Inculpado…

Sin poder emitir palabra, sin libertad para moverse o siquiera respirar, el inocente escuchó todo.

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Inocencia

La inocencia no está en el tamaño del cuerpo, o en la imposibilidad para cometer pecado, más bien está en la elección del bien cuando se presenta la oportunidad del mal. Cristo es inocente, no porque no conociera el mal, sino porque siendo tentado por éste eligió lo que es bueno.

 

Maigo.

Navegación de la consciencia

Navegación de la consciencia

Lo subconsciente se convierte de manera gratuita en el chivo expiatorio de nuestra consciencia. Es la etiqueta favorita de la maraña de la causalidad. No es que no haya cosas presentes en nosotros que pasen desapercibidas como los recuerdos lejanos y difuminados, pero presentes, reminiscentes, la presencia de inclinaciones que surgen de las afectaciones del pasado y las costumbres que no notamos. Lo que no creo es que podamos hablar de autoconocimiento si delegamos la explicación causal a la sombra en donde se borra todo límite posible de causalidad. Tan oscura es el alma de otros como la evidencia de los primeros principios, y quien dude que haya principios habrá dado el primer paso para despeñarse en el abismo de la ignorancia.

En el laberinto del espejo que formamos en interrogarnos se abren atisbos sobre la verdad. Fulguran ahí inquisiciones fugaces pero también serias, se producen chispas sobre la diligencia o blandura de nuestro actuar. Como si uno tuviera que interpretar también sus acciones aún después de haberlas provocado. Eso que existe incluso en los que dicen no tener remordimiento de nada. Eso que permite que la educación moral se base en la importancia del deseo para que los medios y los fines cambien. Interrogaciones que hacemos entretejiendo preguntas heredadas, dotadas de un sentido por nuestra propia vida. Por eso la interpretación, que no la subjetividad, importa para el autoconocimiento y el conocimiento del hombre, cara y cruz de una moneda que gira aunque no lo queramos.

La culpa es un sudor frío, un estoque en ese lugar nunca visto en donde habita el aliento. Algo que puede desaparecer según entendamos la relación entre el entramado de los hechos y nosotros. No es lo mismo que la incriminación por convención. No funciona así. Como el pudor, no requiere siempre de la mirada de otros. Se puede sentar junto a nuestro corazón por tiempo indefinido, ir y venir, desaparecer en el rumor de los vientos del tiempo. Difícilmente podremos acceder a ella cuando creemos en que orilla siempre a un llanto lastimero, a un lamento eterno en el altar de los idólatras. No hay culpa para los justificables. Lo justificable muchas veces se extiende en un horizonte que en lo moral trazamos. Por eso se puede creer que depende de una sugestión.

Sospecho que no puede haber culpa en un mundo moderno, y que eso es importante para reconocer el fracaso. En el camino del éxito y en las necesidades que la tiranía hace surgir la culpa parece un absurdo. Parece mostrar que el inconsciente y la circunstancia puede extirpar de nosotros toda posibilidad de claudicar ante el error. Como si las distinciones no fueran más que parloteo de relatividad. Si no puede haber culpa, es porque para el moderno la consciencia nunca deja de ser una instancia del conocimiento histórico, una versión de la causalidad que no necesariamente nos hace ajenos, pero que sí puede poner a lo humanos bajo las convicciones personales sin ningún problema: lo personal, lo subjetivo, siempre es un constructo. La verdad de la historia es una soledad inmarcesible. Si es posible reconocer un fracaso, el equívoco, puede que veamos que la culpa no es una patencia azotadora del infierno, sino lo contrario. La victimización es el escape preferido de los justificables, no la verdad del culpable.

Tacitus

La mentira y el hombre que teme

La mentira y el hombre que teme

Justo en el clímax de las caricias apareció él. Me separé dolorosamente, ya con dolor en el alma andaba yo. Algo en todo esto se rompió, quedó inconcluso. ¿Por qué no di buen fin a todo esto?… Ni ella ni yo le dijimos nunca nada… pero me arrepentí. Unos días después ella me susurró al oído: no te preocupes, nada pasó; lo que hiciste fue seguir a tu pasión, a esa necesidad que te demandaba algo, por eso no te sientas mal. Su explicación me daba libertad, al tiempo que intentaba dejar inútiles a mis remordimientos, pero apenas comencé a sonreír, la verdad abrió la puerta a mis culpas. Ellas se agolparon en mi rostro, se colgaron de mi cuello, y dejaron sin fuerzas mi valor.

