Discursantes

De tanto hablar, nos hemos quedado sin oídos.

Maigo

Entre cruces y manzanas

Hay imágenes tan bellas que al presentarse ante nuestros ojos cambian para siempre lo que somos, algunas nos deslumbran con su apariencia y nos pierden: Eva cambió el paraíso por la apariencia apetitosa de un fruto que encierra a la muerte. Pero, otras imágenes son humildes y en lugar de cegar a quien las ve le devuelven la vista, pues en su humildad están llenas de luz verdadera: tal es el caso de la imagen que se presenta ante nosotros, cuando contemplamos al fruto que da vida desde el árbol que es la cruz, esta imagen convierte y mueve al hombre para que abandone una vida vacía y la cambie por la belleza que trae consigo la santidad.
Tal pareciera que el poder de las imágenes es considerable, pero éste depende de nuestra capacidad para entenderlas y vivirlas, no faltará quien vea una manzana en el fruto prohibido, y por ende nada de malo en comerlo, y tampoco lo hará quien vea a un hombre sufriente e ignorante en el crucificado, y por lo mismo incapaz de dar vida eterna al hombre, la cual a su vez es mal entendida.
La imagen sólo cambia a quien puede verla como tal, así como la palabra sólo es entendida por quien puede oír y reconocer que lo hace.

Sigue leyendo «Entre cruces y manzanas»

Mi palabra

Sobre las cosas que he debido hablar, poco he dicho. Siendo honesta me he dedicado más tiempo a fanfarronear y a enterar a otros de algo que muy seguramente debió permanecer en lo privado; desde luego que eso presupondría que en realidad sé qué es lo que se ha de decir, pero ciertamente no lo sé. No es que se haya tenido un acuerdo estipulado y ahora deba cumplirlo estrictamente, mas siempre he creído que mis –pocos– lectores o auditores esperan algo mucho mejor o más pensado de mi parte (que conste que con esto no estoy admitiendo que no pienso lo que escribo o digo, todo lo contrario, pienso a veces tanto que cuando intento expresarlo ya no es del todo parecido a como lo tenía pensado). Como si las cosas demasiado fabricadas en la mente, al ser echadas fuera, no pudieran lograrse de la misma manera. Quién sabe, quién sabe si los lectores realmente exijan algo al escritor o los auditores al hablador, de hacerlo, no querrían encontrarse con éstos sino consigo mismos; es decir, leer lo que quiero ver escrito u que oír lo que quiero escuchar, es igual de tramposo que rascar previamente el boleto de lotería y sólo comprarlo si es el ganador. Por eso es quizá, por lo que no me he dedicado a mis lectores o auditores, digo, tampoco es que los descarte por entero, al final siempre se escribe o dice para otro, aunque aquél acabe siendo uno mismo. Claro que si uno quiere encontrarse en un escrito tampoco es que sea incorrecto o inválido pues la buena lectura suele devenir en cosas bastante fructíferas, sin embargo consideraría mejor encuentro el camino de la escritura. La palabra dicha tiene más complicaciones, hay quienes aseguran que a ésta se la lleva el viento.  Y con esto más bien quiero decir que aquella, la escritura, se transforma risiblemente en un medio algo extraño para hablar en voz alta sin realmente hacerlo, y por eso habemos quienes fanfarroneamos, quienes nos tomamos las cosas mucho o muy poco en serio y quienes demostramos a aspaviento lo propio, soslayando enteramente un discurso que podría bien ser digno de ser leído o hasta escuchado.

 La cigarra