El Panal (séptima parte)

Yo temía los estornudos casi tanto como a ahogarme con mi propia saliva o vómito, me golpeaba la frente cada vez que en mí afloraban, sin embargo, la distancia entre el techo y mi cabeza era tan reducido que de haber querido matarme golpeando mi cabeza con el muro, hubiera tardado años, ya que era imposible conseguir fuerza suficiente en un espacio así. Temía a los estornudos, no por el dolor del golpe, sino por la incomodidad de no poder estornudar como Dios manda, como le molesta al sacerdote del oficio dominical; y porque ya con unos años encima, el carácter involuntario de cada estornudo removía las llagas de mi espalda de una manera muy poco placentera, cuando llegaba a reventarme más de una al mismo tiempo, era por culpa de los estornudos. Después de cierto tiempo comienzas a escuchar un zumbido, tal vez obra del silencio sepulcral que domina el lugar, pero ese zumbido dentro de tus orejas no te deja jamás, hay quienes comenzamos a gritar, yo pasé un año gritando, pero no sirvió de nada, el ruido no se fue y ahora en retrospectiva, me hace estremecer la idea de que alguien, al igual que yo hubiera pasado gritando la mayor parte del tiempo, porque, por supuesto, yo jamás escuché ruido alguno.

El Panal (sexta parte)

¿Qué crimen merecería una sentencia como la mía? ¿Acaso pueden imaginar algo que justifique estar aquí? Yo no, imagino a un genocida, a algún pirómano que hiciera arder un asilo de ancianos, a un asesino en masa que envenenara la reserva de agua potable de todo un pueblo. Imagino también a un antropófago que guste de comer carne recién nacida, pedófilos, herejes, tiranos y violadores. Pienso en todos ellos y en lo brutal que podría llegar a ser su hacer, pienso en ellos seguido, tengan por seguro que aparecen en mi mente con mayor frecuencia de la que debería, y sin embargo, no creo que ninguno merezca lo que me ha tocado vivir ya. Comparado con cualquiera de los crímenes antes mencionados, lo que yo hice me haría parecer como si hubieran sentenciado a un hombre inocente. No niego mi culpabilidad, tampoco tendré tan poco cinismo como para no sentirme orgulloso de lo que hice, pero, en una escala de maldad, lo que yo hice no le llega ni a los talones a los crímenes antes mencionados, no le veo sentido relatar una nimiedad-

La idea de que los presos se hacen peores dentro de la cárcel es la que dio paso a esta separación de los reclusos, por eso nadie objeto nada cuando fue propuesta, pues les pareció razonable y que haría más bien a la sociedad funcional, que mal a los reclusos

La primera vez que salí, no entendí bien el procedimiento que debía seguir, mi padre no hablaba mucho de su estancia aquí, y aunque lo hubiera hecho, yo solo recordaría algunas partes al azar, que seguramente, de nada me hubieran servido. El suave desliz de la cabecera, me parece casi imperceptible en estos tiempos, hay veces que temo no escucharla y perderme mi salida diaria, otras peores, tengo la seguridad de no haberla escuchado a tiempo, o de haber estado dormido en mi hora de salida. En cualquiera de las situaciones, no tengo modo de saberlo. Sin embargo, la primera vez que lo escuché, me pareció incluso molesto, era como una lámina lijando una calle empedrada. No creo saber cómo describir con puntualidad lo complicado que es arrastrarme sobre mi propia espalda bajo las condiciones especiales que tenemos en el Panal. Verán, por cuestiones meramente físicas, no me es imposible levantar mis rodllas.

El Panal (quinta parte)

Como sea, la comida en el Panal no es algo sobre lo que uno quisiera hablar. Más que por ser desagradable, la falta de una imagen para compartir, le impide a uno platicar a detalle lo que come. Bueno, a decir verdad, la mayoría de las veces, aún con la luz encendida, uno no sabe qué demonios está comiendo. En el panal nos sacan a comer una vez por día, no sé cómo decirlo, pero, eso de sacarnos es una exageración de mi parte, ya me explicaré después. Siempre encontramos comida en un rincón sobre lo que uno supondría que es el suelo. No nos dan platos, ni servilletas, ni siquiera un cochino cartón o un trozo de tela sobre la cuál poner nuestro alimento. En la oscuridad no es muy difícil encontrar nuestra ración, aunque muchas veces (si no es que todas) me he quedado con la impresión de que dejo algo por ahí tirado a la hora de volver. Eso quiero creer, aunque la verdad, es que nos sirven muy austeramente, no es que me queje, cuando he tenido la mala suerte de ver lo que me como, quisiera incluso, haber recibido menos de eso. Pero ni modo que no me lo coma, total, ni sé qué diantres es.

