Hang the DJ

Destrozar los muros de la civilización casi mil veces es la única manera en la que el amor verdadero se manifiesta. Tomando esto metafóricamente se podría decir que amar es romper con todo lo que no nos deje amar. Al menos eso deja ver Hang the DJ, el cuarto episodio de la cuarta temporada de la serie Black Mirror. Si bien es lo más llamativo del capítulo, no es lo más interesante. Como cada capítulo de la serie, nos abofetea en cada escena con preguntas sobre nuestra ambivalente relación con la tecnología; chocan nuestras ilusiones de crecimiento contra nuestra dolorosa realidad. ¿Los avances tecnológicos podrían alejarnos de la posibilidad de amar o son la única manera de encontrar a nuestra pareja ideal?

Supongo que Charlie Brooker, el escritor de la referida serie, para realizar el guion de un capítulo apela a las musas con la frase “Qué pasaría si tuviéramos una aplicación que nos permitiera…”; o quizá se inspire leyendo a su compatriota, uno de los grandes seductores de las nueve hijas de Zeus, William Shakespeare, y se pregunte: ¿y si Yago fuera un aparato que nos permitiera revisar cada uno de nuestros recuerdos? O ¿si en vez de los Montesco y los Capuleto existiera un sistema que nos desafiara a luchar por la pareja amada? Sea cual sea el momento divino del escritor inglés, sus suposiciones no se alejan tanto de la realidad, pues ¿cuántas aplicaciones no existen para encontrar a la pareja ideal?, ¿quién cuestiona tan radicalmente sus costumbres actuales para no creer que la tecnología progresará tanto que no sólo nos ayudará a encontrar el amor verdadero, sino que nos preparará para que lo merezcamos? Evidentemente Hang the DJ no muestra a la tecnología como aquello que nos hace la vida más fácil, pues la aplicación para encontrar la mejor pareja no nos impide equivocarnos, así como tampoco entroniza el placer fugaz de la cama como el mejor sustituto cuando no se ama. Pero la tecnología, en el capítulo, sí facilita un buen entorno para vivir, una comunidad sin problemas, un mundo donde no se necesita trabajar, ni tener dinero y, al parecer, no se viven injusticias. El entorno ideal para que el amor se manifieste en toda su pureza.

¿Amar, el rasgo más humano, no podrá ser aniquilado por la tecnología? Como ya se veía en San Junípero, quizá sólo eso no pueda cambiar el paso del tiempo: toda la humanidad ha amado y nunca dejará de hacerlo, pese a que nuestra “mente” quepa en una USB. Pero qué es y cómo se vive el amor en tiempos de impresionantes avances tecnológicos se plantea mejor en el cuarto capítulo de la cuarta temporada. Algún amante de la Grecia antigua podría encontrar en este capítulo una reformulación del mito de los andróginos que Aristófanes cuenta en el Banquete: hay que ir de pareja en pareja para encontrar nuestra otra mitad. Al igual que en el mito, en el capítulo no parece demasiada clara la capacidad de elección que el hombre tiene para encontrar su otra mitad, o si todo está fraguado por un destino (sistema) inescrutable. Al igual que el mito, el capítulo podría estar condensado de una oscura y dolorosa ironía.

¿No podemos encontrar a nuestra pareja ideal sin la tecnología?, ¿un sistema, del que no se nos dice mucho, debe domar a la fortuna y tomar su lugar? Parecería imposible desafiar 998 veces a un sistema que parece controlarnos, ¿no se estará manifestando así la imposibilidad de encontrar la pareja ideal? Los que no lo hacen y se quedan en 500, ¿están condenados a vagar siendo felices a medias? El capítulo Hang the DJ, lejos de ser una historia cursi, de un amor que sin importar los impedimentos o las costumbres sociales florece, nos exige preguntarnos si la tecnología nos ayuda a ser felices o, al obstaculizar nuestras decisiones en cientos de ocasiones, nos condena.

