¡¡PARO LA BANDA!!

El Muelas levantó el brazo a media calle, sobre el carril del arroyo vehicular. Su torso desnudo desafiaba los autos que pitaban al pasar a su lado. Paró el micro más vacío que vio, detrás de él su banda faltoseaba en la espera. Con los ojos enrojecidos y en llamas puso sus hombros y pecho confrontantes frente a la puerta del camión que frenaba abruptamente. Golpeó con la mano abierta aquel transporte público y al instante se abrió la puerta. La vista desganada del chofer apareció como el reclamo de una intimidad violada más que un reto al temerario y sus secuaces.

 “¡¡Hazme un paro, carnal!!” dijo el descamisado, con tono agudo y ladeando la cabeza, sin pausa ni reparo, en sus palabras había amenaza acompañada con siete gandayas pendientes del vocero y el bisne; con ambas manos en el volante y cabizbajo, irguió el cuello, volteó al interior del camión y pidió a sus tres pasajeros que pasaran a la unidad estacionada detrás de él. Los usuarios salieron por la puerta trasera dejando murmullos de inconformidad y disgusto.

 “¿Qué quieren?”. Se dirigió el chofer a un punto neutro del marco de la puerta, sin ver al vocero, sin atender a los acompañantes que esperaban abordar, dos todavía sentados en la banqueta y cinco más aproximándose al camión detenido. “Un paro mi chavo, lo que es nomás. Andamos erizos, mira… por las buenas. Danos un raite a la esquina de la zapatería, a lado de la capillita…” dijo el descamisado al tiempo que un arete en su oreja izquierda brillaba legendario, sus cejas poco a poco se tensaban sobre el ceño y su labio superior iba adquiriendo una rigidez sintonizada con las fosas de su nariz, forzando un resoplido mandón.

 Acercándose sobre la puerta uno más joven que la mayoría empuña una mona sobre la boca y la nariz, con la otra apunta su dedo señalando al chofer y dispara sus palabras: “¡No te cotices ruco! ¡Que andamos locos! ¡Al chile no la estamos mamando!”. Una figura pequeña pero resuelta, cubierta de sudadera rosa con capucha alarga la mano para detener al juancamaney. “Aguántala Pipiolo, na’ más la cagas mi’jo y te parto tu madre…”. “¡Pues que se pare el puto!” respondió el morro mientras caminaba como si siguiera al fantasma del microbus que todavía no se detenía y seguía avanzando.

 “Háganse una vaquera a ver que sale. Así como así… a mi no me sale… no mi chavo” dijo el chofer. “Al chile padrino no haga pancho ni muina. Chitón y llévenos… Mire, mire somos ocho. ¿Qué le quita? Es acá abajo, en el centro, a lado de la calzada. ¡No se pare su culo, ruco, al chile mire, por las buenas!” decía el Muelas mientras tomaba con fuerza los pasamanos y subía con paso pesado y sólido sobre los tres escalones de ascenso, sin dejar de buscar la mirada del chofer que la dejaba en el horizonte, sin inmutarse. Volteó y con un movimiento de cabeza llamó a sus colegas a bordo.  Detrás del de la mona y de la de sudadera rosa, siguieron dos delgados de camisa sin mangas, una chica de coletas con sombras verdes y corridas bajo los ojos de color verde; desde la banqueta dos bultos abrazados trastabillaban de borrachos al levantarse. Todos con marcas de desconsuelo y una duradera ebriedad subieron raudos y veloces al transporte.

 “Yo soy el Lalo pero me dicen El Hojaldra… por ojete…” se presentó uno de los flacos mientras se acomodaba la gorra hacía adelante y hacía señal de brindis con  una caguama al chofer del microbús. Los borrachos del último cargaron sus cuerpos sobre los escalones  para quedarse sentados en los dos más altos, ahí nada más, a lado de la palanca de cambios. “No se va a cotizar, verdá don?” dijo la Pulga, chica en sudadera rosa, de cachetes redondos y cejas muy depiladas color magenta. “Pus ya me chingaron hijos de su puta madre” dijo el chofer conteniendo la explosión. Con el descamisado justo detrás del asiento del chofer, el Hoja abrazado al asiento del mismo, el Tripa afilando la mirada sobre el mismo chofer, la Pulga dirigiendo los ojos a la chela que no soltaba el Hoja y los dos borrachos en los escalones, más el Pipiolo degustando su mona acostado en el cuarto asiento al fondo; el operador metió primera y arrancó, convencido que su oposición sería reprimida por la víscera de la horda. Fuera de esa escena, la de coletas fijó su rostro entero en la ventana y la calle, dejándose llevar por la banda.