Decir salir, refiriéndose al Panal, es un uso muy amplio de la expresión. La verdad es que dudo que alguna vez uno pueda salir de aquí, hasta no cumplir su tiempo. Una vez al día se abre la cabecera, y se nos da un tiempo para cumplir tres necesidades básicas. Es este el único momento en el que podemos salir, y aunque pareciera un tanto extraño, no me emociona en lo más mínimo, y nunca lo ha hecho. Me cuesta trabajo explicar en qué consisten estas salidas, trataré de dar una explicación tan clara como me sea posible. Después de que se abren las cabeceras, nos es preciso salir de nuestro recinto, hablo en plural porque sé que no soy el único aquí, sé que hay por lo menos mil hombres y mujeres más, aunque no pueda oírlos. He temido, tanto en horas de ansiedad como en horas más calmas, que el mundo allá afuera haya terminado, o que simplemente se hayan olvidado de que estoy aquí. La interacción entre nosotros está prohibida, nunca nos vemos las caras ni cruzamos siquiera palabra, mucho menos miradas, ni llegamos a tocarnos o a chocar es por accidente. Estar en el Panal es literalmente encontrarse apartado de toda sociedad posible. En fin, a pesar de que no me emociona la salida diaria, debo admitir que me trae un poco de tranquilidad pensar que todavía se encuentra alguien controlando los mecanismos del lugar y que no se ha muerto o nos ha dejado, deliberadamente, encerrados a morir de hambre. Claro, siempre cabe la posibilidad de que este lugar se controle automáticamente a sí mismo y no haya necesidad de que ningún humano lo opere, salvo algún ingeniero que le de mantenimiento de vez en cuando. A veces he llegado a pensar que un lugar como este, tan eficiente y magnífico, requeriría de mantenimiento una vez cada cincuenta años, pero, por supuesto, no tengo manera de probarlo. Siendo prácticos no me ayuda en nada especular estas posibles situaciones, aunque la verdad, ayudan demasiado a pasar el tiempo, a matarlo, y a olvidarme de mi situación.

El Panal (cuarta parte)

Allá afuera, en mi pueblo, se tiene la mala costumbre de hablar sobre comida. Nunca viajé, cuando tuve la oportunidad preferí no hacerlo. No vi, desafortunadamente, gran provecho en conocer nuevos lugares, a cambio de correr el riesgo de quedarme a merced de la naturaleza o de los bandidos que asaltan las carreteras. Por lo tanto, no puedo asegurarlo por experiencia propia, pero sospecho que es un hábito que tienen todos los habitantes de cualquier pueblo del mundo. Bastaba con salir al pozo para acarrear agua, se podía escuchar a más de una mujer platicando con fervor acerca de la cena que preparó la noche anterior a sus hijos. — Un pollo adobado con papas cocidas al horno. Las hice en el horno de piedra, no en el de microondas, así se resecan menos y adquieren un sabor más hogareño, más nuestro. Se dicen recetas como se dicen los buenos días o buenas tardes según sea el caso, y se le escucha a más de una expresar abiertamente su anhelo por comer cuanto antes. Conocí a un sacerdote colombiano, cuando hablaba fuera del templo, no hacía más que frotarse la barriga y lamerse los labios diciendo “mmmh” yo siempre lo encontré de mal gusto, ya que cuando no gemía de esa manera tan desagradable, siempre estaba haciendo comentarios sobre comida. –Nos caería bien unos taquitos en estos momentos. Una birria me ensalsaría el ánimo. Hablaba sobre comida aún mientras comía, siempre pensé que él era, sin darse cuenta, la encarnación de la gula. Me pregunto si mantendría ese deseo de comer si estuviera también habitando en el Panal.