Yaddir

El hubiera sí existe

Hay muchas expresiones a las que accedemos fácilmente porque estamos habituados a escucharlas. Alguna vez les concedimos la razón porque nos revelaron lo que creímos verdadero o porque escuchábamos que quienes las decían las pronunciaban con mucha seguridad. Luego la corriente cotidiana contribuye con su ruido a que olvidemos qué diferencia hizo en nuestras vidas saber eso que creímos saber; ya después que, como quien dice, nos mezclamos con ello, nunca más volvemos a prestarle atención a menos que algo haga que resalte de nuevo.

Por ejemplo, hemos oído muchas veces (o yo, por lo menos) que “el hubiera no existe”. Normalmente convence a quienes están más apegados al arrepentimiento y a la conmiseración a dejar de pensar en las circunstancias del fracaso para que no los absorba demasiado el pesar; no tanto que los incapacite para seguir adelante, por lo menos. Y es que cualquiera de nosotros que haya fracasado estando a punto de acertar en lo que planeaba se ha frustrado con la imaginación de los detalles que pudieron salir bien, de qué podría haberse hecho de otro modo, de qué hubiera sido mejor, ahora que ya es demasiado tarde. “Pero –dice este dicho–, calma, ya nada puede hacerse. Lo que hubiera podido pasar no es parte de nuestra realidad. El hubiera no existe, ocúpate de lo que hay frente a ti aquí, ahora”.

La intención así planteada me parece noble, pues quiere consolar al afligido, además de que lo disuade de andar de plañidero. Sin embargo, lo hace a costa de una sugerencia que vale la pena pensarse. Sugiere, pues, que a lo que el hombre debe atenerse es a lo presente, siempre a lo que tiene en este día preciso, y que la salida al fracaso está en el olvido de los planes pasados, cosa que fácilmente conduce a la conclusión de que es mucho mejor vivir sin planes y ya. No es gratuito que también se diga que “si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes”. De pronto, la vida humana se nos trivializa tanto que ya no tenemos razones para esforzarnos en ninguna de nuestras decisiones: donde no hay altas aspiraciones no hay malogro doloroso, y si de todas maneras el destino siempre nos juega chueco: ¿para qué cuidarse de hacer bien las cosas?

Esto ha estado a la base de un pensamiento más antiguo, uno que se ha erigido (y desde mucho antes de que hubiera dichos en español) sobre un argumento recurrido por muchos en todas las épocas: la acción humana es resultado de la decisión, y ésta siempre se toma con la pretensión de que en el futuro (lejano o cercano, da igual para este caso) algo sea como deseamos. Ahora bien, como nunca sabemos lo que ocurrirá en el futuro, las bases de la acción son ilusorias. Entonces es fútil decidir, y en última instancia, actuar. Se dice entonces que el “hubiera”, y en general todo tiempo subjuntivo, es una mentira que engatusa a los cándidos por el gusto que da suponerse poderoso como para cambiar las cosas, cuando son en realidad inmóviles. Así, en la realidad no vale la pena hacer nada más que dejarse acarrear por la corriente y esperar lo mejor. Quizá valga la pena ser piadoso, pero también eso está por verse: si mi piedad consiste en convencer a Dios o a los dioses de que me traten bien, estoy nuevamente confiando en mi poder para cambiar el curso de los acontecimientos. Sólo me queda ser observador quieto de mis bienes y mis males.

