Divagadiario

En la primera entrada de mi diario deberé hacer espacio para un breve prólogo que exponga por cuánto tiempo pensé en empezar un diario sin hacerlo. No es tan mala idea para un desmemoriado como yo; pero no es eso de consolarse con una falsa seguridad de que los días serán capturados para toda la posteridad lo que suena bien del asunto, sino el ejercicio de organizar la mirada de las cosas que le salen a uno al paso. Es una clase de ensayo en voz alta de un río de ideas, muchas de las que dejan ver lo insensatas que son cuando por fin las escucha uno pronunciadas con todas sus insensatas vocales. Algo parecido me imagino: las cosas que observamos, cómo las unimos y separamos, probablemente se dejan juzgar mejor con un ejercicio como el del diario. Estos juicios suenan provechosos, pero esta forma escrita me destantea un poco por peculiar. Uno puede juzgarse a sí mismo fingiendo ser otro, pero también puede ensimismarse al borde de lo incoherente y escribir recordatorios con claves tan íntimas que sería impensable que alguien entendiera qué rayos se dice si no es uno mismo; es más, si no es uno mismo antes de que pase un año y esas conexiones que parecían tan claras se desvanezcan para siempre. O sea, ¿qué tan personal es un diario? ¿Cómo se decide qué tan personal quiere uno su diario? Porque sería muy presuntuoso tomarlo como si algún día fuera a ser publicado y pensando que por tanto, debe escribírsele como si fuera un libro de confesiones, a la Rousseau; además ya para entonces no estoy muy seguro de que siga siendo un diario. Pero entre ese exceso y aquél de las claves indescifrables hay todavía un espacio amplio. Puede sortearse toda esta avalancha haciendo una clase de inventario de eventos, descorazonado, flemático. «Día tal, vi a tal, comí tal». Con algo como esto ya no hay ni peligro de estar dejando que la introspección lo torne todo demasiado obscuro ni pretensiones petulantes; pero creo que algo así es innecesario. Hace un momento decía yo que la captura de los días para la posteridad ofrecía una tan sólo falsa seguridad, y aquí se nota: los días no se pueden guardar, ni en fotos ni en diarios. Un inventario diario no es en realidad lo que pretende ser. El inventario de los eventos (¿el eventario?) supone que uno de verdad puede enfrentarse a lo que transcurrió en el día sin tener ninguna participación viva de ello, y que por eso este recuento de hechos es una representación, esquemática y en orden, de las cosas que objetivamente se sucedieron, tal como se sucedieron. Esto es falso. No hay alma que pueda ver así lo que pasa (y lo que le pasa). Después de hacer ese listado con la fecha y las entradas numeradas con escuetas descripciones, lo que nos interesa de mirar la lista está en nuestra memoria de lo que esas líneas significaron para nosotros, de su importancia para el resto de nuestra vida, del pensamiento que despertaron, de las opiniones que se confrontaron, del cambio que alcanzamos a notar, de lo que esperábamos, de lo que no nos percatamos hasta más tarde, etcétera. O sea, esa lista no contiene lo que nos interesa que contenga, sólo lo sugiere. Es un tipo más aburrido del cifrado inquebrantable del que es demasiado críptico. Así que imagino que más bien es provechoso un diario cuando logra aclarar el pensamiento. O motivarlo, o desafiarlo. Probablemente sea tan privado como uno se atreva a platicarle a amigos suyos lo que ha pensado y cómo han estado sus días, sin esperar de esto ningún reporte riguroso, pero confiando en lo que se tiene de común para que pueda compartirse. Ellos perdonarán que una misma idea se repita en el vaivén cadente de la charla hablada o que una divagación desvíe el curso de lo que se esperaba relatar, sin verlo nunca regresar a lo que la originó. Y también seguirán la línea de lo dicho por caminos no anunciados, animando la improvisación. Algo como eso es agradable y saludable. Que además de todo esto fomente el ejercicio de la memoria no es mala idea tampoco para un desmemoriado como yo; pero todo esto debería escribirlo como epílogo a la primera entrada si alguna vez escribo un diario, explicando también por qué pasé tanto tiempo considerándolo sin en serio hacerlo.

