Gastos

Una persona comienza a entenderse a sí misma a partir de lo que compra. Los artículos necesarios son los que primero comienzan a personalizar a un gastador. La comida, la ropa, el lugar en el que vive, la salud, sus medios de comunicación y de transporte, y el entretenimiento son gastos tan básicos como específicos. Piensen en los condimentos, en el más básico de todos, hay más de veinte marcas de sal para escoger. A eso súmenle las cantidades. Y si le añadimos los platillos, las combinaciones se vuelven infinitas. Además, existen personas que prefieren gastar en una buena comida que en vestirse. ¿Uno prefiere el placer momentáneo y el otro la comodidad constante o uno prefiere el placer evidente y el otro el supuesto? Tenemos la certeza de que un plato de pozole es sabroso, pero una prenda puede gustarnos o disgutarnos dependiendo de la estación del año.

Pensemos ahora en quienes prefieren no gastar o gastar lo mínimo. ¿Tiene mayores certezas sobre su porvenir el que ahorra dinero o experimenta mayores miedos?, ¿el tacaño es una persona que ahorra dinero o que prefiere no gastar por algún motivo casi misterioso? Se ahorra para un imprevisto, se dice a modo de justificación. Se quiere gastar, pero se priorizan los gastos. Tal vez el tacaño no quiera gastar, se le hacen fútiles la mayoría de los gastos, o en el fondo de su corazón valora más el dinero que las otras personas. ¿Lo valora porque le cuesta mucho ganarlo o porque lo cree más valioso que, incluso, él mismo?, ¿los gastadores compulsivos han formado la creencia de que el dinero vale más que una persona o que la persona sólo vale en la medida en la que produce y genera dinero? Suponiendo lo anterior, el tacaño lleva más lejos que el gastador la idea de que una persona es un objeto material y una persona al mismos tiempo. El gastador compulsivo o el que gasta más de lo que tiene parece que sólo encuentra valor en la vida en la medida en la que gasta. Se siente vivo al gastar. El tacaño y el despilfarrador se parecen más de lo que creen.

¿Cómo gastar bien el dinero?, ¿cómo vivir sin problemas económicos? Son preguntas cuya respuesta exige más que solvencia financiera. Gastar dinero es una decisión que nos involucra en todo lo que somos, pues nuestros deseos nos llevan a gastar dinero de una manera diferente a la que lo ganamos. El momento presente es tan valioso como el futuro. Los gastos del pasado parecen irremediable. Cómo gastamos dinero, paradójicamente, define el valor que le damos a las personas.

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Problemas de ser pobre

Temo que mi reflexión sea pobre para dar una definición generalizadora sobre la pobreza. Pobre sería creer que es fácil encontrar dicha definición. La pobreza no es sólo material, y lo material no se reduce a lo perceptible mediante los sentidos. Decimos de un platillo que sabe rico cuando nos gusta, que una expresión es rica en acepciones; en contraposición hablamos de ideas pobres (aunque no de ideas ricas) y de pobreza del alma (aunque tampoco de riqueza del alma). No es que nuestras expresiones sean pobres, ni la comprensión de la realidad que nos rodea también lo sea. Pero no es fácil desvincularnos de la materialidad del mundo. El deseo nace de los sentidos. El dinero es el deseo en extremo porque con él, creemos, satisfacemos todos nuestros deseos. Por eso la riqueza se vincula con la abundancia. ¿Qué mejor modo de entender la abundancia que materializándola?

La felicidad no la da el dinero. Pero no hay felicidad sin dinero. ¿Todas nuestras preocupaciones podrían desaparecer con unos millones de dólares? La salud no la da el dinero. Pero el dinero te permite acceder a los mejores tratamientos médicos, no estar años en filas de espera, viajar a otros países a probar tratamientos nuevos, acceder a los medicamentos más novedosos, hacerte pruebas por un dolorcito o molestia, y otra larga lista de beneficios. El adinerado no muere de hambre. La persona con dinero no se libra de la violencia, pero puede pagar por seguridad. ¿Todos estos motivos serán los que estimulan el deseo de progreso económico?, ¿el adinerado busca sólo el poder?, ¿desea conquistar y doblegar a la fortuna? Tal vez el afortunado no haya conquistado a la suerte. Pero sin duda está en paz con ella.

