Para ahorrar dinero

Hace poco escuché el mejor consejo para ahorrar dinero: “no desees”. Difícil de olvidar por su brevedad. Lo puedo escribir en la palma de mi mano. Puedo membretarlo en la esquina derecha de las hojas de mi libreta. Podría ponerlo como fondo de pantalla en mi portátil o en mi móvil. Incluso podría tatuármelo. ¿Dónde pasaría menos advertido un tatuaje que aconseje? Si lo pongo encima de mi mano, al reverso de mi palma, lo vería cada que pagara y sabría que estoy haciendo totalmente lo contrario a lo que yo mismo consideré que era un buen consejo. En el antebrazo pasaría desapercibido. Si lo pusiera en mi frente me vería como un tonto que no sabe hacer uso de su dinero. Tal vez no sea buena idea tatuármelo. Mejor hay que recordarlo. Pero no bastaría con tenerlo en mí. La brevedad, la generalidad, del consejo lo vuelve inútil. ¿Cómo podría no desear? Constantemente tengo deseo de comer. No me gusta comer cualquier cosa. No podría dejar de desear comer un platillo elaborado con más de siete ingredientes cuya elaboración y consecución sea lo que lo vuelve costoso. Después de comer durante cinco días enteros pasta con pan, sólo pasta con pan, sería inevitable el deseo de comer algo más. Además de que quizá me haría daño comer sólo esas dos cosas, lo que me llevaría inevitablemente a desear no enfermarme o, ya enfermo, a desear estar sano. Esto sólo con respecto a la comida. Podría evitar caer en la tentación de gastar si me encierro en mi casa el mayor tiempo posible. Así no vería tiendas o puestos que, mediante el recuerdo, reavivaran mis deseos de intercambiar mi dinero por algún alimento, objeto o servicio. Pero esta estratagema tiene una seria limitación: mi capacidad para recordar. Constantemente voy a recordar que hay alimentos, objetos o lugares que disfruté gracias a que hice uso del dinero. Tal vez pudiera resistirme a estos recuerdos, si es que podemos evitar recordar. Lo que me sería más difícil sería evitar que alguien me recordara todo esto; a menos que fuera una horrenda persona, alguien se preocuparía por mi régimen de ascético ahorro. Me sería imposible no desear compartir una comida con un amigo. Del mismo modo como él me ayudó a no convertirme en un ser antisocial por tener más monedas, si él tuviera un problema me gustaría ayudarlo, siquiera escuchándolo. Para ello mínimo tendría que salir o tener un espacio propio (en la medida en la que el lugar donde duermo es mío). También tendría que usar ropa y calzado. A lo mejor me gustaría invitarle algo de comer y beber (si su problema es muy grave podría invitarle algo más costoso que un vaso de agua para tranquilizarlo). Creo que no soportaría tomar el consejo totalmente, sin darle alguna clase de interpretación. Tal vez lo mejor sería hacer caso de la explicación que del recién reflexionado consejo hizo a la persona que estaba escuchando: “es decir, no gastes a lo idiota, no seas tan vanidoso.”

Yaddir

La voz parca

La voz parca

¿No es también desconfianza en la palabra el no examinarse? ¿Por qué la segunda navegación socrática no era empresa reconciliable con el intelecto de Anaxágoras? ¿Es bello el ordenamiento del cosmos o también puede lo bello inundar la percepción de lo humano? Quisiera detenerme ahí, pues sería demasiada presunción en mi caso creer que lo bello es algo seguro. Creo más bien que el deseo de lo seguro produce ingratitud, se alimenta de la ceguera ante la imposibilidad de que el alma exista en su insondable actividad, de que ame. Negación del alma, no sólo de las tipologías sentimentales, que esas también nos aseguran el color público de las inclinaciones, es el apelmazamiento del deseo ante la gracia inaudita de la vida, de nuestra vida como animales que hablan deseando. Rousseau se imaginaba el surgimiento de las tosquedades del lenguaje por la punzada de la pasión que se revela enardecida en una interjección. Pero, además de la pasión, que para el solitario contemplador termina siendo algo que debe vincularse a la dulzura de la existencia individual, emanada al fin de la fuente natural, ¿no es verdad que las actividades solitarias pueden hallar un calor distinto al de la balsa en medio del río? La imagen de la balsa nos mantiene en el círculo de las navegaciones.