Cuando me estaban buscando para traerme aquí, tuve la oportunidad de escapar del pueblo. Un contacto, un primo del hijo de don Ricardo, el que vende perejil, me cobraba una jugosa cantidad de dinero por esconderme en su cargamento de abono. — Te metemos en un huacal, te vas bien apachurrado y te aventamos el abono encima para que no te vean. Vas a ir bien apretado e incómodo, pero solo será por un par de horas, luego, cuando llegues a Santa Anita, te podrás dar un baño y olvidarte de este malentendido. La idea, no me pareció agradable en lo más mínimo, y pensar que el cargamento (al igual que en muchas ocasiones pasadas) podía ser asaltado al pasar por el camino a San Toribio, me ponía la piel de gallina. Sabrá Dios a dónde iría a parar si se robaban el coche donde yo me escondería. La idea de habitar una nación desconocida, me era casi tan repugnante como aquél sacerdote colombiano, y pensar en vivir exiliado me era más grave que la muerte. Ya no importa a estas alturas, conocí mi pueblo de cabo a rabo y pienso muy seguido que tuve muy buena oportunidad de no haber sido atrapado jamás, si tan solo hubiera sido más cuidadoso, no estaría aquí.

El panal (tercera parte)

Otras veces, cuando la ansiedad atacaba y yo no tenía modo de entretenerla, ya fuera por falta de uñas o de carne, o porque a pesar de estas me superaba por mucho, simplemente me concentraba en respirar, después de un rato, el sueño llegaba como por arte de magia. Esto lo descubrí hasta la tercera noche (¿o día?) de mi estancia allí, aprendí a invocar al sueño, descubrí una técnica que me permitió esclavizarlo, claro, yo no lo sabía en ese entonces, pero el precio a pagar podía ser muy alto. No importa, la vida ya me estaba cobrando con tremendos intereses la deuda que yo tenía para con la sociedad. No recuerdo qué día fue, pero fue de los primeros, de eso estoy seguro, el punzón de la espalda se había convertido en un lugar que mi cuerpo ya habitaba como si fuese su casa misma, la negrura raspaba mis ojos y el aroma del lugar ya había borrado hasta mi propio fétido aliento, pensar en ovejas no ayudaba, nunca ayudó si me permiten decirlo, pero uno se aferra a lo conocido, cuando se encuentra en un lugar así, uno se aferra a la civilización a toda costa, sin importar lo absurdo que esto resulte. En fin, la locura se había filtrado por una rendija a mi recinto, merodeaba sin hacer ruido como una serpiente en la noche, pero yo, podía respirarla, podía incluso escucharla con la nitidez que tienen las gotas de los grifos descompuestos a media noche, la locura me coqueteaba, nunca lo había hecho antes, pero la verdad, me parecía irresistible. No sé cómo fue, más bien, no sé cómo empezó a ser aquél día, pero de un momento a otro supe que estaba ahí, supe que mi insomnio la había traido y que mi hambre le abría la puerta de mi alma de par en par. Vaya, no es que gozara de suficiente riqueza como para comer más de catorce veces por semana, pero desde que había llegado al panal, comía media ración al día, de lo que sea que dictaran como nutritivo para nosotros. Un día quince chícharos, otro día tres zanahorias, otro más un pedazo de carne quemada. Los menús no tenían un patrón, ni mucho menos estaban coordinados por un itinerario que ayudara a saber en qué día se estaba. Yo siempre supe que no comía otra cosa que sobras, sobras que la sociedad donaba al lugar, pero nunca pude demostrarlo. La locura tiene una figura muy atractiva, una vez que la puedes ver a mitad de la oscuridad, suspendida como la Luna sobre una laguna apacible, la reconoces. Parece una llave y una puerta, parece un sendero que cruza fronteras y parece un barco de vapor funcionando a toda máquina. Es así, es inmensa y atractiva, es como mirar a un dinosaurio vivo a dos metros de distancia de su gigante garra. La locura habita en el panal, muchas veces he pensado que es la reina del lugar, en otras, la pienso como el ama de llaves, como la servidumbre encargada de limpiar la mierda que se deja en la habitación de un hotel, y otras, las más solitarias, la imagino como la puta que vende amor en lugar de su cuerpo. Aquella noche, se me presentó con su multiforme aspecto, y yo, por ser la primera vez en que la encaré, no pude hacer otra cosa que desesperar, ansiar estar en otro lugar, ansiar que me tomara, y que me dejara en paz al mismo tiempo, ansiaba estar muerto, ansiaba ver a mi padre, a las ovejas de cualquier pastor, los campos verdes, la sangre vertida sobre sábanas de seda; deseaba ser otro, deseaba que todo terminara o que durara para siempre, no estoy muy seguro, creo que no sé qué quería entonces, ni siquiera quería abandonar el Panal. Fue así como sucedió, fue así como aprendí a invocar al sueño, el ritual me llegó como un cóito interrumpido con la locura, los jadeos que mi cuerpo empezó a emitir, nacidos, paridos por la ansiedad y la estulticia, fueron sencillamente demasiado fuertes, demasiado intensos y demasiado rápidos, se aceleraron de uno a mil en cuestión de segundos y de repente, llegó la nada. Sé que dormí aquella noche porque en el Panal se sueña más en vigilia que en reposo, y después de que aquella visita, no tengo recuerdo de nada más, no escuché nada, no vi nada, no olí nada, no pensé, imaginé, ni siquiera deseé cosa alguna, hasta que llegó la hora de levantarse.