Yaddir

Competencias

Siempre estamos compitiendo. Intenta refutar mi idea sin que compitas conmigo. La verdad no creo que siempre compitamos. Los compas (amigos) no compiten. Dudo que cada segundo sea usado para competir. ¿Cuándo descansamos?, ¿cuando estamos entrenando, preparándonos, para la siguiente competencia? No siempre estamos compitiendo. Nos han hecho creer que la vida, los aspectos más importantes de la vida, son una competencia. Se nos dice e insinúa que hay ganadores y hay perdedores. Que hay esclavos y amos; como sugiere la canción.  Se compite por ver quién es más feliz. ¿Cómo se mide la felicidad? Si digo que se mide evaluando los éxitos logrados sólo transfiero el problema de saber si soy feliz a indagar qué es el éxito. (Adelantando mi conclusión, afirmo vagamente, si eso es posible, que es verdaderamente feliz quien reflexiona hondamente en la felicidad). Pero el éxito tiene demasiados rubros, demasiadas aristas, muchas categorías como para que tenga una única categoría de medida. Si pasamos a postular que la competencia más importante es por ver quién tiene más plata (dinero) volvemos al principio, pues la ambigüedad se impone. El dinero siempre se obtiene para cambiarlo por felicidad. Entonces, ¿qué nos vuelve felices?, ¿qué nos da verdadera felicidad?

Si algo tengo claro es que las competencias nos vuelven infelices. Por favor, no compitas por refutar el postulado. Específicamente me refiero a la competencia por el poder. El próximo domingo hay una competencia por ver quiénes pudieron convencer a más personas para que votaran por ellos. Es una competencia triste. Vuelve infelices a quienes rodean al competidor. Principalmente a sus votantes. A los de los ganadores porque cuando los políticos tengan el poder no les cumplirán lo prometido; a los votantes perdedores porque votaron por quienes no ganaron. Transfieren a ellos mismos la derrota; sienten que algo les quedó por hacer. Pero lo más horroroso es enterarse de los extremos que tienen que pisotear algunos candidatos con tal de ganar. Hay competencias que sacan lo peor de la gente.

No toda competición es mala. Creo que esta frase sería bueno que intentaras refutarla. Competir por ser el más justo, el más sabio o el más bondadoso tiene una fructífera recompensa. Aunque te interese el renombre que viene junto con las competencias mencionadas, o sentirte bien contigo mismo, siempre habrá beneficios que van más allá de los competidores. No hay olimpiadas para saber quién es la persona más justa del mundo. No hay reglamento, una lista de requerimientos a cumplir, para saber quién es el más sabio. Ni hay jueces que determinen con claridad quién es, sería, o fue el más bueno. Competir por saberlo, sospecho, es una buena competencia. La felicidad podría encontrarse ahí. Nunca se es feliz si se le da prioridad a la competencia por la felicidad que a la búsqueda por ser feliz.