Si es verdad que el calor no proviene de uno mismo, que ni la inteligencia se reduce al talento para algo, a menos que mantengamos al alma alimentada por un solo canal, ¿por qué ocurre que preferimos la ceguera, el sabor de la sangre que derraman las cuencas oculares, como si redujera uno la vida a lo que cree saber, y que uno adereza con su imagen de la fatalidad? Entra uno al yermo, donde el alma apenas puede irrigarse, pero ya no está la palabra ajena. El alma solitaria que no mira el amor sólo resiente su sed. Pero no es el mundo el yermo, es la propia sangre. Apenas mira sus propias palpitaciones, apenas recuerda que es alma. En el mito de Hesíodo, la raza de hierro fenecería al mismo tiempo que lo aidos desapareciera de este mundo. El alma que se vuelve sólo a la elucubración sobre el origen del placer olvida aquello que permite el goce, aquello que hace que le placer exista como humano. ¿No es otra vez el mismo círculo que teje la palabra en uno mismo?

¿Es la intervención de la palabra en el examen propio el origen del engaño? Ni siquiera el estilo de Musil renunció a la seducción por hablar de las profundidades de lo más cercano y lejano. El problema de la moral revela una cara más difícil: el deseo de examinarse no es un anhelo de propiedad, sino un deseo de lo que no muere. La desvergüenza se da ante lo que denigra al amor; y uno no puede denigrar a Eros sin haber cedido al examen de sí. El silencio elegido atrofia la voz. Uno no puede producir lo bello: lo que sí puede permear es la vulgaridad. El silencio ante uno mismo, la momificación del deseo, la curva lenta de la esclavitud. Los ojos pesan, como en un parpadeo remoto, cansado. Entre las sombras, resuena el eco de la imagen propia, y las horas propias naufragan ante la perplejidad de la falta de valor.

 

Tacitus

Visitas

Sé que no lo soñé, y sin embargo me sigue pareciendo tan irreal como si hubiera sido un invento de los caprichos de mi imaginación.

Poco tiempo hacía que había vuelto a mi cama después de complacer las necesidades de la naturaleza. La lluvia en el exterior hacía de la noche una delicia para cualquiera y un tierno arrullo para el cansado.

Debo admitir que me encontraba haciendo las paces con Morfeo mientras retorcía mi cuerpo sobre el desgastado colchón, cuando, muy a lo lejos, tenía encendida a modo muy tenue y tibio, el ardiente deseo que vinieras a buscarme, a buscar calor bajo mis sábanas y encontrar cariño en mis brazos. Sin embargo, al carecer de un genuino don de telepatía, esos deseos debían, como todas las noches, ser ahogados por la pesadumbre de los mundos oníricos que visito por necesidad.

Faltaba mucho para perder la consciencia, es por eso que aseguro que no fue un quehacer de mi imaginación, el que la puerta de mi habitación se abriera de repente con demasiado cuidado, como quien busca entumecer el ruido y no despertar al resto de los habitantes de la casa, como lo haría un ladrón o un amante temerario. Fue esta delicadeza la que me llamó la atención más que el hecho tan inusual en una noche de sábado. Como es natural, esperaba ver tu rostro, a penas iluminado por la luna, cubierto entre tinieblas y frío sonriendo con una mueca de complicidad y deseo.

