Nerón y Lisístrata

Entre planes para reformar al mundo conocido hasta entonces, y comedias representadas a la luz de un gran incendio, a Nerón se le escapaba la posibilidad de un buen gobierno.

¿Sería Lisístrata de Aristófanes alguna de sus obras predilectas? O quizá fue otra comedia la que lo movió a componer hirientes versos mientras su ciudad ardía sin tregua.

No sabemos lo que pasaba por la cabeza de este hombre que en Roma fue gobernante, posterior a un loco y otro que estuvo más o menos cuerdo.

Nerón, cual loco emperador sólo en la daga de su esclavo encontró consuelo una vez que vio que el teatro ardía realmente y no sólo por juego.

El emperador teatral fue amante de lo antiguo, de las comedias  en las que probablemente veía femeninas huelgas y otros inusuales movimientos, pero también lo era de lo moderno, como las ejecuciones sistemáticas que organizó para entretención de su pueblo.

Nerón desde el escenario se burlaba del pueblo entero quemándose y de las ejecuciones que en el poder lo sostuvieron, entre las víctimas estuvo su madre, a quien le debía el trono y quizá algo de respeto.

El emperador matricida, no contó con que su comedia levantaría a varios en su contra, que acabaría huyendo y señalando en su desvarío que junto con él moría un artista que jamás se tendría de nuevo.

¡Ay, en tantas cosas se equivocó Nerón!, que no se percataba de que su modo de estar en el mundo era parte de la condición humana, pues no es el único que insensible se burla del dolor mientras monta para sus gobernados un terrible drama.

Maigo.

Detrás de cámaras

Los que con frecuencia ven películas o series en sus casas están familiarizados con los «materiales extra» o «características especiales» o cosas por el estilo. Estas colecciones de documentales detrás de cámaras abundan, y más mientras más fácil se hace grabarlos. Su demanda es grandísima. Grabar a los que están filmando una película, en su caso, no se acerca a lo caro de filmar la película y ofrece oportunidades para entretener con ligereza y humor, o para hacer saber detalles interesantes a los conocedores de la obra. Hay cierta atmósfera casual en la producción de estos anexos que ayuda a los espectadores a simular que participan del equipo creador (sin sentir el tedio de la repetición ni el cansancio de la carga del equipo o demás inconvenientes). Incluso se ha dado la desproporcionada ocurrencia de que se grabe, desde algún dispositivo poco profesional y de baja calidad ‒como un celular a manos temblorosas‒, un ‹detrás de cámaras› de la preparación del material extra que será incluido junto con la película que estaba filmándose en el momento.

¿Qué tan provechoso es conocer lo que ocurre detrás de la cámara? Puede ser placentero para quien se emociona contemplando el arte que arma toda la obra. Creo que esto es comprensible para cualquiera. Hay bastante que admirar en el tramoyista del teatro y se merecen mucho elogio los que son muy buenos. Pero la emoción sensacional por el ingenioso escenario puede llegar a distraernos de la representación en escena. La admiración por esta técnica ocupa nuestra atención en este mundo y no en el representado por la obra. Tal vez, más allá de lo que pasa detrás de cámaras, haya algo benéfico en no pensar ni en la cámara que graba el drama. La extensión del aprecio por el aspecto técnico de las películas y las series tiene un exceso y podríamos estar llegando a él por la prevalencia de este material extra. Puede llegar a volverse tan corriente, que se olvide por qué hubo quien lo llamara extra›. El creador suele ocuparse de que los espectadores tengan un espacio para ejercer tan ampliamente como puedan su imaginación. Este ejercicio incluye admirar un personaje y entender su acción (o sus acciones) como enmarcada por un principio y un final. El movimiento siempre empieza en un lugar y termina en otro, y los espectadores logran comprenderlo como si estuvieran en una posición privilegiada para ver la verdad de lo que ocurre al interior del personaje: el espectador puede presentarse bien a sí mismo el orden en el que se toman esas decisiones del drama, como si las intenciones pudieran verse, como si la deliberación fuera obvia y como si las finalidades, consecuencias, y todos los elementos del contexto estuvieran disponibles para que los sepa quien está haciéndose las preguntas correctas. Cuando esto sucede, el personaje no es visto nunca como personaje, sino como persona. Hay un cuento que deja de ser «puro cuento» y se vuelve historia. El carácter de la persona está representado por el buen actor cuando éste se funde en el espectáculo y se oculta detrás de quien se supone que es. Lo que el espectador está haciendo gracias a su posición aventajada es precisamente este suponer, poniendo en un lugar lo que no es, como si fuera, y pudiendo entonces observar mejor lo que en la vida real no podría observar nunca. La mentira del creador tiene en su mira revelar alguna verdad sobre las acciones de la vida real que sólo se hace aparente en la vida de su ficción; pero es imposible que logre su cometido cuando la imaginación atiende el entramado de la ilusión porque ésta se desvanece.