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Para ahorrar dinero

Hace poco escuché el mejor consejo para ahorrar dinero: “no desees”. Difícil de olvidar por su brevedad. Lo puedo escribir en la palma de mi mano. Puedo membretarlo en la esquina derecha de las hojas de mi libreta. Podría ponerlo como fondo de pantalla en mi portátil o en mi móvil. Incluso podría tatuármelo. ¿Dónde pasaría menos advertido un tatuaje que aconseje? Si lo pongo encima de mi mano, al reverso de mi palma, lo vería cada que pagara y sabría que estoy haciendo totalmente lo contrario a lo que yo mismo consideré que era un buen consejo. En el antebrazo pasaría desapercibido. Si lo pusiera en mi frente me vería como un tonto que no sabe hacer uso de su dinero. Tal vez no sea buena idea tatuármelo. Mejor hay que recordarlo. Pero no bastaría con tenerlo en mí. La brevedad, la generalidad, del consejo lo vuelve inútil. ¿Cómo podría no desear? Constantemente tengo deseo de comer. No me gusta comer cualquier cosa. No podría dejar de desear comer un platillo elaborado con más de siete ingredientes cuya elaboración y consecución sea lo que lo vuelve costoso. Después de comer durante cinco días enteros pasta con pan, sólo pasta con pan, sería inevitable el deseo de comer algo más. Además de que quizá me haría daño comer sólo esas dos cosas, lo que me llevaría inevitablemente a desear no enfermarme o, ya enfermo, a desear estar sano. Esto sólo con respecto a la comida. Podría evitar caer en la tentación de gastar si me encierro en mi casa el mayor tiempo posible. Así no vería tiendas o puestos que, mediante el recuerdo, reavivaran mis deseos de intercambiar mi dinero por algún alimento, objeto o servicio. Pero esta estratagema tiene una seria limitación: mi capacidad para recordar. Constantemente voy a recordar que hay alimentos, objetos o lugares que disfruté gracias a que hice uso del dinero. Tal vez pudiera resistirme a estos recuerdos, si es que podemos evitar recordar. Lo que me sería más difícil sería evitar que alguien me recordara todo esto; a menos que fuera una horrenda persona, alguien se preocuparía por mi régimen de ascético ahorro. Me sería imposible no desear compartir una comida con un amigo. Del mismo modo como él me ayudó a no convertirme en un ser antisocial por tener más monedas, si él tuviera un problema me gustaría ayudarlo, siquiera escuchándolo. Para ello mínimo tendría que salir o tener un espacio propio (en la medida en la que el lugar donde duermo es mío). También tendría que usar ropa y calzado. A lo mejor me gustaría invitarle algo de comer y beber (si su problema es muy grave podría invitarle algo más costoso que un vaso de agua para tranquilizarlo). Creo que no soportaría tomar el consejo totalmente, sin darle alguna clase de interpretación. Tal vez lo mejor sería hacer caso de la explicación que del recién reflexionado consejo hizo a la persona que estaba escuchando: “es decir, no gastes a lo idiota, no seas tan vanidoso.”

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De criminales políticos: el inicio del juicio al Chapo Guzmán

Es común escuchar que la toma de decisiones que afectan a un país las ejecutan principalmente los políticos, los empresarios y quienes manejan los medios de información. A esta separación de poderes se le olvida mencionar el crimen organizado, una especie de hijo o hermanastro de los tres jerarcas mencionados. El crimen organizado, la mafia, el narcotráfico, etc., incide en la vida pública mermando la libertad de los ciudadanos, exhibiendo qué tanto afectan nuestras vidas con su violencia y presumiendo cómo pueden convertirse en una alternativa para expropiar dinero. Por una extraña concepción de lo que es una buena vida, o una carencia de una idea suficientemente reflexionada de la buena vida, las figuras más representativas del crimen organizado se entronizan como ejemplares. Por ello, en ningún momento resultó extraño que en el inicio del juicio a Joaquín Guzmán Loera “El Chapo” en Estados Unidos, no nos hiciera dudar la declaración central del abogado del narcotraficante, la cual señalaba que el Cártel de Sinaloa pagó sobornos millonarios a los dos últimos presidentes de México; lo más grave no fue la inseminación de la duda, sino que muchos la tomaron como verídica. ¿Qué tuvo que pasar con el ejercicio de la política para que un capo tenga la misma credibilidad, en algunos casos hasta mayor, que un político de alto nivel como un presidente?