 Una risotada partió el silencio. El Pipiolo se levantó sobre el asiento, abrió la ventana al máximo y saco su torso y cadera hasta poder sentarse sobre el marco y ponerse después cabezabajo y abrir su brazos libres al aire. Todos voltearon, los flacos se destornillaron en risas, la Pulga cerró los ojos y retiró sus atención del exhibicionista, el Muelas clavo su vista en la calle, la de las coletas ni se inmutaba.

 “Díganle al hijo de su pinche madre que no esté mamando…” desde el retrovisor el chofer gritó, pero el chillido de la Pulga le ganó. “¡Déjelo, no le pasa nada! ¡Usté no es su papá! Además ya se metió, que le afecta!”. El chofer solo mascó agriamente un “Chingao…”.

 El Muelas abuzado del camino, indicó con su brazo extendido señalando la acera. “Párese en la florería, que la Chivis le tiene que comprar unas flores a su hermano el difuntito, ni modo de llegar así al velorio…”. El Muelas volteó hacia la chica de coletas. Ella dejó el vacío de la ventana y sintió esos ojos solidarios que se hundían en unos ojos acuosos, enrojecidos enmarcados en un corrido maquillaje verde.

Oktli 

El artista de la muerte

El artista se encontraba en su taller, pensando, analizando su situación. En sus manos cargaba un revólver al que miraba y acariciaba como a una amante. A su alrededor, colgados de las paredes o en caballetes, mostrábase una increíble colección de cuadros aludiendo a la muerte. Diversas escenas, personificaciones, caricaturas; hermosas alegorías. La muerte como mujer, como esqueleto, como abstractas pinceladas.

 

Estos cuadros eran obra del artista, resultado de una extraña obsesión que arrastraba desde niño, pues decía que había sido criado por la misma muerte. Aludiendo a esto, había un cuadro que mostraba a un pequeño cogido de la mano por una figura en forma de esqueleto que cargaba una guadaña. En la pintura era de noche y caminaban calle abajo, alumbrados por faroles que difuminaban una niebla tenue.

 

Jugueteando con aquel revolver observaba todos y cada uno de sus cuadros, pintados como una plegaria, como invocación de un sueño que le consumía. El sueño del misterio. Cada cuadro representaba una oración, un ruego hacia aquél misterio del más allá.

 

Esta vez sería definitivo; tenía que encontrar las respuestas por tanto tiempo buscadas. Tenía que penetrar completamente en aquella oscuridad.

 

Por fin introdujo lentamente el cañón del arma en su boca sintiendo el plomo helado congelar su paladar. Poco a poco fue cerrando el dedo índice apoyado en el gatillo… ¡El estruendo le sacudió el alma!

 

Abrió los ojos esperanzado mirando a su alrededor… los mismos cuadros en su mismo estudio. Enfurecido se levantó del suelo, pateó el arma y vociferó escupiendo la sangre que chorreaba.

 

“¡Maldita sea!”- aulló entre espasmos y convulsiones corporales- “¡¿Por qué me niegas el privilegio que otorgas a tantos y que les es tan funesto?! ¡Yo soy el único que te ama, que te necesita, que te desea! Lo he intentado todo y bien lo sabes. Me he ahorcado, envenenado, cortado las venas y el único que acude es el dolor, que parece haberse cansado, pues últimamente no le he visto por aquí. Eres la amante más caprichosa.”

 

Efectivamente lo había intentado todo, más que pintor era un artista del suicidio; pero por alguna extraña razón siempre se salvaba. Hasta había contratado a un asesino para que lo matara, pero el único “afortunado” fue el matón, pues la muerte le paró el corazón del impacto que recibió al ver que su víctima no moría después de cinco balazos en el pecho y el tiro de gracia. La muerte se burlaba de él en su cara.

