La isla Montaigne

Nunca he visto verdad en un argumento que apele a quien lo escribe sin que sea sobre el autoconocimiento y reflexione, de manera velada o a plena luz del día en un día de verano, la posibilidad de que instigue la reflexión en sus lectores. El lector culto, el curioso y el reflexivo encontrarán falsa o ligeramente sospechosa mi afirmación. Michel de Montaigne (de quien me entero que hace poco fue su natalicio) constantemente escuda sus argumentos peligrosos en una incapacidad natural de su pensamiento; en la humana incapacidad de asir los secretos más profundos. No es un genio, por eso puede no entender y fallar en su consideración sobre la actualidad de la relación entre Dios y los hombres. De mínimo es sospechoso que el padre de más de cien ensayos desista de reflexionar en una idea. Parece que el ensayo de sus ideas lo llevan a considerar el ateísmo y la fe más profunda de la misma manera. Camina con mayor calma en el ágora y el senado que en el Vaticano. ¿Con que tanta frecuencia no vuelve a recorrer ambos senderos?

“Si filosofar es dudar, como dicen, con más razón divagar y fantasear, como hago yo, ha de ser dudar. Pues a los alumnos corresponde cuestionar y debatir, y al catedrático resolver. Mi catedrático es la autoridad de la voluntad divina, que nos gobierna sin refutación y que se sitúa por encima de estas humanas y fútiles controversias.” Dice al inicio de su ensayo sobre la muerte llamado Costumbre de la Isla de Ceos. Digo dice con tanta vaguedad porque no sé si afirme, cuestione, divague, fantasee, critique o se burle en ese primer párrafo. La supuesta divagación o el supuesto fantaseo será sobre el darse la propia muerte cuando las circunstancias son adversas. ¿Es un tema que merezca un tratamiento, aparentemente, a la ligera? La autoridad de la voluntad divina es clara con el tema, hay un mandamiento que así lo dictamina. ¿Hacia dónde quiere llevarnos Montaigne?, ¿será una apelación a que hay que reflexionar sobre lo que sea no importando que ya haya una respuesta iluminadora? Su disfraz es fascinante, quiere hablar de una costumbre, de algo que hacían ciertas personas en determinado momento en una región que era parte de un lugar más grande. Al ver el título le reste importancia al asunto. Pensé que sería una remembranza a lo que unos pocos peloponesos antiguos hacían. No divaga y fantasea. Reflexiona lo más a fondo que puede, problematiza, sobre las limitantes de tener una buena vida. Aprende de los antiguos pensando a los antiguos, cita poemas, anécdotas y máximas; ve su vida intentando mirarla como la vería un antiguo. Pero no es un pagano, él ya conoció la religión cristiana. Cuestiona los caminos paganos con la mirada de su presente. ¿Quién es más valiente, el que desiste ante la adversidad o el que la soporta? Michel de Montaigne sabe muy bien que la vida le va en lo que escribe; una palabra mal colocada lo puede llevar ante la Inquisición. Sabe cómo ensayar sus ideas más peligrosas. Sería mal ensayista si fingiera que no es más inteligente que los doctores coetáneos. Michel de Montaigne no escribe ocurrencias.

Ensayar es volver a poner a prueba las ideas que valen la pena; es mirar la vida a la luz de las reflexiones más bellas, profundas, que uno siente casi acabadas; es intentar mirar nuevas ideas con nuevas miradas; es atreverse a caminar por diferentes senderos; es navegar para salir de la isla. Montaigne intenta encontrar la verdad ensayando con todos los argumentos y los ejemplos que tenga a la mano. Más que temas de cuño meramente conceptual o teórico, ensaya sobre problemas de la acción. Él mismo manifiesta que su pluma se desliza por la superficie de lo que ensaya; la otra parte, supongo, está en que el lector termine de ensayar con su reflexión. ¿Ensayará la ordenación de sus ensayos? Ese es un ensayo que vale la pena hacer, pues refrendará que el ensayista francés es un experto ensayando qué temas es conveniente ocultar. Aduzco una prueba de ello: si él afirmara que sus ensayos son máximas acabadas, sus lectores le creerían todo sin chistar, lo verían como a una gran autoridad, negarían el género al que dedicó buena parte de su vida. Sus lectores matarían la reflexión; y él sería el autor intelectual del crimen contra el intelecto. El mayor logro del ensayista Michel de Montaigne es contagiarnos el placer por ensayar.  