Diaria indiferencia

La tristeza se apodera de mi alma cada mañana cuando leo el diario: desgracia tras desgracia, balazo tras balazo, la indiferencia se apodera de mí, e indolente veo los cielos cada vez más contaminados. Ya no extraño las estrellas, que en las noches veía antaño, si el cielo está nuboso sólo me quejo, o peor aún ni lo noto. Ya no veo la grandeza en los árboles abrigada, ya no hay árboles o arbustos, sólo objetos que estorban la mirada, ya no hay amaneceres rosas sólo edificios que se iluminan a veces naturalmente a veces sólo en parte y dependiendo de quienes los habitan.

El pesar de la tristeza me ensordece y hace daño, cada vez veo menos gente, sólo encuentro nombres vacíos en los diarios, y a veces ni siquiera eso, veo números y estadísticas que no me dicen nada que no me dejan ver las vidas que se van entre los tiros y que se extinguen a mi lado.

La culpa no es el diario, pues sólo muestra lo que hay, es culpa de la lectora que no sabe ir más allá, que indolente pasa los ojos por las tragedias que le van a presentar, que cada vez necesita más ayuda para una tragedia mirar. Somos ciegos al dolor y a lo que causa pesar, en especial cuando lo creemos lejano a nosotros y no vemos que lo llevamos tan dentro que ya no lo sabemos identificar.

Parecemos anquilosados y resueltos a no mirar el dolor que siente el otro cuando lo vamos a ignorar. La respuesta a este mal no consiste en dejar a un lado la lectura de los diarios, que sólo nos traen lo que pasa día a día a veces sin reflexionar. Los malos no son los diarios, sino los miles lectores descuidados que no vemos que somos nosotros los malvados por no detenernos a pensar que el dolor que otros sienten a nosotros nos traspasa como los clavos de Cristo al corazón de María algún día habrían de traspasar.

Maigo.

Abuelilla

Eran ya cerca de las diez y continuaba nublado. Esperaba que a esa hora ya hubiera salido el sol, aunque fuera tímidamente, por entre aquellas nubes, como un hombre que va abriéndose paso ante una gran multitud; pero todo parecía indicar que hoy el sol no iba a dar pelea y su madre que no llegaba. De no ser porque ella traía las llaves de la casona, ya se hubiera refugiado dentro y no en el coche, donde el viento frío había comenzado a calarle hasta los huesos. Ya tenía las manos y los pies entumidos para cuando llegó su madre, quien se disculpó –como siempre– por su impuntualidad mientras batallaba con el cerrojo oxidado por el tiempo.

Hoy era cumpleaños de la abuela y seguramente las habría recibido algún exquisito aroma proveniente de la cocina de la casona junto con la música de la Sonora Santanera, la cual cobraría vida mediante el antiquísimo tocadiscos que la abuela conservaría casi como nuevo, de no ser porque ella había fallecido hacía unos meses atrás. Ahora, en vez del ambiente festivo, la casona despedía un aire lúgubre que había llegado a instalarse desde la muerte de la abuela y rechazaba cualquier señal de vida nueva con crujidos parecidos a los estertores que padecería un enfermo terminal.

Dado que la abuela era la única que todavía habitaba en la casona, no obstante su mayor deseo siempre fue que alguno de sus nietos se la quedara, la familia optó por venderla debido a la mala racha económica por la que se encontraba pasando en aquellos momentos y aunque ella y su madre llegaron a pensar que nunca se vendería, lo cierto es que hacía apenas un día que habían firmado el contrato con los nuevos inquilinos, los cuales se mudarían tan pronto como sacaran todas las cosas de la abuela de ahí.