 

Casi siempre, en sus sueños, se hallaba caminando por un bosque oscuro en el que aparecía a lo lejos la figura de una hermosa mujer sosteniendo la mano de un infante y cargando una filosa guadaña. Al verlos comenzaba a correr hacia ellos, pero la imagen se hacía cada vez más borrosa hasta que desaparecía. Desesperado se echaba a llorar desvaneciendo, así, el sueño y regresando a la realidad.

 

El tiempo seguía su interminable curso, y el artista seguía pintando y suicidándose casi diario – digo “casi” porque algunas veces, creyendo haber encontrado a la muerte en alguna hermosa mujer, la seducía con la esperanza de penetrar en aquel misterio que tanto daño le hacía. Generalmente era después de estos días cuando le llegaba aquel sueño en el que intentaba alcanzar a la muerte.

 

El cuadro del niño y el esqueleto se transformaba cada vez que tenía aquel sueño. A veces cambiaba la perspectiva, otras la posición de las figuras, pero siempre había un cambio. Una vez descubrió al fondo del cuadro la sombra de un hombre con la mano extendida hacia las siluetas. A esto no le daba mucha importancia.

 

Una noche, después de haberse acostado con una desconocida, tuvo de nuevo el sueño, pero esta vez la perspectiva fue diferente. Ahora él era el niño agarrando de la mano a su madre y mirando a un hombre que corría hacia ellos desesperadamente, sin poder alcanzarlos.

 

“¿Quién es aquel hombre mamá?” preguntó el niño asombrado. “Es un loco hijito” replicó la madre.

 

Al día siguiente se despertó, se quitó la pijama y, al entrar al baño, contempló su infantil rostro en el espejo mientras se arreglaba. Al llegar a la escuela les mostró a sus compañeritos de primaria sus dibujos sobre la muerte, quien, según él, era su mamá.

 

Gazmogno

El Anfiteatro

 

            En un viejo anfiteatro representábase una escena inverosímil, mágica y al mismo tiempo ridícula. El silencioso monólogo de un mimo habíase trocado en un cuadro absurdo. Sentado, inmóvil, encontrábase reproduciendo, con una profundidad incoherente a su naturaleza, aquella escultura del pensador. Pero en vez de haber sido esculpida por las manos de Rodín, parecía haber sido cincelada por los versos de los poetas. Aquel espectáculo encerraba toda su melancolía y su tristeza. Un débil puño sostenía una cabeza pesada; sus cabellos negros, como aquella noche, escondían unas mejillas consumidas por la tristeza. El cuerpo no era la excepción, flaco, mutilado, cubierto por unos harapos a manera de disfraz. Un rostro mal pintado, blanquinegro, llevaba una pequeña y demacrada lágrima delineada como sarcasmo de su vida. Lo más terrible era su mirada; una mirada que contenía el vacío del tiempo, la pérdida de toda esperanza.

            Esa vulgar escena, contradictoria desde cualquier ángulo, representaba el drama de la vida. Por un lado la comedia, la farsa, la incoherencia misma del sarcasmo. Por el otro la tragedia, misteriosa y perfecta, como nunca pluma alguna llegó a trazar. El drama de los dioses, falsos y verdaderos, condensado en aquel cuadro aterrador.

            El acto había sido representado noche tras noche sin interrupción. Era una especie de ritual nocturno, pagano; mándala de condenación de un alma liberada por sus propias cadenas. Era la eternidad de un instante. Aquel universo de tinieblas en el que nunca salía el sol era la oscura prisión de aquel mortificado ser. Su antiguo anhelo de luz, de fuego, habíase tornado en una obsesión lastimera y su espíritu olvidaba cada noche con más intensidad ese ensueño, alguna vez tomado como verdadero. La esperanza habíale consumido de tal manera que terminó por exiliarla. La luna era el único destello luminoso que acariciaba sus pupilas. Amante y madre. Único espectador digno de sus actuaciones.