En cuanto se hubo abierto, no encontre otra cosa que silencio y soledad, no fue un susto lo que terminó ahuyentando por el resto de la noche mi posibilidad de descanso, sino la decepción de saber que no eras tú quien vino a visitarme. Una vez que el escalofrío pasó, me encogí de hombros, me levanté de mi cama a cerrar la puerta de mi habitación y regresé a esperar, que la próxima vez que se abriera, fueras tú quien endulzara mi noche.

Lectura del deseo

 

Lectura del deseo

 

 

hacer de un alma un cuerpo,

hacer de un cuerpo un alma,

hacer un tú de una presencia.

 

Inmaculada o los placeres de la inocencia cumple 30 años. Lo sencillo es decir que se trata de una novela erótica de Juan García Ponce. Pero una afirmación así se nota simplona a primera vista: ¿qué novela de García Ponce no es erótica? O mejor: ¿qué es lo erótico en la obra de García Ponce? Pero no es momento de ofrecer una visión panorámica del erotismo del autor; si acaso tal visión es posible. Además, las elaboraciones eruditas sobre lo erótico no necesariamente muestran el erotismo específico de la obra literaria, mucho menos el de una novela como Inmaculada. Creo, más bien, que ha de hablarse de Los placeres de la inocencia desde la propia experiencia de la lectura, intentando mostrar lo que el autor permite experimentar al lector a través de las páginas; incluso si lo permitido es una reflexión erótica. Permítaseme intentarlo.

         Antes de reflexionar sobre la experiencia de la lectura de Inmaculada o los placeres de la inocencia quisiera señalar lo intempestivo de la obra. En nuestros días inflamados de corrección política y en los que se va consolidando una dictadura moral, la novela no podría ser publicada. Treinta años después de la publicación de Inmaculada, la ranciedad moral censuraría la obra desde el primer hasta el último capítulo. ¿Qué buena conciencia no se perturba con una escena paidolésbica? ¿Qué hombre de moralidad intachable resiste leer con tanto detalle tantas escenas orgiásticas? ¿Cómo evitar que la falsa altura moral de la corrección política entorpezca nuestra lectura de la obra? Tras treinta años en que, dice la propaganda progresista, la revolución sexual nos ha hecho más libres, quizá los lectores están peor dispuestos a leer una novela erótica. Treinta años de buenas conciencias también han cultivado más hipocresía. Y la novela de García Ponce nos lo permite ver. Es más, aventuro mi tesis: Inmaculada o los placeres de la inocencia está escrita de tal modo que el lector puede reconocer su propia incapacidad para el juicio moral sobre el deseo. Permítaseme mostrarlo.

         Comencemos por el título. Inmaculada no sólo es un calificativo central en una tradición moral, también es el nombre de la protagonista de la novela, la primera y la última palabra de la misma. En tanto calificativo, el lector ha de reflexionar qué podría significar su pertinencia. ¿En verdad un moralista puede creer que algo es susceptible de la calificación “inmaculada”? ¿No es precisamente el moralista quien de antemano niega la posibilidad de calificar a alguien de “inmaculada”? Para que el moralista sostenga su pretendida altura moral, los enjuiciados no han de ser nunca libres de manchas. Para que haya moral, lo inmaculado debe ser imposible. —“Por eso es milagro”, me objetaría un moralista cristiano. “Tú no entiendes los milagros”, le contestaría y cambiaría de tema—. De hecho, el autor nos permite ver a lo largo de la obra el fundamento de nuestro juicio moral. Inmaculada o los placeres de la inocencia permite al lector juzgar su propio juicio moral, reconocer las anticipaciones del juicio y examinar las bases de las mismas. Por decirlo de un modo suficientemente inexacto: el lector de Inmaculada va descubriendo en cada página sus propias máculas.

