Era media noche. Carlos tenía sed. Tal vez se debía al calor nocturno casi sofocante. Usualmente dormía arropado de una sábana. Esa noche se le hizo demasiado incómoda. Bajó a su cocina, abrió la puerta al lado de la estufa y tomó un vaso con flores pintadas. El resplandor de la casa de enfrente, hizo que no fuera necesario prender la luz. Sólo la cocina estaba débilmente iluminada. El resto de la casa permanecía a oscuras. A lo lejos la lumbre de las veladoras inútilmente resistían. El hollín cubría el fuego. Justo cuando Carlos terminaba de beber su vaso, escuchó crujir el papel picado. ¿Se habrá caído algo? ¿Camila habrá vuelto a caminar sobre ella? Se acercó a la ofrenda y todo parecía en orden. Ninguna guayaba, Larín o Carta Blanca estaba fuera de su lugar. Las flores de cempasúchil todavía cubrían las espaldas de los marcos fotográficos. Ahí seguía Goliat, el perro de la familia atropellado la semana pasada. Su pérdida fue dolorosísima por inesperada. Junto a él, la vecina, casi sanguínea, retratada en la Sinfonía del Mar de Acapulco. Al morir, la familia perdió a una comadre, una amiga y hasta una niñera leal. De lado derecho estaba el tío Juan. Carlos levantó la fotografía y sonrió amargamente. Nadie en su familia conoció a su tío como él, lo cual no es decir mucho. Su tío siempre fue muy reservado; a la familia le parecía retraído. En desayunos familiares hablaba poco, en las fiestas lo hacía por ratos y por grupos. Nunca destacó ni despertó carcajadas. Inspiraba respeto pero no cariño. Las conversaciones más recurrentes las tuvo con Carlos cuando era niño. Al acercarse a los diez, se fue enfriando su comunicación. A los once no volvieron a platicar.
Carlos dejó la fotografía en su lugar y dio media vuelta. Subió un escalón, luego otro, dos más, y volvió a escuchar un ruido tenue en la ofrenda. Creyó que era nuevamente su imaginación, así que reanudó su camino. A dos escalones de llegar al primer piso, no pudo ignorar la caída de las guayabas y cañas al suelo. Ahora sí, eso no pudo haberlo imaginado. Bajó presurosamente y regresó a la ofrenda. Revisó a los costados, volteó a los lados: no había nadie. Recogió las frutas y las volvió a colocar en la ofrenda. Dispuesto a dormir, a mitad de los escalones, escuchó que el jarrito se rompía. Corrió hacia la ofrenda cuidando no caerse, y en efecto los restos de barro estaban en el suelo. Carlos trató de encender la luz, pero no pasó nada. «Debe haberse ido la luz», pensó, «hay que recoger este desmadre o me echarán la culpa». Al ir por la escoba y recogedor, otra vez oyó que el papel picado crujía.
—¡Camila! ¡Camila! ¿Dónde estás?— decía lo más quedito posible, acechando al felino a través de la planta baja de la casa— Ven, Camila, Camila; ven, Camila, Camila.
Sin tener éxito en su búsqueda, se propuso nuevamente barrer. No pudo deshacerse de su perplejidad. Con escoba y recogedor, juntó los restos del jarrito, los cuales después desahogó en el bote de basura. Todavía con dudas, pero decidiendo enterrarlas, se dirigió a su cuarto y al pisar el último escalón escuchó que el otro jarrito se rompía. «Ya basta. Es el colmo que se rompa el otro. Maldita gata, la voy a dejar afuera». Bajó de nuevo y, para su sorpresa, no había ningún resplandor que entrara a la cocina ni veladoras encendidas. Ahora se encontraba completamente a oscuras. Al menos alcanzó a distinguir que algo se escondió debajo de la ofrenda; el último de los fulgores fue el movimiento del mantel. Se lanzó hacia abajo, intentó asomarse… y nada. Enojado, sumamente frustrado, se levantó. Al voltear, lo colorado de su rostro perdió fuerza. Brutalmente empalideció al ver el rostro famélico de su tío, reseco, con las cuencas del cráneo acentuadas. Su piel apenas tenía color.
—Déjame ayudarte, sobrino.
II
—¿Dónde está Juan? ¿Saben algo de él?— lanzó la pregunta Esteban en la cena de Nochebuena.
—Nada, cabrón. Desde que todos salimos de Chilpancingo, hemos ido perdiendo comunicación. En los primeros meses, cuando menos hablaba con él una vez por semana. Desde hace un año no le he llamado— respondió su hermano.
—La última vez que hablé con Juanito fue hace tres meses. Nuestra llamada fue muy breve. Me dijo que cambiaría de teléfono y me llamaría para pasarme su nuevo número. Intenté contactarlo al número viejito, por lo de Navidad, pero me decía que ya no existe.
—Ay, Estela, ¿mínimo te dijo dónde vivía? Desde que vendimos la casa de papá y mamá, ni nos enteramos dónde se mudó. Ahora sin su teléfono, estará bien cabrón encontrarlo. Ni para llamarle a su esposa o hijos. No hay nadie más huraño que Juan.
—No hay que preocuparse, Esteban, sabes cómo es Juanito. Él nos buscará. Así pasa siempre. Además, quién sabe, tal vez para Reyes nos sorprende trayendo a una novia al D.F. Hay que esperar y dejarlo.
Tres días antes, Juan cabeceaba en su sillón. Trabajar mucho en el almacén lo dejaba exhausto. Sin embargo su única recompensa era llegar a su apacible y frío departamento.