detuvieron en seco la huida del difunto. Luego, pistola en mano, nos bajó del coche y nos dejó ahí a mitad de la nada recogiendo su dinero y dándose a la fuga lo más rápido que pudo, con un muertito en la acera y sin fiesta a la cuál llegar. No había mucho que pensar, ésa era mi mejor oportunidad, mi mejor opción para conseguir un arma era, sin lugar a dudas, comprársela a un taxista.
Aquí la segunda parte.
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