No es cosa fácil zafarse de este discurso; sin embargo creo que la fuerza de sus razones flaquea porque la conclusión está equivocada: saber que siempre actuamos con miras al futuro y que no lo conocemos aún, no quiere decir que no sabemos nada. Este planteamiento no toma en cuenta que tenemos límites y que más o menos los vislumbramos, aunque no por entero. Es decir, se construye sobre nuestra miopía y acaba por diagnosticarnos ceguera incurable. Pero no es lícito concluir de la dificultad de la previsión que la acción es irreal. Al revés, concluiría yo que más bien el futuro con todo y su nebulosa apariencia es más real de lo que solemos admitir. Buena parte de nuestra reticencia a acceder a esto es probablemente un dejo de positivismo por el que queremos que sólo sea tomado por verdadero lo que podamos tener frente a nosotros con certeza, y otra parte será quizá la facilidad de dejarse llevar por quien garantiza que no hay recompensa para el esfuerzo; pero sea como sea, decir que nuestras acciones no son importantes es completamente contrario a la experiencia de cualquiera. Lo que queremos que llegue a ser y lo que hubiera podido ser siempre es parte de nuestra realidad. Lo es en un sentido tan abarcador, que ni quien quiera dejarse convencer por este argumento de pereza puede librarse por completo de la presencia del futuro en toda su acción. Ni él evita el hecho de que ése se ha convertido en su plan y de que le atisba resultados futuros.

Esto no quiere decir que el porvenir se nos aparezca como magia, sino que nuestra imaginación todo el tiempo tiende hacia lo que ocurrirá, especialmente en lo que entendemos de lo que nos ocurre ahora. Y que la decisión humana sea así no es algo que podamos decidir nosotros, así es el pensamiento y así también ligamos lo recién pasado con nuestra memoria sin tener que efectuar ninguna voluntaria operación. En lo humano los planes siempre están presentes, siempre son verdaderos planes –aunque no se cumplan–, y ése es el modo en el que los vivimos todos con la mayor naturalidad. El único modo en el que podemos aprender de nuestros errores es reconociendo lo que hubiera sido mejor, y aún sin aprender de ellos, nuestra comprensión de lo que hemos hecho sería imposible sin los planteamientos imaginarios. Somos lo que hemos hecho, y la esperanza de acercarnos a saber quiénes somos desaparecería por completo si no pudiéramos detenernos en lo que nos hubiera gustado que pasara, en lo que hubiera sido mejor. Conocernos implica poder notar en nuestras acciones qué deseamos, y los deseos tienden al futuro. Es más, sin reconocimiento de lo que hubiera sido mejor o peor es imposible afrontar las consecuencias de nuestras acciones dando la cara por ellas y la razón de ellas, se cancelaría la responsabilidad. La pregunta por el modo en el que queremos vivir siempre incluirá un surtido hato de tiempos, indicativos y subjuntivos, pues en realidad, cuando pensamos que las cosas hubieran podido ser mejores no es “demasiado tarde” absolutamente: aunque seamos conscientes de que lo hecho no podrá cambiarse, no podemos dejar de confiar en que lo que está por hacerse aún es digno de que lo cuidemos, y de que nos cuidemos a nosotros mismos de hacer lo mejor que podamos.

Los Malos Buenos Deseos

To be happy with you have,

you have to be happy with what you have to be happy with.

-King Crimson

Muy fácil es decirle a alguien que aprenda a conformarse con lo que tiene, y fácil también (aunque no tanto), es convencerse a uno mismo de que debe hacerlo: la vida es de por sí dura como para que encima le añadamos más problemas mortificándonos por lo que no tenemos; no sólo eso, sino que al estar pensando en lo que nos falta perdemos la mirada y dejamos de atender lo que sí tenemos, de darle el valor que merece; si dependemos de lo demás para sentirnos bien entonces nunca seremos dueños de nosotros mismos; y además, por inconformes vivimos infelices, cosa que parece muy tonta si la felicidad depende de decidir estar bien con lo que se tiene, sea lo que sea, sea cuando sea.