         La segunda parte del título no deja de ser inocentemente juguetona. Los placeres de la inocencia suena inminentemente a pornografía, o bien incontinentemente a Sade. Nuevamente, el comprometido aquí es el lector. ¿Qué tipo de juicio moral supone el lector de libros pornográficos? ¿No es el libertino (véase la explicación de la historia del término al inicio de La llama doble de Octavio Paz) quien cree tener una cierta altura moral para poder disfrutar desprejuiciadamente a Sade? El libertino, igual al moralista, supone conocerse más profundamente que los demás, y funda en dicho supuesto la posibilidad de su aserto. Así como el moralista cristiano no entiende de milagros, el libertino no puede captar los placeres, pues es bastante inocente —inocente en la acepción más insultante del término. La novela permitirá al lector reconocer su propia disposición a los placeres, distinguir que su incomprensión de la inocencia exhibe la inexperiencia del placer.

         No está de más atender a la disyunción del propio título. ¿La disyunción pone en oposición a lo inmaculado y lo inocente? ¿O bien la disyunción anuncia la reunión de lo inocente y lo carente de mácula en el placer? A mi juicio, además de referir al clásico teatro moralista, el título con disyuntiva muestra la condición necesaria para el juicio de la acción: el moralista no tiene que elegir sobre su juicio; quien piensa la acción sabe que juzgar siempre es disyuntivo. De modo tal que, por la disyunción, la guía para entender Inmaculada o los placeres de la inocencia es la protagonista. ¿Quién es Inmaculada?

         Inmaculada es la protagonista de la novela. Y la afirmación lleva mucho de falsedad. Inmaculada protagoniza no tanto por lo que hace, sino por lo que se deja hacer. A excepción de sus huidas, todo lo que le pasa a la protagonista exalta su pasividad. La novela nos narra lo que pasa Inmaculada y en la narración nos hace imperativo preguntar quién es ella, por qué le pasa lo narrado, si los sucesos son evitables o consecuencias… Inmaculada es el espejo del que juzga las acciones. Por lo que hace Inmaculada uno se conoce a sí mismo. Por lo que sabe Inmaculada, uno… no, uno no necesariamente sabe de sí mismo.

         En medio de las peripecias, ante la casi desesperante pasividad de Inmaculada, cuando el lector no sabe si hay límite alguno a lo que ella se deja hacer, a lo que la creatividad produzca como camino de placer, a la imaginación sexual, ella sólo mantiene una claridad: desea, y su deseo siempre es una determinación ajena. Inmaculada vive deseando que otro paute su deseo, le dé sentido, lo ordene. Para Inmaculada el deseo es el motor de su vida en lo azaroso de la existencia. Sin embargo, es un motor carente de fin. No desea poseer, sino ser poseída. No desea hacer, sino ser hecha. No desea descubrir, sino ser descubierta. El deseo como motor de la vida no es la persistencia en el propio ser, sino la entrega total a otro que nos haga ser en plenitud. El deseo, para Inmaculada, siempre es ser el deseo de otro.

         ¿Qué hace el lector ante el deseo de despersonalización de Inmaculada? Aquí entra la genialidad insuperable de Juan García Ponce. Cualquier escritor sectario tomaría posición sobre la despersonalización; alguno juzgará enajenación, otro una perversión, uno más una violación de la dignidad de la persona… no García Ponce, pues él produce una obra que hace del lector el determinante paulatino de cada deseo de Inmaculada. Por su modo de narrar, el autor logra que el lector vaya avanzando los capítulos sorprendiéndose siempre de la ordinariez de su juicio moral. Uno descubre a cada instante que lo considerado imposible o inaceptable torna, casi naturalmente, posible, aceptable, necesario… quizá bueno. Uno se descubre señalando moralmente la falta, pero deseando inmoralmente su cumplimiento. Juan García Ponce logra que el lector contraríe en sí mismo su juicio moral y su deseo inmoral.