            El mimo vivía para su arte, pues no conocía otra cosa que no fuera el movimiento silencioso de sus pasiones. Jamás había salido de aquel oscuro anfiteatro. Se dice que había nacido allí y que allí mismo perecería. En cada función representaba algo distinto, algo nuevo; dramas tan sutiles que resultaban en comicidad a los ojos del vulgo. Las representaciones eran producto de sus sueños, porque éste mimo soñaba con tal intensidad y realidad que había momentos en que no podía distinguir el pequeño hilo que separaba la realidad del sueño. No se sabe si estos sueños los vivía mientras dormía, pues nunca nadie le había visto dormir, o si eran producto del trance de su actuación. Quizás actuaba lo que soñaba o, más bien, lo vivía. Eso sólo lo sabía la luna, único ente que había escuchado su voz y conocía su alma. Estos sueños eran su verdadera realidad…

            El momento de la representación se acercaba y el mimo, cabizbajo, presentía lo que pasaría, sería su última función; el telón bajaría para no volver a subir. Sin embargo estaba tranquilo, indiferente. Había perdido toda esperanza y esa visión trágica ya no significaba nada para él.

            Espectros y sombras comenzaron a llegar; lentamente iban ocupando su lugar seres grotescos, putrefactos. Un infernal desfile presentábase en las gradas: seres amorfos, demonios, monstruosos entes infestados de sangre y pus. Una aquelárrica visión de ángeles demoníacos mostrábase ante los ojos del mimo que inmóvil seguía en sus cavilaciones.

            Una vez colmado el anfiteatro, el mimo desvaneció sus ensueños. De un salto se puso de pie mirando con desdén al auditorio que gritaba y gorgojeaba palabras incoherentes e incomprensibles a manera de ovación. Escudriñó la grosería que se mostraba ante su sepulcral mirada, reconociendo esos intentos de rostro, esas metáforas malformes. A cada uno, parte de su tormento, conocíale perfectamente: cómo se reían, escupiendo a su alrededor sangre u otro fluido visceral, cómo aplaudían como imbéciles cuerpos decadentes. Algunos se ahogaban con su vómito intentado reír. Otros golpeábanse entre sí hasta quedar inconscientes. Miraba a cada uno con tristeza… hasta que vio tres espectros nuevos. Tres seres diferentes, casi hermosos, incluso reales.

            Maravillado los observó… los admiró. Uno de ellos, el de en medio, parecía humano, el primero que veía en su vida. Llevaba un hábito de monje con la capucha cubriéndole la cabeza. Lo único que divisaba era una sonrisa inmortal que brillaba en su rostro. Al lado de él, en cada extremo alzábanse dos colosos que doblaban su estatura. Ángeles parecían, gigantescos. Uno, blanco, llevaba en sus manos unas pesadas cadenas de oro. El otro, obscuro, traía en sus manos un grial de madera del cual brotaba sangre. Atónito los miraba, y con una melancólica y gris reverencia comenzó su actuación

            El anfiteatro estalló en silbidos y carcajadas formando una vulgar tonada con la cual bailoteaba y canturreaba patéticamente aquella grey infernal. Esa noche la actuación no iba dedicada solamente a la luna, sino a los nuevos espectadores que miraban atentos aquel sublime acto. Era la representación de un alma en pena, de una historia que se elevaba hasta el infinito de una manera espléndida. Representación de Dioses ofrecida lastimeramente a la vulgaridad. Una blasfemia artística donde la luna parecía bendecir únicamente al mimo y a aquellos celestiales seres que observaban embelezados.

            La actuación transcurría en medio de una atmósfera pestilente y putrefacta, mezcla de orines, vómitos y eructos. Parecía un ángel danzando en el infierno. Con los ojos cerrados movíase ora con delicadeza, ora con rabia, ora con melancolía. Movimientos y tiempos exactos, como si representara la vida misma en una obra destinada a perecer. De pronto abrió los ojos dirigiéndolos con tristeza hacia los seres celestiales. Un súbito estremecimiento recorrió su cuerpo junto con una sensación de confusión e irrealidad que le hería en lo más profundo.

            Un reflejo, una imagen ¡su imagen! Sus ojos penetraban sus propios ojos adentrándose en un infinito laberinto de caos, en un eterno viaje a la conciencia. Su mirada había dado con un enorme espejo sostenido por los dos ángeles, justo en el lugar donde debía estar el monje. Aquella era la primera vez que veía su imagen, era Narciso contemplándose en esas aguas de cristal. Por vez primera veía su espíritu, su esencia. Algo en el pecho que le recorrió cada rincón del cuerpo: su corazón comenzaba a latir. Había nacido en ese encuentro consigo mismo.

