Rastros de la pandemia

Al principio de la pandemia, cuando ignorábamos mucho sobre la enfermedad, conviví con dos actitudes opuestas: el cuidado excesivo del cuerpo y la incredulidad total de la existencia del virus. Mirando las cosas con la amplitud que nos da la distancia, eran dos disposiciones normales. Imposible que se actuara de alguna otra manera. Ignorábamos casi todo sobre el virus. Sabíamos que era muy contagioso, podía ser letal y se transmitía por aire y contacto directo. Para entenderlo lo pensé, con mi imprecisión de lego en asuntos médicos, como una gripa agresiva. Una de las características que nos causaba más incertidumbre, creo que la que nos causaba más miedo e incertidumbre, radicaba en que no teníamos medicamentos que prometieran curarnos. Tantas enfermedades que ya tenían cura, tratamientos o paliativos, y había un virus que los eludía. La fe en la medicina se debilitaba; para algunos se había quebrado totalmente. Mirábamos asustados nuestra mortalidad, se nos exigía no vivir con excesiva confianza, con la ilusoria creencia que éramos más fuertes de lo que realmente somos, que controlamos lo incontrolable. Muchas personas saben esto, conviven con enfermedades que de un momento a otro pueden debilitarlos hasta el último aliento. Pero con el Covid-19 la sensación se extendía. Por eso el miedo y el cuidado excesivo que tenían algunos, por eso era difícil creer en un virus con semejante letalidad (si existía un virus que provocaba el Coronavirus, debía ser creado por un imperio tan fuerte como la enfermedad; eventualmente ese mismo imperio, o su rival en la conquista del mundo, lo podrían combatir).

Vivir encerrados, con el miedo al contagio o enredados en las más inverosímiles teorías de conspiración, nos causó estragos que todavía no alcanzamos a comprender. La lejanía hacia los otros y la obligatoria cercanía hacia nosotros mismos nos alteraron. ¿Hicimos una pausa a nuestra rápida vida y vimos que no éramos quienes creíamos ser?, ¿padecimos el miedo de estar solos y no poder convivir de nuevo?, ¿inventamos historias alocadas para no enfrentar lo duro de la realidad? Nos enfrentamos a una situación desconocida, que se prolongaba indefinidamente. Creo que para enfrentar esa sensación las cosas parece que vuelven a la normalidad, aunque las condiciones no necesariamente sean normales.

En este punto de la pandemia, con el conocimiento que tenemos del virus, con las varias vacunas que nos auxilian y devuelven la confianza en la medicina (aunque tal vez nos muestren la vileza y el egoísmo humanos), con la certeza de que el virus existe, ha regresado la certidumbre de lo que podemos hacer. Hemos querido que regrese. Hemos vuelto a las viejas actividades, las que precedieron a la pandemia, sin demasiados cambios. Demasiados cambios darían la sensación de que no hemos vuelto a la normalidad. Todavía hay oposiciones con las cuales convivir. Ya no son tan obvias ni tan evidentes. El cubrebocas, la buena ventilación, el lavado frecuente de las manos, son actividades que casi se vuelven hábitos; vacilamos si los mantenemos o pensamos ya en el futuro sin rastros de Covid-19. El futuro podría traer invariablemente otra enfermedad, otra  enorme evidencia de nuestra mortalidad. ¿Qué tanto podemos prevenir?, ¿qué tanto podemos controlar? Son preguntas a las que todavía no nos acercamos, que no deberíamos hacernos, porque la pandemia sigue, el virus continúa en nuestras vidas como un ladrón que casualmente se topa con nosotros; mejor dicho, como un agujero al que caemos porque no miramos por dónde vamos o porque no podemos ir por otro lado. Fingir que no existe el virus es tranquilizador, pero también es muy peligroso. Podemos caminar con cautela o correr desesperadamente.

Yaddir

Cuentos de cuarentena I

Carta a Lucía

Querida Lucía, escribo para enviarte un coordial saludo y para matar el tiempo en medio de tantas cosas que tengo por hacer. Imaginate cómo es que estoy de aburrida cuando en lugar de estar atenta a las redes sociales y a lo que en ellas acontece no me queda más remedio que sentarme a escribirte a ti.

Aunque lo hago más sabiendas de que no leerás mi carta hasta el final, porque admitásmolo, a mí me da tanta flojera escribirte como a ti te da flojera leerme, pero lo cierto es que ya me canse de estar tanto tiempo frente a la pantalla, me arden los ojos y comienzo a sospechar que no me está dejando nada bueno pasar el día viendo videos de gatitos.

No hace mucho se fue la luz en mi casa y por lo mismo el Modem se apagó, como no traía datos en el celular no me quedó  de otra más que sentir la impotencia de no poder hacer nada, así que comencé a escribir, quizá por eso ahora me llama la atención redactar esto y enviartelo.

Hace mucho tiempo que ya no nos reunimos, el encierro me está matando de abuirrimiento, antes podíamos ir a los conciertos y cafés, ahora ni eso, lo que me parece bastante chocoso porque no tengo material para fotografiar y subir, las reacciones en mis redes bajaron y junto con ello también mis ánimos.

