Su risa rodeaba toda la sala. Todas las personas reunidas ahí eran contagiadas con su creciente alegría. Hacía trampas en las cartas que le eran perdonadas por su chispeante carácter. Nadie quería protestar, ni lo hubieran hecho aunque estuvieran apostando, pues preferían la felicidad contagiada, el grupal momento de gozo, que una solitaria victoria. Si alguna persona adicta a la tristeza la hubiera visto en ese breve lapso de tiempo que ocupó un cuarto de día, habría pensado que se trataba de una mujer que nunca, por algún afán misterioso y desconocido, conoció pena alguna, que su vida no estaba agrietada por ningún rencor, que tenía todo resuelto: amor, familia y dinero; quizá en el mejor de los casos habría pensado que se trataba de una loca, ajena completamente a la realidad. Pero no era así; ella, que tan fuertemente empujaba a sus acompañantes a la risa más pura, sentía una pena que casi la ahogaba. ¿Cómo podía manifestar tanta alegría y a la vez sentir que estaba cerca la pérdida de una persona amada? Quizá se debía a una extraña combinación entre un carácter fortísimo y un carisma que, cual incesante cascada, nunca terminaba de impactar.
Ya tenía su plan: cinco días en Tampico y de ahí a Querétaro. Vería a su hermano en el hospital, procuraría estar con él durante todo el fin de semana. Quería hablarle, recordarle que pese a su actual estado tenía familia que aún contaba con él. Quería regalarle un poco de su risa, de la felicidad con la que él siempre riñó pero sin la cual no habría podido soportar tanto. Pero un paro cardiaco rompió el plan. Parecía que sólo quedaba esperar. Aunque ella no podía esperar. Tenía que interrumpir sus vacaciones apenas iniciadas para ayudar con algo, no sabía con qué, “ya estando allá sabré qué hacer”, les decía a sus familiares en Tampico y en la capital. Sin miedo alguno recorrió las oscuras carreteras en medio de la noche; sólo podía pensar en llegar, no en las historias de crimen organizado con las que muchos en Tamaulipas llenaban sus tardes de sobremesa. Dormitando incómodamente sólo quería soñar que llegaba y hablaba con su hermano siquiera una última vez. Lo haría, hablaría con él siquiera un momento. Al fin, cuando apenas se estaba asomando el sol, llegó a la terminal de autobuses.
“Tía”, escuchó que le decían a lo lejos con voz apresurada. El sobrino la vio, habló con su hermana que los estaba esperando, y no dijo lo que no quería, pero que necesitaba decir. Ella, la sobrina, tampoco se lo dijo, pues necesitaba que su tía lo viera. Siempre fue muy buena haciendo deducciones, pero no pudo deducir lo que se estaban callando los dos sobrinos; sus gestos hablaban, la incertidumbre de sus rostros, el llanto que había enrojecido el contorno de los ojos de su sobrina, pero la tía, la hermana, no podía deducirlo. Tampoco pudo advertirlo cuando le preguntó a su sobrina “¿qué pasó?” y ella le respondió “ya lo verás tía; tienes que verlo por ti misma”. Para olvidar momentáneamente el objeto de sus intuiciones, les pregunto a sus familiares si ya habían comido, que si querían algo aunque fuera para entretener el estómago. Pero ellos dijeron casi al unísono, aunque con voz queda “no tenemos hambre”. Sólo quedaba llegar. A medio camino, cuando el taxista se iba alejando del hospital para ir a la iglesia, supo que casi había llegado.
Yaddir
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