Recuerdos del día del padre

Recordó la anécdota que años atrás le había hecho reír tanto: “un hombre en el subterráneo miraba tranquilamente su celular cuando se percató que una señora lo observaba desde hacía diez minutos. Volvió a sus tecleos cuando ella lo interrumpió: ‘disculpa: ¿eres el hijo de Juan Carlos?’ a lo que él contestó, tras cavilar brevemente: ‘no. Que yo sepa’ y la señora lo miró con tal desconcierto que se disipó hasta que ella descendió”. Recordó que justo el día del padre su mejor amigo, que tampoco vivía con su padre, le regaló un libro sobre la muerte del padre del escritor. Recordó que sus amigos cercanos, la mayoría de personas que frecuentaba y, buena parte de sus familiares, habían crecido sin un padre o con una presencia paterna ahuecada, coloreada por los deseos que hacían crecer las películas y series norteamericanas. Recordó la triste anécdota que Nacho Vegas canta sobre su padre. Recordó que las películas mexicanas más famosas de su juventud (Amores perros y Roma) mostraban la ausencia de los padres de una manera tan normal que eso, en ninguno de los filmes, era el tema central. Recordó que el padre de su novia la había negado más veces de las que sería posible negar a alguien existente. Recordó cada una de esas sensaciones concentradas hasta que le fue imposible olvidar que él sería padre.

Yaddir

Hoy tengo que decirte, ¿papá?

Un día, hace no mucho, me encontré con que Teenage Problems era uno de los temas del momento –o trending topics, como suele llamárseles– en Twitter, por medio de una amiga que escribió el siguiente tweet: “Teenage Problems… ñamm ñam… ¿No saber que/quien carajos son?… No se preocupen creces y sigues sin saberlo… [sic]”. Al terminar de leerlo, no pude hacer otra cosa más que reírme para mis adentros pues, en mi opinión, ella decía una gran verdad. No podría asegurar si todos, pero sí creo que la mayoría nos hemos hecho esa pregunta en algún momento y no sólo una vez, sino ya en un par –o una centena– de ocasiones.

La primera vez que yo me hice esta pregunta fue a la edad de once años y, en sentido estricto, apenas comenzaba a ser una adolescente. Si bien es cierto que en esa etapa de la vida te surgen todo tipo de preguntas respecto de casi cualquier cosa que te sucede, dudo mucho que mis coetáneos –de ese tiempo, claro está– también estuvieran preguntándose quiénes eran o que iría a ser de ellos. Y sin embargo, ahí andaba yo atormentándome día y noche con esa pregunta infernal. Pero ¡por favor!, ¿qué motivos podría tener una escuincla para hacerse esa clase de preguntas con sus escasos once años? En realidad, sólo tenía un motivo: yo nunca tuve un papá. ¿Y qué tiene que ver Chana con Juana? Un ejemplo que, me parece, ilustra bien lo que quiero decir es la mitología griega donde, al momento en que alguien era interrogado con un ¿quién eres tú?, respondía diciendo su nombre y de quién era hijo.

Por supuesto que a esa edad yo no contaba con este ejemplo, pero desde muy pequeña noté que no tener un padre me distinguía de mis demás compañeros. Ellos cumplían todavía con los estándares de la familia tradicional: la mamá, el papá, los hermanitos y hasta la mascota. En cambio, yo era la hija de una madre soltera y aquello, aún en ese entonces, no estaba para nada bien visto; a ojos de algunos, yo era la hija de nadie. Sí, es cierto que luego mi mamá se casó y mi familia tuvo como nuevos integrantes a mi padrastro y, con el tiempo, a mis medios hermanos –olvidémonos de la mascota–, pero en realidad no era lo mismo. Los papás de mis amigas las llenaban de amor, mientras que mi padrastro sólo me llenaba de insultos, así que seguía siendo la hija de nadie. No obstante, en esa época no me acongojaba no saber quién era mi padre o quién era yo, sino no tener uno para que me quisiera como sucedía con mis amigas y sus padres.

El asunto cambió para cuando cumplí los once años y supongo que fue por la etapa que empezaba a vivir, pues es en la adolescencia cuando uno comienza a buscar una identidad para sí. Por ese entonces, mi mamá decidió separarse de su marido y nos fuimos a vivir a casa de mis abuelos donde nos convertimos en los nuevos integrantes de la familia ya conformada por ellos y sus hijos solteros. Podría decirse que, en ese momento, mis hermanos y yo estábamos en igualdad de condiciones: todos sin un padre. No obstante, en el fondo yo sabía que nuestro caso era diferente: ellos sabían quién era su papá, siempre podían volver a verlo aunque ya no vivieran juntos y aquél, a su modo, les demostraba el cariño que les tenía; en cambio, yo del mío no sabía nada más que su nombre, para mí él era un hombre sin rostro, ya no hablemos del cariño que pudiera prodigarme.

Claro, no falta quien diga que no es necesario tener un padre, sino que basta con que se tenga una figura paterna. En realidad, concuerdo con ellos. Con el tiempo, uno se da cuenta de que tener un padre no te hace menos, ni mejor ni peor persona. No obstante, tampoco es lo mismo y eso que yo tuve dos figuras paternas: mi abuelo y mi tío, y no lo es porque, por ejemplo, ellos no se comportaban conmigo como veía que lo hacían los otros padres con sus hijos, aunque llevaran a cabo parte del rol. Y pues no, tampoco mi mamá fue mi padre: por mucho que ella cumpliera con las funciones que se supone que deben hacer los padres, yo tenía bien claro que ella era mi madre y nada más. Así fue que comenzó a rondar por mi mente la pregunta infernal y ansiaba saber con todo mi ser quién era yo, de quién había venido, por qué yo no tenía un padre como los demás, si acaso algún día lo tendría y pensaba que todo ello se resolvería conociéndolo.

Después de varios interrogatorios, mi mamá me presentó a mi padre, lo cual sucedió precisamente en el año en que mis medios hermanos se quedaron, por así decirlo, sin el suyo. Al principio estaba emocionada, pues en verdad creía que todas mis dudas se disiparían casi con sólo verlo, pero la realidad fue otra. Menos de un año de convivencia bastó para darme cuenta de que ni había logrado obtener respuestas, ni estaba mejor que cuando ignoraba quién era mi padre, pues él resultó ser no sólo lo contrario de lo que esperaba, sino lo más desagradable que pude haber imaginado alguna vez. Todavía hoy, a diez años de ese hecho, pienso que no fue su culpa, sino la mía: yo no debí haberlo idealizado, pero dado que muchos niños consideran a su padre su héroe, pensaba que yo no tenía menos derecho que ellos de hacer lo mismo, por mucho que yo no lo tuviera.

En fin, si bien es cierto que ya no soy una adolescente, eso no quita que la pregunta infernal todavía ronde mi cabeza y siga intentando responderla a como dé lugar, con todo y que ya crecí –como señalaba mi amiga en su tweet–. Sin embargo, las cosas son diferentes a como lo eran en ese entonces, pues toda esa experiencia me ayudó a comprender que la respuesta que yo buscaba no estaba en mi padre, sino en mí: sólo yo puedo responderme –si es que algún día lo hago– quién soy viéndome a mí misma, porque ahora sé que tener un padre –o conocerlo en mi caso– no me define ni define lo que llegaré a ser, ni tampoco les hace más fácil a los que sí lo tienen responderse aquella pregunta. Pero no lo niego, hubiera sido bonito tener uno para que influyera, de menos.

Hiro postal