Desánimo

Juana, como todas las noches, habló con su bocina inteligente y le pidió que rezara el Santo Rosario.

Comenzó la letanía que Juana conocía muy bien con una voz femenina demasiado natural para ser una inteligencia artificial poco desarrollada.

Tal vez no le gustaba rezar sola, tal vez temía que por entregarse al ruego, olvidara el número del misterio en el que se encontraba. Era innegable que con más de dos años de llevar a cabo este hábito, Juana ya se había aprendido de pe a pa, todos los pasos de esta tradición. Sin embargo seguí utilizando la aplicación que con tanta devoción había instalado en su bocina inteligente.

Por supuesto, Dios, no había atendido a ninguno de sus ruegos, pero, eso lo conocemos todos los creyentes. Hacemos nuestras súplicas, comulgamos con con nuestra fe tan solo para mirar cómo nuestro sacrificio no es una moneda de cambio y no será suficiente para persuadir a Dios de que cambie nuestro destino.

Sí, nosotros lo tenemos muy claro, tan claro, que Juana no supo cómo explicarle a su bocina inteligente el por qué después de tanto rezo nada de lo que ella había deseado se había cumplido aún. Cuando los reproches de su inteligencia artificial rompieron tanto con la plegaria como con la profunda meditación que llevaban; Juana en un impulso mecánico, no pudo hacer otra cosa que unirse a la letanía de blasfemias desesperanzadas que inundaron el cuarto.

Al César lo que es del César

Sin un discurso que repartiera abrazos y amor hueco, Cristo anduvo por la tierra, criticó a los que hacían como que hacían bien para recibir alabanzas de los demás, en algún momento señaló que una mano debe actuar sin que se entere la otra, además supo distinguir entre lo que pertenece a César y lo que es propio de Dios.

Dejando de lado el hecho de hacer el bien sin necesidad de la alabanza del que lo recibe o de los otros que rodean al benefactor, creo que conviene pensar por un rato en la distinción entre lo que es de César y lo que es de Dios.

Se nos dice en los evangelios que para poner una trampa se le cuestionó a Cristo sobre el pago de impuestos, y él señaló que hay que dar a cada quien lo que le corresponde, luego entonces la distinción entre lo que es para el político y lo que es para lo divino depende de correspondencias.

Tratar de eliminar la distinción entre lo político y lo divino trae desastres anunciados de mil maneras, se puede apreciar el intento de servir a dos señores al mismo tiempo cuando se intenta igualar al Estado con lo divino, las monarquías lo intentaron y no fueron capaces de alimentar realmente a sus pueblos, al menos no en tiempos de crisis.

Pensando la igualación al revés, tampoco salimos airosos, y eso creo que lo demuestra un personaje Dostoievskiano que pretende igualar al Estado con la Iglesia al convertir al primero en el segundo, con él hasta la antropofagia termina siendo válida.

Distinguir entre lo que pertenece a César y lo que pertenece a Dios no es fácil, es necesario pensar en qué es lo que le pertenece a cada uno y qué es lo que le corresponde como para entregar lo propio sin hacer mezclas que sólo revelan una mala comprensión de lo que es un Estado o de lo que es lo religioso.

La vida de Cristo podría ayudar a lograr esa distinción, y para ello resulta conveniente pensar en lo ocurrido después de que alimentara a más de cinco mil hombres. El evangelio de Mateo relata que muchas personas ávidas de escuchar a Jesús lo siguieron, al ver que se hacía tarde tanto Cristo como los apóstoles alimentan a la multitud.

Aunque algunas reflexiones sobre este pasaje se concentran en el hecho de que Cristo le dijera a los apóstoles que ellos le dieran de comer a la gente, yo me concentraré en lo que pasó después.

Jesús ordenó a los apostóles que se embarcaran, despachó a la multitud y se retiró a la soledad.

No se hizo nombrar rey, aunque bien hubiera podido hacerlo, su reino no es de este mundo y eso quedaría claro en la cruz, tampoco llamó a una revolución ya que tenía la atención de la gente sobre sí mismo, no pretendió un cambio en los demás poniéndose como un líder moral y honesto a diferencia de los fariseos o de los romanos, lo que hizo fue despedirlos tras alimentarlos.

Jesús no buscó el poder sobre la tierra, mostrando que el cristianismo no se trata de eso, se trata de dar a Dios lo que le corresponde, y lo que le corresponde es la gratitud, y a mi parecer esa gratitud Jesús la muestra en la soledad, ya que se retiró del mundo de los hombres  para orar a solas antes de continuar su andar por esta Tierra.