            De pronto nada existía, ni el ruido, ni el aquelarre, ni la luna, ni el anfiteatro. Todo había desaparecido ante su propia imagen. El reflejo comenzó a transformarse adquiriendo la figura del monje, al que pudo ver y contemplar como un hermano. Miró su hermosa e inmortal sonrisa; sus labios rojos, femeninos; sus manos blancas y delicadas como el marfil.

            La imagen del monje comenzó a moverse descubriendo lentamente la cabeza, dejando relucir su cabello largo y oscuro; mirada profunda. Quitóse sutilmente el hábito mostrando su cuerpo; un cuerpo blanco, centellante y femenino perfectamente delineado. El mimo, extasiado, recorrió con la mirada aquel misterio; su cuello delgado, sus senos firmes, su vientre suave y sus piernas largas.

            El auditorio miraba atónito la interrupción, y el descontento estalló en una oleada de insultos, peleas, gritos. Arrojaban lo que tenían a su alcance, botellas, piedras, arrojábanse unos a otros. Pero el mimo seguía estupefacto, inmóvil. La imagen del espejo comenzó a tornarse líquida y aquella figura virginal traspasó el cristal volviéndose más real, más hermosa. Los dos ángeles tomáronla de los brazos y, extendiendo sus alas, emprendieron el vuelo hacia el escenario deteniéndose justo encima del mimo. La celestial criatura movió delicadamente sus labios pronunciando cuatro palabras que rompieron el silencio hasta llegar a sus oídos, como mariposas revoloteando a su alrededor.

            Llorar es un milagro fueron las palabras que desgarraron su alma. El mimo comenzó a llorar y en su llanto concentrábase toda la melancolía, la tristeza y la belleza de los poetas; todo su sufrimiento caía al suelo como semillas, de las que germinaban toda clase de flores y ramajes que extendiéronse a lo largo del anfiteatro encarcelando a la monstruosa muchedumbre. Fantásticamente se cubría el lugar de un verdor oscuro lleno de opacas y descoloridas flores.

            Súbitamente el cielo fue desgarrado por un rayo de luz que se intensificaba a cada instante. El mimo contempló anonadado aquel rayo que iluminaba el recinto. Era el sol que salía a su encuentro y, por primera vez, distinguió en su totalidad los colores, las formas, las imágenes. Deslumbrado cerró los ojos mientras las sombras huían con lastimeros aullidos y la muchedumbre consumíase en llamas. El mimo abrió los ojos esbozando una sonrisa. Por primera vez saludaba un amanecer. Cegado por aquel milagro comenzó a reír.

            Cuando recuperó la vista encontrándose en un viejo anfiteatro en las penumbras de la noche. La luna llena mostrábase en todo su esplendor. Aquella noche se representarían los dramas de un alma en penas, como veníase haciendo noche tras noche, eternamente.

 

Gazmogno

 

Eros y poesía (cuento cursi llamado también «Historia a la francesa»)

Por: Raïssa Pomposo

Hélène solía sentarse al pie de un árbol todas las tardes antes de salir a caminar. Pasaba sola muchas horas y podía ser feliz tan sólo con escuchar el canto de un pájaro y cerrar los ojos. Era una mujer de pocas palabras y no todos se acercaban a ella debido a su silencio, sin embargo, aquel que se atrevía a arrojarse al misterio de su persona, quedaba prendado de su encanto y delicadeza.

Hélène era sencillamente bella, su mirada marina penetrante vestía su rostro entero. Sus labios parecían sangrar corrompidos por el divino rojo extendido en sus mejillas. Su piel remitía al blanco de la luna y su cabello a la obscura noche. Sus rizos temblaban con el viento rozando a penas sus largas pestañas. Pero sus manos, sus manos eran pequeñas medusas brillantes bañadas en leche. Sus dedos tocaban las teclas de un piano viejo, aunque bien cuidado, que pertenecía a su abuela materna, quien era pianista profesional y le dio a Hélène las mejores lecciones de piano que jamás pudo haber tomado. Acariciando nota por nota con cada toque, sus manos y toda ella se conviertían en expresión del éxtasis.

