Esta elección es un alborozo

¡Hoy estoy de fiesta y no soy yo solo,
vamos a llevarle flores a la virgen
que bendijo este día transformador,
tal vez demos un gorrioncito a Apolo
(ya he aprendido a quedar bien con todos),
y unos sobres gordos para el redentor!
Búrlanse de mi piedad los muy tontos,
«¡Juárez –gritan–, piensa en su reforma!»,
pero ellos mismos nunca se dan cuenta
de que más reforma aquél que algo cambia,
que quienes mantienen la vida opulenta
de amor material y odio por las formas.
Y a quienes aún digan que yo ésa mantengo,
a esos también les tengo su respuesta:
Hidalgo mismo que a la patria apadrina
era un cura hacendado y de grande riqueza.
Es franca fortuna si tan poco cuesta
imitarlo y el erario nos patrocina.
Ahora que habrá nuevas leyes, ¡que vengan!,
directas de arriba, en tablas o en piedras,
videos o pancartas, no tiene importancia;
y si sí la tiene, ¡pues aunque la tenga!,
con que una Decena Trágica no haya
que nuestros diez mandamientos contravenga.
Vendrá el tiempo de divulgar el mandato,
con esta certeza en que vive el valiente
que ataca a malicia igual que a ignorancia;
mas hoy celebramos, hoy ya no nos pillan,
ya abrimos los ojos y somos muy libres:
hay días para el cuero y días para la hebilla.
Un círculo grande es mi fe, y va creciendo,
en él caben todos los credos y credas,
de todas las clases (que sean las correctas),
contra la violencia, calma mediadora,
pues ¿cuándo se ha visto que sea ésta más media
que donde ya no hay ni derecha ni izquierda?
Así la elección hoy merece elogiarse:
una única fuerza fue su voluntad,
y si se decide con quiénes codearse,
e incluso al vestirse, ése o este color,
¡pues cuánto mayor no será esta elección
que criba entre sátrapa y emperador!

La trascendente banalidad

La trascendente banalidad

Por una tentación propia de su naturaleza, la democracia está asediada por la cercanía de la confusión. La experiencia política parece mostrar, más que nunca, una pluralidad en las formas de expresión y de vida cuyo origen remoto permanece desconocido. Se lo atribuimos al impacto que la individualización ha tenido en la percepción de nuestras relaciones, nuestras emociones y nuestra naturaleza en general. La parcialidad de una opinión aparece a veces como justificación del desorden; contradictoria, nuestra imaginación parece obviar la dificultad de armonizar profundamente la existencia de esa diversidad con el advenimiento de un futuro enmascarado de paz, vaticinado por el ultraje, la intolerancia y la polarización. Nadie es culpable de tener una fe, por lo que la esperanza no es en sí misma el cáncer de la experiencia política. Sin embargo, el pragmatismo político (que no es conocimiento práctico) produce falsas esperanzas: mientras el relativismo satisface nuestro egocentrismo, poco nos dice sobre la posibilidad latente de alternar en la verdad; la posibilidad de definir lo más conveniente y la actitud que las pasiones de la política despiertan en nosotros muestran el límite de ese relativismo, sin que por ello la verdad se aclare un poco. El régimen democrático no subiste sólo por la natural divergencia de opiniones, que la mayor parte de las veces ni siquiera es tan radical: no siempre tenemos ojos para lo extraordinario. No obstante, tampoco puede subsistir por el cándido empeño de remitir la justicia al carisma personal.

Esto no quiere decir que la democracia ha de aspirar siempre a codearse con el totalitarismo. Empobrece demasiado la visión de que la ordenación de opiniones ha de depender de la uniformidad que mana de la voluntad principal. No puede haber democracia fuerte cuyo vigor provenga de la fuerza personal. Tampoco podemos reducirla al funcionamiento del estado sin considerar las implicaciones que formar parte de él tiene para nuestra vida en común. La seguridad de un dogma no deja estar basada en una fe, que puede hacerse ciega o fantasmagórica. No hay que olvidar que la política, en tanto ámbito del hombre, requiere de acercamiento cuidadosos, que puedan observar lo conveniente tomando en cuenta la situación general del momento a través de una mirada a la naturaleza del hombre mismo. Dogmas como el del progreso, cuya influencia se extiende a varios aspectos de nuestra vida, pueden ser sometidos al examen de la inteligencia para hacerlos más fructíferos, más claros, a aislarlos de nuestra vanidad y la de otros. Probablemente, ideas tan complejas como la de la justicia, problema medular de la experiencia política que intenta ser examinada, no tendrían peso alguno sobre la reflexión si nuestra voluntad fuera totalmente ciega. Sin ese rango de aspiraciones, auxiliados por la conversación, el aspecto irracional de nuestra vida, presente también en la política, puede cegarnos con consecuencias desafortunadas para nuestros propósitos.

