Nostalgia por la enemistad

En el contexto de la guerra la gloria se mide por la fuerza del enemigo que es vencido o ante el que hay que rendirse, Aníbal midió sus fuerzas contra Roma y Escipión el Africano consiguió derrotar al extranjero que invadió a su amada ciudad al aprender de él todo lo que pudo obtener tras observar sus tácticas.

Por ello, para ser buen enemigo en la guerra es necesario estudiar al otro, reconocer su dignidad y entender que en muchos aspectos es mejor el otro que uno mismo. Quien desprecia a sus enemigos y los hace menos casi siempre es vencido por ellos, pues la soberbia es un mal que ciega a los generales y lleva al ejercito a una muerte segura, mientras que el reconocimiento del otro como alguien valioso pero contrario trae grandeza para el vencedor y para el vencido en la contienda de la que se trate.

Para vencer a un enemigo no es tan claro que hay que abstenerse de odiarlo, el odio encadena al odiante con lo que supuestamente desprecia, porque esconde la envidia que  tiene quien odia ante la posibilidad que es el otro quien muchas veces, sin fijarse en el primero, hace lo que aquél no se anima a hacer.

Al digno enemigo no se le odia, más bien se le admira y se aprecian sus grandezas, pues enemigo sólo es el que se encuentra en mismo campo de batalla como oponente tratando de obtener la misma finalidad, muchas veces con los mismos medios con los que se cuenta. Quien odia, envidia, se encadena y se pierde en la mala visión que tiene respecto al odiado y se hace odioso a sí mismo y por lo ello insoportable, hasta para sus propios hombros.

No piense el lector que con las líneas anteriores estoy a favor de la enemistad, no es mi intensión que el mundo se llene de enemigos, aunque tampoco creo que la respuesta para que el hombre viva bien se encuentre en las sanas competencias ofrecidas por el mercado. Lo que pasa es que a veces parece que no queda nada cuando ha quedado de lado la posibilidad del amor al prójimo o siquiera el reconocimiento del otro como tal y no como mero actor en un mundo financiero.

Sin la esperanza de la salvación, de la que creo que me estoy alejando, me llega el anhelo por la búsqueda de enemigos entrañables que ya están más que sepultados.

Maigo

 

La Era del Autoamigo

Por A. Cortés:

¿Qué quiere decir esto de que se tiene que garantizar que yo pueda buscar mi propia felicidad? ¿Qué quiere decir que tengo ese derecho? La búsqueda de la felicidad, hasta donde entiendo, no debería bajo ninguna circunstancia dejarse en las manos de alguien tan torpe como yo que, en cualquier momento, puede decidir ir a buscarla en el cine, o en la cancha de tenis, o en el sueño, o en el alcohol, o quizá en la novela de las siete. Imagínense, qué mundo tan fatal éste en el que yo buscara la felicidad: montones de recursos públicos destinados a la obtención de materia prima, desarrollo de técnicas de producción, manufactura, empaquetado y transporte proverbialmente pesado de chocolate a mi casa. “Miles de chocolates me harán feliz”, podría pensar yo, y todos a fregarse, porque quiero chocolate.

Ah, pero se trata de mi felicidad, nada más, no tengo por qué afectar a nadie con mi propia jornada por el espeso y obscuro bosque en el que se esconde. Eso, en cierto sentido, es un alivio para todos. Ahora que lo pienso, es un alivio para mí, que no tendré que ayudar a mi vecino a obtener su felicidad en el ostentoso y exótico jardín que desea extendido en toda una planicie. O al otro conocido que quiere toda su vida pasarla viajando en yate. Para cualquiera resulta un alivio que todos estemos juntos para, entre nosotros, garantizar que cada quién a su modo se hará de las luces para encontrar su propia felicidad sin tener que meterse con la de nadie más y sin pedir de nadie que haga más de lo que tiene derecho a hacer. ¡Qué gozo, no tener que contribuir a la felicidad de nadie más! No tener que acercarme a nadie si no quiero, no tener que trabajar para nadie si no quiero, no tener que dirigirle la palabra, o escucharlo, o que estudiar nada, o que jugar a nada con nadie si no me place en lo más mínimo. Podemos hacer lo que se nos antoje y agachar pesarosos la cabeza cada que a alguien medio menso se le haya ocurrido que lo mejor era saltar a un pozo. Ni modo, no lo podremos nunca juzgar. Pero por fortuna nosotros no hemos saltado al pozo… aún.