Yaddir

El pequeño cubrebocas

Usar cubrebocas es más que una distracción a la belleza o a la propia identidad. Usarlo armoniza nuestra actitud social con las demandas sanitarias; una muestra de civilidad, obediencia o miedo. Los rebeldes ensalzan su descontento con la autoridad mostrando su sonrisa al desnudo. “Nadie nos va a tapar la boca con nada” manifiestan orgullosos, como si estuvieran resistiéndose a una terrible tiranía. (En una tiranía no podrían sonreír sin permiso). Resulta signo de buen sentido el criticar al estado, no se me malentienda que debe obedecérsele ciegamente en todas sus disposiciones. Pero las evidencias recalcan con insistencia que se daña más a nuestros vecinos por nuestra resistencia al uso del cubrebocas que a los muy criticables servidores públicos. El más débil siempre es el más propenso a los daños. A veces la rebeldía manifiesta ignorancia y la obediencia resalta la inteligencia.

Yaddir

El barco de los grumetes

Hay mucho que discutir cuando se habla del modo de educación que hemos elegido en este país, de los métodos y de los números. Hay quienes piensan, definitivamente no la mayoría, que nos perjudica más esta obsesión por que cada persona con ojos y boca sea profesionista con licenciatura y otro grado si se puede. Este año la UNAM admitió un número récord de estudiantes que nomás no llega a admirarnos lo que debería porque somos tantos en el país que ya no distinguimos entre tan gigantescas cantidades. Pero entre todo lo que puede argumentarse en contra de esta hinchazón exagerada, hay una razón que debería ser bien obvia: la vocación de maestro es una cosa muy rara. ¿De dónde vamos a sacar tantos para dar clases a todos estos inscritos? La vocación de maestro implica querer entregarse a los demás con la seria preocupación por hacerle bien a quien busca mejorarse. Requiere además tacto para no confundir ni severidad con crueldad, ni suavidad con blandura. Necesita ser ejemplo de quien hace bien las cosas, y no solamente las que conciernen a sus clases. El que tiene vocación de maestro quiere ser autoridad no por institución, sino por respeto. Él quiere merecer ese respeto y lo consigue con su entrega. Para que cualquier trabajo resulte bien es por mucho preferible hacerlo con gusto que hacerlo obligado; sin embargo, el caso del maestro está más allá. Él debe querer lo que hace para mostrar a sus estudiantes cuál es la bondad en lo que enseña. Debe poder enseñar que eligió enseñar no sólo por tal o cual materia, sino porque es preferible compartir.

Lo malo es que es una ridiculez pedir todo esto en vez de un curriculum con nombres de instituciones destacadas (que ya no «de buena reputación»). Para tantos inscritos en todas las escuelas necesitamos una cantidad de profesores igualmente alarmante; pero el modo en el que se consiguen en grandes cantidades no es congruente con lo que hace al maestro querer ser maestro. No puede esperarse sensatamente que en algún lugar haya tantas personas con vocación de enseñar. El remedio sale peor, porque la disposición del maestro se pretende substituir con cursos de enseñanza y aún otros grados: que se diplomen y doctoren, que pasen horas sin fin repasando métodos, elucubraciones o cuanta información se tenga sobre qué es enseñar según los más destacados investigadores pedagogos de Europa, que no den clases de esto los que hayan estudiado esto otro si antes no se meten a clases de lo de más allá. Tan absurdo es querer hacer maestros en el salón con indoctrinación pedagógica como querer que el niño que no tiene ningún aprecio por la música toque bien el piano. Un maestro se daría cuenta fácilmente de la obviedad del caso, pero hay muy poquitos, de voces perdidas entre los bramidos de las academias.

Nuestro problema de educación es mucho más serio que tener muchos analfabetas o mucha gente que no sabe de geometría. Nuestro problema de educación no se resolverá con más inscritos y más escuelas y más horas de clase, porque consiste en no poder ver la diferencia entre estos desplantes y nuestras verdaderas carencias. No importa si en nuestro país estamos educando a cientos, miles, millones o millardos de personas, ningún bien se consigue si sólo aprenden a procurarse a sí mismos y a desearlo todo sin saber qué hace bien. Carecemos del cuidado por los otros, de seriedad, de preocupación y entrega. No nos hacen falta más personas con título, lo que nos falta es quienes tengan la vocación de hacerle bien a los demás.