El espíritu democrático no deshace por sí mismo todos los dogmas, ni los ennoblece en cuanto los acepta. Si no queremos confundir las posibilidades de la democracia con las de la demagogia flagrante, quizá lo único que nos quede es mirar la manera en que la palabra pública no alcanza siquiera a desgastarse, porque sirve políticamente al fingimiento (gesticular), no levantando jamás el vuelo de ese propósito, y cómo nuestra propia vida se erosiona por las marejadas publicitarias en que se empantana el apetito por la noticia. Habiendo pasado la oportunidad de reconciliación, experimentados los efectos de la ignominia, acaso no sea lo mejor aceptar ciegamente la polarización (a la cual se ha contribuido desde varios lados, no sólo desde uno). Nuestra fugaz atención, presta tanto para incendiar el pulgar con la indignación como para vestir todo de solemnidad, no es el mejor recurso para notar que en la política la radicalidad trascendental es la más grande y frecuente ilusión. Quien en este espacio nos ha llamado la atención a la dictadura moral ha escogido muy bien sus palabras: el futuro no vaticina la imagen del terror totalitario, pero sí el olvido de lo importante en el grave fingimiento, en la suave impostura de una farsa, cuyo efecto resentiremos quizás en la decepción inevitable.

 

Tacitus

 

Con esperanza democrática

Con esperanza democrática

La palabra ciudadano no debe usarse para los habitantes de una ciudad, porque la ciudad no debe ser entendida como una concentración poblacional ordenada geográficamente. Ciudadano debe ser siempre un término político. Los términos políticos no deben pulirse profesionalmente. La política es para más de uno, o de unos cuantos. De esas diferencias parten las bases de los distintos regímenes. La democracia no está asegurada por plebiscitos, porque el carácter predominante de la democracia no puede radicar en elegir al candidato de un grupo. Así no existe la representación. La demagogia es un peligro latente para lo democrático, pero no es democrático. Puede existir la oligarquía en medio de las elecciones, aunque las mismas elecciones den una pizca de libertad a la deliberación política de la dialéctica en la opinión. Parte del peligro demagógico son las falsas esperanzas como producto. La ilusión de que la democracia reside en una urgencia práctica. Hasta en lo urgente hay matices a pensar.

Ese es territorio del silencio. La urgencia parece ciega. Como si ella exigiera una prudencia que no podemos tener si queremos “apegarnos a los hechos”, eligiendo lo más adecuado como solución inmediata, para pensar después en lo mejor. ¿Qué sucede con la libertad para la prudencia? ¿Nace de una decisión que puede ser imprudente? ¿Nace de la esperanza en lo inevitablemente irrefutable? Esas preguntas deben abrir para nosotros el horizonte en el que debemos navegar si nos interrogamos sobre nuestro potencial ciudadano. No nos es claro si el carácter para vivir democráticamente es algo que podamos decidir en connivencia con el régimen, en perpetua transformación de él o en comunicación con el otro. ¿Hay educación para ser un ciudadano? La pregunta deviene crucial para el habitante de un Estado inoperante, para una situación de una comunidad erosionada, roída, muerta, ignominiosa. Llama a superar el prejuicio eugenésico desde el que el gobierno no democrático está acostumbrado a operar, e incita al posible ciudadano a pensar el poder más allá de la fuerza, obligándolo a pensar en sí mismo como posiblemente libre. Lo lleva a preguntarse si el ser ciudadano va más allá de ejercer una moral privada, lo cual es hacer la cuestión de la virtud algo local en un sentido primario, ordinario quizás, pero no por ello menos importante. La corrupción es, desde ahí, una falla institucional que, democráticamente, no puede ser ya parte de la vieja lógica que el mismo poder instauró para nosotros, que dice que la opresión es el obstáculo para la libertad.