Si la demanda por documentar lo que pasa detrás de las cámaras se antepone al aprecio de la ficción, el espectador queda insensibilizado ante la imagen del creador, o del poeta. Esto es vistoso en los que son muy conocedores de directores de cine o de actores, pues se la pasan durante toda una película hablando de cómo se hicieron qué tomas y de cómo significaron no sé qué tanta cosa para la historia de la iluminación o del encuadre o todos esos temas que mucho los entusiasman; o que para entender por qué tal actor dijo así tal diálogo hay que saber de su historia con Fulano o Mengana en su época de depresión, o demás accesorios a la ficción. Incluso hay quienes han aprendido muy a fondo ciertos dogmas de la representación y no pueden evitar estar pensando en la «suspensión de la incredulidad», la «propia identificación con las motivaciones de los personajes», el «giro de la trama», la «inmersión en los efectos visuales» y otras cosas así durante la experiencia del drama, y cuadran su recuento de ésta a esos conceptos. No creo que esto sea nuevo; lo nuevo sería que nos hiciéramos la mayoría así, que esa fuera la forma en la que nos acostumbráramos a ver las obras dramáticas (estoy incluyendo las cómicas), porque eso significaría una pérdida muy lamentable para la imaginación. Temo que, por esa relación tan íntima que tienen los deseos de los espectadores con las formas en las que los creadores se aproximan al drama, eso nos dirigiría a un descuido de lo importante en la representación de la acción. La calidad de las obras disminuiría aun más y la posibilidad de encontrar poesía dramática que expresara alguna verdad importante se vería severamente reducida. Esto puede ocurrir sin que siquiera nos demos cuenta de si estamos apreciando de más o no todo el revuelo secundario del drama, porque no es un ejercicio reflexivo de discriminación científica el que nos aleja de sumirnos en la ilusión imaginativa, ni tampoco es un capricho voluntario; hay muchas cosas que podemos acostumbrarnos a pensar y también hay muchas que pueden desacostumbrarse con el tiempo. Podemos desensibilizarnos, podemos debilitar la imaginación; y no hay elección instantánea que nos devuelva de súbito a los adentros de la representación. Ya es prácticamente imposible que la enorme industria del cine y la televisión ofrezcan alguna obra que no esté vestida con todo el espectáculo que sucede detrás de las cámaras y dentro de los camerinos y al rededor de todo el estudio; pero es posible cuidarse por hacer una distancia y recordar por qué son ajenos al verdadero espectáculo.

Consumo a la Medida

Hay quienes dicen que un servicio de entretenimiento por internet, como Netflix, es el futuro de la televisión. Bien podría ser así, y aunque no haya modo de saberlo por seguro, parece probable que una forma semejante sea la predominante en el modo en el que se vaya a dar el entretenimiento televisado. La primera y más obvia ventaja que tiene sobre la televisión común y corriente (por cable o antena, digamos) es que ahora uno puede elegir de entre una copiosa colección de material lo que prefiera ver a la hora que más le convenga; y puede hacerlo regresando, pausando, subtitulando a voluntad y sin anuncios comerciales.

La segunda comodidad que ofrece es más interesante: la personalización de la programación, cosa que se ha vuelto posible por el constante monitoreo de cada movimiento de cada uno de sus clientes. Recién se puso a la disposición de sus usuarios una serie que fue producida originalmente para Netflix, no hecha aparte y contratada por ellos, sino directamente para ser vista con este servicio. El plan con el que la configuraron podría ser la envidia de los sastres, porque se sirvieron de una base de datos que recogía estadísticas relevantes sobre lo que la mayoría prefería usando su servicio, luego sólo notaron qué actor solía ser más visto, las películas de cuál director, qué tipo de programa (serie, película, telenovela o qué), y todas esas cosas, y después de imaginar cómo sería su monstruo de Frankenstein perfecto hecho de cada una de estas cosas, hicieron el mejor esfuerzo por unirlas. Contrataron, pues, a tal director, a tal actor, hicieron su serie de intriga política y fue un éxito instantáneo.

En realidad, este plan no es nuevo en el fondo, porque los estudios de rating y cosas por el estilo tienen exactamente el mismo objetivo y han existido por mucho tiempo. Lo que tiene de novedoso es el grado de especialización que le da a los productores de entretenimiento, acrecentando muchísimo qué tanta confianza se puede tener en que se le entregará satisfactoriamente a un cliente un producto de su agrado, manteniéndolo el tiempo que sea esperando más y más. Y además, como cada quien elige qué ver cuándo, no es necesario que la compañía de entretenimiento elija priorizar sus horarios para que la mayoría de los clientes se vea satisfecha, sacrificando a la minoría; sino que se puede enfocar en cada sector que determine de sus usuarios y, en teoría, satisfacerlos a todos a la vez.