Digo, lástima que en este mundo, para que yo tenga derecho a buscar mi propia felicidad, tenga que privarme de los amigos. Es imposible que tenga amigos, porque yo no tengo por qué esperar que alguien puede hacerme bien por quererlo para mí, y no puedo meterme con nadie para contribuir a su felicidad. Todos andamos caminos solitarios que algunas veces y otras no, se encuentran por accidente y nos hacen sentir la dulce ilusión de amistades que seguramente habrán disfrutado los maltrechos e imperfectos pueblos del pasado. ¡Mediocres esclavistas, enemigos de la bienaventuranza del hombre, jurados impíos que reniegan de la libertad! Pensar que hay felicidad común: ¡qué oxímoron más pesado para el destino humano, qué carga más innoble para la espalda de quien antes estaba destinado a mirar las estrellas y ahora carga agachado los bultos de su comunidad como si fuera una mula cualquiera! Tengo derecho a buscar mi propia felicidad, bendita sea, porque mis leyes me garantizan que no hay modo de que alguien más se entrometa en mi camino. Pero dos que se cruzan por serendipia en el nudo de dos caminos que van a diferentes destinos no pueden ser amigos. No importa cuánto anden juntos, no importa cuánto se miren, se escuchen, se hablen, no pueden amistarse, porque siempre terminarán en sitios diferentes. Nadie quiere lo mismo. Si alguien se entrometiera en mi camino, sólo entonces podría ser mi amigo porque iríamos al mismo lugar; pero, ¿qué más espantoso panorama contra mi identidad que ése?

Las sociedades de hoy vivimos bajo el signo del orden salvo, el del bien separado de toda comunidad. El bien sin ser común a nada, no puede ser un sentido, no hay qué ver ni a dónde voltear cuando todos miran a donde mejor les parece. Entonces, no hay bien en realidad. El bien común es una mentira, dicen las sociedades modernas. Lo mismo es decir que no hay bien. ¿Por qué? Porque los hombres no compartimos nada que nos haga mejores como seres humanos y que hallemos en el contacto con los otros. Nada hay que sea placentero y que pueda compartir, y sólo el placer es bueno; lo que comparto no me hace bien. ¡Pero ésa es la base de la amistad! Si fuera el caso de que compartiendo nos hiciéramos mejores, entonces lo que tendríamos de natural sería la comunidad, y eso implicaría el bien común. Eso no se puede, no hay tal cosa, dicen los hombres más doctos. Conclusión: el bien es el placer, el placer es el del cuerpo, y ése lo tiene cada quién sin compartir.

Mi máximo deseo es una inclinación individual que no comparto con nadie, por eso sé que mi naturaleza se dirige a un bien que sólo me compete a mí. No puedo tener amigos verdaderos, porque éstos son en la creencia ilusa de que existen las condiciones naturales en las que los hombres podemos hacernos un bien que es, además de común a todos, el máximo, cuando estamos en cierto modo juntos. Por eso es que los amantes del derecho a la búsqueda de la felicidad tienen que bendecir este maravilloso mundo sin amistad, sin intromisión ni coerciones inhumanas. El mundo de la libertad donde todos somos aptos para gobernarnos a nosotros mismos y decidir qué es lo mejor para cada quién. El hermoso universo en el que el mejor amigo de uno mismo es uno mismo, y su peor enemigo puede ser cualquier otro. Bienhallados los provechos que sacamos de tener la garantía de nuestra vida y nuestra libertad, que son condición necesaria del ejercicio de nuestra propia búsqueda, porque sólo gracias a ellos se han podido callar la boca los pretenciosos llamados alguna vez “sabios”, que andaban toda la vida predicando necedades sobre lo que era bueno para todos, y lo que era mejor para hacernos más felices. Esos necios han muerto todos juntos tarareando su insensata tonada en un unánime sonsonete, y su sepulcro lo adornan nuestros cantos espontáneos, originales, que nacen de cada cual a su manera, y en su tono peculiar.