         Sin embargo, ahí no acaba la excelencia de Inmaculada o los placeres de la inocencia. Una vez que el lector se da cuenta del efecto contrariante de la producción garciaponceana, el autor nos introduce en una experiencia más complicada. El lector se descubre cómplice de quienes hacen a Inmaculada, pero en el descubrimiento también se reconoce testigo, interesado en lo que le hacen a Inmaculada. Y en la medida en que el reconocimiento propicia la reflexión, uno no puede evitar preguntarse por qué le interesan todos esos detalles de la explosión sexual de Inmaculada, por qué está dispuesto a testimoniarlos, por qué se mantiene tan atento a lo que afirma indignante. A través de cambios en la narración de la obra, el autor nos va haciendo lo mismo simples espectadores de la orgía, que voyeristas esforzados en el escrutinio de cada hecho, o estetas comprometidos con el prodigio de la sensualidad del arte, hasta hacernos personificar a aquel que paga a Inmaculada para enterarse a detalle de sus experiencias sexuales. A través de ello, insisto, García Ponce hace del lector un cómplice del desenfreno, un cuestionador de la moral, un inspector de la hipocresía, un secuaz de los deseos, un desconocido de sí mismo.

         Y cuando la novela hace del lector un desconocido, cuando el lector no encuentra base firme para su juicio moral, el lector se descubre deseando la determinación de su deseo. ¿El lector podría entregarse tan planamente a otro? ¿El lector descubre tan vivamente sus deseos como para identificar el camino de la entrega? En los mejores casos, parece, Inmaculada o los placeres de la inocencia produce lectores inmaculados que pueden recorrer las excitaciones del libro inocentemente. Y aquí, nuevamente, nos sorprende el autor. ¿O no es raro, lector, que para ese momento las escenas de un psiquiátrico sean tan semejantes a las escenas de la vida corriente? La inocencia es un placer maniático. Pero en Juan García Ponce la manía de eros no es daimónica.

         La novela termina en una escena que podría parecer indigna tras la explosividad sexual de todas las páginas anteriores. Sin embargo, el final casi rosa de Inmaculada o los placeres de la inocencia debe leerse desde la inocencia placentera de saberse inmaculado. La clave, obviamente, proviene de la irónica sonrisa de un psiquiatra, quien testimonia la determinación de los deseos humanos como la búsqueda de un final feliz. ¿O no aspiran todos a conocer sus deseos a tal grado que al final de su vida puedan decirse felices? ¿No aspira la mayoría a conocer sus deseos de modo tal que pueda administrar la entrega? ¿No es la moral, finalmente, la que despersonaliza los deseos? La novela de Juan García Ponce nos permite reconocer los autoengaños tras esa aspiración. El genuino placer de la inocencia radica en saber que no se sabe.

 

Námaste Heptákis

 

 

Escenas del terruño. 1. Recordé la sentencia de Tiresias, «terrible es el saber», al leer: «Fui una de las últimas personas que lo vio con vida. «Todavía está respirando», me dijo uno de los curiosos. Me acerqué a él, y aún no descubro para qué». 2. 83 años después identificaron el cadáver de su madre. Ella acudió a su ejecución con una sonaja de su niño de 9 meses. La ejecutaron los fascistas en la guerra civil española. Aquí la nota con el huérfano de 83 años y su hermana mayor de 94. Conmovedor. 3. No me explicaba el encono de la dramaturga contra el Colegio Nacional. «Quizá no le gustó alguna crítica de Christopher», pensé. «O realmente es muy feminista», supuse. «O quiere formar parte del CN», especulé. Cuando hace unas semanas intentó hacer pasar por suya una anécdota ajena me dije: «seguro sólo son cuestiones personales». Pero cuando insistió en que Enrique Krauze se estaba plagiando a sí mismo no pude más que suponer que algo estaba mal. ¡Ahora todo es claro! Sabina Berman a la 4T.