El panal (segunda parte)

Tal vez no tenga mucho sentido quitarse los párpados si uno pretende sacarse los ojos. En un lugar como el Panal, no hay cuencas que esconder, como hacen los ciegos que piden limosna detrás de unos lentes oscuros de sol, o como lo hacen los tuertos piratas de las películas caseras: usando un parche de cuero que, no solo les da personalidad y un sello distintivo de ferocidad, sino que les convierte automáticamente su media mirada en algo amenazante, les llena de odio punzante el mirar y uno termina temiéndoles más que al propio mar. La idea de arrancarme los párpados nació de su absurda acción, que después de varios años (según mis uñas) me era más molesta que las llagas de mi espalda. ¡Por qué demonios tengo que parpadear! ¡No hay nada que ver aquí, no hay ni siquiera viento, nada reseca mis ojos! Y el los ratos donde se hacía la luz, esos inútiles pedazos de carne, tenían tanto valor como un prepucio. Eran demasiado delgados como para impedir el dolor que la luz emite, ¿por qué demonios tenía que soportarlos? Pasaba el tiempo, como pasa el tiempo en un mundo sin sol, y con su paso a pasito, lo único constante eran los parpadeos, que, para agregarle un poco más de molestia, se presentan irregularmente, ¡no servían ni para contar el tiempo! En la más profunda de las oscuridades, da igual si tienes los ojos cerrados o no, lo que no da igual, es tener esa maldita necesidad de estar continuamente parpadeando, recordándote cada momento que no hay nada que ver allí, dándote, aleatoreamente la ilusión de que cuando abras los ojos, la oscuridad desaparecería y tendrás frente a ti un inmenso maizal, con sus hojas verdes y sus varas largas que llegan hasta el cielo. Pero nada, cuando despertaba del sueño, despertaba para ver oscuridad infinita, ¿qué sentido tenía abrir los ojos entonces? ¿Para qué despertar si lo único que traía el amanecer era vacío? La culpa de ese pesar, después de meditarlo durante meses, la tenían sin duda alguna los párpados. Imagino la libertad que tendría si me los arrancara, no tendría que volver a desilusionarme jamás, no tendría que volver a pestañear, a enjugar mis ojos, no tendría que volver a llorar si quiera. El ardor, el dolor desaparecería y el paso del tiempo, que ya avanzada mi estancia en el Panal solo se medía de esta manera, ya no sería un sendero segmentado entre los sueños y la oscuridad. Si pudiera arrancarme los ojos, sacármelos con una cuchara, o con un palito arrancado de una rama de ciprés, nada me garantizaría que el deseo de parpadear cobraría consciencia de su absurdo hacer y se marcharía también. Uno de mis mayores temores cuando fantaseaba con arrancarme los ojos, era, precisamente, seguir parpadeando. Todavía seguía teniendo la ilusión, tal vez algún día consiga el valor para hacerlo, de que al removerme los ojos con todo y sus párpados, tal vez deje de distinguir entre el sueño y la vigilia, tal vez pueda apartarme del espacio mismo, del mundo y pueda vivir más a gusto, más libre y con menos consciencia de mi situación. En mis momentos más perversos, debo de admitir, ya que he sacado a flote esta exquisita idea de quitarme la vista de raíz; ¡qué más da si lo digo tal cuál, total, no pasa de ser una fantasía! quería explorar esta condición de ciego, quería por ejemplo, sentir las seis patas de las cucarachas que luego me visitan arrastrarse por las cuencas de mis ojos, quien sabe, tal vez, con un poco de suerte, me darían una mordidita dentro. No puedo imaginar si es muy doloroso, recibir una mordidita en el interior de tu cuenca ocular, directo en tus nervios, o en tus músculos o lo que sea que esté allí una vez que el ojo se marcha. Me gusta pensar que el dolor es un piquete delicioso, como cuando se pasa la lengua sobre una herida en la