Tanto políticos, empresarios y criminales se mueven por la consecución de dinero y el poder que conlleva su uso astuto. Para muchos esto significaría que en nada o en poco se diferencian los tres tipos de poderosos. Pero la legalidad con la cual se maneja cada uno debería ser suficiente para que las diferencias queden claramente marcadas. Un político no manda a matar, así como un empresario no soborna, y ninguno de los dos trabaja codo a codo con los capos para que en tales relaciones se obtengan mayores beneficios. Si la complicidad entre empresarios, políticos y narcos se comprobara, al menos en ciertos casos, los tres serían igual de injustos, y así como habría que creer las palabras del político, habría que creer las del criminal. Decía José Manuel Mireles, ex vocero de las autodefensas de Michoacán (un grupo armado que se oponía a los abusos de un cártel), que un narcotraficante era bien valorado entre ciertos pueblos porque ayudaba a las personas de esos lugares, a diferencia de ciertos políticos que no ayudaban a nadie. Mientras el narcotraficante manifiesta su apoyo público, según se infiere de lo dicho por el ex autodefensa, el político sólo parlotea. Al ex vocero se le olvidó mencionar la violencia que expande un criminal en su hambre de poder. Pero apuntó bien al decir que la percepción pública siempre será favorable para el poderoso filántropo que para el poderoso egoísta.

La maniobra de la defensa del Chapo Guzmán definitivamente llamó la atención, siempre hay sospechas sobre la complicidad entre políticos y criminales y que alguien considerado en el segundo grupo lo haya afirmado causó mucho ruido del que quiere escucharse, pero apenas se le podría dar credibilidad. Es cierto que el recurso usado se dijo en un juicio en el que se busca que el acusado obtenga la menor pena posible; también es cierto que se han comprobado nexos entre políticos y narcotraficantes; no olvidemos que la otra parte de lo que dijo el abogado del capo fue que éste fue víctima de un complot orquestado entre dos expresidentes, agentes de la DEA corruptos y su ex socio, Ismael “El Mayo” Zambada, (de lo cual se infiere que a todos les convenía capturar y extraditar al capo más visible del Cártel de Sinaloa: credibilidad, poder y dinero para los involucrados); pero, como bien lo apuntó un periodista, el mentir durante el “opening statemen” no es delito. La historia todavía tiene muchos más capítulos que contar sobre las intrigas del poder.

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Trabajo digno

Reza un dicho popular: “el trabajo dignifica”. Pocos se atreverían a disentir contra lo que tantas veces han escuchado, más si lo han dicho personas a las que ellos respetan. La manera más rápida de entender esto sería pensando que es preferible trabajar a robar, pues sólo así se saborean mejor las cosas que se compran; sólo así se aprende a gastar, pues si cuesta obtener el dinero, no se decide despilfarrarlo. Quien roba no disfruta lo robado, por eso necesita robar más, para distraerse constantemente de su atropello. De cierta manera, sería lo mismo que decir que uno sólo se siente bien gastando lo que se gana con justicia. Pero cuando en el trabajo el esfuerzo no se recompensa con lo obtenido, ¿se está dignificando, denigrando o sobrevalorando al trabajador? El propio trabajador, ¿cómo valora lo que hace?, ¿por hora, por el esfuerzo empleado, por lo que estudió? Y ¿qué tan injusto es que se recompense de la misma manera a quienes tienen más capacidades que a quienes tienen menos? El gran problema del trabajo es que la retribución sea justa.

Por otro lado, qué sea considerado un trabajo nos complica el problema, pues pese a que muchos escriban, pocos pueden vivir de la escritura, algo parecido pasa con música, la pintura, la escultura o cualquier otro arte cuya valoración sea difícil, si no es que imposible, de realizar en términos monetarios. Pero pensar cualquier actividad en sentido monetario es reductivo, pues quizá un escritor con poca percepción de ingresos pero que escribe aquello que desea decir, sienta su trabajo más digno que el autor de libros con millones de copias vendidas; uno realiza su trabajo porque algún bien siente que hace, el otro es comparable a un empresario petrolero, textil, minero o de cualquier otro tipo. Hay trabajos que dignifican, en otros simplemente se gana dinero.