Este discurso, plenamente recurrido por muchísima gente en nuestro país, y seguramente en el resto del mundo, no sólo es fácil, sino que muy perjudicial. La razón es que no es cierto que convenciéndose de que a uno le basta lo que tiene, le basta. No es cosa de recitar la nueva vida lo que lo deja a uno comenzar a ser feliz, porque de hecho la necesidad de tal convencimiento surge de sentirse infeliz por lo que no se tiene (o por lo que sí se tiene que uno no quiere). Y tener lo estoy usando en un sentido muy amplio, que puede ser de objetos o de privilegios o de una buena vida. Si sentimos que nuestra vida no es digna, no hay modo de convencernos de que la felicidad está allí en la indignidad, tan pronto como nos persuadamos de que en lo único en lo que radica el gozo de vivir es en la decisión de disfrutarlo. En ese sitio yace lo que más nocivo encuentro de la propuesta conformista: equipara todas las posibles decisiones, las concentra en el mismo punto y las deja todas a la par, sin distinción de buenas o malas, ni de buenas o malas vidas. Decidir que se vive bien, vívase como se viva, es lo mismo que decir que hay que autoconvencernos de que no importa lo que decidamos hacer, si decimos que está bien las suficientes veces como para llegar a creerlo fervientemente.

Especialmente estas épocas escuchan mucho de esto porque cunden de buenos deseos y esperanzas renovadas (por lo menos entre los que no creen que la Tierra explotará mañana) por la satisfacción de los deseos. Estos anhelos, dicho de paso, casi siempre son económicos, y de ahí que haya tantos rituales y supersticiones con las que se afirma que el siguiente año tendrá más dinero y éxito-en-el-trabajo: como se supone que las ganas de que todo esté bien son suficientes para que lo esté, no hay por qué suponer que uno no incrementará sus riquezas, si tanto lo desea. Pero ese camino fomenta que uno no tome consciencia de sus errores y pierda la perspectiva sobre la profundidad de las consecuencias de sus acciones. En el mercado (porque por supuesto hay un mercado amplísimo para esta tendencia) se habla sin parar de prosperidad y éxito, de valores y caridad, de calidad de vida y de innumerables fórmulas que ya no nombran nada porque todas tienen un mismo cometido y están pensadas desde una misma perspectiva: crear la noción de que la buena vida la puede tener cualquiera, viva la vida que viva. El camino, entonces, es facilísimo, porque requiere únicamente admitir que uno lo quiere, y después de eso todo llegará solo. Pero la prosperidad no se puede obtener, creo que afortunadamente, en los libros de Sanborns ni en el radio matutino. No es verdad que sonreír siempre es fácil, y que “no cuesta nada”. No es verdad que la vida sea muy simple y sencilla y que los problemas sean en realidad la actitud hacia los problemas. Quien está convencido de que éste es el camino para ser feliz se pasa todo el día hablando de ello, esforzándose, repitiéndolo: tiene que callar la muy obvia sensación de infelicidad que lo llevó ahí en primer lugar. Decirle a miles de personas que abran sus corazones para la llegada de la luz al mundo y que liberen sus almas y que despejen sus mentes y que gocen su yo interior no sirve a ningún buen propósito si quien escucha tales cosas no tiene la más mínima preocupación por mejorar. Y mejorar sólo es posible si uno no está conforme, y si uno no admite que así como vive está mejor que de cualquier otro modo.

No era ayer sino mañana…

Para P., alias “Tita”, a quien nunca se lo dije.

Y para A., alias “Pancracio”, a quien se le pasará algún día.

Hoy no quiero sentirte, no quiero pensarte, ni quiero soñarte.

Es tu nombre el abismo vacío en el que cae mi esperanza, en el que pierdo el camino.

Hoy no busco quererte, no busco tocarte, ni busco besarte.

Es tu roce el anhelado tormento, el resguardo caído, el castigo perfecto.

Hoy no espero tenerte, no espero mirarte, ni espero escucharte.

Son tus palabras las flechas clavadas, de veneno cubiertas, de dolor barnizadas.

Hoy no voy a insistirte, ni voy a adorarte, mas voy a dejarte.

Aunque sea tu cariño la razón por que vivo, el codiciado tesoro que hoy encuentro perdido.

Hiro postal