Cada mañana adornaba su delgado cuerpo con ropa sencilla pero elegante; cuando planeaba salir, no dudaba en ponerse algún vestido con zapatillas cómodas y femeninas, cubriendo sus manos con elegantes guantes de encaje, pero tan pronto llegaba a casa se quitaba las zapatillas y caminaba descalza por la alfombra.

Desde la muerte de su madre no se cuidaba de guardar el aspecto femenino a toda hora, pues sólo cuando los dedos de la sociedad dirigen sus dardos hacia ella, es cuando Hélène los esquiva haciéndose pasar por una mujer más, pero ella sabe muy bien que su alma esconde más riquezas.

Hélène sabía que a pesar de disfrutar sus libros, la música y la naturaleza, necesitaba llenar un vacío inexplicable en su vida: le faltaba la compañía de alguien más. Cuando caminaba por los caminos boscosos de sus rumbos, veía pareja tras pareja expresando algo que Hélène no entendía, ella simplemente se preguntaba “¿Qué se sentirá el toque de un beso?”, y después se olvidaba del tema y seguía su camino. Muchos hombres han intentado penetrar en la vida de Hélène, pero ninguno la ha cautivado, y ni siquiera lo ha deseado.

Un buen día decidió dejar sus libros en casa y salir tan sólo a dar una vuelta. Cuando estaba a punto de regresar a su casa, vio que acababan de abrir una tienda que vendía todo tipo de ropas femeninas, así que dobló a la derecha y se dirigió hacia ella. Entró pero ningún vestido llamaba su atención, así que cuando iba saliendo levantó la mirada y vio que enfrente de ella había una tienda de trajes para caballero. En el aparador se encontraba un traje negro de corte francés con una camisa blanca tipo italiano y un chapeau melon. Sus ojos se iluminaron y se sintió fuertemente atraída por él, cruzó la calle y decidió comprarlo.

En cuanto llegó a su casa se puso el traje y se vio en el espejo, Hélène quedó asombrada con su aspecto y sintió que ese traje le iba muy bien. De ese día en adelante, cuando llegaba a casa no sólo se quitaba las zapatillas, sino que se ponía el chapeau melon y tocaba piano con él.

Una tarde se encontraba escribiendo parte de su investigación filosófica sobre el Eros en la música, pero había algo que le impedía avanzar en ella, así que decidió ir a la biblioteca más cercana para ver si encontraba algo que le fuera de ayuda. Cuando entró fue directo al pasillo de filosofía y, mientras sostenía un libro en la mano, una mujer de tez blanca y ojos grandes se detuvo junto a ella; no pudo evitar quedar impresionada por la belleza de Hélène, así que bajó la mirada y vio el libro que tenía en sus manos, notó que era un análisis sobre la música escrito por algún filósofo moderno. La mujer se acercó y le dijo:

Disculpa… (Hélène saltó repentinamente). Perdóname, no quería asustarte…

Hélène la vio a los ojos y no pudo evitar sonreírle dulcemente:

No te preocupes, suele pasarme, estaba distraída…

Lo sé, acabo de ver el libro que llevas en las manos, ¿te interesa la música?

Sí, toco el piano, y además estoy haciendo una investigación acerca del Eros en la música.

¡Oh! Seguro que has de disfrutar muchísimo esa investigación. Yo soy pintora y amo la filosofía, supongo que Platón te ha ayudado en tu búsqueda…

Sí, justo me estoy basando en varios diálogos en donde Platón menciona la música y habla del Eros, pero siento que aún falta algo, por eso vine.

¿Por qué no buscas en la poesía? ¿No crees que el Eros alcaza su máximo en la poesía, en la música o, incluso, en un beso?

¡Pero son cosas muy diferentes! –dijo un poco extrañada Hélène-

¡Un beso puede devenir en poesía pura! La construcción de la música revela lo que hay dentro del alma humana dirigiéndola hacia la belleza, hacia el Eros.

¿Cómo puedo saber yo cuando un beso se convierte en poesía si jamás he sido besada? ¡Todo se queda en un ideal que no puedo llevar a mi propia existencia!

¡Cómo es posible que tocando piano no lleves las notas más allá de la partitura! Además el Eros, aunque parezca que Platón lo vea como el ideal más alto, se vive en carne propia. El alma jamás está presa en el cuerpo, un beso lleva al Eros hacia lo más palpable de la existencia. Te reto a que toques el piano y me cautives tanto como para hacer una buena pintura.