Maigo

Andamio nocturno

Andamio nocturno

Nuestro rostro no tiene brillo natural alguno: por eso la máscara ritual de los cosméticos sólo es un trazo esquivo de polvo. Diría Voltaire que la máscara nos puede distinguir de Adán; nuestro padre de barro no conocía, según el francés, el placer civilizado de sanear la imagen decadente, como no conocía ­—por ser padre antiguo— refinamiento alguno. Pero en la noche nos perdemos para los demás; quizá sólo nos queda la voz envuelta en los sentidos titubeantes, como dejados a la suerte de la experiencia y el recuerdo. Nadie se sabe voz errante en tanto confunda las tinieblas con la luz; sólo Dios pudo separar lo que había creado en un día, algo imposible para esa carne sostenida como imagen animada de sí mismo, cuya fragilidad sobrevive muy cerca en realidad del vigor fortalecedor de la vida genuina. Era en medio de la penumbra vuelta drama metafísico que Descartes salía avante con su luz natural, a la que parecía corresponderle ese nombre por haberla visto en sí mismo. Pero ¿qué penumbra había para un hombre tan instruido como él? Quizá era sólo la duda lo que parecía sostener toda la luz ajena como algo inservible. ¿Qué habían de ser las palabras sino emisarias de aquella luminosidad geométrica en la cual se interpreta a la naturaleza desprendiéndola de la materia para el uso humano? El camino de la arquitectura metódica requería también del baño en la quietud de la reflexión. ¿Será sólo pasión biográfica o pericia retórica la que presenta dicho cuadro? La luz natural redescubre las posibilidades del arte. Pero la luz no es un fenómeno tan simple como para disiparse por nuestra voluntad. Sólo hasta que la palabra revela la manera en que la sequía habita nuestra boca, uno comienza a recobrar el sentido de la sed. De la penumbra y el desierto uno habla siempre con terror por las pasiones que lo habitan. Pero el agua no es sólo el remedio natural para la sed, es también un símbolo de muerte. La boca es la puerta de entrada natural de la comunión necesaria con el mundo. Uno se revela indigente y desnudo frente a la intensidad del Verbo. Uno es ese niño del que todos se burlan por permitirse sufrir ante lo ignoto. Pero incluso en medio del frío la pasión es todavía posible. Las flores sufren el embate del tiempo; se abren y cierran exhalando un enunciado de vida en la belleza y el tiempo. ¿Cómo no ver un deseo de lo estable en el argumento de la luz natural, lo cual lo transforma en algo herético? La herejía y la falsedad en nuestras palabras serían algo imposible sin la vecindad lejana con lo que no se mueve. En la penumbra, aún queda el misterio que la imagen de la caverna (algo natural) nos intenta mostrar.

 

Tacitus

 

Evocación

Evocación

La intimidad radical no es la soledad más profunda, sino la entrega total. No la entrega a una causa: las ideologías sirven muy bien para mantener intenciones de actividad, interpretaciones del mundo que satisfagan los planes y opiniones que nos atrevemos a manifestar; tampoco el abrazo del andrógino que cura la sed mítica de unidad. Lo íntimo se difumina en las flaquezas para la entrega. Quizá la intimidad amistosa sirva para alentar la lengua de fuego que hay en el alma: los abrazos amistosos nos revelan en la sinceridad el secreto de lo reconfortante, que no puede ser el polo opuesto de la recriminación, sino su acompañante. La intimidad parece soledad porque no sabemos hablar, porque el órgano distintivo del hombre es el que más amor requiere para su uso pleno. La reclusión no produce la ausencia del género humano, porque basta abrir la ventana para difuminar esa ilusión que nos imponemos para la tranquilidad. Uno piensa con facilidad que en la intimidad amistosa confesamos nuestros motivos más ocultos, nuestra profesión de fe última y fundamental. La intimidad sería, en ese caso, el pasaje estrecho y secreto que sólo abrimos cuando lo sentimos propicio. ¿Qué pasaría si en verdad el mundo está abierto ante nosotros sólo por algo que permanece impenetrable en su presencia? Lo que aparece comúnmente como apertura máxima revela su limitación profunda: calla ante lo más importante. Ante la intimidad sucede casi siempre la inmadurez asentada en nuestro corazón. No hay intimidad, a fin de cuentas, sin deseo. No hay intimidad sin razón que nos permita intimar en el deseo común. Pudiera ser plausible que la intimidad se muestre complicada no sólo porque el mundo y la costumbre lo impiden, sino porque intimar es imposible sin ese deseo. La inteligencia de la entrega consiste en el descubrimiento de lo deseable. El roce de la intimidad nos procura la certeza de la mano ajena, una mano que se extiende como palabra, que roza el aire como una gota de agua cruza el desierto de la mirada.

 

Tacitus

Ánima

Ánima

Amando se consumen esas horas,

para tocarnos suaves con la muerte

el corazón perdido entre su suerte,

entre viento de cal y sal de moras,

extrañado aun dentro de su alcoba,

y la tarde perece desgranada

en un beso. Un ave fugaz roba

la noche de mi frente despoblada,

cantando al sol de sombras y de arena;

vaga tibia el alma en su laberinto

de vidrios animados en la pena

que retarda apurada tanta ausencia:

amar sana la carne con presencia.