Coletilla. «Leer es el hermoso diálogo de siglos que no dependen del tiempo». Jorge F. Hernández

Ensayarse

Ensayarse

Si comprender la naturaleza fuera cosa sencilla, todos tendríamos iluminación plena para reconocer nuestra propia humanidad. La experiencia nos hace ver que eso no puede ser sólo cuestión abstracta, que el reconocimiento natural de la idea tiene siempre mucho qué decirnos, además de otorgarnos lo común para el sentido, que el erotismo es rasgo inequívoco de la metafísica. Tal vez por eso la palabra “platónico” haya terminado en sombra de lo ideal, que para nosotros los inexpertos es lo mismo a lo imposible. ¿Qué hay sujeto a reglas estrictas en nuestro descubrimiento? Preguntar esto no me hace un escéptico de lo universal: no toda posibilidad de pensarme como ente incompleto me revela también como sujeto de juicios atómicos. No sé todavía cómo definir el erotismo. El enigma no se aclara con mucha experiencia de encuentros deseados. A veces uno no sabe qué es el otro sin ver en uno mismo, y el misterio de uno mismo nos mantiene unidos a esa cosa deslumbrante que es el deseo. No siempre ha de ser de un fulgor apabullante para ser perceptible; no siempre ese ardor de las alas es un termómetro movido por los cuerpos. La experiencia me dice que incluso para lo bello se requiere ver que la naturaleza no es sólo vanidad o mera exaltación. Si lo bello es deseable, lo es por ser inteligible, aunque eso también implique una soledad inabarcable que no estemos dispuestos a contemplar. Sólo nuestra naturaleza puede trazar la línea que divide la ignorancia del autoengaño.

 

Tacitus

Recuerdo de la luz

Recuerdo de la luz

La ignorancia tiene un vínculo sanguíneo con la displicencia. La displicencia en el intento por conocerse un poco elude el diálogo del alma consigo misma, para sustituirlo por algo mucho más cómodo, pero, en realidad, mucho menos placentero: los enunciados trillados. La mímesis es una actividad natural, tan natural que nadie nos enseña a hacerla: crecemos echando raíces a partir de las imitaciones simples. Uno puede hacer malabares fraudulentos con esa capacidad al darse licencias en lo que se dice uno para maquillar sus pensamientos. Pero no podemos olvidar que el animal racional puede imitar porque el deseo y la voluntad van cobrando visibilidad a través de la imitación misma. El nihilismo, por eso, no es sólo un dilema teórico, académico o moral: está en el modo en que nos encontramos viviendo y pensando, en el modo en que uno se halla en la nada, en el humo. Mejor es preguntarse ¿qué es la sabiduría? La interrogante no es un antídoto o una alternativa práctica universal, una guía de salvación, sino el único camino posible para allanar la dificultad de no desesperar por falta de vigor. ¿Eros o voluntad de poder? La voluntad de poder no requiere sabiduría, sino, quizás, clarividencia histórica a través del acto poético. Eros parecería inmoral siempre que no veamos que la sabiduría sería imposible si no estuviera posibilitada por la unión de deseo y razón.

La sabiduría teorética, decimos, sólo será posible una vez consumado el proyecto en el que la ciencia se halla inmersa; el problema es que, en algún sentido, esa afirmación requiere de cierta seguridad sobre la inevitable relación entre lo sabio y lo inacabado. ¿Quién posee la sabiduría de las tantas especialidades y avances? La diferencia entre saber teórico y práctico va hacia el mismo abismo: el saber no puede ser absoluto, o no sería saber. ¿Cómo entender la práctica de muerte si sólo pensáramos en la ansiedad de consumir un proyecto inacabable por definición? ¿Cómo pensar el diálogo con la historia bajo la imperiosa necesidad de abarcarlo todo? No alcanzo a notar si es coincidencia, pero es el mismo tratado aristotélico en el que la mímesis muestra la posibilidad de las artes reproductivas y en el que se revela el carácter filosófico de la poesía en relación con la historia. El animal con logos reproduce situaciones y arquetipos en las que el alma siente y piensa un fragmento unificado de la experiencia práctica, con todo lo que ella implica. ¿Será esa la fuente de la cercanía con la filosofía?