Ahora no me atrevo a dar la cara ni al sol, pues me duele lo que pasará, por eso lucho por quedarme aquí, en este tiempo roto donde el fin no llegará.

Javel

Biología

Su corazón latía con fuerza. Se podría decir que sus órganos sensoriales se aferraban a lo que les rodeaba: nunca había visto tan brillantes los colores, su oído no había notado tal cantidad de sonidos, su olfato se saturaba con todos los olores que había en torno suyo, su boca se inundaba con un sabor nuevo e indescriptible; y su piel vibraba, con tal intensidad que cualquiera diría que estaba temblando…el flujo de sensaciones terminó pronto para él, pues la muerte se apoderaba de su ser,  y los niños en el laboratorio aprendieron en ese momento que la vida es algo que se puede quitar sin culpa y que quizá algún día se pueda otorgar de nuevo, siempre y cuando haya más seres dispuestos al sacrificio en aras de una técnica capaz de redimir al hombre.

Maigo

La alegría del arrepentimiento

Sólo el arrepentimiento cierra las heridas abiertas por el pecado, y sólo el perdón hace que las cicatrices dejadas por esas heridas adquieran un buen significado. Se dice que las lágrimas de Pedro dejaron surcos en su rostro, pero también se sabe que esos surcos han señalado la felicidad que hay tras haber sido setenta veces siete perdonado.
Sólo el arrepentimiento cierra las heridas abiertas por el pecado, y a diferencia del psicoanálisis que pretende borrar también las cicatrices provocadas por el mal causado, el arrepentimiento descubre para el pecador una fuente de nueva vida y mejores motivos de alegría, que los ostentados por quien se lava las manos y siempre se declara libre de toda culpa.

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El retoño

“Y morirme contigo si te matas

y matarme contigo si te mueres,

porque el amor cuando no muere, mata;

porque amores que matan nunca mueren.”

Joaquín Sabina

Fue por diciembre que nació Panchita, cuando todavía no hacía demasiado frío como para que éste se le colara entre sus endebles huesos. Siendo la menor de seis hermanos, resultaba comprensible que su mama tendiera a protegerla sobremanera. Panchita disfrutó de este excesivo cuidado maternal todo lo que duró su infancia, pues no hay nada mejor para un niño que ser el centro de gravedad en torno al cual gira el mundo de sus padres. Es cierto que don Miguel, su padre, la adoraba, de eso no cabía la menor duda, pero era doña Juana quien le procuraba los mimos más dulces y tiernos a Panchita, la cual vivía feliz siendo la niña de sus ojos.

Sin embargo, aquel paraíso infantil se convirtió en el peor de los purgatorios cuando la atención de doña Juana comenzó a sofocar a Panchita, pues, llegado el tiempo, aquel menudo y torpe botón se abrió de par en par para dar paso a una preciosa y delicada flor de formas exquisitas y delicioso aroma que capturaba la mirada de cualquiera que se cruzaba con ella. Esto no le hacía ni pizca de gracia a doña Juana, quien pronto le prohibió a Panchita salir de casa y si tenía que hacerlo, ella la acompañaba a sol y a sombra, pues no iba a dejar a su retoño a merced de aquellos zánganos que la pretendían. ¿Qué tal si alguno la hipnotizaba con su zumbido y se la llevaba lejos, muy lejos de allí, de ella? No, eso simplemente no podía permitirlo.

A don Miguel le preocupaba la actitud de su mujer, pues aunque Panchita era una joven casadera bastante codiciada, si seguían dejando que el tiempo transcurriera sólo conseguirían que pronto se quedara para vestir santos. Dios no lo quisiera, pero si él llegaba a faltar y Panchita no se había casado para entonces, ¿qué sería de ella? ¿Quién se encargaría de su bienestar? Más aun, si esto sucedía, ¿cómo podría él partir de este mundo con semejante cargo de conciencia que no lo dejaría descansar en paz en su tumba? Claro que a doña Juana no le importaba en lo más mínimo que Panchita se quedara soltera, pues de esa forma su hermoso retoño no la abandonaría jamás.