 

Tacitus

Poesía como evidencia

Poesía como evidencia

Se piensa a la imagen como lejana al ser. La separación entre ambos ámbitos parece persuasiva a partir del argumento moderno que opone la imaginación a la razón. La imaginación es meramente receptiva y creativa, pero nunca asertiva; pocas veces se le atribuye papel alguno en la verdad. Al contrario, la imaginación es una facultad volátil. La idea moderna de la pasión se basa en buena medida en esa afirmación. La lejanía entre el ser y la imagen hace de esta una simple permanencia de lo ausente. Pero el recuerdo está ligado de manera inseparable de la tarea productiva de la imagen, porque sin recuerdo no hay conocimiento alguno. Hacerla una abstracción es falaz, puesto que la imagen está organizada desde el momento mismo en que se ve algo. El paso del presente al recuerdo inmediato sería falaz de ser un proceso abstracto; acaso el recuerdo se va atrofiando conforme se avanza en el tiempo, pero eso no implica que no haya una manera de la atención que se enfoque en el ser de la imagen, que no sería posible sin el ser mismo. Existe un conocimiento de la imagen misma, porque hasta los entes imaginarios son objetos de la inteligencia. De la imagen proviene la posibilidad de razonar productivamente: los ejemplos son el mejor ejemplo (la redundancia es voluntaria).

Si bien la imagen no es lo mismo que la esencia o la forma, no es tampoco el aspecto material, aunque hablamos de aspectos porque existen las imágenes. La imagen es actualidad que permite el movimiento de la imaginación en la natural apertura al conocimiento. La verdad, en ese nivel, no está negada al reino de la imagen. Por más que en la noche no pueda distinguir bien la presencia de ciertas cosas, o por más que pueda confundir a una persona por la confianza que una perspectiva de su cuerpo me ofrece, eso no implica que la confusión sea una consecuencia necesaria de la imaginación. Me atrevería a decir que dichos equívocos no serían posibles si de hecho no se diera la naturalidad con que la imagen nos engaña poco. La limitación natural de la sensibilidad es inseparable de la capacidad para las imágenes, aunque eso no significa que la forma, como principio eidético, sea caótica. Es porque las cosas tienen forma que podemos hablar de engaños del sentido. De hecho, hablar de engaños del sentido es demasiado abstracto: las equivocaciones conllevan siempre una especie de confianza o suposición que los sentidos mismos no nos dan. ¿Se vuelve a la culpabilidad de la imaginación? ¿De dónde proviene la capacidad para el error en cualquier tipo de conjeturas?

La posibilidad misma de producir una imagen que no concuerde con el ser se abre por el contacto constante con éste. La imagen puede estar presente para varios, sin que éstos “vean” lo mismo. Esto ha llevado a muchos a afirmar que la fuente de la diversidad subjetiva, reflejada en el lenguaje, es no tanto la imaginación, como el efecto que en ella tiene la historia. Pero, ¿cabe hablar de historia sin ser, como no cabría siquiera hablar de imágenes sin algo de lo que estén separadas? Ver distintas cosas en la misma imagen no niega, sino que afirma, la posibilidad de la verdad como experiencia natural; la imaginación ciertamente nos capacita para reproducir y mantener lo presente, pero también para manifestarlo. El vínculo entre el lenguaje y la imaginación es extensivo, no tanto porque el lenguaje siempre remita a las apariencias, sino porque la posibilidad de aprenderlo requiere de imaginación. En la poesía se recrea, que no se desdibuja, el ser en la experiencia de la palabra misma, que nutre la imaginación, la sensibilidad y el pensamiento. Recordar incluso el pedazo de una canción nos permite vivirla. La poesía no es, por ello, mera sofisticación del lenguaje, sino una de sus posibilidades más plenas. Aquí posibilidad está usado en el sentido más propio: no habría posibilidad si la naturaleza del lenguaje no mostrara desde su origen que el hombre está orientado hacia la poesía. Ese es un rasgo humano que la reflexión histórica no puede pasar por mera evidencia.