boca, esa sensación que acompaña al sabor de metal y que es, cuando se hace con justa medida, un tanto placentera. Pero no basta con eso, las patas cosquilludas de las cucarachas y sus tiernas mordiditas no son suficiente, tal vez solo necesite un poco de contacto, pero me gustaría sentir una gran cantidad de insectos, gusanos babosos, larvas de mosca aflorar en ese inerte boquete que una vez albergó una fruta inútil; se me antojan arañas tejiendo su red sellándome a modo de marche la herida con su fina tela, y clavándola con sus diminutas uñas en los extremos de mi piel, sentir brotar sus críos de los huevos y percibir las vibraciones que hacen en el fino tejido que cuelga sobre el abismo que da a mi cerebro, no es muy difícil, según cuentan los mitos de mi pueblo, cuando se pierde uno o más sentidos, los otros se agudizan, aquí no hay distracciones, no hay ni siquiera luz, sentir a las arañas bebés gatear, debe ser un espectáculo magnífico. Otras veces imagino ovejas, ¿cómo sería la sensación de su picante lana rellenando mis ojos? ¿Cómo la de su lengua lamiendo la herida descuidada y brutalmente? ¿Cómo se sentirá el pasto, cómo el algodón, cómo la tierra empapada de sangre? Si siembro un frijolito, como en los experimentos esos que ocupan un algodón, ¿qué se sentirá sentirlo crecer dentro de mí? ¿Picará, dará comezón, arderá? Que tan molesto podría ser dada mi condición. Lo que es seguro es que sería una gama interminable de sensaciones nuevas. Las posibilidades, como creen en mi pueblo, son infinitas. No como esta única, muda y desesperante textura fría del concreto gris que experimento a cada instante. La oscuridad que parece interminable, en las horas de ansiedad, se hace un nudo tan estrecho que parecería ser más pequeña que una pulga. Se vuelve chiquita, chiquita y en ella no cabe ni el aire, es más, muchas veces me hace sentir que la rebaso, que la supero y que estoy afuera del espacio. Es una sensación incómoda, como tratar de enfundarse en un pantalón diminuto, o mejor dicho, haber nacido con él puesto. La ansiedad aparece sin motivo alguno, me visita en la peor de las horas, y a diferencia de lo que algunos médicos creen en mi pueblo, tengo, por experiencia (y apostaría a que de estar ellos en mi lugar, lo comprobarían) la certeza de que no hay un detonante, una experiencia que la invoque como los ritos a un demonio, sé esto, porque aquí no hay más que oscuridad, y cuando llega la luz, pocas veces me ha violentado. La ansiedad es un torrente descomunal, busca salida, busca movimiento y se ve estancada dada mi condición. Es por eso que me cuesta tanto trabajo sobrellevarla, y a pesar de los años, no he podido acostumbrarme a ella, tal vez nunca lo haga, y si llegara a volver a ver a mi padre, tengo por seguro que lo primero que le pediría sería un consejo para combatirla. Él debió padecerla también, solo Dios sabe si en mayor o menor cantidad, pero estoy seguro de que la sufrió. A diferencia de la locura, no hay nadie en el Panal que logre escapar de ella, la ansiedad ataca a hombres y mujeres por igual, a menos, supongo, que la locura se haya apoderado de ellos. Es así como me doy cuenta de que sigo cuerdo, podría estar ciego, podría incluso a estas alturas estar desfigurado como mi padre, pero mientras siga siendo atacado por la ansiedad, puede descansar mi alma de la preocupación de haberme vuelto loco ya. Es que, por más que lo pienso, no concibo la manera de que un ser humano, sano e inteligente, no se desespere hasta el extremo en una condición como la mía. Claro, hubo cuentos en mi pueblo, narrados por gente salida del Panal, que decían que después de un tiempo uno termina por acostumbrarse, yo no lo creo, y aunque tal vez eso haría más cómoda mi estancia aquí, espero nunca me llegue a pasar.