Por eso la ciudadanía no puede ejercerse en plebiscitos, porque no ha de ser confundida con la voluntad popular. Si la ciudadanía democrática se ejerce por medio de la voluntad popular, ¿cómo distinguir entre un plebiscito y la simpatía de los habitantes de un reino por el monarca? Aunque en una no se requiera el plebiscito, no podría existir sin algo que podríamos llamar con la misma facilidad voluntad popular de mantenerse viviendo así. No creamos, por ello, que la comunidad política está hecha por el consentimiento de sus habitantes, porque ese difícilmente podrá existir en ese sentido abstracto que lo marca una palabra como voluntad popular. Lo importante de una decisión en consenso y crítica constante es que haya ya algo común en lo que los ciudadanos hayan discrepado o asentido, en que su palabra valga para ellos como para los otros. La prudencia y todas las virtudes pueden ser admiradas en una democracia (aunque no sea el caso siempre y en todo momento) por eso mismo. Sin algo que las muestre, sin la práctica, sin la dimensión deliberativa, lógica, retórica y política de la vida en común, ellas no podrían tener siquiera un nombre. Puede que con el pragmatismo del que tanto nos quejamos, pero que adoptamos a veces (enfermedad inseparable de la política) y que ejercemos al momento de reducir la praxis democrática al voto, estemos siendo un poco injustos. No será un homicidio o un crimen mayor, pero sí algo que las víctimas de un crimen, por ejemplo, no merecen: que se les ignore por la sensación de lo providencial, o que nos creamos la historia de que la esperanza nace de la desesperación, lo cual es un absurdo.

Aunque un buen ciudadano no sea lo mismo que un buen hombre, eso no quiere decir que la naturaleza ciudadana de un hombre se resuelve en la caballerosidad de sus costumbres y pensamientos. Ser ciudadano tampoco se puede reducir al aspecto moderno de las ambiciones personales, o de la virtud como inteligencia práctica para el poder. Por eso el voto debe ser más que el respaldo de un líder político. Puede que los regímenes totalitarios obligue a sus ciudadanos a la injusticia; por ello mismo, lo que hace ciudadanía no debe ser únicamente el respeto a los decretos. La naturaleza de la ley es, más que una coerción, cierta racionalidad, cierta medida justa de las acciones que permiten siempre mantenerla en lo mejor para el individuo y para lo común. Un buen hombre coincidirá en sus actos con la ley, porque sabe lo que es justo. Un buen ciudadano no puede dejar que su decisión no sea conveniente para la comunidad. Democráticamente, esa dimensión de su bondad no puede ser totalitaria. Sabe que la crítica es necesaria para afrontar la degeneración de la justicia en el régimen: ve de frente la virulencia de la demagogia.

 

Tacitus

La Resaca Electoral

Ésta es nuestra semana de descanso. La publicidad política se detiene (supuestamente) y las campañas se terminan justo antes de la elección con la pretendida confianza de que en esos días purificaremos nuestras miradas y podremos elegir los votos con perspectiva. Sin embargo, el plan es tan ingenuo como esperar que después de un concierto de rock escuchemos con atención el silencio, en vez de la odiosa y constante campanita. El asedio implacable de los medios nos ha mareado suficiente como para estarnos contoneando no una semana, sino varios meses cuando menos. De todas maneras, es importante tratar de asirse de algo y hacer base en la tierra. El diálogo sobre nuestras posibilidades pronto será inconsecuente y la magia de la demagogia se pondrá a prueba en la verdadera política, la de las acciones públicas y no la de los desfiles partidistas.

Estos días serán nuestro profundo respiro antes de la zambullida, nuestra densa obscuridad antes del alba. Ojalá que nos sirvan para apreciar su recuerdo cuando el ruido vuelva a treparse a decibeles insoportables. Ojalá que no sea tan poco tiempo que ni cuenta nos demos de qué tan alterados estábamos cuando votamos.

Pequeño Descuido

Alguien se pone a hablar sobre los grandes cismas que se producen entre los amigos porque lo que creían y querían era completamente distinto, ¿y qué hacen los escuchas?: yo me los imagino asintiendo con fingida indignación, como si estuvieran atendiendo un recuento corriente de una situación enojosa y cotidiana; como si se hablara de uno de esos casos que a cualquiera le ha pasado, o que le puede pasar. Sin embargo, hablar así refleja una carencia de tacto para tratar las pasiones humanas, los deseos que juntan a los amigos, y los anhelos que guían las vidas tan diversas. Muchos hombres de muy alta estatura han discutido sobre las pasiones, los afectos, y los anhelos humanos porque a la vez que son cosas característicamente humanas, en la misma medida son misteriosas. Si no se anda con cuidado pueden ser traicioneras, o pueden ser encantadoras. Su encanto característico es la fuerza con la que marcan nuestra perspectiva de las vidas de las personas: «qué tipo de persona es alguien» es una frase que normalmente se refiere a qué cosas le gustan y disgustan, qué deseos tiene, qué lo motiva a actuar normalmente, etc. Y por otra parte, su misterio se funda en la dificultad para hablar de ellas: el hombre se observa mejor cuando se sabe qué cosas despiertan en él, pero cuando ellas despiertan, lo raro es que aún pueda ver bien.