Pese a que a Panchita la llenaba de gran ilusión casarse y formar su propia familia, como a toda joven mujer de su época –y como ya también habían hecho sus hermanos mucho antes que ella–, se sometía al yugo de doña Juana sin quejarse, pues al fin y al cabo se trataba de su madre. Sin embargo, no alcanzaba a comprender por qué si ella juraba quererla tanto como decía, le causaba tremendo daño con semejantes peticiones. No es que Panchita no quisiera a su madre, por supuesto que la amaba, tanto así que estaba dispuesta a sacrificar su propia felicidad para ver feliz a doña Juana, pero no podía evitar preguntarse por qué su madre no podía hacer lo mismo.

Resignada a este aciago destino, Panchita comenzó a vestirse como una auténtica solterona, lo que provocó que varios de sus pretendientes perdieran interés en ella. Así, Panchita se dedicó en cuerpo y alma a cuidar a sus padres, en especial a doña Juana, quien a pesar de haber logrado su cometido no dejaba de asfixiar a su hija con las mismas obsesivas atenciones de toda la vida. Panchita soportaba en silencio esta pena y hasta había aprendido a querer la vida que ahora llevaba; no obstante, había veces que, no sin culpa, deseaba la muerte de su madre para entonces sí poder dedicarse a la suya por completo. Para su infortunio, sus padres habrían de vivir mucho tiempo más, por lo que pronto aquella flor se fue deshojando hasta perder por completo su color.

Aunque ambos gozaban de buena salud, don Miguel auguraba que moriría antes que su esposa, con lo que dejaría a Panchita a merced de doña Juana y de cumplirse su presentimiento, no necesitaba tener una bola de cristal para saber que la vida de su hija terminaría siendo un completo infierno si la dejaba sola en este mundo con esa mujer, su mujer, a menos que él pudiera hacer algo para evitarlo. Conforme pasaba el tiempo, más le urgía a don Miguel encontrarle una solución a Panchita, quien le decía que no se preocupara, que ella era feliz sirviéndolos a ellos y que ésa era su vida ahora y para siempre…

Por su parte, Panchita también se daba cuenta de que su padre tenía contados los días, por eso no le sorprendió nada encontrárselo muerto en el viejo diván que había a un costado de la habitación del longevo matrimonio. Ese día, como todas las mañanas, Panchita le llevó a la pareja de ancianos el desayuno a su cuarto. Inmediatamente notó que su padre estaba inusualmente quieto, así que se acercó a él para confirmar la terrible noticia. Panchita lo tomó con serenidad y se dirigió entonces a la cama para despertar a su madre y contarle lo ocurrido. Sin embargo, se quedó paralizada del terror cuando vio que su madre estaba tan tiesa como lo estaba don Manuel en su diván.

Panchita comenzó a negar frenéticamente con la cabeza mientras se alejaba torpemente de la cama. Se llevó entonces las manos a la cara para enjugarse los ojos que estaban anegados de lágrimas. Luego, cayó de rodillas al suelo, donde adoptó instintivamente una posición fetal, lo que le permitió posar su mirada debajo de la cama de sus padres donde alcanzó a divisar un pequeño bulto blanco. Como pudo, lo alcanzó y notó que se trataba de un sobre cuyo destinatario era Panchita misma. Abrió aquel sobre de un tirón y se encontró entonces con la caligrafía brusca, pero inconfundible de su padre.

Cuando hubo terminado de leer el recado, Panchita no supo qué hacer con la temible verdad que le había sido confiada. Don Miguel había asfixiado a doña Juana cuando ésta todavía dormía y le rogaba encarecidamente a Panchita que rehiciera su vida mientras le pedía perdón por haber dejado que las cosas hubieran llegado tan lejos. Pero ya era demasiado tarde: lo que no sabía don Miguel era que esa flor o, mejor dicho, el retoño de doña Juana, otrora llena de vida, había terminado ya de marchitarse por completo.

Hiro postal