La maestría en reproducir no debe entenderse, como ha enseñado el platonismo de escuela, como oficio para la copia. Para que la poesía sea mímesis no sólo requiere de la evocación de una acción, sino de la situación bajo la que ella misma se da a pensar y sentir. Lo trágico no es, por ello, un sello de estructura dramática, sino un nombre que apela a la manera en que la acción trágica misma se revela para quien la intenta contemplar: lo trágico mismo es lo importante. ¿No había algo de saber trágico en el decir que sólo se aprende con el sufrimiento o el padecimiento, algo que, por supuesto, difícilmente podría compartirse con la férrea conciencia positivista de la historia humana? Algo se vislumbra sobre el todo sin ser absoluto, sin requerir de una visión multitudinaria de la cultura o la naturaleza entendida a partir del concepto de ley.

Sería fútil toda reflexión que soslayara el problema diciendo que puede haber distintas sabidurías o una sabiduría que se nutriera de lo que todos dicen saber. ¿No es necesario para indagar en la vida el preguntarse por la causa de los actos? Hay que correr a las muletillas para responder, pidiendo un poco de aire: la palabra naturaleza humana lo engloba todo. Pero ¿cómo hablar de naturaleza humana sin algo que se note como regular, como medianamente inteligible? Evidentemente, esta pregunta está lejos de definir al hombre a partir de una posible ley. Es falso aquello de que las ideas son lo cognoscible: la idea de Bien permite ver, mas no es vista. Nuestros propios actos, en ese sentido, no se explican si la razón no los examina, por supuesto. Sócrates mostraba que era una imbecilidad explicar cualquier acto a partir de las razones más evidentes, como la posibilidad de moverse porque los músculos se contraen o porque los huesos están en su lugar. Lo que hace a los actos y lo que contemplamos en ellos, lo que permite revelar nuestra ignorancia, es aquello que los gobierna: la inteligencia del deseo. Debería ser fácil notar que el objeto material que parecemos perseguir nunca es la razón última, porque nunca perseguimos la materia.

 

Tacitus

Evocación

Evocación

La intimidad radical no es la soledad más profunda, sino la entrega total. No la entrega a una causa: las ideologías sirven muy bien para mantener intenciones de actividad, interpretaciones del mundo que satisfagan los planes y opiniones que nos atrevemos a manifestar; tampoco el abrazo del andrógino que cura la sed mítica de unidad. Lo íntimo se difumina en las flaquezas para la entrega. Quizá la intimidad amistosa sirva para alentar la lengua de fuego que hay en el alma: los abrazos amistosos nos revelan en la sinceridad el secreto de lo reconfortante, que no puede ser el polo opuesto de la recriminación, sino su acompañante. La intimidad parece soledad porque no sabemos hablar, porque el órgano distintivo del hombre es el que más amor requiere para su uso pleno. La reclusión no produce la ausencia del género humano, porque basta abrir la ventana para difuminar esa ilusión que nos imponemos para la tranquilidad. Uno piensa con facilidad que en la intimidad amistosa confesamos nuestros motivos más ocultos, nuestra profesión de fe última y fundamental. La intimidad sería, en ese caso, el pasaje estrecho y secreto que sólo abrimos cuando lo sentimos propicio. ¿Qué pasaría si en verdad el mundo está abierto ante nosotros sólo por algo que permanece impenetrable en su presencia? Lo que aparece comúnmente como apertura máxima revela su limitación profunda: calla ante lo más importante. Ante la intimidad sucede casi siempre la inmadurez asentada en nuestro corazón. No hay intimidad, a fin de cuentas, sin deseo. No hay intimidad sin razón que nos permita intimar en el deseo común. Pudiera ser plausible que la intimidad se muestre complicada no sólo porque el mundo y la costumbre lo impiden, sino porque intimar es imposible sin ese deseo. La inteligencia de la entrega consiste en el descubrimiento de lo deseable. El roce de la intimidad nos procura la certeza de la mano ajena, una mano que se extiende como palabra, que roza el aire como una gota de agua cruza el desierto de la mirada.

 

Tacitus