Muchos trabajos tienen la ventaja de que son productivos, es decir, se ve concretamente la influencia que el trabajador dejó en algún material o ser vivo. Incluso el trabajo de los políticos se puede ver en el modo en el que vive la gente a la que influyeron mediante su gestión, partiendo del supuesto de que dicho trabajo sea realizado con justicia. ¿Pero qué pasa con el trabajador, de oficina por ejemplo, cuya labor no sabe cómo influye dentro de la empresa o secretaría en la que se encuentra?, ¿qué sentirá el trabajador que no ve reflejado por ningún lado las constantes gráficas que hace, las constantes juntas a las que asiste, el constante tecleo al que se dedica con frenesí?, ¿su carácter se verá modificado por lo que hace?, es decir, ¿se sentirá más digno entre más tiempo pase realizando lo que él considera su labor?, ¿vive bien quien no sabe la finalidad de lo que hace? Quizá su última, y quizá única, ambición sea la jubilación. Pero hasta esa, dependiendo el país en el que se trabaje, podría estar en peligro, podría no ser justa.

Yaddir

Problema de poder

La destrucción de la violencia engendrada por la búsqueda del poder (en todos sus recovecos) es tan estruendosa que nos dificulta oír las inhalaciones y exhalaciones de los adictos, carne latente para los sacrificios al descontrolado poder. Las llamas de la violencia que cercena cualquier posibilidad de vivir tranquilamente, las que degüellan las decisiones políticas, nos inmovilizan a tal grado que consideramos ese el problema principal de la lucha por el control. El adicto, escondido en su propio rincón o enredado en el frenesí festivo, es relegado al olvido, dejado en el segundo escalón. ¿Cuál es el problema central, la disputa por el poder o el saber el porqué se genera la adicción?

La pregunta por la causa o las causas de la adicción podría generalizarse no sólo a las sustancias ilegales, sino también a las legales. Esa diferencia nos ayuda a notar la influencia de la sustancia en la causa de la adicción, pues hay sustancias cuyo control es mayor en los adictos; hay sustancias que devoran con mayor rapidez; aunque todas dañan según la frecuencia en la que sean consumidas. Pero, ¿por qué se prefiere una sustancia a otra?, ¿por qué hay quienes no se vuelven adictos pese a consumir varias veces sustancias como el alcohol o la marihuana? Hay muchas respuestas que se presentan sin ser convocadas, clichés de quienes no pueden entender las adicciones, como encontrar la causa de una adicción en el factor social o en la curiosidad adolescente o en una mezcla de las dos; es decir, una persona tiene necesidad por una adicción debido a que la influencia de los amigos es decisiva o el afán por experimentar diversos estados de ánimo impera cuando apenas si se sabe cuáles son las propias aspiraciones. Estas respuestas denigran, no sólo porque apenas si buscan asomarse en el alma del adicto, sino porque dejan de lado al adicto en solitario o a quien consume, pero quiere dejar de hacerlo.

Marmeládov, uno de los personajes más miserables de Crimen y Castigo, sabe que el alcohol ha arruinado su vida, ha agravado la locura de su esposa, ha orillado a su hija mayor a conseguir dinero rápido (camino por el que quizá su hija menor también deba deambular), pero no puede dejar de consumirlo. Intenta olvidar su pena mediante el alcohol, aunque sabe que la agrava; busca esa situación para volverse más miserable, pues él sabe que lo merece. Su culpa es su castigo. Pero su principal culpa es saberse en falta con su esposa, en hundirla lentamente junto con él. Tal vez Marmeládov, luego de ver y soportar tanta miseria, no podía ver nada más y por eso caía constantemente al fondo de las copas. Un adicto podría ser alguien así, quien no conoce mejores momentos que los provocados por la sustancia dentro de sí, quien no ha experimentado momentos felices, quien en su determinante sopor o exiguo éxtasis no ve lo bueno.

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