Los muebles –habían acordado– los donarían a un asilo ubicado a unas cuantas cuadras de ahí y los libros, a su vez, irían a parar a una biblioteca pública o, en su defecto, a alguna tienda de libros viejos. Sólo faltaba echarle un vistazo a unas cuantas cajas que la abuela había guardado en el sótano, tarea de la que quedaron encargados sus hermanos, y revisar las pertenencias de la abuela para decidir qué hacer con ellas.

Según el reloj, faltaban cinco minutos para las seis cuando terminaron de separar sus pertenencias entre lo que se quedarían y lo que donarían o quizá tirarían a la basura. La mayoría de la ropa, así como los zapatos, la donarían al asilo junto con los muebles mientras que algunas otras prendas se las repartirían entre su madre y algunas tías cercanas. Se quedarían las fotografías y algunas de las joyas que la abuela juraba que habían pertenecido a la familia desde tiempos inmemorables; sin embargo, se encontraban dudosas acerca de las cartas y los diarios que la abuela había escrito y conservado a lo largo de toda su vida. Tal vez podrían echarles algún vistazo y ver si la abuela había plasmado en ellos parte de la historia familiar para entonces conservarlos, o bien si se trataba de algo más íntimo y, de ser el caso, mejor deshacerse de ellos.

Mientras su madre sellaba y rotulaba las cajas, ella tomó uno de los diarios y lo abrió a la mitad con mucho cuidado. Enseguida notó la caligrafía esmerada de la abuela y tocó con suavidad la página que amenazaba con deshacerse entre sus dedos de lo vieja que era. Después fijó sus ojos en la hoja cuya tinta ya había comenzado a desaparecer y, con mucha calma, se dispuso a leer sus primeros párrafos.

Diciembre de 1937

 La abuela siempre dice que la casona es tan vieja, pero tan vieja que ha visto nacer a la tatarabuela de la tatarabuela de su tatarabuela y que

algún día también verá nacer a los bisnietos de los bisnietos de mis bisnietos, ¡claro!, siempre y cuando la cuidemos muy bien de las polillas. Por

eso, todos los días la abuela dedica la mañana entera a limpiar la casa de arriba abajo y no permite que ningún rincón se quede nunca sin fregar.

 

Las polillas, me dice, lo devoran todo a su paso: alimentos, ropa, muebles, papel…; por eso debo cuidar de mi diario como de mi vida, dice ella,

porque si no las polillas se lo terminarán cenando. Lo de menos, me advierte la abuela, es que se coman el diario completo porque así nada

quedará para lamentar; lo verdaderamente malo es que dejen partes sin comer porque entonces quien lo lea querrá saber qué seguía después y

se lamentará de que se lo hayan comido las polillas. Todo esto me lo dice “por experiencia” porque eso mismo le sucedió a su diario cuando ella

era pequeña.

 

También debo tener cuidado con las polillas que habitan la casona porque son “especiales”. Según la abuela, ellas saben leer y por eso prefieren

comerse algunas letras antes que otras. Por ejempl , cuando t enen mucha hambre  e com n la a y la o porque as  se llenan má  rápido. Cuando 

ólo t enen algún ant jo se comen la i porque es la más delgada de t da  las vocal  . La e, di e la abuela, se la c men cuando ti n n gula p rqu  es la

vocal qu má  fr cu ntemente ap re e en un   crito. L   c n  nant   la  eligen s gún su   n do: la c, la   y la z, por tener  on do  ibil nte, s  l s c m n  n la no

he por   r el mom nt  en  l que   len lo  d   u      nd t   l   an m l   r  tr ro .       l   mo        t o   . P   an, r   g     ue   do    ui  , p   a    nt   .

Interrumpió su lectura cuando notó que la página presentaba algunos pequeños círculos de un tono más oscuro al que tenía propiamente la hoja. Cerró el diario despacio  y se secó las lágrimas pensando que la abuela de su abuela tenía razón: hubiera sido mejor que se lo comieran todo las polillas…

 Hiro postal