El romántico piensa que las pasiones son súbitos estallidos ígneos que toman al hombre prisionero y lo usan como marioneta confinada a escuchar y acatar el llamado natural, una voz que manda desajustar el «orden» de las cosas en el aburrido mundo cotidiano para traer a la vista la cruda –pero bella– verdad que tiene a su cuidado. Todo placer debe ser magnífico o falso, sin alternativa. Logra su magia tocándolo todo con esas manos suyas que desprenden llamas, y hablando marcadamente como desde un sueño palabras aladas. En un sitio mucho más frío se halla el estoico. Él piensa que las pasiones son vagos bramidos del cuerpo que rugen con deseos ciegos, amenazando con distraer al hombre de lo verdaderamente importante, que es su propio cuidado. Para el estoico, la naturaleza humana es la claridad y calma del pensamiento, y las pasiones, los afectos y los anhelos se cuelgan de él como sobrepesadas anclas. El romántico afina el oído para escuchar nítidamente cada impetuoso grito de la pasión; el estoico afina el oído para acallar detrás de un sello hermético cada impetuoso grito de la pasión. Los dos, sin embargo, están de acuerdo en que la naturaleza humana es más que carne y en que las pasiones son un llamado que, por el cuidado de uno mismo, debe de ser tomado en serio.

Quisiera no ser figurado como alguien extremo sólo porque mis ejemplos lo son, pues tengo la impresión de que algunas veces mirar lo más exagerado es de buena ayuda para mirar con mejor tino hacia lo que es más apropiado. ¿Y no es de llamar la atención la posición tan importante que en ambos extremos ocupa el cuidado como la punta del pie en el suelo? En los dos el cuidado se refiere a la buena comprensión de las pasiones, los afectos y los anhelos, aunque difieran sobre cómo se da tal. No creo que sea demasiado difícil de notar que en cualquier caso cuidar de uno mismo implica con necesidad una clase de observación de estas cosas, de qué deseamos, qué queremos, qué nos es placentero y qué doloroso. Pero ¿por qué habría de cuidarse de qué le complace a uno o de qué lo repugna? Es decir, ¿se puede escoger eso? Pienso que en cierta medida sí. Nos cuesta trabajo aceptarlo, y no sé si cada vez más, pero tenemos la posibilidad de cambiar aunque sea un poco nuestros modos de acercarnos o alejarnos de ciertas satisfacciones. Así crecemos cuando pasamos de ser niños a ya no parecer niños. Así nos habituamos a lo que hacemos y hasta nos «des-sensibilizamos» con lo que nos solemos enfrentar. No sólo es cierto que las cosas que placen y disgustan a alguien pintan muy bien su silueta, sino que además, la vida misma que lleva lo acerca de poco en poco a desear las cosas que tiene en ella.

Por eso la amistad es una cosa tan estimable, quizá la más de todas, porque lo que deseamos de alguien más y lo que sentimos por él se vuelve el espejo con el que nos vamos conociendo a nosotros mismos. Qué tan apto se es para conservar a un buen amigo habla excelentemente de quién se es, porque lo que despierta en nosotros cuando estamos cerca de alguien que apreciamos nos acerca a saber qué creemos que vale en la vida y que merece que se la viva. También es ésa la causa de que observemos con tanto placer las cosas que queremos, pues no podemos evitar juzgarlas y meternos a nosotros mismos en ese juicio, viendo en lo que deseamos de alguien lo que queremos de nosotros mismos, o en lo contrario lo que deseamos evitar. Por eso es que no puedo evitar pensar que algo hay de errado en el modo de relatar lo que está ocurriendo cuando hay un «cisma entre los amigos», cuando lo que creían verdadero terminó por separarlos. Quizá perdieron la perspectiva en un descuido, o tal vez no eran amigos pero el nombre pegajoso les gustó por la costumbre, o también puede ser que lo que estos amigos quisieron el uno del otro no estuviera ni en el uno ni en el otro.

¿Hacer Bien o Hacer Libremente?

“Libertad, horrible libertad”.

