No en un cuento… de hadas (coautoría)

—Buuu…— Era la voz de una respiración caliente sobre su oreja. Sentía que el miedo como espuma burbujeante subía desde la punta de sus pies hasta revolver su estómago, como cuando dos olas chocan entre sí.

El burbujeo era más intenso…

El poco valor que le quedaba lo usó para ver a través de las cobijas, la puerta del armario estaba abierta. Lo sabía porque cada noche era lo mismo, el mismo olor putrefacto, el mismo sonido de pequeños pasitos acercándose cada vez más a su cama hasta llegar a su oído con ese “buuu” hirviente que le quemaba burbujeante las entrañas… el alma.

El terror la paralizaba, la inmovilizaba mientras el aquelarre se llevaba a cabo. Aquel aquelarre nocturno del cual no se atrevía a hablar durante el día. No hablaba, no mencionaba ni una palabra a la hora del desayuno, y durante la comida trataba de pensar en otras cosas, distrayéndose a la hora de lavar la vajilla o de sacudir la casa. Su única fuga era el canto. Cuando el recuerdo la invadía silbaba o tarareaba alguna cantinela que la llevara por alegres y salinos paisajes, lejos de la burbujeante colisión que la atormentaba noche tras noche.

Lo odiaba, pero no tenía opción. Era eso o la muerte. Jamás debió haber dejado el reino y a veces creía que el encierro o la decapitación hubieran sido un mejor destino. Pero no. El bosque la había llevado hasta ahí y ahí debía cumplir su condena. En esa casa maldita, con esos malditos aquelarres.

Sabía que debía huir pero en el fondo no quería. En el fondo deseaba eso que tanto odiaba. En sus adentros disfrutaba cada noche del placer de sentirse violada, ultrajada, una, dos… siete veces, y de nuevo otras siete, entre la oscuridad, con el armario abierto y el olor a putrefacción; olor a vejez y alcohol, olor a las minas donde ellos trabajaban y sudaban y bebían y de donde regresaban para satisfacerse con ella, la gran puta, la sumisa puta, la blanca puta que les cocinaba, les planchaba, les limpiaba… les amaba. Eso, de alguna forma era eso: un amor enfermo que la llevaba a entregarse siete veces cada noche fingiendo rechazo, asco, odio pero disfrutando en sus entrañas del burbujeante orgasmo de siete enanos que eyaculaban blanca nieve en su interior, noche tras noche.

Gazmogno  y Estefanía

El artista de la muerte

El artista se encontraba en su taller, pensando, analizando su situación. En sus manos cargaba un revólver al que miraba y acariciaba como a una amante. A su alrededor, colgados de las paredes o en caballetes, mostrábase una increíble colección de cuadros aludiendo a la muerte. Diversas escenas, personificaciones, caricaturas; hermosas alegorías. La muerte como mujer, como esqueleto, como abstractas pinceladas.

 

Estos cuadros eran obra del artista, resultado de una extraña obsesión que arrastraba desde niño, pues decía que había sido criado por la misma muerte. Aludiendo a esto, había un cuadro que mostraba a un pequeño cogido de la mano por una figura en forma de esqueleto que cargaba una guadaña. En la pintura era de noche y caminaban calle abajo, alumbrados por faroles que difuminaban una niebla tenue.

 

Jugueteando con aquel revolver observaba todos y cada uno de sus cuadros, pintados como una plegaria, como invocación de un sueño que le consumía. El sueño del misterio. Cada cuadro representaba una oración, un ruego hacia aquél misterio del más allá.

 

Esta vez sería definitivo; tenía que encontrar las respuestas por tanto tiempo buscadas. Tenía que penetrar completamente en aquella oscuridad.

 

Por fin introdujo lentamente el cañón del arma en su boca sintiendo el plomo helado congelar su paladar. Poco a poco fue cerrando el dedo índice apoyado en el gatillo… ¡El estruendo le sacudió el alma!

 

Abrió los ojos esperanzado mirando a su alrededor… los mismos cuadros en su mismo estudio. Enfurecido se levantó del suelo, pateó el arma y vociferó escupiendo la sangre que chorreaba.

 

“¡Maldita sea!”- aulló entre espasmos y convulsiones corporales- “¡¿Por qué me niegas el privilegio que otorgas a tantos y que les es tan funesto?! ¡Yo soy el único que te ama, que te necesita, que te desea! Lo he intentado todo y bien lo sabes. Me he ahorcado, envenenado, cortado las venas y el único que acude es el dolor, que parece haberse cansado, pues últimamente no le he visto por aquí. Eres la amante más caprichosa.”

 

Efectivamente lo había intentado todo, más que pintor era un artista del suicidio; pero por alguna extraña razón siempre se salvaba. Hasta había contratado a un asesino para que lo matara, pero el único “afortunado” fue el matón, pues la muerte le paró el corazón del impacto que recibió al ver que su víctima no moría después de cinco balazos en el pecho y el tiro de gracia. La muerte se burlaba de él en su cara.

 

Casi siempre, en sus sueños, se hallaba caminando por un bosque oscuro en el que aparecía a lo lejos la figura de una hermosa mujer sosteniendo la mano de un infante y cargando una filosa guadaña. Al verlos comenzaba a correr hacia ellos, pero la imagen se hacía cada vez más borrosa hasta que desaparecía. Desesperado se echaba a llorar desvaneciendo, así, el sueño y regresando a la realidad.

 

El tiempo seguía su interminable curso, y el artista seguía pintando y suicidándose casi diario – digo “casi” porque algunas veces, creyendo haber encontrado a la muerte en alguna hermosa mujer, la seducía con la esperanza de penetrar en aquel misterio que tanto daño le hacía. Generalmente era después de estos días cuando le llegaba aquel sueño en el que intentaba alcanzar a la muerte.

 

El cuadro del niño y el esqueleto se transformaba cada vez que tenía aquel sueño. A veces cambiaba la perspectiva, otras la posición de las figuras, pero siempre había un cambio. Una vez descubrió al fondo del cuadro la sombra de un hombre con la mano extendida hacia las siluetas. A esto no le daba mucha importancia.

 

Una noche, después de haberse acostado con una desconocida, tuvo de nuevo el sueño, pero esta vez la perspectiva fue diferente. Ahora él era el niño agarrando de la mano a su madre y mirando a un hombre que corría hacia ellos desesperadamente, sin poder alcanzarlos.

 

“¿Quién es aquel hombre mamá?” preguntó el niño asombrado. “Es un loco hijito” replicó la madre.

 

Al día siguiente se despertó, se quitó la pijama y, al entrar al baño, contempló su infantil rostro en el espejo mientras se arreglaba. Al llegar a la escuela les mostró a sus compañeritos de primaria sus dibujos sobre la muerte, quien, según él, era su mamá.

 

Gazmogno