Ya veremos qué ocurre con este cambio en el modo en el que nos entretenemos; pero una cosa me parece cierta: aunque nos puedan dar lo que deseamos, la mayoría de las veces no sabemos qué necesitamos (de lo contrario todos viviríamos felices sin nada más que aprender). Se puede decir que nuestros deseos son signos de lo que mejor nos parece, porque es común apreciar lo deseable para nosotros como lo bueno; y como espectadores de estos programas, nos gustan los protagonistas y sus acciones y nos disgustan sus obstáculos de manera que todo el tiempo vivimos nuestros deseos. Con eso nos vamos habituando a ellos, o acrecentándolos, o hasta cambiándolos. Menospreciar el poder de las obras dramáticas (de las cuáles mayormente se compone la televisión), sean de baja o de alta calidad, es tan peligroso como ser el bebedor que cree que no se puede emborrachar. Quizás más, porque suele ocurrir que quien se acostumbra a ver cierto tipo de acciones se acostumbra también a esas acciones, muchas veces sin quererlo así. El hecho de que sea tan pobre y nefasta la programación de televisión abierta en nuestro país es un indicador de la poca preocupación por esto (pues casi nadie piensa que la televisión lo cambie en lo más mínimo), y ahora que el entretenimiento parece propenso a aumentar esta condición de darle a cada quién lo que pide, es probable que el panorama se vuelva más aciago. Es más, habrá quizás que añadirle al problema que los extremos de la comodidad suelen traer consigo: la propensión al capricho y la indisciplina. Los productores nos tomarán la medida sin que nos demos cuenta y luego nos despacharán agradándonos cuanto quieran (y cuanto queremos). No parece mala idea que tengamos el máximo cuidado con esto, para que estemos bien pendientes de nosotros y de lo que nos ocurre mientras se hace habitual la sensación de que podemos tener lo que más queremos en el instante en que se nos ocurra que lo queremos, sin problema alguno.

Reflexión sobre la Imaginación y el Drama

La imaginación suele representarse como una salida de la rutina, viniendo durante el día en forma de fantasías o en los reparadores sueños nocturnos. Sin embargo, la realidad es que estamos imaginando todo el tiempo. Un caso en el que se vuelve llamativo el trabajo de esta tan estimada facultad del pensamiento es cuando somos espectadores del drama, como en el teatro o en el cine, porque es asunto de imaginación ese conjunto tan complicado de comprensiones fantásticas, de esperanzas, de miedos y, en general, de vivencias que tenemos tan sólo observando una ficción. El drama para nosotros es como los juegos de los niños en algún sentido, porque imaginamos las acciones en un mundo que al mismo tiempo es ajeno al nuestro, pero que no podemos aceptar como falso mientras dure el encanto.

Pensaba hace poco en una gran diferencia entre el teatro y la televisión con respecto a este modo de vivir el drama. La imaginación siempre trabaja en un entrelazado muy complicado de lo que vemos, lo que escuchamos, y lo que pensamos, por decirlo de la manera más sencilla que se me ocurre. Por un lado, el teatro tiene pocos recursos para complacer a nuestros ojos, y suele depender de los planteamientos de la trama y del peso de los personajes para que disfrutemos ser espectadores de la representación. Por el otro lado, en el cine y la televisión, el creador se aventaja del poder de manipular lo que se da a la vista del público de un modo que rebasa totalmente las posibilidades teatrales. El movimiento y la perspectiva cobran un sentido nuevo para el que tiene la posibilidad de fraguar las escenas en sus más íntimos elementos visuales. Esta posibilidad, no obstante, con más frecuencia que renuencia se abusa.

El abuso consiste en afanarse en que se vea mejor todo, tanto, que sucede que se olvida qué cosa es la que se quiere que se vea mejor. Es el ridículo caso en el que el adorno termina volviéndose más importante que lo adornado. El pulso dramático late en la acción, en la fuerza de su historia y sus personajes (no aislados de todo lo demás, pero sí predominando). Mientras más nos acostumbramos al espectáculo, más nos inclinamos a confundir el placer del drama con los gustos de la vista. Algunos programas viejos de televisión tienen algo de atractivos en su parecido con el teatro, y no porque el teatro sea mejor que el cine o la televisión en cualquier caso, sino que accidentalmente le sucede que al no poder poner la suma atención que se le confiere a lo visual en estos dos últimos, no corre tanto el riesgo de olvidar la importancia de la historia que se quiere contar. El cineasta con alma de fotógrafo olvida lo importante del cine tanto como el artista de teatro que piensa antes que todo lo demás, en los vestuarios.

Podría ser, ahora que lo pienso, que lo mismo que funcionó en favor del teatro luego obrara en su contra al confrontarse con un libro, pues más aún que él supone que la imaginación del lector forjará las cosas que mira y estimulará que su interpretación sea consecuencia de su pensamiento y no del orden visual o auditivo del autor; pero tal vez sea demasiado bélica la vena que tanto quiere confrontar. En general es poesía bien hecha la que profundamente nos mueve. Seguramente puede encontrársela en libros, canciones, teatro, televisión, cine, radio, etcétera. Ahora, tampoco hay que olvidar que no son necesariamente lo mismo la buena poesía y la poesía bien hecha. Eso es tema para después; pero que baste por ahora que nos complace cuando nos hace pensar y nos inclina a imaginar soluciones a problemas que nos planteamos al momento de ver ese mundo fantástico y, en él, maravillarnos.