Mamá cuervo

Pensé que estaba imaginando cosas, pero no; en verdad mi hermano estaba actuando muy raro. Lo primero que noté fue su nerviosismo: parecía dar vueltas por toda la casa, como león enjaulado, sin saber qué hacer. Me le quedé viendo y fue entonces cuando me fijé en sus manos, las cuales evidentemente guardaban algo en su interior. -¿Qué traes ahí?- exclamé entre intrigada y desafiante. Alzó la cabeza con fastidio, me dirigió una mirada cansada y simplemente me ignoró, para enseguida dirigirse a la cocina y asomarse por la ventana que da al portón de la casa. Tan pronto como paseó sus ojos lo escuché quejarse entre murmullos y salió a paso veloz de la cocina con dirección a la puerta principal mientras decía “No otra vez…” con un tono lastimero. -¿¡Qué, qué pasa!?- inquirí de nuevo, esta vez determinada en conseguir respuestas aunque fuera a regañadientes.

Esperé a que entrara de nuevo a la casa para interrogarlo, pero no hizo falta que lo hiciera porque, nada más verme, comenzó a contarme lo que estaba ocurriendo. -Me encontré a un pajarito tirado- repuso y volteó a ver sus manos, cuyo contenido ahora me resultaba conocido. -Pensé que se había caído otro del nido, pero no…- dijo, intentando explicar por qué había salido tan abruptamente de la cocina para dirigirse al jardín. Ya todos en la casa teníamos conocimiento del nido aquel, asentado en un viejo motor que servía para abrir el portón; sin embargo, nunca creí que de veras fuera a ver a alguna de las crías que ahí crecían. Entonces le pedí a mi hermano que me dejara ver al recién rescatado y abrió sus manos para tal efecto. El pajarito –como todo bebé, ya sea animal o humano– estaba feo como el hambre: no tenía plumas más que una fina línea en la espalda, otras en la cola y unas cuantas más en la cabeza, la piel se le transparentaba al punto en que podías ver hacia dentro de él, todavía no podía abrir los ojos y, para colmo, todo indicaba que tenía una pata rota; no obstante, en ese momento me pareció la cosa más hermosa que pudiera existir en el universo entero: esa cosa que llaman instinto maternal había aflorado en mí de alguna manera al ver al pajarito indefenso en vías de desarrollarse.

De inmediato, le dije a mi hermano que debíamos mantenerlo caliente en lo que llegaba mi mamá; ya con ella presente decidiríamos qué haríamos con él, pero mientras había que mantenerlo a salvo. Pronto comenzó a piar como desesperado, lo que interpretamos como signo de hambre. Ahora el problema era alimentarlo y no teníamos ni idea de qué era lo que comía un pájaro en esa etapa de su vida. Recurrimos a un biólogo que había sido profesor de mi hermano, lo cual era lo más cercano a un veterinario dadas las circunstancias, y al Internet con el fin de averiguar cómo alimentar al animalito, pero ninguno de los dos resultó ser de mucha ayuda. Al final, lo único que se me ocurrió fue que le diéramos pedacitos de cereza y una papilla hecha con pan de caja, pero no hallábamos la forma de que abriera el pico y engullera nuestro mejunje, aunque tampoco paraba de piar.

En éstas andábamos cuando comenzaron a llegar los demás integrantes de nuestra familia: mis otros hermanos, mi abuelo y, finalmente, mi mamá. Todos se mostraron sorprendidos de que yo estuviera en la sala, pues por lo general nunca salgo de mi cuarto, y más sorprendidos quedaron cuando les dimos la noticia del rescate del pajarito. Sin embargo, en vez de mostrarse conmovidos –como mi hermano y yo lo estábamos– con aquella criatura, todos lo vieron como la cosa más normal y cotidiana del mundo y muy pronto opinaron –al menos mis otros hermanos– que lo mejor era dejar que se muriera. Mi mamá, en cambio, aunque sí se mostró conmovida, al enterarse de que tenía una pata rota, lo desahució a morir de gangrena y nos dijo que había que llevarlo al veterinario si es que en verdad queríamos que se salvara.

Después de mucha insistencia por parte de mi hermano, mi mamá accedió a llevarlo al veterinario aunque ya casi fueran las once de la noche; no obstante, parecía que no creía que aquel esfuerzo fuera a valer la pena. Volvieron como a eso de la medianoche diciendo que el veterinario de Urgencias les había dicho que no había ningún problema con su pata, pues solita soldaría, y que lo mejor era regresarlo a su nido porque en nuestras manos tenía pocas posibilidades de sobrevivir. Como ya era muy tarde, decidieron que lo devolverían al nido al siguiente día y esa noche la pasó dentro de una cajita, acomodada lo mejor posible para que ahí durmiera, que estuvo al cuidado de mi hermano.