Me enteré de que han muerto familiares cercanos tuyos, es una lástima que no haya podido acompañarte, estoy segura de que te pareció bastante aburrido tener que estar sola con el trabajal que implican las excequias para que nadie vea tu enorme capacidad para organizar eventos sociales y cosas así.

Tal vez estoy siendo impertinente amiga, pero no sé cómo más he de soportar tanto tiempo encerrada en mí misma y sin la posibilidad de convivir con otros, fuera de tus entretenciones sociales ¿Cómo has estado? ¿Te sientes tan aburrida como yo? ¿He de confesar que no sólo el aburrimiento me invade, también alguna sensación de vacío y lo peor del caso es que la experiencia de compra no me llena.

Sin más por el momento me despido con la esperanza de que todo esto acabe pronto, el aburrimiento es tal que ya parece que me escribo a mí misma para tener algo de coherencia entre toda esta locura.

Atte: Lucía

Maigo

Algún recuerdo

¿Cuándo los recuerdos comenzaron a ser más importantes que las experiencias vividas en el momento presente? Cuando faltan esas experiencias. El recuerdo tiene una ventaja frente a la vivencia que sigue aconteciendo: es completo. Pese a que lo actual sea pleno, en cualquier momento podría echarse a perder, fácilmente se puede convertir en una casi anécdota perfecta. La completitud del recuerdo, de un buen recuerdo, tiene la ventaja de no tener desventajas. Las nuevas experiencias desafían la pervivencia de una buena experiencia; la experiencia que pervive es un recuerdo; el recuerdo que sobrevive a los demás recuerdos, es un buen recuerdo. Pero recordar no es reproducir exactamente un momento segundo a segundo, es recolectar, escoger qué se va a recordar y qué se va a olvidar. No hay que olvidar al olvido al momento de recordar. La memoria trae al presente lo que se quiere traer en ese presente. Ese recuerdo no es exactamente igual si el presente se percibe como bueno o como malo. La cuarentena nos ha hecho recordar, y también nos hará olvidar. ¿Qué recordaremos de la cuarentena?, ¿qué querremos recordar de la cuarentena? Olvidaremos mucho. A los que la desgracia no nos ha afectado con una pérdida, supongo que poco recordaremos, algunos momentos difusos, nunca claros y mucho menos fechados. Tal vez el constante contacto con algunas personas que parecían desear convertirse en olvido. Casi involuntariamente compararemos nuestra dicha (o desdicha) presente para sentir que no la estamos pasando tan mal. Los recuerdos nos presentan que las cosas siempre pueden ser mejores. Por eso recordamos tanto en este encierro o semi encierro. Supongo que quien recuerda mucho quiere volver a experimentar las alegrías pasadas, aunque sea difícil conseguir alegrías semejantes. Todo recuerdo termina por olvidarse.

Yaddir

Eterno cansancio

Entre el aislamiento se vive un eterno cansancio, cansancio de estar trabajando, cansancio de estar aburridos, cansancio de estar abrumado, cansancio del otro, cansancio de uno mismo, cansancio de lo que estamos viviendo.

Entre las paredes que nos confinan abunda el fastidio: que se hable siempre de lo mismo, de lo que no acaba, de fingir que se hace mucho cuando en realidad no se hace nada.

Entre las palabras que nos decimos se tiene agotamiento, ya no nos mentimos como antes, ya no nos vemos viviendo, y pensamos -¡Ojalá que esto acabe!- y decimos -¡Esto pasará!- y más nos encerramos con la idea de que todo lo que trae consigo el encierro pronto terminará.

Entre las palabras, dichas por los que viven en castillos ubicados en el aire,  pasamos nuestro tiempo, nos nutrimos de mentiras, incertidumbres y miedos; y vemos realidades que se imponen, a pesar de las buenas intenciones, a pesar de nuestros más profundos deseos.

Entre discursos y frases, entre negociaciones y miedos nos morimos de cansancio o de hambre o de miedo, a veces sólo pensando -ojalá que no me vea de nuevo, soy lo opuesto de Narciso, mi reflejo muestra a Hefesto-

Nos cansamos de nosotros y de nuestro profundo silencio, nos cansamos de no tener nada que decirnos, de ver cómo hemos vivido, de sentir la soledad y el miedo, y pensamos que cuando acabe la cuarentena no tendremos que vernos a nosotros mismos de nuevo.

Maigo.

El antídoto del aburrimiento

Nunca pensé escucharlo, ni tampoco decirlo: las series nos están aburriendo. Tal vez no a todos les aburran. Quizá no sea culpa de las series mismas, que poco a poco, de tanto repetirse, estén perdiendo su sabor, o la sal que les daba su sabor. Podría ser que tantos maratones nos incitan a mirarlas en automático, sin fijarnos en los detalles, sin reflexionar en algún acierto del guion (esas frases perfectas que parecen aplicarse a lo cotidiano) o impactarnos cuando una escena sea exageradamente verosímil. Posiblemente lo interesante de ver una serie es el contraste con lo cotidiano. Al cambiar lo cotidiano, las series son demasiado irreales. No pasa lo mismo con los libros porque los libros nos contrastan a nosotros con nosotros mismos.