-Hormiga.

A. Cortés

Me parece muy visible que la mayoría supone que todos los hombres somos libres en principio, y que si no lo somos, deberíamos de serlo. Todo mundo lo dice de vez en cuando, y la televisión, la radio y el cine no dejan de abordar el asunto ora directa, ora tangencialmente. Damos por sentado que es un bien mayor ser libre que no serlo, y que si podemos ganar libertad que no tenemos, es bello hacerlo (quizá no lo digamos así, pero nos admiramos y encomiamos a quienes así hacen). ¿Pero libres de qué somos, o en qué sentido es bueno ser libre?

Creo que cuando decimos que “somos libres” pensamos en ser libres de actuar. Eso es lo primero en lo que pienso cuando se trata de este tema: la elección y la posibilidad de obrar en conformidad con la voluntad. Parece que decimos ésto cuando nuestras acciones las hemos escogido nosotros y las llevamos a cabo. Pero si pensamos en qué pasa al contrario, no estoy muy seguro del punto en el que la libertad se termina: porque podemos tanto ver que una acción no llega a su término por un sinfín de circunstancias, como también que hay veces que no estamos dispuestos a elegir por alguna razón. Allí ya tenemos por lo menos dos aspectos en los que se hace un tanto obscura la noción en el momento de la acción: cuando queremos hacer algo y no nos sale, y cuando no queremos hacer algo que podemos. Además, hablamos de cuando “no nos dejan” hacer algo que queremos en muchos sentidos, ya sea porque nos amenazan, o porque nos apresan, o por alguna otra razón. ¿En qué momento de éstos se deja de ser libre, o acaso hay la posibilidad de ser menos y más? Y encima de todo ello, fíjense que en esas condiciones no ha figurado el juicio al respecto del valor de la libertad confrontado con la posibilidad de vivir mejor. Es decir, la pregunta que no veo que se haga es “¿cuando alguien es libre, inevitable y necesariamente vive mejor?”.

En términos un poco más apegados a las ocupaciones legales, somos libres porque podemos ir a donde nos plazca y hacer lo que queramos siempre que no delincamos en ello. Como nos dicen en la escuela desde que somos muy chiquitos: “tu libertad termina donde comienza la de los demás”. O sea, eres libre de hacer lo que sea que no le quite su libertad al prójimo. Parece que la máxima expresión de la libertad en la que creemos en nuestras escuelas es en la que se da en privado. Y si, entonces, el mal en el actuar es la coerción de la libertad ajena, cuando nos apeguemos a aquello que hacemos al margen de este mal, ¿no estamos en una completa indiferencia al respecto de qué hacemos bien y qué hacemos mal? Porque el mal ya lo pusimos en la deslibertad de los otros, entonces se evidencia una imposibilidad de comprender la acción privada en términos de buena y mala, lo que se hace como sea que se haga, si es en privado, es bueno.

Pero yo no aceptaría tal cosa, y quien eduque a sus niños no dirá que lo mejor que puede hacer es dejarlos solos a hacer cuanto quieran ellos. Ni tampoco que no hay mal hábito posible que respecte a uno cuando está solo. La soledad que se vuelve medida de la buena acción puede fácilmente terminar por privar a los hombres de contacto entre ellos, porque al final nada impide que la constancia de que la libertad no interfiere con la ajena se encuentre en apartarse de los otros. Ahora, a manera de ejemplo, en tal convicción una sociedad fugaz de suicidas no podría ser juzgada por nosotros, porque “cada quién”, es decir, si cada uno se ocupa de lo suyo nada hay de malo, y eso incluye la vida. Quizá se podría decir que lo anterior es exagerado, y que los suicidas sí afectan a los demás porque privan a sus parientes y amigos de la alegría de su compañía, pero tal salida me parece más bien tramposa: si se suicida un amigo mío, y me creo que su libertad termina cuando la mía empieza, no puedo decir que hizo mal porque me puso triste, porque estoy sugiriendo que su acción en realidad era pública por ser para mí, y es contrario a mi propio principio: lo que él hace con su vida no tiene que ver con lo que yo hago de la mía, y es mi asunto si me alegro o entristezco por lo que hacen los demás. Realmente, estoy apartado de su acción y del juicio de la misma si se realiza en el ámbito privado.