A la mañana siguiente, nadie podía creer que el pajarito hubiera logrado sobrevivir toda la noche, pero ahí estaba: despierto, piando sin cesar y abriendo el pico para que le diéramos de comer. Aun así, en la atmósfera de la casa se respiraba todavía cierto aire de escepticismo, mismo que culminaba en comentarios como “ya déjenlo morir”, “ya para qué lo cuidan” o “que se lo coma Junior –mi perro Beagle–“ por parte de mis otros hermanos, lo cual me motivaba más a querer cuidar al pajarito con el fin de demostrarles que sí era posible que creciera fuerte y sano bajo nuestro cuidado –el de mi mamá, mi hermano y el mío–.

Contra pronóstico, hoy se cumplen seis días de que mi hermano encontró al pajarito bebé tirado en el jardín, mismos que le han servido para que pudiera abrir al fin sus ojos, llenar su cuerpo de plumas y curar poco a poco su patita; y a mí para callarle la boca al resto de mis hermanos. Asimismo, ha comenzado a caminar y a batir torpemente sus alas, preparándose para surcar los cielos. Pronto dejará nuestro nido –mi nido– y hoy más que nunca pienso que es la cosa más hermosa que puede existir en el universo entero.

Hiro postal

Desvelo

Descubro mis ojos para velar tu sueño.

Maigo.

Obscuro Olvido

Por A. Cortés:

Es muy importante escribir tan bien como se habla y es de igual importancia, hablar bien. Esto si se quiere ser escuchado con atención, al menos. Sobre lo que decimos, podemos hablar de cuatro maneras fundamentalmente: la manera cuidadosa, la que se hace con descuido, alguna que se halla en el medio de estas dos y, finalmente, una de género único y distinto: la que existe sin necesidad alguna de consideración sobre el cuidado. Parecerá muy extraña la cuarta clasificación al principio, sin embargo, es quizá la que los lectores más apreciamos en cuanto la encontramos.

Me explico. Hay varias implicaciones en la forma en la que se dicen las cosas, apartadas del contenido del discurso. Normalmente al charlar reconocemos que algunas nociones son más apegadas a nuestra experiencia que otras, muchas cosas las hemos escuchado ya y tenemos formada alguna opinión a su respecto; mientras más se asemeje el discurso a lo que admitimos como real y que es más cercano a nuestra vida cotidiana, más fácilmente se nos hace ver qué es lo que alude nuestro interlocutor y, obviamente, es más sencillo que nos veamos persuadidos por el argumento –si no concordábamos con él desde el principio-. Ahora, admitido esto, podemos ver con facilidad que el artífice de discursos tiene que enfrentar en cada ocasión una pequeña liza estratégica: mientras más arduo le parezca que el lector vaya a acceder y a conceder razón de lo que se le dice, con mayor cuidado tratará sus palabras para hacerlas susceptibles de admisión. Es un principio básico de retórica éste de conocer la relación entre el público y el tema que se hace público. De este modo, decimos que quien prepara lo que habla se ocupa de esclarecer lo que quiere dar a entender.

Debido a eso, la correspondencia que encontramos entre lo aludido por el discurso, la manera en que se presenta y la forma en que se estructuran sus partes, nos ayuda a apuntar hacia la relación que tendrá él con la inmediatez de nuestra experiencia mundana. A mayor obscuridad en lo dicho, mayor distancia encontraremos entre ello y nuestra vida; y valga del modo contrario también. Por esto, para quien hace un discurso, es mucho más fácil ordenarlo para ser claro cuando dice lo más evidente y obvio.

Por ello que no nos extrañe que lo más claro a lo que podemos acceder sean aquellas ideas indiscutibles que, por su misma naturaleza, no demandan del hablante preocupación por el cuidado que pone en sus palabras más allá del necesario para dar cuenta de algo. En estas ocasiones hasta parecería que el discurso se cuida solo. Por ello es completamente claro que las cosas verdaderas y mejores son por naturaleza las más persuasivas. En efecto, es más sencillo para el orador persuadir a su auditorio de que existe el Cielo que de la presencia de muchos universos.