Cada que reviso las redes sociales noto cómo nos aburrimos. La persona que se aburre no es interesante. Creo que algo así leí hace no mucho. Existen montones de actividades interesantes. No haberse interesado en ellas nos perjudica. Conversar es un bien que hemos desvalorizado por cuantificarlo. Una charla no debe ser un negocio para ser una buena charla. ¿De qué podemos presumir, mejor dicho, de qué podemos conversar ahora que estamos en cuarentena? Una de mis amistades, con la que me he entretenido mucho conversando en las últimas semanas, me maravilla describiendo detalles de su infancia y adolescencia. Gracias a esas historias entiendo por qué es como es. Maravillosamente la idea la encontró en Facebook. La mentada amistad iba a hacer lo mismo en el mismo espacio, pero se espantó al encontrarse que en las publicaciones de su amigo virtual los comentarios, con y sin tacto, lo tachaban de loco y querían canalizarlo a un psicólogo. Es más sensato ignorar a un amigo con el celular que oírlo hablar sobre su pasado.

Descubriendo nuevas actividades, me puse a leer todos los comentarios de una publicación de Facebook. Un contacto puso una imagen con una frase en su muro que decía “Cuando salgo quiero volver a casa, y cuando estoy dentro quiero salir.” Además de una infinidad de respuestas en forma de albur, en uno de los últimos comentarios (del domingo reciente) se apreciaba: “Sí sabe lo que quiere, no estar consigo mismo”.

Agonía en solitario

En el madero, agonizante

se encuentra colgado Jesús,

solitario y siempre amante

viendo todo desde su cruz.

Solitario, como muchos

que agonizan y se van.

solitario como otros

que se guardan en soledad.

Jesucristo murió solo,

con sus amigos lejos de él

sin recibir un abrazo

viviendo un final cruel.

Teniéndose sólo a sí mismo

Jesucristo estuvo en la cruz,

Sintiéndose abandonado

Y viendo al final la luz.

En el madero, agonizante

se encuentra colgado Jesús,

solitario y siempre amante

acompañándonos desde la cruz.

En el madero, agonizante,

se encuentra colgado Jesús.

Abriendo los brazos bastante

y enseñándonos la luz.

En el madero, agonizante

se encuentra ahora el enfermo,

sintiendo el amor edificante

de aquel que venció a los infiernos

Maigo

Escuelas en cuarentena

¿Necesitan los estudiantes que se les diga lo que deben aprender para aprenderlo?, ¿dependen de una figura de autoridad para mantenerse quietos y resignarse a repetir contenidos? ¿Qué es la escuela cuando faltan amigos e intereses amorosos? La educación a distancia deja más problemas que los que pretende resolver. No sólo las excesivas tareas dejadas por los profesores son problemáticas, sino que a ningún estudiante se le enseñó a leer. El principal problema de la educación a distancia es que el alumno no sabe leer. Dependen de que alguien les diga lo que deben aprender.

Al no saber descifrar los contenidos de un libro de casi cualquier materia, a veces hasta los libros fácilmente preparados para ello, el estudiante depende de la figura de autoridad. La autoridad del profesor dimana de la costumbre y de que sabe algo que, según se les han dicho y repetido constantemente a los alumnos por otras autoridades que los rodean, es de vital importancia. Los aprendices obedecen porque les dicen que hacerlo será bueno para ellos en su futuro. Parece que no les queda otra opción. Dependen de lo que les digan. Por eso necesitan de la escuela (el edificio) para disponerse a aprender y se les dificulta, casi hasta la imposibilidad, aprender desde su hogar; hay demasiadas distracciones y la computadora tiene demasiados usos. El aula ha sido el lugar en el que los estudiantes se disponen a poner atención porque están acostumbrados a que a la escuela a eso van. Separan las labores del estudio del tiempo libre del mismo modo que los oficinistas distinguen oficina de casa. Oficinistas y estudiantes dependen de la autoridad.

Ya que casi nadie ama aprender, no se diga amar la sabiduría, ¿para qué se va realmente a la escuela? El universitario apenas si entiende que parte de su futuro depende de lo que en ese momento aprenda; el niño y el adolescente lo ignoran casi en su totalidad. En el caso de los niños, los amigos impiden que la escuela se vuelva un auténtico infierno. Recuerdo que a la primaria iba sólo a jugar con mis compañeros. Los adolescentes disfrutan ir a la escuela porque ahí ven, conviven e incluso se besan con las personas a las que quieren. Las materias poco o ya nada importan cuando comienzan a descubrir en sus almas el amor. ¿Qué será para los estudiantes la escuela virtual, donde tienen un escaso contacto con los amigos y los intereses románticos? Si los profesores no les pudieron enseñar a sus alumnos el amor por los libros, no será sorprendente que durante este encierro no aprendan casi nada.

Yaddir