Parece de igual manera algo sencillo que Las Escrituras nos hayan legado la sabiduría de que sólo existe un ser creado como imagen del Creador. La manera más sencilla de comprender ese pasaje es a partir de la separación evidente entre el ser mortal y el inmortal. Pero esa separación es insuficiente, dado que todos los rasgos de la inmortalidad divina suelen acompañarse de los mismos prejuicios que ya no son teológicos, sino populares. La omnipotencia, omnisciencia y omnipresencia suelen interpretarse a partir del criterio humano. Pero la existencia del hombre como imagen en el acto de la creación quizás apunta no sólo a una separación entre el hombre y Dios, sino a una unión. ¿No eso se afirma al pensar los rasgos de Dios de manera “natural”? No, porque el principio es Dios y no el hombre. El hombre no crea la naturaleza, ni la pone estrictamente en movimiento. Está destinado simplemente a nombrarla, y castigado en la diversidad de lenguas, que le complican su tarea original. Nombrar es una manera de disponer, es una producción. Pero producir no significa aquí “crear”. El lenguaje, por más arbitrario que pueda ser, no deja de funcionar en todos los casos para algo semejante. Por la palabra de Dios se crea el mundo; por la del hombre, el mundo siempre es nuevo a través de lo constante. Hay algo en ella que nos permite ver que la diferencia es el hogar de la comunidad. Sólo en el hombre hay poesía, porque sólo él tiene la necesidad de habitar el mundo a través de la palabra. Esa necesidad es patente: hablar es un rasgo esencial, lo cual quiere decir distintivo, en el sentido de ser también imprescindible para re-conocernos.

 

Tacitus

Espejismos

Espejismos

Es recurrente que la prisa esté urdida como un espejismo. Que el deseo ardiente de llegar a algo sea la mejor manera de huir de ello. Se trama toda una farsa para sostener esa carrera, prolongada sobre las horas de ocio y labor que nos ocupan. La amargura de los obstáculos provoca la sensación de una caída por ellos. Ahí radica el espejismo, que nos hace desvariar en busca de agua, de una gota de salvación que parece esconderse, escabullirse cuando se le quiere asir con la presión de nuestros dedos, látigos de la fortuna que se resquebrajan como el polvo proverbial del que venimos. Por eso para los posmodernos la felicidad es un estado de ánimo, que proviene simplemente del tacto para las situaciones placenteras, que duran tanto como las sonrisas. Se obra para la felicidad en tanto cada placer permite, decimos, la satisfacción de los deseos, esa materia oscura que pocas veces se abrillanta con la luz del pensamiento. ¿Qué habrán querido decir los viejos cristianos cuando afirmaban que no había paz sino en Dios?

Es obvio que pocos dirían que cada uno de sus actos está dirigido a ver a Dios, por no mezclar las cosas de este mundo con el Creador. Pero, aunque Él no sea lo mismo que las cosas, ¿cómo entender la gracia del mundo como creado? La vanidad y la idolatría son un problema en tanto que la sabiduría enseña que en el mundo milagroso no hay nada nuevo bajo el sol. La grandeza de Dios es algo que se confunde hasta el extremo de la objetivación: una manera de idolatrar es dejar a la fe sin reflexión. La sabiduría que se exige para reconocer la vanidad del mundo es la misma que se necesita para reconocer que el lugar de Dios no es el mundo, que fue legado al hombre. Tiene mucho sentido, por eso, decir que los hombres fascinados por el placer del mundo no siempre son los mejores apreciadores de éste. Tiene el mismo sentido afirmar que es vano consentir en que la búsqueda de Dios, que es paz, proviene fundamentalmente del gasto de uno en el mundo. Una sola cosa necesaria hay, dice un poema, y eso es todo: lo demás es vanidad de vanidades. Lo cual ubica perfectamente en dos palabras un conflicto que parece pedir infinitud, como en el deseo a lo largo de la vida, para enseñar sabiamente que todo es una sola cosa, a diferencia de nuestra manera de pensar lo total, que siempre parece inacabada. La perplejidad de un hombre moderno al pensar la buena vida del hombre virtuoso y sabio consiste en no saber decir el momento en que puede el hombre llamarse al fin feliz.

La paz de Dios no es el equilibro anti estrés. La paz de Dios invade al capitán de un barco en medio de la tempestad. La paz de Dios es el barco. Es igual de vana la insatisfacción suspirante de los anhelos comunes que la medicina para los nervios, que es nihilismo para dejar ir con los ojos cerrados. Se dice que el secreto de la alegría cristiana es esa misma paz. ¿Dónde está la paz en lo que para nadie es placentero? ¿Dónde está la paz en la “negación” del cuerpo? El argumento en contra del cristianismo es circular: se cree que sólo habla abstractamente de un reducto espiritual que ya no es propiamente cristiano. La paz de Dios pide del alma una disposición mínima a la examinación de sí. No a una guerra contra la naturaleza, sino a alumbrarla bajo lo milagroso de la fe. La paz de Dios no existe si no hay pecado alguno por confesar ni por limpiar, lo cual contrasta perfectamente con la idea actual de que esa paz es guerra contra uno mismo. La prisa por buscar un camino esconde la verdadera huida de lo que anhelamos. No hay que esperar el futuro en esperanza de volver a ser levantados. La paz de Dios enseña que ya lo hemos sido tras la violencia en la carne, y que no podemos defraudar esa realidad.

 

 

Tacitus