El Panal (parte anterior a la uno)

Pensé en matarme más de una vez aquella noche, pero mis opciones para lograrlo estaban reducidas al mínimo. Podía asfixiarme si por algún milagro pudiera evitar que el cuerpo hiciera su eterno trabajo mecánico, o podía morderme la lengua y esperar desangrarme o ahogarme con mi propia sangre (lo cuál sería otro modo de asfixia), sin embargo, sigo siendo demasiado cobarde como para abandonar esta vida. Tal vez hubieran más modos de matarme en aquella situación, pero con todo lo que me aconteció aquél día, no se me ocurrió ningún otro. Aquella noche no pude dormir, tampoco pedí perdón, no hice otra cosa que quejarme como la más sufrida de las madres, como la Magdalena o como la mismísima Virgen María. Me quejaba de todo, del olor del lugar, olía a cemento de Campo Santo y a viejo; me pesaba casi tanto como la espalda encontrarme allí, el descuido por el que fui a caer en manos de aquél imbécil condecorado que seguramente estaría durmiendo felizmente aquella noche en una cama tibia con una sonrisa de triunfo al lado de una prostituta fina, de esas que no huelen en lo más mínimo a cebo agrio. Me odié a mí mismo, por tonto, por descuidado, por haberme dejado atrapar sin poner más resistencia que un par de ojos morados y alguna costilla rota. Me reproché un montón de cosas en la oscuridad, y ahí se quedaron, ahora ya no puedo recordarlas. Traté, sin darme cuenta, de entretenerme de ese modo, haciendo un recuento interminable de cabo a rabo y de ida y de vuelta repasando la escena de mi vergonzosa caída. Lo hice con esa esperanza (que aún mantenía viva) de aprender la lección, con esa ingenuidad que tienen los hombres de mirar el pasado como si eso les permitiera cambiar lo sucedido. Yo, al igual que ellos nos aferramos a él, lo miramos con la la misma infinita distancia que tiene un espectador de teatro con respecto a los actores y con el mismo poder e influencia sobre el transcurrir de la tragedia puesta en escena. Mi mente iba y venía como fuegos artificiales de un lugar a otro, pero guardando siempre la constancia del dolor que comenzaba a tatuarse en mi espalda. Los temas que rellenaban la tripa flácida de mis pensamientos no importaban, podían ser ovejas, podían ser armas, podían ser incluso los colores diluidos en agua que deja el aceite de un automóvil sobre un charco parido por la lluvia de la noche anterior. Todo me era lo suficientemente atractivo y nostálgico, a la vez de útil en aquella noche en la que el sueño se fue de parranda olvidándose de hacer su trabajo conmigo.