Trato hecho, veamos si la poesía hace lo que tú dices…

Hélène llevó a la mujer a su casa. En cuanto llegaron Hélène hizo el mismo rito de siempre: se quitó los zapatos y se puso su chapeau melon. La mujer la vio y pensó en lo bella que se veía con ese sombrero, pero no le dijo nada. Hélène se sentó, abrió su piano y miró a la mujer. La mujer le dijo “Empieza cuando te sientas lista”. Hélène sentía cómo sus manos temblaban tan sólo de contemplar a la mujer.

Cuando la música comenzó la mujer se sintió inconforme, sabía que Hélène tenía talento y magia para tocar cada nota, sin embargo había un vacío que tenía que ser llenado. Hélène sintió lo mismo y paró inmediatamente:

¿Dónde está la poesía? ¿Qué pasa? –dijo Hélène-

La mujer sonrió dulcemente y la besó. Hélène quedó completamente cautivada y la mujer le dijo:

Mi nombre es Camille, no te encontré de casualidad en la biblioteca. Te veo cerrar los ojos o leer. He encontrado poesía en ti y la he confirmado con este beso.

Hélène no supo qué decir, su impresión la dejó muda. Sólo volteó la mirada y empezó a tocar de nuevo. La música se convirtió en el poema más perfecto. Camille comenzó a pintar inmediatamente y cuando terminó de tocar, Hélène dijo:

Mi nombre es Hélène y he encontrado por fin el ideal más tangible de todos.

La Mosca

Aquí estoy de nuevo, sin palabras, sin sentido alguno. Sentado inerte ante esta inerte taza de café, tratando de encontrar en mi cabeza algo coherente que decir, que compartir; pero la lucidez nunca ha sido una de mis cualidades y lo único que puedo hacer es contemplar una mosca que vuela a mí alrededor.

 

De cuando en cuando se posa con sus patitas sobre la mesa. Intrigado, la acecho con la mirada. La escudriño y la analizo tratando de encontrar algo diferente en ella, algo oculto, único. Una verdad tal vez. Veo sus movimientos, sus poses, su color; me deleito observando su trompa que busca algo para comer, mientras sus alas transparentes se agitan de cuando en cuando, y sus ojos fijos y rojos reflejan un universo infinitamente multiplicado.

 

Sigo mirando, y en mi búsqueda percibo sus patitas delanteras acicalando su cabeza… justo entonces sucede: La mosca comienza a crecer, a expandirse; de la nada surge otra mosca, se duplica. En este éxtasis surge una tercera, una cuarta, se multiplican cada vez más rápido, una infinidad de moscas aparecen ante mis ojos, me acechan y no dejan de multiplicarse. Súbitamente su forma cambia adquiriendo la de un rostro humano, un rostro igualmente multiplicado y que reconozco. Es mi rostro que me analiza; mi rostro embobado y boquiabierto que me escudriña minuciosamente.

 

Pero no soy yo; es un ser que deja de tener forma, un ser que no alcanzo a comprender, ni siquiera lo concibo ya. Miro a mi alrededor y descubro que todo está multiplicado. Es un universo infinito, lleno de posibilidades y de misterios. Formas gigantes, contornos inalcanzables, movimientos, superficies, locura. Me observo y descubro unas protuberancias en el abdomen que me sostienen al piso. Me asombro de unas alas que crecen por mi espalda, y emprendo el vuelo.

 

Todo es enorme y mi único pensamiento es encontrar algo, algo para comer. Por todos lados busco con la trompa. Me acerco hacia algo blanco y profundo que contiene un líquido oscuro. Mirando perplejo aquél líquido, sumido en la necesidad del azúcar, percibo algo enorme que se acerca a gran velocidad. Trato de volar, de huir; la angustia se apodera de mí; muevo mis alas cada vez con más fuerza pero todo es inútil, ya es demasiado tarde.

 

 

El golpe me noquea, me deja sin conciencia y en mi desesperación miro mi mano descubriendo una pequeña mancha negriroja. Me limpio con una servilleta y sigo bebiendo mi café tratando de encontrar en mi cabeza algo coherente que decir, maldiciéndome por haber matado al único objeto de mi inspiración.

 

Gazmogno