Si pensamos entonces en qué cosa será el objetivo de quien comunica algo mediante el discurso, nos veremos impelidos a deducir en un primer momento que, sea cual sea este fin, su consolidación dependerá de que por su uso de la palabra el orador sea capaz de persuadir a su auditorio. Después de que este requerimiento se cumple, entonces ya conseguimos ver la meta sucediéndole, que podemos situar en el logro efectivo de una relación comunicativa con el otro. De ese modo, la excelencia del hablante en cuanto hablante se verá en relación con su capacidad de hacer discursos propensos de ser sopesados según lo que alberguen de verdadero, pues esto es lo que da paso a que se establezca la comunicación.

El lado temible de estas tesis es que ante el buen orador, estamos entonces desarmados, pues de lo que hemos admitido hasta ahora se desprende que nuestra aceptación depende de la claridad del discurso al que prestemos atención. Si diremos del hablante que es excelente en lo que hace en tanto que puede persuadir de la veracidad de sus palabras, y su modo de trabajar cada frase y de concatenar cada oración les da la mayor claridad a la que se puede aspirar, pensaremos entonces en el extremo: puede hacer parecer clarísimas las nociones más alejadas de la realidad.

¡Qué terrible conclusión se deja ver!: estamos en las manos de los oradores, de los que arengan hábilmente haciendo públicos discursos y moviendo nuestros ímpetus ora hacia un lado, ora hacia el otro. Somos víctimas del poder sumo de la retórica, porque es imposible para nosotros juzgar cuánto cuidado puso el forjador en sus palabras maleadas. Apreciamos fundamentalmente que nos digan lo que nos parece lo más claro, porque se nos hace normal. Nos parecerá siempre que este hábil orador no tuvo cuidado alguno en sus bellas frases, y que salieron así solas, con naturalidad: que son la pura verdad. La intensidad de sus brillos puede deslumbrarnos sobre lo que sea, y hacernos considerar experiencia verdadera la que sea.

Nada puede hacerse en este mundo para buscar la verdad, porque queremos el discurso descuidado.

A ver, ya no estoy tan seguro de que sea tan ominoso nuestro destino en el habla; ¿de verdad estamos tan vulnerables arrojados al designio de oradores y sofistas? Parece que me faltó mencionar algo, algo que se me olvidó y por lo que no pude más que encontrar este triste camino entre opiniones devaluadas y acciones sin sentido, guiadas por la demagogia. ¿Qué se me olvidó? Parece infame decir que en verdad es posible hablar sin cuidado, dejando que las cosas se digan solas, como si la palabra contuviera lo dicho, y fuera un saquito protector de lo legado por el habla. Eso, por lo menos, ahora parece infamia que denigra la palabra: no veo cómo pueda argüirse que las palabras guardan significados ajenos a ellas mismas. Pero, ¿cómo fue que caí en la obscuridad de esta zanja, hablando de lo claro del discurso?

El cuidado de lo dicho no es ajeno a lo que se dice, como es ajeno el barniz con el que se embellece la madera. El cuidado del lógos conviene al alma que hablando se deja ver. El cuidado de la palabra es lo mismo que el ejercicio de la sinceridad. Y le viene por lo que el discurso mismo es, porque no puede entendérsele separado de lo que nombra. Él es los nombres y es las relaciones entre nombres, y es las relaciones entre hablantes y las cosas habladas. Es el discurso el cuidadoso, es la palabra la cuidada; no es el orador quien entrando a su taller la encera y la pule para que de nuevo al ser dicha de un modo lustroso, diga lo mismo de modo más persuasivo: si la acicala, ya dice más o dice menos, dice mejor o dice peor, o sólo dice otra cosa. La palabra se envilece o desvirtúa, se ensalza o se honra, así como un hombre es al mismo tiempo quien merece los encomios y quien los recibe: no sólo es honrado, sino que se le vio actuando y por eso mueve al reconocimiento. Un buen guerrero no se gana el honor sino siendo en serio honorable. Y entonces, si esto es así, y no del otro modo; si sólo son tres las maneras en las que fundamentalmente podemos hablar, (no cuatro, tres), la cuidadosa, la descuidada y lo que anda por el medio según la claridad, ¿qué se me olvidó?

Tiene que haber sido algo que permitiera al diálogo darse no sólo como dato arrojado, que permitiera a la palabra verse clara por cuidada, y verdadera por sincera. Tiene que haber sido algo que nos dejara sopesar lo dicho por más embellecido que fuera, y que no nos dejara la guardia baja con cualquiera que supiera decir unas cuántas bonitas frases. ¿Pero qué fue, qué fue?