En la oscuridad no importa mucho si tienes los ojos abiertos o cerrados, a fin de cuentas lo único que puedes ver es lo que tu imaginación puede mostrarte. Ya que esto es así, ¿por qué debería importar si tienes los brazos extendidos o sobre tu pecho en forma de cruz? ¡¿Por qué debería ser importante si uno se encuentra acostado o sentado?! En uno de mis berrinches de aquella noche, vine a dar con aquella brillante idea. Era absurdo pensarlo, era absurdo si quiera soñar despierto con diluirme en la oscuridad como un nonato en líquido amniótico, eso era imposible una vez parido; sin embargo, yo quería fantasear con ello, quería volverme uno con la negrura eterna que me cubría, desaparecer como una mancha de sangre de Abel sobre la tierra fértil del Paraíso. No podía, siquiera, concebir la gravedad de que esa idea, esa fantasía, más que liberarme, me condenaba a sufrir por su carácter inalcanzable. En la primera noche, me hubiera mordido las uñas para pasar el tiempo, por un momento desee tener un pedazo de uña lo suficientemente grande como para ser masticado hasta que se convirtiera en polvo, este deseo no lo olvidé, sin embargo tuvo que esperar hasta el día siguiente, cuando comencé a construir mi hábito de morderme las uñas. Éste adquirió con el tiempo la utilidad secundaria, que a falta de un instrumento mejor, me ayudaba a contar los días transcurridos. Comencé por morderme la uña del dedo índice derecho el primer día, el viernes, cuando me trajeron al Panal fue jueves, eso lo tengo demasiado claro y guardo la seguridad de que jamás lo olvidaré. Usaba mis pulgares cuando la duda me asaltaba en la oscuridad, para ubicarme en el tiempo. Acariciaba con su aun regordeta yema los bordes extremos del resto de mis dedos, sintiendo (y encontrando cierto placer en ello) las rebabas de la uña amputada. Del mismo modo me servía para saber cuál había crecido lo suficiente para ser recortada de nuevo, dándome la ilusión irresistible de tener un nuevo juguete para mi lengua. Las uñas, no importa qué tan cortas o flacas estuvieran al cortar, me duraban al menos un día (o yo me las ingeniaba para lograrlo) a veces cortaba un pedacito y la parte mayor era movida con mi lengua hasta montarla sobre la base de mis dientes superiores, ocupando un lugar seguro resguardado por la parte interior de mi mejilla y quedando a mi disposición inmediata. Inventé algunos juegos para distraer la atención de la espalda, no eran muy complicados y más que un objetivo que requiriera destreza (algo así como pasar un pedazo de uña por entre dos dientes sin que ésta quedara atorada) se enfocaban más en las sensaciones que podía producir en mi boca. Buscaba, literalmente encontrar nuevas sensaciones y los pequeños picos que quedaban en los extremos de la uña, servían para darle un poco de variedad al asunto. A veces tallaba mi paladar con la uña sobre mi lengua, como si fuese un cepillo de alambre recorriendo un pedazo de madera para marcarlo. En otras ocasiones, pasaba horas tratando de poner verticalmente la uña, y luego cuidando de no perder esta posición comenzaba a picotear mi paladar, buscaba hacer puntos, incluso llegaba a fantasear que marcaba, a partir de estos, ciertas figuras. Imaginaba constelaciones, de esas que ocupan los navegantes para ubicarse dentro de la oscuridad de la noche sin luna, lo más seguro es que nunca atiné ninguna de ellas y lo que yo dibujaba en mi paladar, no fuese sino un montón de puntos azarosos en un espacio infinitamente oscuro e impío. Otras veces raspaba o punzaba la parte inferior de mi lengua, es más sensible que otros lugares de mi boca y era como una beta inagotable de sensaciones nuevas. En las más ansiosas de las veces, aquellas donde la desesperación se apoderaba de mi cuerpo, me dedicaba a masticar, ponía cada extremo de una uña partida por la mitad entre mis muelas, y mordía, mordía hasta que me dolía la quijada más que la espalda y luego me relajaba, cuando la ansiedad me atacaba sin una uña porque el tedio la hubiera desgastado horas antes, entonces masticaba carne. Con el paso del tiempo, fui a descubrir que era posible morder un pedacito de piel de mi cachete interior, se lograba si se ponía mucha precisión en la mordida y casi no dolía. Es más, con el paso de los años, se me fueron insensibilizando esas zonas y el pedazo de carne que podía extraer de allí era cada vez mayor. Bueno, ya ustedes sabrán que las magnitudes son distintas cuando se miden con la lengua. Debo admitir que dentro de una densa oscuridad como la que cohabitaba conmigo aquella parte del panal, no importaba mucho, todo era demasiado grande y a la vez todo era infinitamente diminuto.