En realidad, el conflicto se agrava porque el ámbito privado nunca es un aislamiento total y absoluto de una persona en su relación con el resto de los hombres. Que tengamos privacidad no quiere decir que seamos completamente distintos cuando somos uno y cuando somos muchos. Vivir libremente en este sentido se vuelve entonces una suerte de hacer solamente cuando la acción sea, seguramente, en público como sería en privado. Así estaríamos seguros de que lo que hacemos no puede engendrar ofensas. ¿Pero quién tiene la visión de qué son estas acciones o de dónde la saca? Lo más que podemos hacer es, por comparación con lo propio, pensar en qué es lo que como individuos nos parece ofensivo o indeseable. Surge de allí el precepto: “no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan”. La acción ya se nos volvió más bien un asunto de omisión que de verdadero hacer. Ésto es lo mismo que decir: “lo que sea que hagas significa que eres libre, siempre y cuando aceptarías tú que alguien más lo hiciera”. El problema sigue latente: estamos separados en la acción. El vínculo con los demás no se halla por ningún lado, y no parece que pueda yo hacer algo por o para la sociedad; incluso omitir participar de la sociedad se convierte en bondad por sí mismo, es la bondad de la omisión. De pronto está todo de cabeza, y el hombre más libre es el que menos hace.

Ahora, si el bien de la libertad se estima tan altamente, debe ser por algo (y no digo para algo, sino que debe haber alguna razón). Un bien definitivamente hace que quien no lo tenía esté mejor con él que sin él. Si se piensa en cómo mejora quien puede hacer o dejar de hacer a voluntad, seguramente resulta que la libertad es bien por las condiciones de desarrollo que supone para el individuo que puede hacer y decir lo que le plazca en privado, y omitir en público. Parece otorgársele a la libertad el privilegio de ser el camino directo y sin escalas a la mejor vida. Creo que ninguno de los defensores de este tipo de libertad estaría dispuesto a sacrificarla por algún otro bien. “Cada quién lo suyo” dicen por allí, y esa parece la fórmula más justa de quien vive bien, o sin problemas. Pienso en que es de las principales razones por las que se critica a quien gobierna: que restringe la libertad de tales o cuales, más allá de cómo viven los que han perdido la libertad. Parece que se supone directo el efecto: sin libertad, no hay buena vida. Igualmente en la programación televisiva, y en propagandas para gobernar. Que el tema de la “seguridad” sea tan importante durante las campañas de los posibles gobernantes no está aislado de ésto, de hecho es ésto mismo: “seguridad ¿de qué?”, pues de hacer lo que se quiere (sin delinquir) sin el temor de ser privado de la vida o de la libertad. “Pena de muerte a los secuestradores”, dicen unos demagogos, ¿y por qué atraen tanto con tan ominosa propuesta? Pensando en todo ésto, yo por lo menos, no me imagino una película o una caricatura hoy día en la que se honre y loe al protagonista por ceder su libertad a cambio de, no sé, dinero, o tranquilidad, o cualquier otra cosa.

De cualquier modo, es una cuestión bastante obscura, porque no estoy muy seguro de que cuando tomemos decisiones y elecciones en lo cotidiano estemos haciendo lo que nos place por completo. Tampoco de que cuando omitimos, lo hagamos por suma y absoluta voluntad. Y si hay condiciones en las que las acciones se llevan a cabo, y esas condiciones existen en toda toma de decisión, entonces la libertad no puede ser tomada en abstracto pensando en la pureza de la decisión. Más bien hay que pensar en esta acción concreta, en aquella otra, en quién las realizó y en qué circunstancias. Todo ello sólo nos pone en guardia al respecto de los discursos sobre la libertad, tema dificilísimo. ¿Qué diablos es tal cosa? ¿Por qué preferimos hablar de eso, y no hablamos tanto de la buena acción? ¿Qué no hay mejor y peor? Mi temor es que no nos interese la buena acción por todo lo anterior, porque demos por sentado que con esta comprensión de libertad, toda acción libre es buena. Pero si tenemos la más mínima duda, entonces ya no sirve hablar de libertad sin bien, ni de acción en abstracto. Más bien habría que ponernos a juzgar, o en todo caso, a decir con razones de peso por qué no cabe el juicio. Y así tenernos a nosotros mismos en la tan famosa “tela de juicio”, que envuelve una acción. Si decidimos y elegimos, ¿lo hacemos bien o lo hacemos mal? Esas preguntas me parecen de suma importancia. Y en lugar de preocuparnos tanto por si unos están respetando la libertad de expresión de estos otros, o cosas así, creo que valdría más preocuparnos por si lo que cualquiera de ellos está expresando es bueno o malo y en qué sentido.